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Pocos españoles había en el siglo XVII que conocieran tan profundamente a Alemania como Diego Saavedra Fajardo. Su larga estancia en tierras germanas, su asistencia a Dietas del Imperio, de Borgoña o de Suiza, su participación en la organización e intendencia militar durante la para nosotros mal llamada Guerra de los Treinta Años, su gran capacidad de observación como político y como escritor, lo situaron en una plataforma excepcional para poder penetrar en los entresijos más íntimos de la vida del pueblo alemán. Por eso es de indudable interés averiguar cuál fue la visión que Saavedra tuvo sobre el funcionamiento de la maquinaria política del Sacro Imperio Romano Germánico y de la manera de ser de aquel pueblo, que constituía, en frase del Conde Duque de Olivares, «la rueda mayor» de la monarquía de los Habsburgo.

No deja de sorprendemos —y es un dato de lo que debe la pluma de Don Diego a Alemania— el que la casi totalidad de las obras del escritor murciano fueran compuestas en Alemania: Las Empresas políticas, su obra maestra, sale en Múnich en 1640, después de siete años de estancia en el Imperio; La Corona Gótica, en Münster en 1646; el diálogo lucianesco Locuras de Europa, aunque se publicó después de su muerte, fue compuesto durante el Congreso de Münster; los Tratados de Ligas y Confederaciones, obra lamentablemente perdida, la envió él desde Münster en 1644 a Bruselas para su impresión; igualmente, Guerras y movimientos de Italia de cuarenta años a esta parte, también perdida, la empezó en Roma y la completó en Münster, según lo anuncia él mismo en carta de 3 de mayo de 1644. E incluso la República Literaria, escrita en su juventud, probablemente en Roma, fue retocada en Múnich, después de la aparición de Las Empresas.

Es decir, que prácticamente toda la producción literaria de Saavedra nace o renace bajo el benéfico influjo de las constelaciones germánicas.

Cuando Don Diego emprendió su viaje desde Roma a la Corte de Baviera no conocía la situación del Imperio más que por las múltiples noticias que llegaban constantemente a la Ciudad Eterna. Nunca había estado en contacto directo con el pueblo alemán. En cambio, desde su primera misión diplomática en Baviera en 1633 hasta poco antes de su muerte, la vida de Saavedra va a estar consagrada, con enorme tensión emocional, a fomentar la estabilidad política de Alemania y, por tanto, la paz de Europa.

Como buen diplomático, no era él amante de la guerra y creía que todo se podía lograr con la negociación. Tenía la convicción —y así lo expresó en la Empresa 74— de que «es la guerra una violencia opuesta a la razón, a la naturaleza y al fin del hombre, a quien creó Dios a su semejanza y sustituyó su poder sobre las cosas, no para que las destruyese con la guerra, sino para que las conservase. No lo creó para la guerra, sino para la paz. No para el furor, sino para la mansedumbre. No para la injuria, sino para la beneficencia». Pero sabía también que «no halla la paz quien la busca, sino quien la obliga», y que «no es menos gloria del príncipe mantener con la espada la paz que vencer en la guerra». Y declara dichoso a aquel reino donde la reputación de las armas conserva la abundancia, donde las lanzas sustentan los olivos y las vides, y donde Ceres se vale del yelmo de Belona para que sus mieses crezcan en él seguras». «Cuanto es mayor el valor», añade en otra parte, «más rehúsa la guerra»… «Y sí la guerra se hizo para la paz, ¿para qué aquélla, cuando se puede gozar de ésta?». No defiende, pues, la paz estática e inerte de la losa sepulcral, sino la paz dinámica y vital del roble erguido, es decir, la paz de la vigilancia y de la prudencia política.

Saavedra luchó con las armas de la negociación hasta el final, por la imposible y quijotesca aventura de promover la unión del Imperio entre sí y la del Imperio y de todos los príncipes alemanes con la Corona de España, porque sabía que la paz de Europa dependía de la unidad y estabilidad de Alemania. Ciertamente, él logró atraer y mantener largo tiempo al príncipe de Baviera dentro de la órbita hispano-imperial. Pero, por esas fatalidades que se abaten necesariamente sobre los pueblos, no se logró la meta final, o sea, ni la unión de los alemanes en una gran nación, ni la unión de Alemania con España.

El drama europeo

Él sintió como pocos, con una amargura indescriptible, la quiebra de esa monarquía habsbúrgica, y a) mismo tiempo el tremendo desgarrón que produjo la sublevación de Cataluña y de Portugal, golpe mortal al poderío militar y al prestigio y reputación de España, en el momento más crítico de una guerra internacional y lejana, que provocó la lenta e irremediable agonía de la hegemonía española.

Desde esa larga experiencia diplomática, Don Diego Saavedra Fajardo —así firmaba siempre en su correspondencia— tiene aún hoy día mucho que decirnos de su visión sobre la Alemania de la Guerra de los Treinta Años.

Una visión que no sólo por imperativo de la coyuntura internacional, sino por exigencias de la geopolítica española, tenía que enmarcarse forzosamente en el ámbito europeo.

Y quiero enlazar el problema de la Europa de ayer con el de la Europa de hoy, porque el fenómeno europeo, con todas sus connotaciones, sólo es plenamente inteligible cuando se lo contempla, no aislando los diversos tramos temporales de los que le preceden y le siguen, sino integrándolos todos dentro del lento proceso de la formación de esta ultra-nación que llamamos Europa.

Y otra razón más para esa conexión entre el ayer y el hoy es que nunca se puede discutir con suficiente comprensión el problema del futuro de Europa sin hacer constantes referencias históricas a nuestro pasado y, por tanto, sin cuestionar el terreno que pisamos. Al fin y al cabo, «el pasado es la navecilla donde se embarca el inquieto porvenir».

El tema Europa es hoy uno de los más recurrentes en los foros internacionales, en los congresos o simposios, y consiguientemente en los medios de comunicación social. Y así se habla de la unidad de Europa, de la Comunidad Europea, de la identidad de Europa, del pasado y futuro de Europa, de la misión de Europa y de la conciencia de Europa. Europa es la gran preocupación de los políticos de hoy como lo fue de los políticos de ayer.

Por eso es muy instructivo establecer un cierto paralelismo entre los planteamientos de ayer y los de hoy sobre el tema de Europa para evaluar la persistencia, a lo largo del tiempo, de los problemas que nos afectan incuestionablemente a todos los europeos.

Me voy a fijar sólo en dos momentos de reflexión que se han hecho sobre nuestro tema en nuestro mismo tiempo.

El primero fue en 1984. Hace cuatro años tema lugar en Roma el simposio anual de la prestigiosa fundación alemana Körber sobre !a división de Europa, Asistían a él el presidente de la República Federal, barón Von Weizsäcker; el ex-canciller Helmut Schmidt; el presidente del Senado italiano, hoy presidente de la República Italiana, Francesco Cossiga; el secretario de Estado del Vaticano, cardenal Casaroli; el cardenal de Viena, Franz König, más un grupo de profesores y diplomáticos europeos hasta una treintena. A él tuve yo el honor de ser invitado.

Los disertantes principales, o sea los que suministraban la materia para la discusión, fueron el cardenal König y el ex-canciller Helmut Schmidt, como representantes de dos naciones europeas de afta problematicidad.

Entre las ideas, problemas e interrogantes que alli se pusieron sobre el tapete y que daban por supuesto ¡a necesidad de la unidad europea, estaban los siguientes:

1) La historia de Europa es la historia de mil años de guerras intestinas. ¿Es la unidad europea la fórmula mágica que va a alejar definitivamente de nosotros todo peligro de guerra?

2) ¿Cuál es el ámbito geográfico de la Europa con que soñamos? ¿Va desde el Atlántico hasta los Urales, como proponía el Papa últimamente en Estrasburgo, o se debe reducir a la Europa Occidental?

3) El problema alemán no es sólo un problema alemán.

4) La conducción de Europa depende del entendimiento entre Francia y Alemania.

5) ¿Tienen los europeos una cultura común, como base para su propia identidad?

6) ¿Puede darse una auténtica unidad europea sin una lengua común?

He aquí algunas de las grandes cuestiones que allí se debatieron y que se plantean hoy en todo pensador que piense sobre esa realidad europea.

Todas esas cuestiones tienen un trasfondo histórico tan profundo que llega hasta las mismas raíces greco-latinas, cristianas y germánicas de que se ha ido alimentando el ser de Europa.

Y en el caso concreto de la Europa de Saavedra Fajardo, algunos planteamientos son no sólo tan parecidos, sino tan idénticos, que se puede decir que es el mismo problema, prolongado durante siglos, como, por ejemplo, el de que el problema alemán no es sólo un problema alemán, sino un problema europeo. Y el de que el entendimiento franco-alemán es la clave de la paz europea. Estos problemas tenían en el siglo XVII la misma vigencia que siguen teniendo en nuestro mismo tiempo.

Las raíces de Europa

Y, yendo un poco más atrás, hace 40 años, en 1949, todavía sobre las humeantes ruinas de la guerra, desarrollaba Ortega y Gasset un tema europeísta con una conferencia tenida en la Universidad Libre de Berlín con el título De Europa meditatio quaedam. Fue tal la expectación que el nombre del orador y el título de la conferencia despertaron en la masa estudiantil de la antigua capital alemana, que fue preciso habilitar con altavoces todas las aulas de la universidad para acoger al público que deseaba asistir. Y como muchos estudiantes no pudieron entrar, rompieron la gran puerta de entrada, quebraron los ventanales, causaron víctimas y fue inevitable una intervención de la policía. La prensa alemana, que durante varios días relató los incidentes ocurridos, puso a sus comentarios, como título humorístico, el de La rebelión de las masas, aludiendo al libro de Ortega, tan popular entonces en Alemania.

El fenómeno se repitió en Múnich en 1953, aunque sin la violencia de Berlín. Y yo fui testigo de la inmensa concurrencia que llenó el salón Hércules y aledaños de la Residencia Real, por donde tantas veces había paseado su figura el diplomático español Don Diego Saavedra Fajardo.

El tema de la conferencia fue Gibt es ein europäisches Kulturbewusstsein? («Hay una conciencia de la cultura europea?»), y venía a repetir los problemas planteados en Berlín

Entre esas dos fechas (1949-1953) —y permítaseme esta digresión—, Roberto Schuman, hombre de fronteras, nacido alemán en 1886, hecho francés en virtud de la transferencia de territorios alemanes a Francia al terminar la I Guerra Mundial, beneficiario de una doble cultura, militante católico sólidamente formado en el plano doctrinal y comprometido por su formación cristiana en la acción política, había lanzado a la vida pública su idea de asentar, sobre una base firme y sólida, fa tan deseada paz de Europa.

Fue precisamente el 9 de mayo de 1950 cuando él propuso, como ministro de Asuntos Exteriores de Francia, ía creación de una Comunidad Europea del Carbón y del Acero, gesto eminentemente político que iba a fundar la nueva Europa sobre ía reconciliación franco-alemana, fundiendo en una misma realidad externa lo que ya estaba unido en su alma, mitad germana mitad francesa.

Con razón otro gran hombre, de la misma talla moral y humana, Konrad Adenauer, lo saludaba como a un hombre hecho a la altura de los tiempos, se sentía feliz de poderlo llamar amigo y aceptaba la propuesta de aquel germano-francés con estas palabras: «El plan Schuman es un paso fabulosamente nuevo y audaz». Y con la grandiosa sencillez de las cosas decisivas se daba un paso inaudito en la construcción de Europa, se pasaba, como quien pasa la página de un libro, del final de una época trascendental de la historia al comienzo de una nueva era.

Pues bien, y volviendo a Ortega, su pensamiento se puede reducir a las siguientes conclusiones:

  1. Los alemanes en el siglo XVll no tenían aún conciencia de nación, y todavía entre 1800 y 1830 no sabían si eran una nación y cómo eran una nación.
  2. Las causas de esta evolución retardada en el proceso nacionalizante, según él, fueron dos: a) El no haber sido romanizados todos los alemanes; b) La Guerra de los Treinta Años, que hizo perder a Alemania un siglo en todos los órdenes.
  3. Lejos de ser la unidad europea mero programa político para el inmediato porvenir, es el único principio metódico para entender el pasado de Occidente.

Como se puede comprender, estas conclusiones inciden directamente sobre el modo como debemos entender hoy los problemas de la Europa del siglo XVll.

No vamos a entrar ahora en el análisis a fondo de las tesis de Ortega ni en los fundamentos de la doble causa del retraso de la conciencia nacional alemana. Pero si quiero precisar tres cosas sustanciales que hacen a mi propósito: primera, que no existía efectivamente una conciencia nacional en la Alemania del siglo XVll; segunda, que la Guerra de los Treinta años no es causa, como dice Ortega, sino efecto, de la carencia de sentido de nación en Alemania; si Alemania hubiera sido un bloque compacto nacional al modo de España o Francia, la Guerra de los Treinta Años no hubiera existido. Tercera, que el único principio metódico para entender el pasado de Occidente es efectivamente la unidad europea, o por lo menos el mejor método para comprender el proceso de la construcción de Europa.

Un feroz antagonismo

Estos dos puntos de referencia (la Fundación Kórber y Ortega) nos sitúan en la mejor perspectiva posible para entender la Europa de ayer.

La Europa de Saavedra Fajardo —hay que recordarlo— era la Europa de los más feroces antagonismos: antagonismo entre Francia y los Habsburgo, antagonismo entre católicos y protestantes, antagonismo entre los príncipes alemanes y el Emperador. Había otros antagonismos menores, que se aliaban con los unos o con los otros según las circunstancias.

Pero de todos ellos el antagonismo más pernicioso para la convivencia de Alemania y de Europa fue el antagonismo intraimperial, porque en él residía la clave del futuro de Europa y de Alemania, que efectivamente quedaba a merced de la eterna ambición humana de los que querían medrar a costa del Imperio.

Tengo la firme convicción de que, si se hubiera mantenido la autoridad que el Emperador había conseguido en 1629 —y no aludo al funesto Decreto de Restitución de bienes eclesiásticos que España rechazó por antipolítico— se hubieran logrado dos metas esenciales: 1) se hubiera acelerado el proceso nacionalizador de Alemania; 2} y se hubiera evitado la dinámica belicista posterior surgida de la Paz de Westfalia. Desde entonces acá la mayor parte de las paces de Europa fueron las premisas de otras nuevas guerras, por no haber resuelto en aquéllas las causas que generaban dichas guerras.

Entre los antagonismos no he querido mencionar el antagonismo entre Europa y la Media Luna, porque este antagonismo, sin los otros, hubiera fortalecido más bien los vínculos internos ante la amenaza común y hubiera empujado a Europa — lo que entonces era la Cristiandad— a recobrar su antiguo dominio del Mediterráneo, conviniéndolo de nuevo en el Mare Nostrum.

Este sueño dorado de los Reyes Católicos y del Emperador de Occidente, Carlos V, se desvaneció como una quimera por el pandemónium europeo de los clásicos antagonismos.

A Saavedra Fajardo le correspondió la noble tarea de luchar contra el antagonismo intra-imperial —ésa fue su gran aspiración— tanto desde su puesto de embajador de Baviera como desde el de plenipotenciario de la Paz de Westfalia. Y queremos repetir que mientras él estuvo en Baviera logró mantener la adhesión resuelta del Duque Maximiliano a la causa de los Habsburgo —que en definitiva era la causa del Imperio—, Pero la cohesión global y final de todos los príncipes alemanes bajo la autoridad efectiva del Emperador y en unión de España fue sólo una aspiración ideal que naufragó en el mar revuelto de los particularismos germánicos. La hora de la integración alemana no había sonado todavía.

Esperanzas truncadas

Merece la pena recordar el análisis finísimo que Saavedra Fajardo hace de la descomposición política de Alemania durante la gestación de la Paz de Westfalia, en que se decidiría lamentablemente la fragmentación del Sacro Imperio Romano Germánico en 350 principados independientes: una catástrofe para la construcción de Europa.

Don Diego se expresaba por boca de Mercurio en el diálogo de las Locuras de Europa.

Iba el dios Mercurio por el aire, según él, recorriendo todas las regiones de Europa, cubiertas del humo y del polvo que levantaban los escuadrones y el fuego de Marte, y entre todas le llamó la atención Alemania, señora de Europa, que la describe con estas densas pinceladas, señalando 21 agravios, en una enumeración donde no se puede decir más con menos palabras.

«Ninguna cosa me movió más a confusión que Alemania, viendo que era esclava de las naciones la que por Imperio del mundo, que en ella resplandece, debía ser señora de todas; que las haya llamado por auxiliares contra sí misma; que las sustente y asista para su ruina; que lo que adquieren y mantienen con la fuerza cree que es para su misma defensa y seguridad y no para su despojo; que tenga por protección lo que es tiranía y por libertad lo que es servidumbre; que la que ha de dar leyes a los extranjeros las reciba de ellos; que, pudiendo con la unión y concordia aspirar a ser una potencia hegemónica, se rinda por su división a la de sus enemigos; que piense obligarlos con separarse de la cabeza que la gobierna (Emperador) y con abandonar la amistad y confederación de los que son interesados en su misma conservación y comunes en la causa (España); que, a título de religión, la pierda y que hagan consejeros de la paz a los que le hacen la guerra. Lo que más me ha admirado es que para remedio de males tan graves se señalasen por congreso a Münster y Osnabúrg, lugares dispuestos por su situación y vecindad a fomentar las discordias de Alemania y disponer la guerra; que los mismos enemigos extranjeros convocasen con sus cartas a los príncipes y Estados del Imperio a venir a ellos contra sus antiguas constituciones y loables estilos; y que las obedeciesen sin conocer el artificio de sus promesas y la falsedad de sus pretextos, los cuales eran de unir el Imperio, y los juntaban para desunillo; de quitar gravámenes, y al mismo tiempo los hacían mayores; de restituir a cada uno en sus Estados y los despojaban de ellos; de ponerlos en libertad, y era por servidumbre; de hacer la paz, y ninguna cosa más opuesta a ella que llamar los Estados. ¿Quién jamás vio, en una provincia que padece guerras civiles, reducir en un lugar las cabezas de ellas, desunidas entre sí en religión, en parcialidades e intereses, para tratar con los mismos extranjeros que fomentaron las sediciones y las sustentan con sus armas para dominar a unos y a otros? Se duelen los franceses y suecos de las calamidades del Imperio, y son ellos la causa; exclaman que desean la paz, y ellos solos hacen la guerra; se quejan de la dilación de los tratados, y los embarazan con varias artes; y ya hoy están juntos los Estados y, aunque reconocen las artes y los peligros y que son burlados y maltratados de los mismos que los han llamado, vienen tan ciegos por sus pasiones internas [aquí está la clave], que no acaban de conocer que sólo su concordia será el remedio de tantos males.» Hasta aquí Saavedra.

La concordia del pueblo alemán, la concordia de todos los príncipes del Imperio, era la única fuerza que podía poner en forma, a la altura de tos tiempos, a todos los alemanes.

Y, por supuesto, la tesis de Don Diego de «correr juntos —españoles y alemanes— la misma fortuna», con lo cual se hubiera acabado antes, y con éxito, la guerra, se quedó en utopía caballeresca que, a medida que se alargaba la contienda, se alejaba más de entre las manos. Ahí estuvo la causa determinante del fracaso. Por eso el plenipotenciario español expresaba, el 10 de junio de 1645, desde Münster al Marqués de Castel Rodrigo, Gobernador de Flandes, su amarga decepción y profunda melancolía por la tremenda frustración de la política española en el Imperio.

Jesuita, historiador y académico de número de la Real Academia de la Historia