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Desde que hace algo más de siglo y medio Karl Marx inventara el término «capitalismo», han abundado extraordinariamente las profecías sobre el derrumbamiento de este sistema socioeconómico. Una de las más categóricas y solemnes fue precisamente la del propio Marx.

CONTRA EL CAPITALISMO

A un historiador económico, como quien esto escribe, la extensión de la hostilidad al capitalismo le sorprende un poco. Se trata, al fin y al cabo, del sistema socioeconómico que ha alumbrado el período de mayor crecimiento que registra la historia, con sus concomitantes de prolongación de la vida humana, aumento del bienestar y multiplicación del número de seres humanos sobre el planeta. Puede decirse que el capitalismo ha prolongado la vida humana, la ha mejorado y la ha extendido. Sus críticos ciertamente enmudecieron un tanto tras el fracaso estrepitoso de su supuesta alternativa, el comunismo, hace ya cuarenta años. Sin embargo, un resentimiento soterrado y tozudo persiste, y aflora en períodos de crisis. Este resquemor tiene sus razones, más emocionales que lógicas. Veamos algunas de ellas.

El capitalismo es el sistema socioeconómico que ha alumbrado el período de mayor crecimiento que registra la historia, con sus concomitantes de prolongación de la vida humana, aumento del bienestar y crecimiento de la población

El funcionamiento de la economía capitalista, la economía de mercado, es difícil de comprender para los no especialistas, es decir, la gran mayoría de la población. El mercado funciona de manera amorfa e impersonal. Una estructura de mando, como la militar o dictatorial, es mucho más comprensible para el profano. El lego entiende mejor una personalización de la responsabilidad que su dilución entre una multitud de decisiones anónimas.

En segundo lugar, este mercado de las decisiones anónimas irradia una sensación de inseguridad o arbitrariedad que la estructura jerárquica no ofrece. Este también es un fenómeno puramente psicológico, porque más arbitrario y temible puede ser un tirano unipersonal que un mercado masivo y anónimo.

Pero el vulgo tiende a ver fuerzas personales detrás de los movimientos del mercado, especialmente de los más espectaculares: se acostumbra a atribuir a especuladores siniestros y malévolos tanto la subida como la bajada de los precios, sean estos de los alimentos, del petróleo o de cualquier otra mercancía importante. Igual que el hombre tiende a atribuir a un dios o dioses personales los fenómenos naturales que no entiende, acostumbra también a culpar a agentes poderosos y ocultos de los fenómenos económicos que le afectan y no comprende.

El capitalismo ha generado grandes desigualdades de renta y riqueza, no porque los pobres sean más pobres (todo lo contrario, los pobres son hoy mucho menos pobres que en las sociedades tradicionales), sino porque los ricos son más ricos

Por otra parte, el capitalismo ha generado grandes desigualdades de renta y riqueza, no porque los pobres sean más pobres (todo lo contrario, los pobres son hoy mucho menos pobres que en las sociedades tradicionales), sino porque los ricos son más ricos. Como vivimos en un mundo de gran transparencia informativa, las brechas de niveles de vida se hacen más evidentes que en épocas anteriores.

A esto se une el fenómeno de la alienación, la despersonalización, el sentimiento del individuo que se siente infinitamente pequeño ante una sociedad impersonal, masiva y globalizada; esta pequeñez del individuo acentúa el sentimiento de inseguridad e impotencia: las fuerzas impersonales del mercado (o, según muchos, los poderes ocultos que mueven los hilos y los precios) pueden aplastar, laminar a un individuo: la inflación puede aniquilar sus ahorros, la depresión puede dejarle en paro. La gran mayoría de la población, los estratos bajos y medios, miran con despecho a los triunfadores, tan visibles y tan envidiables; y resulta muy humano atribuir el propio fracaso o insignificancia al sistema, es decir, al capitalismo. En momentos en que la inseguridad se acentúa por un fenómeno de crisis, la pequeñez y la impotencia se agrandan y generalizan, y el deseo de cambiar el sistema social, de reformarlo radicalmente, crece y se extiende.

A FAVOR DEL CAPITALISMO

Quizá convenga ahora definir el capitalismo. Se trata de un sistema socioeconómico en que la mayor parte de los bienes está en manos privadas y la mayor parte de las decisiones económicas se toman libremente en los mercados. El motor psicológico de este sistema es el afán de lucro, es decir, el deseo general de los individuos de mejorar su situación económica o, en otras palabras, de aumentar su renta o de mejorar su nivel de vida. Esto lo expresó con admirable sencillez Adam Smith cuando escribió que «no es de la benevolencia de nuestro carnicero, bodeguero y panadero de lo que esperamos nuestra comida, sino de la búsqueda de su propio interés». Al perseguir cada individuo su propio beneficio (respetando, por supuesto, las normas legales y morales), nos dice también Smith, resulta como si estuviera «guiado por una mano invisible [para] promover el interés de la sociedad más eficazmente que si conscientemente intentara promoverlo». Préstese atención, sin embargo, a la frase entre paréntesis: los individuos promueven el interés general al promover el propio si lo hacen respetando las leyes y la ética; porque si lo hacen robando y matando, entonces no hay mano invisible que valga; la mano invisible se ve sustituida por la mano negra.

Esta necesidad de que se respeten las leyes para que el sistema funcione eficazmente es lo que justifica la intervención del Estado, que debe velar para que las leyes se cumplan. De no ser ello así la sociedad puede convertirse en una anarquía violenta en que todos luchan contra todos, ni la propiedad ni la vida se respetan, el hombre se convierte en un lobo para el hombre, su vida resulta (en palabras de otro británico genial, Thomas Hobbes) «solitaria, pobre, dura, brutal y breve», y la sociedad se torna parecida a la medieval, cuando reinaban el pillaje y el terror, y la paz era impuesta por los señores de horca y cuchillo.

Igual que el hombre tiende a atribuir a un dios o dioses personales los fenómenos naturales que no entiende, acostumbra también a culpar a agentes poderosos y ocultos de los fenómenos económicos que le afectan y no comprende

Pero volvamos a la mano invisible. Los individuos saben que la mejor manera de progresar es trabajar para los demás, es decir, producir algo que el mercado quiera comprar. Cuanto mejor y más barato sea el bien o servicio que el individuo produce, más deseable será y mayores ingresos producirá a su autor. Por lo tanto, tendrá interés en producirlo de manera eficiente, lo cual espoleará su búsqueda de técnicas que favorezcan una mayor productividad. Esto estimulará a científicos e inventores a desarrollar estas técnicas, que venderán los empresarios: el afán de lucro, por tanto, favorece el progreso técnico, que es una de las más eficaces palancas de desarrollo y bienestar: basta mirar en derredor para advertirlo, porque nuestro nivel de vida se beneficia de estos adelantos técnicos que hoy nos envuelven: automóviles, aviones, ordenadores, teléfonos, electrodomésticos, y un larguísimo etcétera. En consecuencia, el que cada uno persiga su propio interés y beneficio por su cuenta produce, sin nadie buscarlo expresamente, el interés de todos.

Puedo imaginar la expresión de escepticismo en el lector: el mundo capitalista, piensa, no es tan idílico como lo pintan

Puedo imaginar la expresión de escepticismo en el lector: el mundo capitalista, piensa, no es tan idílico como lo pintan, produce grandes desigualdades y hace falta un Estado que supervise sus posibles desmanes y corrija sus frecuentes iniquidades. Esto es en parte cierto, aunque, como han puesto de relieve los defensores del capitalismo más puro, también la intervención del Estado puede causar desmanes e iniquidades, y a menudo lo hace. Por lo tanto, hace ya mucho tiempo que las sociedades humanas más adelantadas se debaten entre la preeminencia del mercado y la del Estado en la toma de decisiones económicas.

Nadie pretende que uno u otro tengan control exclusivo de estas decisiones; ni siquiera los liberales extremos lo pretenden, por las razones que antes vimos: alguien tiene que promulgar leyes (normas de convivencia), y hacerlas respetar, para que el sistema funcione, y a ese «alguien» le llamamos Estado, y le hacemos funcionar democráticamente para que aplique la voluntad de la mayoría. Solamente los comunistas pretendieron el extremo opuesto, es decir, que el Estado controlara todas las decisiones económicas, convirtiendo al mercado en un mero apéndice. Pero el Estado comunista no era democrático, por lo que, de hecho, tal sistema colocaba a la economía y la sociedad entera a merced de una pequeña minoría. Esto es hoy evidente para casi todo el mundo y por eso la opción comunista es propugnada únicamente por una sección muy minoritaria, más una secta que una sección.

LA HISTORIA

¿Cuándo se inició el capitalismo? Prescindiendo de épocas prehistóricas, podemos caracterizar a las sociedades de la Grecia y la Roma antigua como capitalistas en el sentido que aquí hemos dado a la palabra. El Imperio romano, sin embargo, fue tendiendo hacia el estatismo, en especial a partir del siglo III, y desde el derrumbe de su mitad occidental en el siglo V, el confuso sistema feudal que prevaleció en la Edad Media se asemeja más a la anarquía hobbesiana que al capitalismo como lo entendemos hoy. El capitalismo renació al final de la Edad Media, en los intersticios de la sociedad feudal, con el desarrollo de las ciudades del Renacimiento. En las monarquías absolutas de la Edad Moderna el capitalismo fue abriéndose paso con la gran expansión de los mercados que trajo consigo el progreso de la navegación y los descubrimientos geográficos. Fueron Inglaterra y Holanda, que se deshicieron del absolutismo en el siglo XVII, los países donde floreció primero el capitalismo, que en Inglaterra dio lugar a la Revolución Industrial del siglo XVIII y a la era de gran crecimiento que siguió.

«No es de la benevolencia de nuestro carnicero, bodeguero y panadero de lo que esperamos nuestra comida, sino de la búsqueda de su propio interés» (Adam Smith)

El capitalismo, por tanto, ha ido desarrollándose y adaptándose a los cambios sociales a que el propio crecimiento capitalista daba lugar. Con el desarrollo, al crecer el comercio y una incipiente industria, las ciudades también crecían y reclamaban libertades públicas: no es casual que fueran Inglaterra y Holanda, las grandes potencias comerciales e industriales del siglo XVII, sedes de las grandes capitales, Londres y Amsterdam, donde tuvieran lugar las primeras revoluciones políticas que trajeron consigo el régimen parlamentario y liberal.

El capitalismo, el liberalismo, el parlamentarismo y, a la postre, la democracia, han crecido juntos y han evolucionado juntos. Porque, ha llegado el momento de decirlo sin ambages, el capitalismo es flexible y a lo largo de la historia ha experimentado numerosos cambios y reformas. El capitalismo que hoy conocemos es realmente muy diferente del que regía en Europa y América a mediados del siglo XIX. Entonces era mucho más parecido al que Adam Smith había preconizado un siglo antes: un capitalismo de pequeñas unidades (atomístico), con mucho menor intervención estatal que ahora: baste decir que el presupuesto de los Estados acostumbraba a estar por debajo del 10% de la renta nacional, cuando hoy el 40% es considerado normal.

Las décadas centrales del siglo XIX marcan el punto más alto de libertad económica en la historia. Desde Adam Smith la ofensiva paralela de economistas e industriales consiguió que la fuerte intervención estatal característica del Antiguo Régimen (el «mercantilismo») fuera cediendo hasta alcanzar un mínimo en la década de 1860. A partir de entonces la tendencia se invirtió, lenta y gradualmente hasta 1914, de manera radical a partir de la Primera Guerra Mundial. Las razones de este reflujo fueron varias, pero quizá la más importante fuera la extensión de la democracia. Los trabajadores reclamaron el voto para promover una legislación que les protegiera de las inclemencias del mercado. Es lo que se ha venido a llamar el «Estado de bienestar», que implica una creciente injerencia del Estado en la economía. La participación del Estado en la economía aumentó considerablemente. A ello contribuyeron asimismo factores políticos como la Revolución Rusa, el triunfo del fascismo en los años treinta y la Gran Depresión (1929-1939), que desprestigiaron el liberalismo económico y convencieron hasta a los países democráticos de que la intervención del Estado en la economía era necesaria para evitar una nueva depresión. A dar respetabilidad a esta convicción contribuyeron las teorías de John Maynard Keynes, que sostenía que el capitalismo en la postguerra no funcionaba ya como antes, por lo que se requería este aumento de la intervención estatal.

Los individuos saben que la mejor manera de progresar es trabajar para los demás: producir algo que el mercado quiera comprar. Cuanto mejor y más barato sea el bien o servicio que el individuo produce, más deseable será y mayores ingresos producirá

Desde entonces el capitalismo oscila entre dos escuelas, la liberal «pura» y la keynesiana. En tiempos de crisis o depresión se tiende a buscar remedios keynesianos, en tiempos de bonanza aumenta la fe en el automatismo del mercado. Hoy se habla, en vista de la pasada crisis, y de la actual (2021), debida a la pandemia del COVID, de una vuelta a la economía keynesiana. No de otra manera pueden interpretarse las gigantescas operaciones de salvamento que se han orquestado y que van a causar pavorosos aumentos en los déficits presupuestarios de muchos países. Pero este nuevo reflujo hacia una mayor intervención económica será un fenómeno temporal.

El sistema capitalista no tiene alternativa: la versión liberal y la keynesiana son dos variantes dentro del marco del capitalismo, que ha sido reformado muchas veces, que ha evolucionado históricamente, y que seguirá haciéndolo sin duda. Pero dado lo que es el ser humano como lo conocemos, va a seguir siendo el afán de lucro lo que mueva la economía, y no se le ve alternativa viable. Hay capitalismo para rato.

Doctor en Economía por la Universidad de Wisconsin y en Derecho por la Universidad Complutense. Catedrático emérito de Historia de la Economía (Universidad de Alcalá de Henares). Premio Rey Juan Carlos I de Economía en 1994.