Tiempo de lectura: 7 min.

Existe una opinión muy extendida entre algunos españoles -y mayoritariamente compartida por los profesores de historia- acerca de los orígenes de la dictadura de Franco, en virtud de la cual el golpe de Estado de julio de 1936 fue causa de la destrucción de la República -un régimen democrático y pluralista-. Así, el fracaso del pronunciamiento militar dio lugar a una larga y cruenta guerra civil en la que los rebeldes nacionales o franquistas, apoyados por las potencias fascistas europeas, destruyeron el gobierno legítimo de la República, bajo cuya égida luchaban todos los españoles que creían y amaban la libertad, y entre los que se encontraban desde los socialistas a los comunistas, pasando por los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos, siempre incomprendidos, perseguidos y humillados.

Es sabido que quienes así opinan consideran la permanencia de la dictadura franquista como algo sólo explicable por la complicidad de las democracias liberales europeas con el franquismo y muy especialmente por el apoyo político y financiero de los Estados Unidos. Y que estos mismos sostienen que, tras la muerte del dictador, las bien situadas fuerzas del régimen habrían hecho valer su posición para imponer una vía hacia la democracia, de la que se excluyera un macrojuicio por las responsabilidades políticas del régimen franquista. Para ellos, como ha resumido Charles Powell, la Transición fue una imposición sobre los vencidos disfrazada de pacto, de modo que no habrá verdadera justicia histórica mientras no se abra, otro; proceso -uno más- constituyente1.

Es sabido, asimismo, que entre todos estos historiadores y publicistas existe un sector minoritario pero especialmente combativo y muy bien atrincherado entre los servidores de la Administración, que considera que en 1978 se traicionó a quienes habían luchado a favor de la democracia republicana y que, por tanto, dejó de andarse un camino institucional que está todavía por recorrer. Son los mismos que, siempre que pueden, acuden a manifestaciones, encuentros, congresos y celebraciones múltiples con el traje adecuado para representar la función de protesta y advertir a la sociedad española sobre la amenaza fascista que se cierne sobre nosotros. Cuentan además con quienes, desde puestos funcionariales o trincheras mediáticas, aprovechan esas celebraciones para denunciar el debilitamiento de la democracia española y la intolerancia de los gobiernos conservadores, intolerancia que asocian, cuando menos, con comportamientos predemocráticos. Contribuyen también algunos columnistas que, imbuidos por esas creencias generales y científicas, no desean apartarse de su función primordial, la de ser guardianes de la democracia.

Es sabido además que todas estas personas menosprecian el progreso material alcanzado en nuestro país y viven no ya de espaldas a la realidad económica, sino a la misma realidad política. No importa que al concluir el siglo XX más del 80% de los españoles considerasen la Transición como un modelo del que cabe sentirse orgullosos (El País, 19.11.2000); o que hayamos logrado dos décadas largas de régimen constitucional y de democracia representativa, garantizados por la Corona; o que el sistema político haya permitido varias alternancias sin violencia en el gobierno de la nación; o que la renta per capita y el nivel educativo de los españoles se haya elevado a niveles inimaginables a mediados del  novecientos; o que e! Estado haya aguantado sin desintegrarse más de veinte años de un fuerte -y ciertamente improvisado- proceso descentralizador. Tampoco es relevante, ai parecer, la dura batalla que la joven democracia española ha tenido que librar contra el terrorismo otarra y sus cómplices, sin duda la verdadera amenaza para nuestro Estado de Derecho.

Y es que, cómo señalaba Hannah Arendt, a propósito del Totalitarismo y la destrucción de la democracia -y bien puede aplicarse a las pretensiones totales de nuestros protagonistas y especialmente de los nacionalismos excluyentes-, las ideologías reivindican «una explicación total», y esa «reivindicación de explicación total promete explicar todo el acontecer histórico, la explicación total del pasado, el conocimiento total del presente y la fiable predicción del futuro», hasta tal punto que «el pensamiento ideológico se torna independiente de toda experiencia de la que no puede aprender nada nuevo, incluso si se refiere a algo que acaba de suceder». En fin, «el pensamiento ideológico se toma emancipado de la realidad que percibimos con nuestro cinco sentidos e insiste en una realidad más verdadera»2.

A la ideología holística no le sirve la realidad, más bien le estorba, le irrita, le impide permanecer inmaculada. A esa misma ideología la memoria le es simplemente un instrumento de certificación de calidad, un arma al servicio de quienes dirigen esa especie de comités de salud pública en los que se decide quién estí y quién no es tí con tra ta verdad.

Por eso nuestros protagonistas necesitan, casi de forma permanente, todas esas acciones simbólicomediáticas con las que demostrar que la democracia tiene importantes déficits en España. Ya sabemos que para ellos la Transición Se hizo en talso; así pues, la victoria de los conservadores no ha hecho sino acentuar el trasfondó predemocrático del sistema y por tanto, alertar a las vanguardias sobre el peligro que corre la libertad de los pueblos ibéricos. Como si volviéramos a 1934, en plena reacción de las izquierdas republicanas y socialistas contra el resultado de las elecciones generales que habían dado la victoria al centroderecha, la apelación de Azaña sigue vigente y los nacionalistas vuelven a ser el bastión de la democracia. Mientras, el Partido Popular, según parece carcomido por los ex líderes del antiguo régimen, no hace sino reforzar el centralismo y promocionar la desmemoria.

Véase si no -se nos dice- la actitud del Gobierno conservador en asuntos tales como la reclamación de la Generalidad a propósito de los papeles del Archivo de la Guerra Civil de Salamanca o la proposición no de Ley del PNV -respaldada por CiU, PSOE e IU- que, en febrero de 2001, proponía al Congreso la condena del golpe militar de julio de 1936 (El Mundo, 14.2.2001).

«Lógica predemocrática» ha sido la expresión reiterada por los historiadores catalanes Borja de Riquer y joan B. Culla para calificar la decisión del Gobierno Aznaren el asunto de los papeles del Archivo de Salamanca reclamados por la comunidad autónoma de Cataluña. Unos papeles que, según una Comíssió de la Dignitat -nada más y nada menos-, continúan en Salamanca por ta firme voluntad del Gobierno de promocionar e! olvido de la «inenarrable serie de episodios criminales» que caracterizaron la represión franquista después de la guerra, y que «gracias a la forma como se hizo la Transición, han quedado impunes» (La Vanguardia, 16.10.2002). Pues bien, la memoria histórica de cada cual es asunto de conciencia y a nadie corresponde entrometerse en tan íntimo apartado. Allá cada uno con las dosis de ficción que es capaz de soportar y con el interés que pueda o no mostrar hacia la honestidad intelectual, amén del sentido común.

Sin embargo, cuando la apelación a la memoria histórica se inmiscuye en la labor de los políticos y cuando la constante insistencia en la desmemoria, la crisis de valores y el antifascismo quieren usarse para justificar acusaciones políticas y lograr por la vía de la propaganda lo negado en las urnas, entonces merece la pena realizar unas cuantas puntualizaciones.

Los historiadores pueden y deben discutir a fondo sobre la verdad de tal o cual memoria histórica. Salvo para los afectados de la patología holística expuesta, es sencillo entender que, por ejemplo, negar la cualidad democrática del régimen de la Segunda República o mencionar las masacres del bando republicano durante la guerra no significa legitimar el golpe de Estado de julio de 1936 ni la represión franquista, respectivamente. Lo mismo puede decirse acerca del Archivo de la Guerra Civil española de Salamanca, esto es, que la defensa de su unidad e integridad no implica ninguna labor de ocultamiento y olvido de lo ocurrido en la posguerra, sino todo lo contrario; mientras que quienes postulan su desaparición y el reparto de sus fondos sólo desean promocionar su memoria sesgada de la República y de la guerra.

Todo esto puede y debe ser objeto de debate entre historiadores, que tienen precisamente la obligación de debatir con calidad y honestidad sobre el pasado. Sin embargo, no es de recibo que el Congreso de los Diputados y los representantes de la nación sirvan para dar fuerza de ley a la historia, para decidir qué memoria es la correcta. Ya sabemos que esa era una de las actividades preferidas de las asambleas de partido del totalitarismo comunista; también sabemos los resultados. Quizá eso es lo que buscan quienes se empeñan en que los señores diputados se conviertan en jueces de la historia, de su historia. Si impedir que eso ocurra es promocionar la desmemoria, bendita sea la desmemoria.

Otro tanto parecido ocurre con la insistencia en que los poderes públicos decidan lo que es apología o no del franquismo, o con la demanda siempre abierta para que se prohiba cualquier acto que recuerde a personas o instituciones por una u otra razón vinculadas a la dictadura. Demos gracias de que no exista un comité de salud democrática que decida quién estuvo o no vinculado al franquismo. Extraña, no obstante, que se insista tanto en prohibir la apología del franquismo, pero se acepten como naturales los homenajes a, por poner un ejemplo entre muchos, Companys, quien el día 6 de octubre de 1934 llamaba desde el balcón de la sede de la Generalidad catalana a la rebelión armada contra la República, todo eso después de haber violado la Constitución de 1931, defendida, paradójicamente, por quienes el mismo Companys calificaba de peligrosos fascistas.

Ocurre, sin embargo, que la memoria histórica que mejor puede contribuir a afianzar los valores de la democracia y el pluralismo conlleva altas dosis de autocrítica, sentido común y una cierta correlación entre las ideas políticas y la realidad. Eso es lo que no abunda entre nuestros protagonistas, empeñados en calificar como desmemoria todo lo que contribuya a desmentir o cuestionar su particular ficción del pasado.

Existe, pues, la opinión generalizada sobre el tremendo retroceso que supuso el franquismo tanto por las vidas que segó como por la regresión cultural y la ausencia de libertades políticas; sin embargo, los guardianes de la democracia no admiten con el mismo énfasis que la dictadura no fuera el único factor al que haya que atribuir la desdichada historia de la libertad en la España del siglo XX. No hay duda de que la Transición a la democracia, que empezó en 1975 y que nos ha permitido llegar hasta donde estamos -con un balance más que positivo-, se basó en gran medida en una conciencia histórica que se atuvo firmemente a este último hecho, el de las responsabilidades compartidas por el fracaso de la libertad en nuestro suelo. Quienes se empeñan en llamarlo pacto del olvido se equivocan, porque fue precisamente lo contrario, una perfecta demostración de que nada había sido olvidado. Como ha señalado Carmen Iglesias, «precisamente porque se tenía muy en cuenta ese pasado, a qué llevaba el ajuste de cuentas, […] fue posible el hecho histórico de la transición»4. Eso no significó, por suerte, que el Parlamento Constituyente tuviera que decidir sobre la verdad histórica y hacer listas de inocentes y culpables. Una memoria basada en la autocrítica, la sensatez y la comprensión del pasado como un inmenso error colectivo permitieron establecer la mejor y más sólida combinación de libertad y democracia de la que hayamos gozado nunca en España.

Lo que no podemos evitar, aunque sí desautorizar, es que haya quienes piensen que la Transición fue una traición a la verdad y a la memoria. No deja de ser curioso que entre éstos predominen precisamente los únicos que ni cedieron entonces ni hicieron labor alguna de autocrítica, esto es, los más radicales entre los nacionalistas vascos e importantes sectores del nacionalismo catalán. No es menos curioso que haya sido en una de las llamadas comunidades históricas donde, desde la Transición hasta ahora, más se haya aplicado el criterio de la venganza y donde los políticos mejor se hayan acomodado a esa tarea tan insidiosa del control público de la verdad histórica. No es la primera vez en la historia contemporánea de España que hay nacionalismo y que éste confirma su afán por identificar la democracia con el exclusivismo. Y a nadie debería sorprender ya que muchos de aquellos que denuncian la amnesia o la desmemoria escondan una profunda y arraigada aversión hacia el pluralismo. MANUEL ÁLVAREZ TARDIO

 

1 Cfr. España en democracia, 2001, p. 629.

2 Ver Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, 1998, p. 571

3 Revista Ayer, «Sobie el Archivo de Salamanca, algunas precisiones y reflexiones», Madrid. 4 Cit. en Herrero de Miñón, M. (ed.), La transición democrática en España, vol. 1, Bilbao 1999, p. 221.

Profesor Titular de Historia del Pensamiento y los Movimientos Sociales y Políticos. Universidad Rey Juan Carlos.