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 En abril de 2008 la archidiócesis de Baltimore (Maryland) cumplía los doscientos años de su erección como primera metropolitana de Elos Estados Unidos; el 8 de abril de 1808 Pío VII elevó a arzobispado el único obispado existente en los Estados Federados de Norteamérica. Al mismo tiempo el Papa erigió los obispados de Boston, Bardstown (Louisville), Filadelfia y Nueva York, desmembrando los vastos territorios integrados hasta entonces en la diócesis de Baltimore. Uno de los principales motivos del viaje de Benedicto XVI a Estados Unidos ha sido unirse a las conmemoraciones de este evento, desplegando a su vez una acción apostólica con impacto evidente como han mostrado los medios de comunicación social.

Maryland fue desde sus orígenes un Estado en donde católicos y protestantes podían convivir en paz como resultado de los esfuerzos del católico inglés Jorge Calvert que logró en 1629 de Carlos I de Inglaterra carta de propiedad para establecer una colonia en la América inglesa en la que hubiera libertad religiosa. Calvert falleció antes de emprender el viaje y sería su hijo, Cecil Calvert, quien encabezaría la expedición formada por unos trescientos colonos, católicos y protestantes, que arribaría al puerto de Baltimore en 1634. En aquel grupo viajaron tres jesuitas, uno de los cuales, Andrés White, celebraría la primera misa en Maryland.

Los jesuitas atendieron a los colonos católicos y evangelizaron a los indios de la zona. Tres de los misioneros sufrieron martirio: René Goulpin en 1642 y Jean de Lalande e Isaac Jogues en 1646, siendo canonizados en 1930. Fruto de su labor fue la conversión de Katerina Tekakwitha (1659-1682), beatificada el 22 de junio de 1980, hija de un guerrero mohawk y una madre algonquin, que habitaban con su tribu en la actual Manhattan (Nueva York).

No fue fácil mantener la libertad religiosa en una colonia de la Inglaterra anglicana. El Acta de la Asamblea de Maryland (1649), redactada por Calvert, declaraba que «ninguna persona o personas dentro de esta provincia […] que profesen la fe de Jesucristo será a partir de ahora molestada […] a causa de su religión». En 1683 se aprobó una ley similar en Nueva York. Pero en ese mismo año de 1683 Maryland pasó a ser colonia real y se dictaron leyes anticatólicas. A pesar de ello, los católicos continuaron viviendo su fe sorteando los obstáculos. Finalmente, la Constitución de los Estados Federados de América del Norte declaró que no se había de exigir ninguna prueba sobre la religión de quien ocupase un cargo público. La ratificación de la Primera enmienda, en 1791, prohibía al Congreso establecer ninguna religión o restringir la libertad religiosa.

La nación se configuró en el respeto de toda religión profesada por sus súbditos. La separación IglesiaEstado no supuso una pérdida de la presencia eclesial en la vida pública en la que cada confesión tenía una representatividad propia. Esta realidad provocaba el asombro de una Europa que vivía los sangrientos momentos de la Revolución francesa. Benedicto XVI en la audiencia del miércoles, 30 abril 2008, en la plaza de San Pedro, afirmó que los Estados Unidos son un «válido ejemplo de sana laicidad» para muchos países.

Desde luego, costó esfuerzo e ingenio establecer la jerarquía ordinaria en el país. El territorio había comenzado como tierra de misión, bajo la autoridad del superior de los jesuitas. Al suprimirse la Compañía de Jesús en 1773, todos los sacerdotes del país, jesuitas, ahora secularizados, pasaron a depender del vicario apostólico de Londres. Para remediar esta situación poco razonable, la sede romana consultó en 1783, a través del nuncio en Francia, al representante de los Estados Unidos en París, Benjamín Franklin, la opinión de su gobierno sobre el posible nombramiento de un vicario apostólico en el país. El parecer fue [[wysiwyg_imageupload:748:height=136,width=180]]negativo. No obstante, en 1784 el Papa nombró vicario apostólico en Estados Unidos al padre John Carroll.

 Cuatro años más tarde, en 1788, representatividad propia. los sacerdotes norteamericanos pidieron a Roma que se nombrase un obispo elegido por ellos mismos. No era el protocolo ordinario para elegir obispos pero Roma, ante lo anómalo de la situación, lo aprobó. Fue elegido Carroll como obispo de Baltimore, primera sede en el país, y Pío VI lo confirmó el 6 de noviembre de 1789. En ese mismo año George Washington fue proclamado primer presidente de los Estados Unidos. John Carroll, para formar un clero del país, ya en 1790 fundó el Seminario que encomendó a los sulpicianos. Carroll, beatificado en 1963, fue el primer norteamericano llevado a los altares.

El gran reto para la Iglesia en Estados Unidos fue incorporar la avalancha de inmigración católica que casi centuplicó el número de fieles en setenta años. En 1785 Carroll informaba a la Santa Sede que de cuatro millones de norteamericanos, tan sólo había 25.000 católicos y 24 sacerdotes. Entre 1790 y 1860 los católicos norteamericanos alcanzaron el número de 2.057.154. Se debió, en parte, a la población católica de los estados del norte de México (Texas, California y Nuevo México), ocupados entre 1845 y 1848; pero la gran mayoría fueron inmigrantes que cruzaron el Atlántico atraídos por el despegue económico del país. En los años 1850 la conquista del Oeste se incentivó con el hallazgo de oro en California; por esos años comenzó la expansión comercial con América Central.

Los inmigrantes católicos procedían del centro y del oeste de Europa y su gran calidad humana elevó su prestigio e impulsó sus actividades.

Las estructuras eclesiásticas se reduplicaron y lograron un clero de buen nivel y una amplia práctica religiosa entre los fieles. Son expresivos los datos comparándolos con América latina: en 1899, Estados Unidos, con diez millones de católicos, disponía de setenta y cinco sedes diocesanas y metropolitanas; al fallecer León XIII (1903), Latinoamérica, con sesenta millones de católicos, tenía 126 diócesis. Más significativa era la proporción de fieles que debía atender cada sacerdote en una y otra América: en 1900 un sacerdote latinoamericano tenía a su cargo a 3.829 fieles, un sacerdote norteamericano debía atender a 859 feligreses.

El crecimiento ha continuado hasta hoy. En 2003 había 76,9 millones de católicos residentes en el país; la Iglesia en Estados Unidos es, a nivel mundial, la tercera en número de fieles, después de Brasil y México. Aproximadamente un 26% de la población estadounidense es católica; esto es cuatro veces más numerosa que la siguiente denominación cristiana, la Southern Baptist Convention. No fue fácil atender a todos los que venían de diversas lenguas y subsanar los roces que surgieron con los católicos originarios, irlandeses en su gran mayoría. La Iglesia en Estados Unidos logró un clima de convivencia entre todos.

Los pastores se emplearon a fondo y trabajaron al ritmo de un país que crecía por la iniciativa y el esfuerzo de sus gentes. Para promover la vida cristiana impulsaron desde los comienzos un trabajo coordinado en las asambleas previstas para ello en el derecho canónico: los sínodos y concilios provinciales, en definitiva, las asambleas de los pastores de una diócesis o de una archidiócesis, mediante las cuales se tomaba el pulso a la labor pastoral y doctrinal y se decretaban las medidas que creyesen necesarias en cada momento. John Carroll convocó en 1791 el primer Sínodo de Baltimore, recién erigido el obispado, y sentó las bases de la vida cristiana y de la praxis canónica en el país.

Una vez constituida Baltimore como sede metropolitana, el ya arzobispo Carrol proyectó celebrar un concilio provincial y fue su sucesor, James Whitfield, quien presidió los dos primeros concilios provinciales de Baltimore (1829 y 1833); los cinco siguientes fueron convocados por su sucesor, Samuel Eccleston (1837, 1840, 1843, 1846 y 1849). La actividad conciliar prácticamente ininterrumpida en esos años de expansión de la Iglesia, consolidó la unidad en la vida eclesial de los Estados Federados.

Para coordinar la labor pastoral de las seis archidiócesis que existían en 1852, se convocó el primer Concilio Plenario o Nacional de Baltimore, la asamblea de todos los metropolitanos del país y de sus sufragáneos que, en los tres años transcurridos desde 1849, casi se habían duplicado: asistieron los seis metropolitanos, veintiséis obispos sufragáneos, dos vicarios apostólicos y la diócesis de Monterrey (California), que [[wysiwyg_imageupload:750:height=192,width=190]]depenndía directamente de Roma. Un concilio de este orden requería la  presidencia de un delegado del Papa y Pío IX designó al nuevo arzobispo de Baltimore, Kenrick. Poco después estalló la Guerra de Secesión (1852-1866) que enfrentó a esclavistas y antiesclavistas. Durante el conflicto se reforzó la unidad de los prelados de todo el país; el primer Plenario contribuyó en buena medida a esta realidad.

En 1866, finalizada la Guerra de Secesión, se celebró el II Concilio Plenario. El vicario apostólico, designado por Pío IX, fue Martin John Spalding, sucesor de Kenrick en Baltimore.Spalding,experimentado y buen teólogo, dirigió con buen pulso el trabajo conciliar. En el concilio participaron siete arzobispos, treinta y ocho obispos, tres abades mitrados y más de ciento veinte teólogos. Elaboraron una exposición sucinta de la doctrina y de la moral cristianas y un corpus iuris para la Iglesia en América del Norte. Afirmaron el primado del Papa (aún no definido, lo haría el Concilio Vaticano I en 1870). Al tratar de las relaciones con el Estado, sostuvieron la libertad de la Iglesia en su propio ámbito. Prestaron especial atención pastoral a los negros emancipados tras la guerra civil y que aún no se habían asimilado a la sociedad libre.

Los prelados expusieron en una carta pastoral, del 22 de octubre de 1866, las líneas doctrinales y canónicas que habían aprobado en el Plenario. En ella urgían a los fieles a ayudar al Papa, también económicamente (eran momentos de tensión anteriores a la ocupación de Roma en 1870), animaban a los católicos a difundir en la prensa la doctrina de la Iglesia; e impulsaban a los padres a educar a sus hijos en escuelas católicas, pues la escuela pública no proporcionaba una educación católica. A la solemne sesión de clausura asistió el presidente del país, Andrew Johnson, sucesor de Abraham Lincoln.

Dieciocho años después, en 1884, se celebró el III Concilio Plenario de los Estados Unidos. Había en el país más de ocho millones de católicos, atendidos por más de siete mil sacerdotes del clero secular y regular. Desde 1875 la Iglesia en Norteamérica contaba con un cardenal: John Mc Closkey, arzobispo de Nueva York. Unos años antes, en 1870, la Iglesia universal había vivido el Concilio Vaticano I, al que asistieron un grupo numeroso de prelados norteamericanos. León XIII nombró delegado apostólico al arzobispo de Baltimore, James Gibbons.

Al concilio plenario del país asistieron catorce arzobispos, cincuenta y siete obispos, siete abades mitrados, tres procuradores diocesanos, un administrador diocesano, siete prelados domésticos, tres monseñores, treinta y un superiores de órdenes y congregaciones religiosas, once rectores de seminarios y ochenta y ocho teólogos conciliares. Los decretos aprobados incorporaron la doctrina del Concilio Vaticano I. Trataron de la formación del clero y se constata la multiculturalidad de los candidatos: en los seminarios menores se enseñaba en alemán, francés, italiano, español, polaco y en algunas otras lenguas eslavas. Aprobaron fundar una universidad católica que comenzaría en Washington en noviembre de 1889. Insistieron en el deber de los padres de enviar a sus hijos a escuelas católicas. Se aprobó editar periódicos católicos que deberían tener la calidad y difusión de los demás diarios. Promovieron la atención de los necesitados, en especial de los emigrantes, de los negros e indios. Se acordó una colecta especial para los necesitados los primeros domingos de mes. Estos decretos causaron profunda impresión en la Iglesia en general y produjeron muchos beneficios a las iglesias angloparlantes; algunos de sus cánones serían recogidos en el Código de 1918.

La carta pastoral que firmaron los conciliares el 7 de diciembre de 1884 impactó en las iglesias europeas que reflejaban el entusiasmo de los obispos por la vida e ideales americanos: los misioneros habían precedido o acompañado la gesta del Far West; destacaban la presencia de los prelados norteamericanos en el Concilio Vaticano; sostenían que el buen sentido del pueblo americano dependía, en parte, de la actitud que la Iglesia había adoptado en las cuestiones políticas, de modo que no aparecían contrapuestos los intereses de la Iglesia y los del Estado. En Estados Unidos no había oposición ni antagonismo entre las leyes, las instituciones y el espíritu de la Iglesia y del Estado. Más aún, la Iglesia había contribuido al desarrollo de los derechos individuales y de las libertades del pueblo norteamericano. La afirmación de que «el católico se sentía en su casa en los Estados Unidos» fue recogida ampliamente en los medios de comunicación. En este contexto se recogían las medidas del III Plenario, entre las que destacaban la promoción de la educación cristiana y de la familia y de las misiones en el país y en el extranjero.

Los decretos y el método de trabajo del III Plenario de Baltimore fue referente para la preparación del Concilio Plenario Latino Americano, convocado por León XIII para reunir en Roma a los obispos de toda Latinoamérica: el 11 de junio de 1894 los cardenales reunidos para orientar en los preparativos indicaron a la comisión encargada de preparar el concilio que lo hiciera «tomando como referencia el método seguido para el III de Baltimore».

Los católicos de Estados Unidos respondieron bien a la llamada de sus pastores. En concreto recogemos los datos del impulso a las escuelas católicas. Con gran esfuerzo de la jerarquía, de los sacerdotes, órdenes religiosas y padres de familia, se establecieron escuelas primarias, secundarias, colleges y universidades católicas. En la actualidad es la red más amplia de escuelas privadas del país. En 2003 existían 8.518 escuelas católicas: 7.142 escuelas elementales y 1.376 escuelas secundarias en todo el país. Más de 2.600.000 estudiantes estaban inscritos en ellas; además, había 230 universidades católicas en los Estados Unidos con más de 700.000 estudiantes matriculados. En el año 2001, 50.000 estudiantes de bajos ingresos recibieron asistencia en sus inscripciones, por un coste de más de 300 millones de dólares.

Además de todo ello, lo más importante es que en Norteamérica ha habido numerosos católicos que vivieron de modo heroico las virtudes cristianas y que son venerados en la actualidad. Todos vivieron el compromiso con los más débiles y necesitados. Así, Isabel Ana Bayley Seton (1774-1821), primera santa norteamericana, que fundó el primer colegio católico para la mujer y, después, la primera escuela parroquial. Pierre Toussaint (1766-1853), nacido en Haití, en la esclavitud, emancipado en 1807 y que logró hacer una fortuna, convirtiéndose en «banquero» de emigrantes y necesitados. El sacerdote cubano Félix Varela (1788-1853), buen intelectual y periodista, que defendió ante las Cortes de Cádiz la autonomía de los americanos y la abolición de la esclavitud, y que, al volver el absolutismo en 1823, hubo de refugiarse en Nueva York, donde realizó una gran labor con los inmigrantes, especialmente con los irlandeses que escapaban de la hambruna en su país; construyó escuelas parroquiales, y sería nombrado vicario general de la diócesis. Katharine Marie Drexel (18581955), hija del banquero de Filadelfia Francis Anthony Drexel y de Hannah Jane Langstroth, su primera esposa, recibió la llamada de Dios a dedicar su vida y fortuna a la formación cristiana de indios y de afroamericanos de su país. Fundó las Hermanas del Sagrado Corazón con esa finalidad. En 1894 abrió la escuela india de Santa Catherine en Santa Fe, Nuevo México, y después abrió otras para afroamericanos del sur de los Estados Unidos. En 1915 también fundó la Xavier University en Luisiana y la Xavier University Preparatory School en Nueva Orleans. Katharine fue beatificada por el papa Juan Pablo II el 20 de noviembre de 1988 y canonizada por el mismo pontífice el 1 de octubre del año 2000. Por último, también en el siglo XX, Dorothy Day (1897-1980), periodista, activista social en pro de los derechos humanos, de los pobres e indigentes, conversa a los 31 años; que fundó el periódico The Catholic Worker para difundir la doctrina y el compromiso cristiano, también a los sin fortuna, que alcanzó una tirada de 100.000 ejemplares el primer año que salió (1932); durante la guerra del Vietnam, The Catholic Worker defendió la objeción de conciencia.

Pofesora de la Universidad de Navarra