Al comienzo de una novela de un escritor español actual (Luis Landero, Juegos de la edad tardía), el protagonista, Gregorio Olías, recuerda su infancia: cuando, al morir sus padres, se fue a vivir a la capital con un tío suyo, de escasos medios económicos, pero con gran corazón, una enorme fantasía y un entusiasmo contagioso. Su tío le cuenta su historia y la de su negocio (un quiosco de chucherías, golosinas, tebeos y malas novelas) y le explica que, si él de joven hubiera poseído tres libros, su vida hubiera sido muy distinta:
Si yo hubiera sabido que existían estos libros —le dice— a estas horas sería un gran hombre, quien sabe si juez o médico, o incluso cardenal en la propia Roma, y no como tu abuelo o tu padre, sino de verdad, con los papeles bien en orden.
Y le muestra los libros: El primero era un diccionario: «Aquí vienen todas las palabras que existen, sin faltar una». El segundo era un atlas: «Y aquí todos los lugares y accidentes del mundo». Y el tercero, una enciclopedia: «Y este es el más extraordinario de los tres, porque trae por orden alfabético todos los conocimientos de la humanidad, desde sus orígenes hasta hoy. ¿Tú sabías que existía un libro así? Desde entonces lo estoy estudiando».
Quizá parezca una exageración, pero este hombre se había dado cuenta de la importancia que podían haber tenido esos libros en el curso de su vida, de la importancia de leer y cultivarse. Porque, como sabemos, no hay personas cultas: hay personas que se cultivan.
Hace años recibía yo periódicamente el catálogo de una librería de Valencia, que venía con una faja alrededor en la que podía leerse una serie de frases de personajes célebres sobre la lectura. Una de ellas, de un escritor aragonés (Argensola) decía: «Los libros han ganado más batallas que las armas»; otra era de Napoleón: «La lectura es para el espíritu lo que la gimnasia para el cuerpo»; otra era un dicho popular: «Los libros son maestros que no riñen y amigos que no piden nada». Pero había otra frase, de Edmundo de Amicis, que venía a decir más o menos lo mismo que pensaba el tío de Gregorio Olías: «El destino de muchos hombres depende de que haya habido una biblioteca en su casa paterna».
Mario Vargas Llosa dedicó su discurso en el acto de recepción del premio Nobel en 2011 al Elogio de la lectura y de la ficción, y sus palabras iniciales fueron estas:
Aprendí a leer a los cinco años, en la clase del hermano Justiniano, en el Colegio de la Salle, en Cochabamba (Bolivia). Es la cosa más importante que me ha pasado en la vida.
Así piensa él. Y desde luego, si no lo más importante, sí que es verdad que aprender a leer es una de las cosas más importantes que nos han pasado a todos en la vida. Y continuaba diciendo: «La lectura convertía el sueño en vida y la vida en sueño y ponía al alcance del pedacito de hombre que era yo el universo de la literatura». Y aquel joven espíritu lector se convirtió en un gran escritor que afirma que: «Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos».
Todos sabemos por experiencia que la buena literatura nos ayuda a conocernos a nosotros mismos y a conocer a los demás, a asomarnos a unas vidas muy diferentes de las nuestras; a comprender —que no siempre significa compartir— el pensamiento y el modo de razonar de otros, lo que nos hace más humanos y nos ensancha la mente, el corazón y el horizonte vital. Los buenos libros son siempre un estímulo para el desarrollo de la personalidad, de la creatividad y proporcionan goce intelectual y estético. Lo que lee un buen lector nunca sustituye a su pensamiento: lo estimula. Leer es un constante ejercicio de la capacidad crítica. Porque el espíritu lector llega a distinguir el grano de la paja, la buena literatura de los productos de consumo y, leyendo mucho y diverso, no todo le satisface por igual. También decía Vargas Llosa en su discurso que en unos momentos difíciles de su vida «mi salvación fue leer, leer buenos libros».
¿Qué es un buen libro? ¿Son buenos libros los best-seller? Puede que sí y puede que no: desde luego no son buenos porque figuren en las listas de libros más vendidos. ¿Son buenos libros los premiados? Algunos sí y algunos no: en estos tiempos, en los que al verdadero espíritu lector no le resulta difícil distinguir la obra de un escritor (noble categoría) de la de un fabricante de libros, es difícil creer en los premios, tan dependientes de la industria editorial. Hay libros premiados muy buenos y hay libros muy buenos que nunca han sido premiados.
En la actualidad se publica muchísimo, el arte literario ha pasado a formar parte de una industria, la industria editorial, que inunda las librerías y una parte de las grandes superficies. La literatura, que es un arte, ha pasado a ser un negocio. Pero no es cosa de hoy. Echemos una mirada atrás y el pasado no nos parecerá tan antiguo.
En los años veinte del siglo XIX llegaron a España tímidamente las primeras traducciones de las novelas de Walter Scott, que todavía vivía, y que se había propuesto dar a conocer, a través de lo que se llamó novela histórica —hasta entonces no existía tal concepto—, el pasado de su Escocia natal, ambientando en distintas épocas de ese pasado aventuras, protagonizadas por personajes bien trazados, que animaran el relato y captaran hasta el final la atención de los lectores. Las primeras traducciones castellanas de Walter Scott datan de 1826, y dos años después surgió en España un verdadero proyecto editorial para traducirlas y editarlas. Lo interesante del caso es que se conserva toda la correspondencia que intercambiaron quienes lo planearon, pues mientras dos de aquellos escritores residían en Barcelona, el tercero, Buenaventura Carlos Aribau (la mente verdaderamente empresarial de aquel equipo), se encontraba en Madrid. En esa correspondencia, interesantísima, llama la atención el conocimiento que Aribau tenía del mundo editorial del momento. Él se muestra en sus cartas como un experto conocedor del público y del mercado: analiza la psicología del lector medio de novelas de entonces, apunta posibles estrategias para «preparar la opinión» y «abrir el apetito» a los lectores, dándoles a probar en la prensa fragmentos de las obras de Walter Scott, para que quieran más; afirma conocer los modos de «hacer hablar a la prensa» para darle la publicidad necesaria al proyecto y el modo de conseguir suscriptores, y apunta que, en caso de que surjan posibles competidores, es conveniente atraerlos al propio proyecto, evitando así que se les adelanten… Un verdadero negocio editorial, enseguida imitado por otros muchos editores en la década de los años treinta del siglo xix, que también se dieron cuenta del filón que suponían las novelas de Walter Scott traducidas al castellano.
Pero algunos de aquellos traductores pensaron que para qué iban a dar a conocer la historia de Escocia teniendo en la historia de España un filón tan rico, y así nació la novela histórica española, cuyo éxito, no siempre paralelo a su calidad, a medida que fue cayendo en peores manos, fue enorme.
La paternidad de Alejandro Dumas sobre sus obras es más que discutible
No mucho después, un autor francés se dio cuenta de que la novela podía ser un negocio tanto más rentable cuantas más novelas fuera capaz de escribir, y puso en práctica un nuevo método de trabajo. Me refiero a Alejandro Dumas padre, bajo cuyo nombre se publicaron más de trescientas novelas, la mayoría de gran extensión y algunas de enorme difusión como Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo. Y si he dicho que se publicaron bajo su nombre es porque la paternidad de Dumas sobre sus obras es más que discutible, ya que tenía lo que se conoce como negros que escribían para él. Se cuenta —quizá no es verdad— que en una ocasión preguntó a su hijo (Alejandro Dumas, el autor de La dama de las camelias) si había leído su última novela:
—Hijo, ¿has leído mi última novela?
Y que su hijo le respondió:
—Yo sí, ¿y tú?
El hecho era conocido en Francia y hasta aceptado: todos sabían que había negros trabajando para Dumas. Pero cuando el escritor vino a España en 1846, con motivo de las bodas reales de Isabel II con don Francisco de Asís, y de la infanta Luisa Fernanda con el duque de Montpensier, en Madrid, adonde había llegado ya el rumor de lo de los negros, la alta sociedad de entonces le hizo el vacío, porque consideraba indigno su comportamiento.
Seguramente hoy no harían lo mismo, pues aunque no se publique en letras de molde, lo de los negros ya no es considerado tan indigno, y hay escritores actuales que admiran no solo al novelista francés, sino también sus procedimientos para escribir novelas.
La mercantilización del arte literario no había hecho más que empezar, pues antes de que terminara el siglo, en 1895, a un americano, el editor de la revista cultural The Bookman, se le ocurrió la idea de publicar en su revista la lista de los libros más vendidos en varias ciudades americanas. Lo que no podía imaginar Harry T. Peck era que estaba poniendo la primera piedra de lo que vendría después: los esfuerzos de tantos escritores para figurar en esas listas, que engendraría un producto editorial: el bestseller o libro más vendido.
Casi exactamente un siglo después, en 1997, se publicó en Barcelona la traducción española de Cómo escribir un bestseller, libro de Albert Zuckerman, entonces presidente de la agencia literaria que representaba entre otros autores a Ken Follet, y que resulta muy ilustrativo para comprender el panorama actual. Ahí se señala, entre otras cosas, que el autor de un bestseller debe admitir de antemano que él es una pieza del engranaje editorial, y desde luego no la más importante, antes de analizar los ingredientes necesarios para confeccionar un bestseller.
Desde entonces las cosas han ido a más, y no pocos de estos bestseller se confeccionan con la previa finalidad de que puedan ser llevados al cine, porque, después de haberse llevado a la gran pantalla grandes novelas de todos los tiempos, los lazos entre ambos mercados, el editorial y el cinematográfico, se han ido estrechando y necesitan más materia prima.
Es verdad que en alguna ocasión ocurrió lo contrario, pero no es lo más frecuente. Me refiero a un caso que quizá conozcan. Ocurrió en 1949, cuando se estrenó la película El tercer hombre, protagonizada por Orson Welles, con guión del novelista Graham Greene. La película fue un éxito; tal éxito que se le pidió a Graham Greene que sobre el mismo argumento del guion desarrollara una novela. Y así nació El tercer hombre, novela, que se puso a la venta en 1950.
Después se invirtió el orden, y la industria editorial, que durante años se ha nutrido en gran medida de libros escritos pensando en las ventas, se adelanta al cine, porque ha encontrado un aliado en el mundo de la pantalla.
Ante productos de tan desigual valor en el mercado editorial, la rebelión del espíritu lector viene manifestándose, de un tiempo a esta parte, desde distintos frentes de la creación literaria. Los espíritus más críticos, si además son escritores, publican sus opiniones sobre la manipulación del arte literario, y alertan del peligro que en semejante contexto corre la verdadera literatura. Un ensayo como el de Germán Gullón —por citar solo uno—, titulado Los mercaderes en el templo de la literatura (El Caballo de Troya, 2004), es muy revelador. Pero también los creadores han salido al paso.
En febrero de 2012 se estrenó en Madrid, en los Teatros del Canal, dirigida por Josep Maria Flotats, una obra de Jean Claude Brisville titulada La mecedora (La Fauteuil à bascule, 1981). El argumento surgió de la experiencia personal de Brisville: Jerónimo (el propio Brisville), que ha sido lector de originales para una editorial de prestigio durante casi toda su vida, ha sido despedido y, antes de perder todo contacto con la empresa, decide visitar en su casa a Osvaldo, el director de la editorial, para decirle que desea recuperar la mecedora que tenía en su despacho, en la que pasó años leyendo libros, y que era suya. En realidad el encuentro es una excusa para conocer los motivos del despido y para mostrar a los espectadores los puntos de vista —diametralmente opuestos, alejadísimos— de cada uno de los personajes sobre el mundo del libro y de la edición. Mientras Jerónimo habla de belleza, de creación y de perfección artística, el discurso de Osvaldo gira en torno al abaratamiento de costes para multiplicar las ventas, a los problemas que genera el almacenamiento de excedentes…, llegando a extremos que Brisville ridiculiza, como cuando habla de un nuevo tipo de papel que se utilizará en adelante y que, pasado un tiempo, se desintegrará por sí mismo, evitando que los libros invadan nuestro espacio vital. Incluso se llega a calcular cuánto debe durar el papel utilizado para los libros clásicos y cuánto el de los libros prescindibles una vez leídos… Al entrar en casa de Osvaldo, Jerónimo se sorprende de no ver un solo libro. Efectivamente, el decorado muestra unas paredes desnudas y es que Osvaldo, el editor, no solo no lee, sino que no tiene un solo libro en casa. La conversación entre ambos, que adquiere nuevos matices con la llegada del tercer personaje, Gerardo, un joven dibujante e ilustrador de portadas, va subiendo de tono y mostrando lo que para el lector Jerónimo y para el editor Osvaldo es un libro y es la literatura.
No puedo dejar de recordar que Brisville, cuando fue despedido de su editorial —era el director de la colección de bolsillo de la francesa Hachette— se convirtió en dramaturgo con esta obra, a sus 60 años. La mecedora, afirmaba Flotats, «no es una vendetta, pero sí una reivindicación». Es una denuncia contra la mercantilización del mundo del libro y la manipulación de los lectores.
También en 2012 llegó a las librerías españolas La buena novela, de la periodista Laurence Cossé (Au bon roman, 2009). El título, en apariencia atrevido, es en realidad el nombre de una librería, la que fundan en París los protagonistas, dos personajes de lo más dispares: una mujer bien situada y elegante y un antiguo vendedor de libros, en particular de cómics. El ideal es crear una librería en la que solo se vendan buenas novelas. La trama está bien urdida y en todo caso al servicio del mensaje —la autora tiene algo que decir— y es un acierto —y no por lo melodramático— que la novela se abra con tres intentos de asesinato: los de tres de los ocho miembros del comité (secreto) de selección de las novelas que han de venderse en la librería. En esos ocho miembros del comité está representada una variada gama de espíritus lectores de muy distintos perfiles.
No voy a contarles el final de La buena novela, pero sí la particular opinión de la autora sobre una de las muchas utilidades de la literatura:
De todas las cosas para las que sirve la literatura […] una de las más gratificantes es la de conseguir que personas hechas para entenderse se reconozcan entre ellas y entablen comunicación.
A estas alturas de mi intervención es posible —no sé si peco de optimismo— que a alguna persona de las que me escuchan se le haya despertado el apetito lector. Y es posible que consideren insaciable ese apetito por falta de tiempo, algo que siempre es verdad y que nunca es problema para el auténtico espíritu lector.
Hace varios años un escritor británico, Alan Bennett, publicó una novela divertida y a la vez con un mensaje de fondo. Se titula Una lectora nada común y la protagonista es la reina de Inglaterra, Isabel II. Una mujer ocupadísima, sobre todo en ser reina, y ocupadísima también en los muchos asuntos familiares que de vez en cuando saltan a la prensa. Pero un día —en la novela—, paseando por los jardines del palacio de Buckingham, se le escapan sus perros y, siguiéndolos, llega hasta las puertas de las cocinas del palacio y ve salir a uno de los pinches. El chico se acerca a un autobús aparcado junto a la verja, que es una biblioteca circulante, para devolver una novela y sacar otra, y la reina le pregunta qué hace. Es el principio de la pasión lectora de una reina que hasta entonces, con una vida tan ocupada, nunca había encontrado tiempo para leer y que, guiada por el pinche, ya no podrá abandonar el placer de la lectura ni cuando viaje en carroza para presidir actos oficiales… (Hay situaciones muy divertidas). Ella, a pesar de su apretadísima agenda, logra encontrar sus momentos para leer.
Alguien objetará: «Ella tuvo la suerte de encontrarse con aquel pinche de cocina… Yo no sabría por dónde empezar». Y, sin embargo, eso es lo importante: empezar. Después vienen el asentimiento o el rechazo, el gusto por una obra y el desagrado ante otra…
Y un poco después, la necesidad de explicarse a uno mismo los porqués del placer que le produce un libro y del rechazo que le provoca otro… en el que quizá una trama interesante está sustentada por personajes poco creíbles, o una historia intrascendente deja de serlo por la fuerza con que el autor ha logrado crear la personalidad del protagonista, o…
Y otro poco después, o quizá al mismo tiempo, surge el deseo de compartir lo leído, de intercambiar opiniones sobre este libro y sobre el otro, sobre valores literarios tan discutidos como la verosimilitud o la originalidad…, sobre la historia y sobre la ficción, sobre la belleza del lenguaje o de las descripciones, sobre la viveza de los diálogos, sobre el interés de la trama o sobre el desenlace… Y todo en un torbellino, paradójicamente sereno y enriquecedor, que identifica, inequívocamente, al espíritu lector, que quizá se sentirá tentado a decir, como Borges, que se enorgullece más de los libros que ha leído que de los que ha escrito.