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España tiene un sistema de pensiones de los denominados de reparto, es decir, un sistema en el cual aquellos que están trabajando financian la pensión de los que se han jubilado. El funcionamiento del sistema de reparto es muy intuitivo, porque, al fin y al cabo, es así como han funcionado las sociedades desde tiempo inmemorial. Los que estaban en edad activa cuidaban y se ocupaban de proteger, hasta donde les permitían las circunstancias y su nivel de vida, de los demás: los hijos y los mayores. Así, que el sistema de reparto tiene esa ventaja. Forma parte de lo que ha sido nuestra manera de vivir en sociedad. La diferencia es que antes se producía a través de prestaciones en especie, a través del cuidado familiar fundamentalmente, y ahora se hace sobre todo a través de prestaciones económicas.

En los países desarrollados esto es un logro relativamente reciente. Procede de la decisión de un gobierno, del gobierno alemán de la época, que en los últimos años ochenta del siglo XIX decidió poner en marcha un conjunto de medidas de índole laboral, de protección social, que configurarían una parte de lo que hoy denominamos en Europa sistemas de protección social de carácter continental. Es decir, aquellos que se desarrollaron en el continente, a diferencia de los que se impulsaron más tarde, unas décadas más tarde, en las islas del otro lado del canal de la Mancha, y en algunos Países del norte de Europa.

Una anécdota histórica: cuando Bismark, que era primer ministro de aquel gobierno alemán que aprobó el primer sistema de pensiones europeo, salía de la reunión del Parlamento alemán donde se aprobó la ley, algunos periodistas le preguntaron por los objetivos que se perseguían y cómo había sido posible aprobar aquella norma. Lejos de lo que se pensaba —contestó— aquella norma no estaba tanto destinada a desarrollar un sistema de protección social al alcanzar la edad de jubilación, como (Tony Judt lo relata en su monumental obra Posguerra) a expulsar a «estos monstruos de la vida política alemana». Los monstruos eran los socialdemócratas, que entonces ya habían desarro- llado un intenso proceso de movilización política: medidas de protección ante la pobreza infantil, fundamentalmente, ante los accidentes de trabajo, que eran muy numerosos en aquella época, y ante la pobreza tras la jubilación.

Las pensiones son un seguro frente a la contingencia de ser pobre una vez que te jubilas

Las pensiones en realidad son un seguro frente a la contingencia de ser pobre una vez que te jubilas. Lo que en realidad estás asegurando es impedir que cuando te jubiles carezcas de rentas. Era muy fácil, más que ahora en muchos aspectos, hacerlo entonces. Fue muy importante y fue un avance fundamental para las sociedades de la época. ¿Por qué era fácil hacerlo entonces? Porque en realidad bastaba con una cotización relativamente baja, ya que eran pocos los que alcanzaban la edad de jubilación y menos los que vivían mucho tiempo después de jubilarse. Y en ese contexto era relativamente fácil financiar un sistema como el de reparto. No había que esperar a que la gente acumulara un conjunto de ahorros a lo largo de su vida. Bastaba con que aquellos que estaban trabajando pudieran efectivamente financiar la pensión de jubilación de los que ya habían alcanzado una cierta edad.

Con el tiempo, los sistemas fueron madurando. En España nuestro sistema, históricamente hablando, no comenzó siendo de reparto sino de capitalización. Se creó en 1919 con la Ley de retiro obrero. Fue un sistema de capitalización, pero terminó quebrando en medio de las convulsiones económicas y políticas causadas por la guerra civil y el periodo de autarquía y declive económico posterior. A lo que asistimos con posterioridad fue a intentos sucesivos de crear un sistema moderno de pensiones. Se alcanzó en los años sesenta del siglo pasado y terminó plasmándose desde el punto de vista legal en la Ley de la Seguridad Social en 1972, una ley que terminó de dar consistencia a un conjunto de figuras generalmente de carácter gremial que habían sido constituidas alrededor de las mutualidades obreras, fundamentalmente, y que no tenían carácter generalizable hacia el conjunto de los asalariados.

Nuestro sistema, pues, como hoy lo conocemos, apenas tiene medio siglo. Hoy gasta aproximadamente 11 puntos de PIB. Es poco si lo comparamos con lo que se gasta en buena parte de los países desarrollados continentales que emplean en torno a 14, 15 o incluso 16 puntos del PIB. Pero es mucho si lo comparamos con nuestro nivel total de gasto social: casi el 50% de nuestro gasto social es un gasto en pensiones. En el conjunto de países europeos continentales ese porcentaje supera ampliamente el 50% y llega en algunos casos a superar también el 60%.

Frente a lo que ocurría hace casi un siglo y medio, cuando comenzaron a desarrollarse los primeros sistemas de pensiones, en estos momentos el sistema de pensiones es la pieza fundamental del Estado de bienestar en el conjunto de los países europeos y por supuesto en España. Además, es la pieza fundamental en un contexto en el que todos esperamos que, con el tiempo, el sistema siga necesitando un volumen mayor de fondos, provenientes naturalmente del conjunto de la economía, para poder sostenerlo en el tiempo. Aquello que comenzó siendo un reto relativamente fácil de abordar de forma general, hoy, más de un siglo después, está ante sociedades cada vez más envejecidas como consecuencia de la evolución de su esperanza de vida y de la caída de las tasas de fecundidad.

¿Qué es lo que le pasa a España para no poder hacer lo que hacen todos, salvo Irlanda y Lituania?

¿Qué tipo de reformas serían necesarias para sostener el sistema español de pensiones? España es, en muchos aspectos, un buen ejemplo de consenso social en esta materia, pero interrumpido en los últimos años. Interrumpido en la medida en que la última gran reforma abordada en el sistema de pensiones no fue una reforma protagonizada desde el consenso social y desde el diálogo político. Prácticamente todas las anteriores fueron reformas adoptadas con consenso, más o menos amplio, pero con un consenso muy razonable.

Y en cambio la última reforma es una reforma donde el consenso desaparece, digámoslo así. El consenso se interrumpe, es verdad, en un contexto de intensas dificultades económicas en el caso español, como consecuencia de la situación de crisis y de las exigencias del tratamiento de esa crisis. Pero es cierto también que en alguna de las reformas anteriores, como la del 2011, en la que quién les habla participó activamente, estábamos igualmente en una situación de crisis y se consiguió un grado razonable de consenso social y político.

Casi el 50% de nuestro gasto social es un gasto en pensiones

La última reforma no se caracteriza por ese tipo de consensos. Me pregunto si debemos contemplar el futuro de nuestro sistema de pensiones partiendo de la base de la inamovilidad de una reforma construida al margen del consenso social y político. Obviamente, mi respuesta es «no»: no merece ser mantenida una reforma llevada a cabo sin consenso social. El resultado del consenso tiene que ver con la actitud de sus protagonistas, pero el resultado también tiene que ser naturalmente un resultado buscado. Uno puede buscar ganar un partido, pero no lograrlo es parte siempre de la vida y de nuestra actitud en ella. El problema en el caso de esta reforma es que ni siquiera se intentó jugar el partido. No hubo campo de juego, ni siquiera los equipos saltaron al terreno. Directamente se decidió el resultado, uno, por cierto, especial- mente cuestionable: nuestro sistema de pensiones es el único, con el lituano y el irlandés, que no actualiza las pensiones ni con arreglo a los precios, ni con arreglo a los salarios, ni con arreglo a una mezcla de la evolución de precios y salarios. Es una reforma que se plantea alcanzar los ajustes necesarios sobre la base de la congelación de facto del poder adquisitivo de las pensiones.

Obviamente, en mi opinión, este no debe ser el camino, porque siempre hemos dicho que es muy importante para un sistema de pensiones que los pensionistas puedan saber su poder adquisitivo, una adecuada certidumbre respecto de cómo evolucionará su vida. Pero con la última reforma, lo que decimos a los pensionistas es que deben prepararse porque su sistema de pensiones se basa en un modelo que no permitirá una actualización razonable en la medida en que los precios crezcan por encima de 0,25%.

No merece ser mantenida una reforma llevada a cabo sin consenso social

Tengo el máximo respeto por las personas que configuraban aquella comisión de expertos que se formó en su día para articular la reforma. Pero su resultado es este. Aunque se dice que las pensiones dependerán de cómo evolucionen los ingresos del conjunto del sistema, lo que en realidad hace la reforma es plantearse un escenario en el cual prácticamente todo el proceso de ajuste descansa sobre la congelación. Lo que hace al fin y al cabo la reforma es reducir pura y simplemente el gasto sobre la base de la congelación de la pensión. Si para no tener que utilizar la regla de revalorización tal y como está prevista necesito incrementar los ingresos procedentes del Estado o de las cotizaciones sociales, entonces, ¿para qué se necesita una reforma así? ¿No sería mejor plantear un escenario en el que los pensionistas tuvieran una cierta claridad respecto a cómo evolucionará su pensión en el futuro, con arreglo a la evolución del nivel de precios y ajustar en la medida de lo posible la evolución de los ingresos del sistema a esa pretensión? ¿O es que España no es un país que merece ni puede permitirse que sus pensionistas mantengan su poder adquisitivo como lo tienen todos los países europeos conocidos salvo Lituania e Irlanda? ¿Qué es lo que le pasa a España para no poder hacer lo que hacen todos salvo estos dos países? Esta es la pregunta que nos deberíamos plantear en este momento, porque, en efecto, el sistema de pensiones es un sistema que en el momento que nos ha tocado vivir exige impor- tantes esfuerzos públicos y sociales. Somos nosotros mis- mos los que tenemos que decidir en cada momento cómo financiar nuestro sistema de pensiones. Nuestra Consti- tución habla de un sistema de pensiones «periódicamente actualizado». ¿Por qué no podemos hacerlo?

Hay otra pregunta muy importante: ¿cuál es la perspectiva demográfica? No me gustaba la regla de Taylor y tampoco me gustan las reglas aplicadas al sistema de pensiones. Prefiero decisiones democráticas en cada momento y en cada circunstancia, decisiones informadas con transparencia, con debates públicos; pero reglas, las justas. Si no hacen falta en la política monetaria, no tienen por qué hacer falta en el sistema de pensiones. Sabemos bien cómo funciona el sistema, es perfectamente posible cuantificarlo, mucho mejor, incluso que la política monetaria, y conocemos cómo se transmiten sus impulsos con mayor precisión. La mejor regla es la del consenso político y social. Por eso es mejor el Pacto de Toledo en la política española de pensiones que la Regla de Taylor en la política monetaria.


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Economista. Exministro de Trabajo.