Tiempo de lectura: 4 min.

La fecha de 1898 es un símbolo fundamental de la sociedad española contemporánea. A partir de ese momento, se da el paso decisivo de la modernización social: industria, ciudades, descenso de la mortalidad. Hasta la lengua española se transforma. Los escritores del 98 dan un vuelco a la forma de escribir el castellano. Sobre todo, la famosa «generación» proporciona un talante, una manera de ver la sociedad, pesimista por un lado, pero voluntarista por otro.

Habría que explorar el fundamento cultural de ese pesimismo que, visto de este modo, sería una especie de constante cultural. Tampoco es que sea nada genético o consustancial con un hipotético «carácter nacional». Su origen se puede detectar en los sucesos de hace un siglo, los que culminaron con el llamado «Desastre». No fue solo, ni fundamentalmente, la derrota de la guerra de Cuba. Fue sobre todo la sensación de fracaso de un régimen político y hasta de una «raza», como se decía entonces. Por eso se habla de «regeneracionismo». El fermento surgió de la primera carnada de intelectuales, llamados así por primera vez, los del 98. Hay que sumar esa acción a la de los generacionistas, contemporáneos y en parte coetáneos. Su influencia ha sido inmensa, llega hasta nosotros y es la que explica, como una especie de «eco cósmico», el pesimismo actual. No es solo que esos intelectuales fueran la personificación de la amargura, sino que también se ocuparon de analizar ese fenómeno con cabal intuición. Lo extraordinario del caso es que la gran «generación pesimista» -la fie los primeros lustros del siglo xx- coincide objetivamente con un momento esplendoroso desde el punto de vista de la creación artística, y bonancible de acuerdo con la línea de la coyuntura económica. Es la «edad de plata» en los dos sentidos, cultural y económico. Ahí es donde se demuestra precisamente que los datos de la realidad objetiva no tienen por qué coincidir con el plano de la observación.

Hay una cuestión de método previa que por lo menos hay que suscitar. El gremio de los intelectuales se muestra extraordinariamente pesimista, desde luego muy por encima de la población general. Esta falta de representatividad necesita alguna explicación. Hay varias, todas ellas parciales y harto insuficientes. Tengamos en cuenta una característica previa de este gremio de escritores y artistas. En general, suelen dominar el arte escénico, lo que significa que cultivan el arte de mentir. Recuérdese la extraordinaria importancia que los intelectuales suelen conceder al atuendo (o al cuidado desaliño; es igual).

Hay otra razón biográfica que explica el agudo pesimismo de los intelectuales. Es la que la jerga sociológica llamaría «incongruencia de estatus». Es bien sencillo. Su oficio les da notoriedad, aprecio público, estima social. Esa impresión contrasta muchas veces con la realidad de una vida material más bien incómoda y hasta miserable. Todavía hoy se puede apreciar la relativa modestia del despacho de un profesor universitario en comparación con el de un directivo de una gran empresa. La disonancia era todavía mayor a principios del siglo xx. El pesimismo era la proyección de ese sentimiento de «incongruencia». Por eso se producía la reacción pesimista, consistente en advertir que todo, especialmente lo público, iba mal. Ese mecanismo defensivo se realzaba todavía más al vestirse con la bata blanca del investigador científico.

Según un personaje de la novela Poniente solar, de Manuel Bueno (1874-1936), el hecho de «no sentir la menor ráfaga de pesimismo es el privilegio de los seres cortos o nulos de imaginación». Es otra forma de decir que el pesimismo es esencialmente un rasgo intelectual y que hay que cultivarlo. Hay una razón para ello: el pesimista rechaza lo que tiene porque aspira a lo deseable. Ese contraste puede ser un estímulo para la acción. El médico Gregorio Marañón (1887-1960) se refería al «pesimismo creador» de Santiago Ramón y Cajal como una especie de reacción voluntarista frente a la «estulticia oficial». Es toda una argumentación regeneracionista, la del pesimismo que podríamos llamar «metódico». Maeztu hablaba de «patriotismo crítico», que según él derivaba de Costa: criticar para poder luego levantar. Lo malo fue que todos ellos se agotaron como zapadores antes de hacer el trabajo de arquitectos.

La pregunta sigue siendo por qué los regeneracionistas y los del 98 son tan especialmente pesimistas, hasta el punto de que esta tacha ha logrado permear la sociedad española durante más de un siglo. Es muy posible que hubiera rasgos de personalidad en los hombres de la generación del 98 que les hicieran tender al pesimismo, la negrura, la melancolía. Pero, sobre todo, esa tendencia fue una cuestión que hoy llamaríamos de mercado. Por un tácito método de tanteo, esos primeros intelectuales descubrieron que, siendo pesimistas, tenían éxito. Además, está la circunstancia común de que casi todos provenían de la periferia, esto es, de provincias alejadas de Madrid. Podemos sospechar que llegaron a la capital de España con una imagen de la vida capitalina que luego se vio defraudada. Ese sería otro germen de su melancolía. Algunos salen más tarde a París, entre otras capitales europeas, y allí creen ver el mundo fascinante del que Madrid estaba desprovisto. Pero las raíces del pesimismo intelectual son autóctonas. Lo malo es que no podemos probar la hipótesis retrospectiva -si puede decirse asíde que el estado mental de los españoles del último siglo ha tendido hacia el pesimismo. Sospechamos que les atraía la visión pesimista de la vida, como una táctica de supervivencia. Una sociedad campesina y con escasos recursos cultiva la técnica de «ponerse en lo peor», para que así el contraste con la realidad arroje un resultado soportable.

La lección del 98 consiste en saber cerrar con gracia el siglo de pesimismo que ahora concluye. Hay que retener, eso sí, el espíritu creador, el talante voluntarista. Amando de Miguel.

Catedrático de Sociología, Universidad Complutense