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¿Pueden reproducirse las relaciones sociales que crean el contexto cultural de cada momento histórico en la pantalla de un ordenador? ¿Se imaginan a sí mismos convertidos en lo que siempre han querido ser y viviendo una vida añorada, sin dejar de ser lo que son?

La idea de «ser otro» no nos resulta ajena. Somos seres complejos, polifacéticos, sometidos con mayor o menor intensidad a los sueños que fabrica nuestra imaginación. Creamos, de manera controlada o inconsciente, nuestras ambiciones; encauzamos, con arreglo a códigos éticos o a parámetros culturales, el destino de nuestra vida; buscamos, entre las huellas de cada situación que experimentamos, el rastro de la felicidad. Los deseos, sentimientos, situaciones y experiencias que nos rodean pueden ya mezclarse con las nuestras y confundir momentáneamente nuestras emociones (reales, físicas) con otras inventadas, virtuales, gracias a la tecnología.

Las industrias tecnológicas han permitido hacer de la globalización un fenómeno en permanente innovación. A las características ya conocidas de interdependencia, desregulación, interdisciplinariedad, simultaneidad e interconexión, que empezaron a marcar el rumbo de una nueva arquitectura global —asumida en primer lugar por las políticas económicas y el mercado—, se fueron incorporando progresivamente las esferas sociales y culturales. Como señala Manuel Castells, «los procesos trabajan como una unidad en tiempo real, a lo largo y ancho del planeta». Las industrias tecnológicas que han impulsado y conformado la globalización tecnológica, tal y como hoy la conocemos, han creado un «Nuevo entorno tecnosocial» (F. Sáez Vacas) configurado a partir del vertiginoso desarrollo de la computación, los componentes electrónicos, la robótica y las comunicaciones.

Lo que resulta más inquietante de este fenómeno es la incertidumbre sobre sus límites, la sensación de que es un proceso siempre abierto y de cuyas posibilidades nunca alcanzaremos a saberlo todo, aunque invirtamos toda una vida en estudiar su potencialidad. Y es que lo que caracteriza toda transición de la técnica es precisamente lo que llamaba Shumpeter (1934) «destrucción creativa», una expresión que se adaptaba a la perfección a la aparición de las tecnologías de reemplazo. La mundialización de los procesos que se producen en la economía, en las relaciones internacionales, en los comportamientos sociales —por citar algunos— lo es en gran parte gracias a los recursos que aportan las tecnologías de comunicación e información (TIC) pero, además, éstas determinan también la producción, distribución y transferencia de la misma tecnología. Las estrategias de los gobiernos y de las empresas se encuentran mediatizadas por el ritmo que marca una innovación tecnológica que afecta a la competitividad y al intercambio de conocimiento.

En este contexto brevemente descrito, confluyen nuevas propuestas que sitúan a los ciudadanos de este mundo global en el centro de un nuevo paradigma caracterizado por la innovación, la creatividad y la anticipación. Además del universo de servicios orientados a facilitar la accesibilidad y el flujo de relaciones políticas, administrativas, económicas, sociales y culturales, la globalización tecnológica invade también nuestro ocio y se adentra en ese mundo interior que esconde nuestras íntimas aspiraciones, para intentar satisfacer los sueños y ambiciones que recrea la imaginación. Nos permite construir —con las limitaciones físicas de tiempo y espacio más acá del teclado y de la pantalla— un universo paralelo, el metaverso de Neal Stephenson, descrito en su novela Snow Crash, donde se desdibujan las reglas y límites a los que estamos acostumbrados. La visión de Stephenson ha servido de inspiración a ese «metaverso en expansión» que es Second Life (http://www.secondlife.com), un mundo de realidad virtual que está hoy de moda, ese «nuevo país» ecsl1.jpgcomo le gusta explicar a su creador Philip Rosedale, donde Linden Lab, la empresa que ha desarrollado el proyecto, ofrece la infraestructura tecnológica para alojar a los avatares, nuestros dobles virtuales, otros yo que se expresan en una vida alteregocéntrica (F. Sáez Vacas). A ellos espera, según las promesas que Linden Lab vende en su página oficial, un mundo de sorpresa y de aventura; la posibilidad de crear cuanto pueda imaginarse; de conectar con nueva y excitante gente; y competir para alcanzar fama, fortuna y victoria, aunque no sabemos muy bien de qué tipo de fama y fortuna se trata y aún menos de qué victoria, sobre quién o para qué.

Y si cada universo tiene su propio lenguaje, no podía ser de otra manera en este nuevo mundo virtual. Adentrarse en él supone también asumir la fusión del lenguaje con el que expresamos nuestro yo real, con un metalenguaje que reinterpreta la semántica al uso, recrea nuestro pensamiento, adopta nuevos puntos de vista confundiendo el plano temporal con el virtual y juguetea con la verdad. Parafraseando el célebre ejemplo de «Epiménides el cretense dice que todos los cretenses son mentirosos», la lógica de un avatar es decir de sí mismo verdades a partir de ilusiones fabricadas, adquirir formas humanas añoradas o expresar sentimientos que su creador sabe ficticios; aunque, en la comunidad Second Life, esto importa poco: la ficción se disfraza de verdad y hace posible (momentáneamente, eso sí) viajar en globo, surfear sin ahogarse, volar, recorrer ciudades, comprar sin límites, construir casas, aprender, bailar sin desfallecer, etcétera. Creamos y, a la vez, nos desembarazamos de una parte de nuestra realidad: nuestro avatar se disfraza de nosotros y asume «hipótesis personales y vitales» con pretensiones de verdad. En definitiva, un nuevo teatro del mundo y de la vida que, reinterpretado en clave tecnológica, está en los orígenes de la representación, una catarsis personal y social a la que los clásicos ya se enfrentaron.

Los avatares están creando una comunidad basada en lazos virtuales, establecidos por los usuarios, cuyos múltiples álter ego no se encuentran allí sometidos al ciclo de la vida (leyes naturales: nacer, crecer, reproducirse y morir), sino que utilizan la vida como un campo de juego en el que proyectan sus experiencias emocionales, sus deseos, crean sus psicoespacios o sólo se divierten, como ha escrito recientemente en un suplemento cultural el profesor Sáez Vacas. Los avatares «propician también potentes vías operativas para el comercio electrónico, una dimensión típica de internet, así que no es de extrañar que el pragmático homo oeconomicus acuda a Second Life para negocios con el dinero en dólares americanos o dólares Linden, que los avatares […] tienen en sus cuentas corrientes del planeta Tierra. Es lógico que, a medida que aumenta nuestro nivel medio de digitalización mental y social, empresas, universidades y centros de tratamiento psicológico abran oficinas en esos espacios virtuales-reales».

¿Es Second Life una reserva, una ingenua «metacomunidad virtual», una huida de la realidad, un entretenimiento? La respuesta no es sencilla: posiblemente es cada una de esas cosas y todas a la vez. Depende una vez más del modo en que resultemos afectados cada uno de nosotros por este «entorno tecnosocial» y de nuestra personal capacidad de adaptación a esta realidad. Lo que debería merecer nuestra atención es el hecho de que la producción, distribución y transferencia de tecnología exige nuevos requisitos educativos —y probablemente intelectuales— en las familias, en las escuelas y en las redes sociales.

Quizá sea la educación formal el campo que arrastra un mayor retraso en la valoración del efecto de la globalización tecnológica. La interactividad —que constituye el fundamento de Second Life— está lejos de llegar a configurarse como el tercero de los pilares que vendría a completar la tradicional relación profesor-alumno, hasta ahora base de la transmisión del conocimiento. Del mismo modo que hoy sabemos que, más allá de las dificultades que encierra y del temor que sigue produciendo a nuestros estudiantes enfrentarse a la disciplina matemática, resulta un instrumento esencial para estructurar la mente, no está lejos el momento en que el lenguaje infotecnológico será considerado también una herramienta que redunde positivamente en nuestras capacidades cognitivas e intelectuales. «La escuela ya no es la única agencia que tiene la tarea de difundir el saber de base, de aumentar el número de personas que saben y de poner en movecsl2.jpgimiento aquello que se sabe. Y quizá ni siquiera es la principal» mayor retraso en la valoración (R. Simone). Es ahora en el mundo del efecto de la globalización exterior donde el conocimiento se tecnológica. almacena, aunque de manera cuantitativa y no cualitativa. Sería, pues, deseable que la clasificación y valoración de los conocimientos fuera la nueva misión de unos espacios de élite a los que se reserva la potestad de refinarlos y de interpretarlos a la luz de la búsqueda de la excelencia y de la verdad, metas últimas del saber.

A menudo se afirma que los intereses de los jóvenes no coinciden con los objetivos de la escuela. No creo que haya motivo para alarmarse por ello. El proceso de formación del juicio crítico siempre es costoso. Exige no sólo esfuerzo sino poner en juego la capacidad de interpretar la realidad según el valor real que asignamos a nuestras convicciones, ideas o creencias y, además, demostrarlo. Una tarea nada fácil para nuestros jóvenes y menos aún en los tiempos que corren. Algunas familias, amparadas en el débil criterio de no intervenir en la formación de la conciencia de sus hijos, por cierto, responsabilidad —la de su formación— intrínseca a la condición de padres, delegan a menudo en otros la tarea de armar las referencias éticas e intelectuales que les permitan obrar en libertad y con responsabilidad. Como todo proceso de aprendizaje combina un cierto estado de indigencia personal con las mismas dosis de curiosidad, los niños y jóvenes son especialmente permeables a la aceleración del cambio tecnológico. Padres y madres pueden y deben servirse de «los otros» —¿por qué no?— para poner en juego el mecanismo de ensayo y error; de hecho, la socialización es un proceso que exige siempre la experiencia del otro. Sin embargo, educar (conducir, extraer lo mejor) es una labor creadora personal e intransferible, que consiste en armar el edificio de virtudes y de valores que permita a nuestros niños y jóvenes enfrentarse a este mundo poliédrico y, en nuestro caso, tecnológicamente globalizado. Second Life podría ser para ellos un mundo fascinante y profundo, capaz de permitirles experiencias desconocidas —o innecesarias— para nosotros. Lo primero que solemos preguntarnos es si lo que ocurre a nuestro alrededor es un bien o un mal. Esa no es la cuestión. Lo más importante, en esta situación, sería verificar el grado de interés que demuestren hacia ese metaverso porque ya es un indicador de que algo está pasando. Reflexionar sobre ello e incorporar a nuestras vidas sus pautas culturales será un buen síntoma de que compartimos sus experiencias y servirá de ayuda para valorar los efectos que podrían producir en el inmaduro y complejo edificio de su personalidad.

Si la educación es un proceso gradual de desarrollo integral de la personalidad humana, si la cultura, como resultado de cualquier proceso de enseñanza-aprendizaje, es «ese saber del hombre sobre el hombre» (F. Umbral), no podemos obviar que la tecnología forma hoy parte sustancial de nuestra cultura, porque no sólo la difunde, también la produce; y, visto el fenómeno Second Life, abre también la caja de Pandora de nuestros sueños para darles apariencia y forma humana. A nosotros corresponde que las llamadas tecnologías aislantes (televisión, Internet, videojuegos), dejen de serlo; ponerlas bajo sospecha, temerlas, demonizarlas, marginarlas de nuestras casas, las deshumaniza. La civilización occidental, la vieja Europa, ha sabido siempre integrar lo nuevo y reinterpretarlo a la luz de su tradición. Probablemente las relativistas concepciones acerca de lo humano no son el mejor impulso para desentrañar la verdad objetiva y el progreso que ésta encierra en su interior. Sin embargo, es también inútil escapar de la herencia de tantas certezas que la historia ha ido confirmando, aunque las débiles posiciones del «todo vale» parezcan ganar terreno. De ellas hay que seguir aprendiendo para reinterpretar nuestro mundo, sea real o virtual.