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Julio de 1936: La República se desmorona, la revolución se abre paso

La Guerra Civil Española es consecuencia del fracaso de un golpe de estado muy mal preparado y peor ejecutado. Pero lo que sí logra esa sublevación derrotada es destruir el estado republicano en aquella parte de España que, al menos en teoría, es leal al ejecutivo del Frente Popular. Cuando llegan las noticias de una rebelión en el Norte de África, acuden a la sede de su sindicato, partido o agrupación política, empiezan a recibir instrucciones y a ser organizados y, a las pocas horas, comienzan a recibir armas de las que el gobierno ha autorizado que sean repartidas “al pueblo”, en teoría, para defender la República. Esta realidad produce de inmediato el traslado del poder, desde las autoridades legítimas del Estado (gobierno, gobiernos civiles, ayuntamientos, etc… hasta fuerzas de orden público) a las masas en la calle que, aunque dicen defender lo que se llama “legalidad republicana”, empiezan a aplicar su particular ley y su propio entendimiento de cómo debe ser esa República, deciden quién es leal o quien no lo es, organizan, encuadran y estructuran las primeras unidades milicianas de este nuevo ejército revolucionario, o plantean cómo deben afrontarse las distintas situaciones críticas: los primeros enfrentamientos con los rebeldes, qué hacer con estos cuando son vencidos, las primeras “lecciones” de adiestramiento en “el arte de la guerra” para esos milicianos que son ciudadanos normales y corrientes y no soldados, las primeras lecciones políticas para afianzar el convencimiento en la causa por la que se lucha, etc… Es una situación perfectamente definible como revolucionaria. Y los meses que siguen se asiste al proceso de re-construcción de ese estado republicano destruido en julio de 1936, proceso que se prolonga hasta la primavera de 1937 y que se realiza, como no puede ser de otra manera, según claves revolucionarias. Así, va a dar lugar a lo que lo que no pocos historiadores consideran que ya no es la Segunda, sino la Tercera República.

En este contexto no extraña en absoluto que en la España republicana se presenten soluciones e iniciativas de carácter revolucionario para afrontar la nueva situación. Así, la España frentepopulista ha de poner en pie un nuevo ejército, intencionadamente diferente de la institución militar clásica, va a ser un ejército de milicianos embrión de lo que será el Ejército Popular de la República meses después. Y en la constitución y estructuración de este va a jugar un papel capital el Quinto Regimiento de Milicias Populares instigado, impulsado y organizado por el Partido Comunista de España. Esa estructura miliciana es a través de la cual se va a articular la participación revolucionaria, armada e intelectual, del poeta Miguel Hernández en la Guerra Civil.

Los comisarios políticos en el ejército popular de la República

La filosofía que impulsa la reconstrucción del nuevo estado republicano por parte de Largo Caballero, hace que el nuevo Ejército Popular de la República esté impregnado de un carácter político-social lógicamente heredado del primer ejército de milicias que se configura desordenadamente en los momentos revolucionarios del verano de 1936. Como su nombre indica el nuevo ejército nace del pueblo, producto de la actividad propia de las masas y tal vez la unidad más sólida o una de las que más, es el Quinto Regimiento. Podemos decir que de su entrañas surge la idea de crear la figura del Comisario Político como expresión de la voluntad y de la confianza de esas masas en la estructura jerárquica que todo ejército exige pero de la que estas, en muchos casos, desconfían en principio. Por ello, el Comisario se sitúa al lado de los mandos –digamos clásicos- que lógicamente mantiene el nuevo Ejército.

El 15 de octubre de 1936 una orden circular del Ministerio del Guerra crea la figura del Comisario Político, que se subordina al nuevo Comisariado General de Guerra. Entonces, claramente ya se expresa que la función de la nueva institución es “ejercer sobre la masa de combatientes una constante influencia a fin de que en ningún instante se perdiera la noción de cuál era el espíritu que debía animar a la totalidad de los combatientes en la causa a favor de la libertad…” Se deja muy claro el carácter político de los comisarios y se le exige al Comisario que demuestre constantemente serenidad de espíritu, una seguridad en el triunfo y unas dotes persuasivas que sean siempre ejemplo y guía para los combatientes.

El hecho es que el trabajo de los comisarios se divide en cuatro apartados: Primero, una labor de educación, agitación y propaganda; en segundo lugar, dejar claro a los combatientes el carácter de esta guerra y la necesidad de disciplina y demás virtudes propias del soldado; también, conseguir una buena convivencia y “fraternidad políticosocial” entre tropa y mandos, y, por último, el trabajo de ayuda militar. Como vemos, en la práctica, el mantenimiento de la moral y la labor de propaganda resumen las misiones encomendadas a un comisario político como sera Miguel Hernández.

Cultura e intelectuales ante la causa republicana

Miguel Hernández se implica, político-ideológicamente y como combatiente, en la causa frentepopulista, lo que encaja perfectamente en el ambiente intelectual en la izquierda del momento, que ya venía del Congreso de París de 1935 que convoca la Asociación Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura y del que va a surgir la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Esta, por su parte, ya en guerra, organiza otro Congreso en Madrid en agosto de 1936 que atrae a la capital de España a la izquierda intelectual del mundo. Este movimiento invita a muchos escritores, artistas, periodistas u otros intelectuales a implicarse en nuestra Guerra Civil en defensa de la República. Muchos de ellos interpretan que lo que sucede en España es la lucha armada de los trabajadores españoles para derrotar a los generales fascistas y a toda una parte de españoles que les siguen y a los que califican de reaccionarios. Así el esquema para esa izquierda mundial sería: la Guerra Civil Española es el combate entre Estado-Legalidad-Democracia-Progreso (ellos) frente a Sublevados-Tradición-Orden-Dios (lo que denominan genérica –y exageradamente- el fascismo). Obviamente este esquema es simplista porque ni buena parte de los que se encuadran en el primer bloque son demócratas, en ocasiones no respetan exactamente la Legalidad o los hay que simpatizan con el anarquismo y el Estado les repele, ni mucho menos la mayoría de los que son tildados de “fascistas” lo son, otros ni defienden la Tradición (el falangismo por ejemplo) o incluso los hay que se sienten y se manifiestan muy alejados de Dios. Pero, tengamos en cuenta que ese esquema, aun siendo falso en buena parte, es el que ellos manejan y al que a ellos –los intelectuales de izquierda españoles y foráneos- les impele para implicarse y comprometerse en la Guerra de España a favor de la República (o de “su” República).

De la mano de ello, en buena medida la cultura se convierte, en la zona republicana durante la Guerra, en un sustitutivo laico de la religión. La defensa y difusión de la cultura acaba por convertirse en un mito, pero acaba íntimamente relacionado con la propaganda, hasta el punto de que se convierte en una de las bazas más importantes de la actividad propagandística frentepopulista; es instrumentalizada e ideologizada porque se liga a instancias políticas. De esta forma, en la Guerra, la cultura se convierte en un arma más de combate. Los que, de una u otra forma, militan en la izquierda están convencidos de que con su apoyo a la República contribuyen a la supervivencia misma de la democracia y de la civilización frente al ataque del fascismo. Frente a ellos –aunque estos no son objeto de este trabajo-, representantes de la cultura y la intelectualidad de lo que podemos llamar derecha mundial que entiende que la causa de los sublevados, que al poco liderará Franco, es la de la defensa del catolicismo frente al avance del comunismo o de otros planteamientos revolucionarios y/o ateos o que cuestionan lo que en aquellos años treinta se considera “el orden”.

Ahora bien, no todos los intelectuales que están o vienen a España se comprometen en el mismo grado por la causa. Los hay que escriben lejos del frente, los hay que hablan, cuando no arengan, pero no manifiestan ese compromiso con los hechos, y los hay como Miguel Hernández que se mancha las botas de barro y el uniforme de polvo de las trincheras y escucha el silbido de las balas cerca de su oreja. Es decir, el poeta Hernández toma la pluma o la máquina de escribir, pero también la pala para cavar trincheras y el fusil para defender la República.

Miguel Hernández: un poeta comunista

Cuando llega ese momento de actuar en defensa de la República, hace dos años que Hernández ha llegado a Madrid dispuesto a triunfar en el mundo literario. Entonces, 1934, muy pronto comienza a moverse en los círculos de la muy rica cultura madrileña de esos momentos. Frecuenta la casa de María Zambrano, de Altolaguirre, de Neruda y traba amistad con Vicente Aleixandre. Además, Hernández acude a París en 1935 para asistir al Primer Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura, embrión de lo que sería la Alianza de Intelectuales Antifascistas. En París conoce nombres relevantes de la izquierda cultural de todo el mundo. A inicios de 1936 publica El rayo que no cesa que llega a Gregorio Marañón o al mismo Ortega y Gasset que alaba su obra.

Y en ese comienzo de año, sufre un incidente con la guardia civil: sale de excursión a San Fernando del Jarama y se encuentra con unos agentes que le piden la cédula personal que no lleva consigo; es detenido y muy mal tratado en esa circunstancia. Cuando regresa a Madrid da un paso que ya estaba madurando desde fechas antes: acude a ver a Rafael Alberti y María Teresa León y les comunica su intención de afiliarse al Partido Comunista de España. No es algo raro, en esos tiempos ya son pocos los intelectuales en Madrid que no están politizados en uno u otro sector y se comprometen en la defensa de unas ideas. Al poco triunfa el Frente Popular, el 16 de febrero, y comienza un periodo extraordinariamente convulso en España y, especialmente, en Madrid. Esos meses, previos al golpe de julio de 1936, Miguel Hernández se dedica a escribir y hace una escapada, en abril, a Orihuela para homenajear a su gran amigo Ramón Sijé fallecido poco antes. Pero en esa trágica primavera ya no es sólo un poeta reconocido en Madrid, es, además, un intelectual comprometido con la causa frentepopulista. Y eso se va a manifestar en seguida, muy poco después del fracaso del golpe militar en la capital de España.

La actuación del comisario Hernández

Como se ha explicado anteriormente un compromiso social y político como el de Hernández no es, en absoluto, una rareza en la Guerra Civil. No en vano, en el Quinto Regimiento, en el que se integrará Hernández, también se alistan con toda normalidad otros escritores, ingenieros, arquitectos… En el caso de los literatos su participación en la tragedia de España será mayoritariamente con la máquina de escribir, pero también no pocos toman las armas y acuden al frente a combatir, como Hernández (no así Alberti, por ejemplo).

Y ese compromiso del poeta Miguel Hernández le obliga -él lo siente así- a poner su talento al servicio de su concepción de lo que es el pueblo español, con especial atención al mundo rural con cuya vida se siente tan identificado desde su época joven en Orihuela, y a entender que sólo la República, eso sí, tal y como un militante del PCE la entiende durante la guerra, es la causa legítima en  España. Se convierte en un miliciano de la cultura. Eso impregna el contenido de su producción intelectual en sus arengas, poemas, prosa poética periodística e incluso textos caricaturescos, con la nota común toda ella de responder a las necesidades de la guerra o, más concretamente, del frente en el que se encuentra el comisario-poeta Miguel Hernández y, clara y lógicamente, en un tono militante y de agitación. El objetivo de su labor es el convencimiento de quienes le leen o escuchan de la razón que asiste al Ejército Popular en esta guerra, con la exaltación de sus figuras más relevantes y el protagonismo de los dirigentes políticos y militares, eso sí, del PCE fundamentalmente. Y todo ello con el exquisito, pero a la vez accesible, lenguaje de un intelectual con riqueza de metáforas y de hipérboles, las propias del momento bélico, y apoyado en la autoridad y ascendiente –sobre su público- que le otorga su prestigio intelectual. Es en estos parámetros donde se mueve la realidad de Miguel Hernández como comisario político.

Por eso no extraña que entre en acción no mucho después de iniciarse la guerra civil. Y a diferencia de otros intelectuales, artistas, escritores… con una convicción ideológica clara por lo que no recurre a amigos directos como Alberti, Prados, Bergamín, acomodados en la Alianza de Intelectuales Antifascistas y, eso sí, lejos de la refriega de la trinchera, para buscar un puesto cómodo. Más bien al contrario: el 23 de septiembre, directamente, se presenta en el viejo convento salesiano de la calle de Francos Rodríguez, cuartel del Quinto Regimiento, guarda la larga cola pertinente y se alista en la mencionada unidad como simple soldado. Se le otorga la cédula militar 7.590 en la que figura con la profesión de mecanógrafo -la función que había desempeñado, los meses previos a julio, al servicio de José María de Cossío, el famoso estudioso de la tauromaquia – y su pertenencia al PCE con número de carnet 120.295. Es designado zapador y lo primero que hace en esta guerra es cavar trincheras y preparar defensas para la ciudad de Madrid.

Hernández comprueba en el Quinto Regimiento que es probablemente el PCE, su partido, la organización política más eficaz en esos momentos pero, además, la más eficiente unidad militar en esas semanas de ejército miliciano revolucionario. Y como miliciano,  después de cavar trincheras, en noviembre, ya toma el fusil cuando los franquistas asaltan la capital. Se encuadra en lo que se denomina el “Batallón del Talento” que comanda el periodista cubano Pablo de la Torriente-Brau, al que Hernández conoce de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, integrado en la 11ª División y centrado en actividades culturales. Con Torriente acude a Alcalá de Henares y, por sugerencia de este, Valentín González, dirigente el Quinto Regimiento, accede a nombrar a Hernández comisario político de compañía.

Aún así, en esos días, todavía su principal actividad es el combate en el frente, entonces, en Pozuelo de Alarcón, lo cual compagina con su labor como miliciano de la cultura. Tras una escapada a Orihuela en diciembre para visitar a su entonces novia Josefina y a la familia, regresa al frente madrileño en enero  de 1937 y es, a partir de entonces, cuando se inicia de verdad su actividad de propaganda. Acude al frente de la Sierra de Madrid y allí arenga a los soldados y escribe textos –algunos para publicaciones de la unidad como Al Ataque– que adquieren tonos épicos en los que anima a las tropas republicanas al igual que se condena la cobardía o la insolidaridad.

En febrero de 1937 cambia de frente. Hernández es designado para el Altavoz del Frente, sometido al mando de Vittorio Vidali (el famoso “Comandante Carlos”) y se encamina hacia su destino en Jaén, pasando por Valencia. Es entonces cuando escribe varios de sus poemas con contenido más épico, bélico o de compromiso social. Son títulos como “Aceituneros”, “Sudor” o “El niño yuntero”. En Andalucía, Miguel desarrolla su actividad en los frentes de Santa María de la Cabeza y Castuera, junto con el Comandante Carlos.

Pero, poco después, de llegar al frente andaluz, Hernández lo abandona temporalmente para acudir al II Congreso de Intelectuales en Defensa de la Cultura en Valencia. Allí se reencuentra con muchos de sus amigos intelectuales de Madrid de los que se había separado cuando decide él combatir en el frente. Todos ellos tienen para el comisario-poeta Hernández palabras de adhesión y respaldo, pero, eso sí, manifestaciones de quienes permanecen en la retaguardia. Además, en este encuentro coincide con intelectuales extranjeros como Pablo Neruda, Ernest Hemingway, Octavio Paz, Louis Aragon o André Malraux.

El prestigio intelectual de Miguel Hernández es el motivo de sus alejamientos del frente en su labor de Comisario. Lo ha sido al acudir a Valencia y lo es cuando, poco después, en septiembre de 1937 se le encomienda asistir al V Festival de Teatro Soviético en Moscú. Un militante entusiasta del PCE como él, acude pleno de entusiasmo a la “casa madre” del comunismo, pero allí empieza a experimentar cierto desengaño ante la disciplina soviética, que entiende que limita la libertad y, en otro orden de cosas, a las prolijas comidas con las que son agasajados y que le hacen pensar en la penuria que se está pasando en España.

Regresa en octubre, pero pasa por París donde se encuentra con intelectuales y les empieza a trasladar una impresión que, después, ya en España en los meses siguientes, manifiesta a otros con los que se va cruzando, como María Zambrano: mengua progresivamente su convencimiento en la victoria final y, además, le manifiesta a Josefina que desea permanecer más tiempo con ella y reducir su hasta entonces participación intensa en las campañas bélicas de su regimiento.

En 1938 su actividad como comisario empieza a declinar no tanto por falta de compromiso sino, más bien, porque su salud se resiente. Padece fuertes dolores de cabeza y agotamiento. Estará presente en la Batalla del Ebro a partir de julio de 1938, pero allí es donde va a realizar sus últimas actividades como comisario de guerra. La derrota en dicha batalla, en noviembre, hace que, desde entonces, su labor de comisario ya no es tal. Entre otras cosas porque ya carece de sentido, no puede tenerlo. En esos finales de 1938 es prácticamente imposible tener seguridad en el triunfo final, por muchas dotes persuasivas que pudiera albergar Miguel Hernández o mucho convencimiento en la causa de su República que mantuviera. Y, recordemos lo escrito más arriba, esas eran las condiciones necesarias que exigía la orden de 15 de octubre de 1936 para los Comisarios de Guerra cuando se instituyó esta figura en el Ejército Popular.

Por otro lado, en el terreno personal, Miguel Hernández sufre un durísimo golpe cuando fallece su hijo Manuel Ramón, algo sólo en parte aliviado cuando en enero de 1939 nace su segundo hijo Manuel Miguel. Eso le permite quedarse en Cox con su mujer Josefina. A finales de febrero, tras pasar por Valencia se encuentra en Madrid, pero ya no se acerca al frente, porque es consciente de que la labor de Comisario ya no tiene sentido. Es un hombre que ya no cree en ninguna posibilidad para la República pero no ha perdido su compromiso con ella y con la lucha, se continúa sintiendo un poeta al lado del pueblo, lo que le aleja de otros intelectuales que han pasado toda la guerra en retaguardia. Esto deriva en un grave incidente con Rafael Alberti y María Teresa León, cuando en aquellos días en Madrid, Hernández se presenta un día en la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Allí se encuentra un banquete preparado con manteles y alimentos en abundancia en un ambiente festivo. El comisario Hernández  estalla indignado y se dirige a Alberti al que –según testigos- le increpa: “Aquí hay mucha puta y mucho hijo de puta.” Cuando se le reta a que se atreva a repetirlo, se dirige a una pizarra y sobre ella escribe eso mismo. Desde ese momento, Alberti y María Teresa León rompen la amistad con Hernández.

Aquellos huirían desde la población alicantina Elda fuera de España con muchos medios. Miguel Hernández escaparía de España, pero por Portugal. Allí el 4 de mayo alguien le denunciaría, y sería entregado por la policía salazarista a las autoridades franquistas de Rosal de la Frontera. Desde ahí, vendría una condena de cárcel y el conocido y penoso final de la vida del poeta, y comisario político, Miguel Hernández Gilabert.

Profesor Titular de Historia. Universidad Francisco Vitoria