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No todas las épocas permiten el mismo grado de libertad de pensamiento ni facilitan por igual la creatividad ideológica. Y la causa de las barreras a la creatividad no hay que buscarla precisamente en la negación de las libertades públicas. Los periodos históricos autoritarios pueden ofrecer vías de supervivencia en la rebeldía política. Resultan mucho peores a efectos de creatividad esos momentos de gran concentración orgánica de esfuerzos y voluntades, en los que los horizontes de expectativas aparecen tan claros a los espíritus coetáneos que nadie es capaz de contradecir los. Y eso precisamente ocurre en la primera década del siglo XVIII en Europa. El racionalismo había echado sólidas raíces; en estética, patetismo y didactismo establecen un proceso de convergencia al servicio del nuevo racionalismo. La razón de Estado se impone tanto en el pensamiento político como en la creatividad estética. En el arte y en la literatura aparecen esos personajes escindidos entre el deber y las pasiones, y los más sublimes -los más racionales- renuncian a la vida de las pasiones. Aquellos pensadores –siempre muy pocos- que se atreven a pensar contracorriente suelen pagar por ello un alto precio: la incomprensión y una injusta valoración. Eso es lo que ha ocurrido con Anthony Ashley Cooper, tercer conde de Shaftesbuty (1671-1713). Shaftesbury ha sido valorado por sus ideas estéticas, pero no se ha sabido ver el alcance y la profundidad de sus hallazgos. Dos son sus méritos fundamentales: poner el acento en la libertad y en el humor en una época de autoritarismo y seriedad. Y de los dos todavía me parece más relevante el segundo mérito, pues Shaftesbury entiende que la libertad es una condición para el humor. No es esto casual. En realidad nuestra época no está en condiciones de comprender el fenómeno de la risa y por eso se suele desentender de este aspecto.

Los siglos XVII y XVIII no son precisamente un momento propicio para el humor. Lo había sido en cambio el siglo XVI. El gran humanismo había desarrollado una filosofía de la risa que era también una filosofía de la libertad. El Elogio de la locura de Erasmo representa el gran momento de ese libre pensamiento. En la literatura, Rabelais, Cervantes y Shakespeare son, a la vez, el producto y la continuación de esa filosofía. Pero en la segunda mitad el XVII la risa se reduce a lo ridículo y la agudeza prescinde de su sentido alegre. De las concepciones humanistas de la risa solo pervive la concepción retórica, que servía a la concepción menor de la risa (el chiste, la facecia) y que Alexander Pope incorpora en su Ensayo sobre la Crítica, de 1711. Se trata de la risa cortesana, de la risa elegante de los salones. Y, frente a esta concepción vetusta y depurada de la risa, las últimas décadas del siglo XVII ven aparecer otra concepción: la risa como pasión, que será el fundamento de la concepción moderna de la risa (que es una risa mecánica e individual). Hobbes y La Bruyére son los portavoces de esa nueva visión de la risa. Frente a esas dos grandes corrientes orgánicas, Shaftesbuty representa la continuidad de la filosofía de la risa, que solo conseguirá un efímero momento de esplendor un siglo después, con F. Schlegel, Novatos y Jean Paul.

Entre las obras de Shaftesbury dos son especialmente relevantes: la Carta sobre el entusiasmo (1708) y Sensus communis. Ensayo sobre la libertad de ingenio y humor (1709). Agustín Andreu, investigador del CSIC, ha editado Sensus communis con un excelente aparato de notas y una documentada introducción. Todo un lujo. Hace unos días Vargas Llosa decía que los lectores cultos del Perú caben en un cine. Mucho me temo que los lectores de Shaftesbury en España quepan en un par de taxis. Y es una pena, pues el entusiasmo alegre de Shaftesbury sigue teniendo en este tiempo de escepticismo una gran tarea que cumplir y mantiene vivo todo su potencial.