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El episodio del desencuentro en Davos, allá por 1929, entre Heidegger y Cassirer ha sido utilizado en muchas ocasiones para ilustrar el curso de la cultura y la filosofía contemporáneas. Las dos posiciones extremas, representadas allí con tanta pasión, anunciaron el divorcio entre la cultura instalada en la banalidad y lo efímero, y la filosofía condenada a su final. En la disputa de Davos se escenificó sin ambages el resurgir del discurso metafísico frente a la pretensión de la cultura moderna de ofrecer respuestas a las preguntas fundamentales: o nos confiamos al trabajo de la cultura que funda sentido y rescata al hombre de su contingencia y fugacidad, o acudimos a la filosofía para liberarnos de las obras del espíritu y mirar de frente el duro destino del hombre, que no tiene propiamente morada.


Que entonces pareciera que vencían los argumentos de Heidegger sobre la tesis de Cassirer, pudo deberse a la personalidad menos combativa del segundo. En su desencuentro se percibe algo más que una diferencia de ideas y de caracteres. El arte de habitar en la cultura, que defiende Cassirer está amenazado por la inevitable tendencia de las configuraciones de la libertad a instalarse y a instalarnos en un mundo cada vez menos vivo. El remedio, según Heidegger, es convertir siempre de nuevo la libertad en liberación, incluso al precio de ponerse en manos de la desnudez: y airojamiento originarios y experimentar la angustia que acompaña esos pocos momentos en que nuestra existencia vive en la cúspide, entre la vida y ta muerte.


eaoer_img1.jpgSi Heidegger proponía salir del adormecimiento de la cultura para entrar en la vigilia insomne de la metafísica, el pensamiento contemporáneo ha seguido su indicación en sentido completamente opuesto; el pathos posmoderno es culturalista y decididamente antimetafísico o afilosófico (dicho esto a sabiendas de que es imposible declarar la inutilidad de la filosofía sin servirse de ella). Pero esta no es la única respuesta posible al reto de una cultura emancipada de la metafísica, entre otras razones porque, con terquedad, la metafísica reaparece precisamente entre las filas de quienes certificaron su final: la filosofía analítica o el mismo pensamiento deconstructivista y, singularmente, en la teoría de la cultura y en el arte contemporáneo.


Para Fernando Inciarte esta reaparición justamente por donde se la quiso eliminar no fue una sorpresa; supo reconocer la profundidad de lo superficial, es decir, los ecos de la metafísica en la cultura, en su tejido hecho de realidad y ficción, de presencias y representaciones. Dibujó un camino para la metafísica tras el final de la metafísica, uno tal que le permitiera mantenerse en el difícil equilibrio entre los extremos enfrentados en Davos: entre el peso de lo que ya es, las obras de la libertad, y la levedad de lo que está siendo; entre los contenidos de la cultura y la nada del ser. Inciarte abordó la cuestión de frente y por los flancos; por los flancos de la lógica, de la filosofía política y, sobre todo, del arte. De ello tratan los dos libros que ahora publica póstumamente la editorial Eunsa: Imágenes, palabras, signos. Sobre arte y filosofía y Tiempo, sustancia, lenguaje. Ensayos de metafísica. A lo largo de sus páginas se advierte la urdimbre que en el pensamiento vivo de un filósofo, verdadero maítre à penser, forman la metafísica y la reflexión sobre el arte, la filosofía política y el análisis lingüístico, la ética y la lógica, y todas entre sí.


La sintonía de arte y metafísica enmarca los ensayos reunidos en Imágenes, palabras, cosas. Sobre arte y filosofía. En ellos se analizan cuestiones centrales del pensamiento y la creación artística en una época dominada por la elaboración simbólica del propio acontecer. Sin ser del todo un libro de filosofía es ciertamente un libro filosófico; un libro de pensamiento inserto en la tradición filosófica de Occidente. Despreocupado de una exposición exhaustiva de los temas, impregnando de amable ironía sus reflexiones, ínciarte no sóío va directamente al grano de Jos problemas de nuestro tiempo, sino que es capaz de formularlos tal cual son, de librarlos de los lugares comunes en los que suele detenerse el pensamiento perezoso. Ya en Breve teoría de la España moderna (2001) Inciarte trataba de la cultura y mentalidades contemporáneas, arrojando luz sobre algunas cuestiones centrales de teoría política, de la apreciación posmoderna de nuestra época y su privilegiado reflejo en el arte o en el resurgimiento del pensamiento mítico, como hijo querido de la misma modernidad que parecía haberlo desterrado para siempre.


eaoer_img2.jpgSegún Inciarte, en nuestra época, la metafísica se ha refugiado en el arte. Desde Cézanne, el camino emprendido por el arte contemporáneo ha consistido en la simplificación: desprenderse de todo aquello que no es esencial —como Universidad de Navarra, en ta metafísica— para situarse en lo originario, en el origen. Mientras que la crítica cultural habla de desrealización, simulacro y suplantación de la realidad y falta de inmediatez, la abstracción en el arte consiste ante todo en una búsqueda de lo originario, de lo irrepetible del ser; y, en esa medida, también en una reflexión sobre los opuestos de la metafísica: ser y apariencia, realidad y ficción, perspectiva e ilusión, presencia y representación. Bien pronto advirtió Inciarte que la mezcla de realidad y ficción, representado y representante, se expuso primero en la pintura barroca; por ejemplo, en Las meninas de Velázquez con su enredado juego de reflejos que difuminan el límite entre arte y vida, imagen y motivo, actores y espectadores, pintor y retratado. «Era la época en la que Descartes luchaba con sus fantasmas del sueño, del delirio y de los demonios, en la que Calderón se preguntaba si la vida en su conjunto no sería un sueño, y en la que Cervantes desarrolló la técnica, que hasta Dostoyevski, Pirandello, Proust, Brecht, y en el cine Woody Alien, tantos imitadores geniales habría de tener, la de introducir al lector en la novela, la de enredar a los personajes en una disputa con el autor sobre su papel, o la de permitir que los actores bajen de la pantalla y se mezclen con el público» (cf. Imágenes, palabras, signos).


Así, la metafísica, tantas veces defenestrada del olimpo de las ciencias, reaparece por donde menos se la espera: por el arte; y por el arte más consumido de todos los tiempos: el arte de vanguardia. Inciarte no enjuicia obras de arte, sino el arte como verdad; no se pronuncia sobre su acierto o eficacia en términos culturales o estéticos: todo esto parece indiferente, hasta el punto que no desvela sus preferencias en este terreno. Lo que le importa es más bien el arco que sitúa al arte entre creación y muerte, ser y nada; que el arte sea a su modo camino de la verdad sobre el ser por encima de la experiencia subjetiva de quien contempla una obra artística. Se entiende entonces que frente al arte contemporáneo animara tantas veces a dejarse tomar el pelo. Se equivoca quien pretende ser un experto: en el arte no hay técnicas que basten con aplicar del mismo modo en cada caso, todo tiene que ser como si estuviera ocurriendo por primera vez; con palabras de Marcel Proust: en el arte la supresión de lo acostumbrado, la suspensión de la costumbre no es pasajera.


Lo nuevo y el acto creador son los dos arietes de la reflexión sobre el arte que han abierto las puertas del antiarte, del abstraccionismo. En esa medida se puede decir que el arte de vanguardia es negación del arte; todo su empeño por superar el representacionismo —la literatura de la pintura— en las obras artísticas lleva el creciente abandono de la distinción entre forma y contenido, que Inciarte encuentra plenamente realizado, entre otras obras, en los shaped canvases de Frank Stella. El arte abstracto, precisamente al no querer representar nada, es una alegoría de la creación: hace ver la nada del mundo. Esta es, según Inciarte, su ventaja sobre la filosofía: hacer visible la tensión entre ser y nada propia de la creación, una pura presencia sin resto de representación. La destrucción que se opera aquí es distinta de la del deconstructivismo que no lleva a nada originario. Sólo el arte abstracto realiza la tarea que Heidegger consideró ineludible, recuperando para nuestra época la sensibilidad para el origen, para lo primordial, lo originario.


El conjunto de artículos que compone Tiempo, sustancia, lenguaje. Ensayos de metafísica es una buena muestra de la metafísica tras el final de la metafísica, a la que me he referido antes. ¿Qué es la declaración del final de la metafísica sino una convención de nuestros días —en línea con el pensamiento deconstructivista—, uno de los sedimentos que deja el paso del tiempo con los que fijamos (y ocultamos) la realidad en permanente cambio y movimiento?; siendo así que el papel de la metafísica es liberarnos de las convenciones de cualquier tipo (también de las científicas y culturales), o incluso de los saberes derivados, por muy filosóficos que se pretendan. La metafísica ha sido siempre una forma de epojé, una separación liberadora de los aditamentos culturales, científicos o, incluso, éticos que cada época arrastra consigo: los que el hombre «inventa» para enfrentarse a su no-ser-del-todo, al fenómeno de la muerte. Esto explica tanto su riqueza como su pobreza, rasgos con los que Fernando Inciarte se refiere a la tarea de la metafísica; aquí radica en gran medida su contribución imprescindible a toda forma de vida y de conocimiento, a la vez que explica su escaso equipaje después de tantos siglos de filosofía.


Tomando pie de los motivos característicos de las corrientes filosóficas de nuestra época, Inciarte sostiene una apasionante conversación con Kant, Hegel, Nietzsche, Wittgenstein o Derrida. De todos ellos cabe decir que son antimetafísicos en la misma medida en que hacen metafísica. Su revisión —en algún caso, su propuesta alternativa— de la metafísica puede ser también leída como una actualización de las cuestiones principíales. Perspectiva sin perspectivismo, era su respuesta más coloquial frente cualquier forma de historicismo o relativismo que invalida el alcance veritativo de la tradición filosófica, pero también frente a la tentación de reducir la verdad a fórmulas acabadas.


Los artículos incluidos en este volumen son una muestra de un pensamiento que no se deja vencer por la pereza del corazón. En sus páginas, se abordan sin ambages las relaciones entre ser y ser finito, sustancia y accidentes, ahora real y tiempo lineal; en ellas advierte las profundas heridas de la filosofía: el ser, la muerte, la libertad. Lejos del ánimo que tanto inquietaba a los filósofos románticos, y en buena medida a Heidegger cuando hace suyas las palabras de Novalis: «buscamos lo incondicionado y no encontramos nunca sino cosas», Inciarte no ve en el mundo sino hallazgos plenos de voces y ecos que sitúan la mirada del filósofo en la misma línea del horizonte, no más cerca, pero tampoco más lejos, allí donde las cosas son más ellas mismas y dependen menos de nuestro punto de vista. Es entonces cuando la libertad se atempera con la ratio ofreciendo una claridad nueva sobre la condición natural del ser humano. Si el hombre no está en condiciones de conocer la realidad tal como es, entonces no puede ser libre. Y el hombre ya no estaría en condiciones de conocer la realidad como es, si la realidad —según dice la filosofía de la conciencia— se construyera a partir de representaciones o —como dice el giro lingüístico— a partir de las piezas de un lenguaje compuestas cada vez de modo distinto, esto es, a partir del uso lingüístico.


Inciarte sigue a Aristóteles cuando afirma que sólo la metafísica es capaz de dar con las estructuras mínimas pero imprescindibles para que la realidad sea real, sin proyectar sobre ella lo que depende de nuestro modo de conocer. Pues conocer la realidad tal como es, significa, sobre todo, tener la capacidad de formar conceptos, por ejemplo, el concepto de dolor, para lo cual no son necesarias ni palabras ni sensaciones, sino más bien el logro de que es capaz todo hombre, sea sordo o ciego, de constatar en sí mismo o en otros que esto (un gemido o un gesto torcido de otro, una punzada en el propio corazón) es lo mismo que aquello.


Las cuestiones metafísicas no han variado a lo largo de su historia. La proliferación de signos, el representacionismo frente al conocimiento intuitivo, la suplantación de lo originario por una originalidad siempre nueva, la confusión entre lo que se dice y aquello de lo que se predica, todas estas cuestiones convocan tanto a nuestros contemporáneos como a Platón y Aristóteles. Aquí se sitúa la fundación de la metafísica, cuyo derrumbamiento y resurrección vivimos periódicamente desde hace más de cien años; momentáneamente yace derrumbada; algunos dicen que para siempre. Con ironía, Inciarte anota que sus adversarios más agudos y lúcidos opinan por el contrario que a ella, por desgracia, nunca se la puede matar del todo. Y concluye que, si ha muerto, ha sido sobre todo de muerte conceptual, de muerte del concepto como abstracción.


Mientras los críticos reprochan a la metafísica haberse ocupado de oposiciones «indecidibles», por ser aparentes oposiciones, Inciarte hace de ellas el nervio de su argumentación metafísica tras el final de la metafísica. Considera ésta una de sus tesis centrales: que, para permanecer siendo lo mismo (la misma sustancia, se entiende), es preciso modificarse de continuo. Todo lo que es, existe en sus modificaciones y estados: la realidad históricocultural más que ninguna otra parece estar hecha de tiempo. Si no se advierte esto, se buscará neutralizar las oposiciones diciendo que son aparentes y, por tanto, que es mejor abstenerse de todo juicio pues —lo defendía ya el escepticismo antiguo— no hay nada que decidir.


Algunos problemas que ocupan a los filósofos responden a preguntas mal planteadas; ya Aristóteles advertía que antes de refutar un argumento conviene fijarse bien en sus enunciados. La tradición filosófica arrastra tanto cuestiones vivas como pseudoproblemas. Acertar con las primeras depende muchas veces de la escuela en la que se adquiere el oficio de filósofo. En estos dos libros el lector tiene a su alcance conocer un maestro con el que aprender a filosofar: algo que, como decía Kant, es todo a lo que cabe aspirar.


En el prólogo a su libro Breve teoría de la España moderna, Inciarte menciona estas palabras de Nietzsche: lo mejor para escribir un libro bueno es no proponerse escribir ninguno. Desde luego, Inciarte nunca se propuso escribir estos dos libros; y, pese a que la sentencia de Nietzsche despierta sospechas por su misma sencillez, se trata de dos libros excelentes. A lo largo de sus páginas se hace cada vez más viva «la carga interesada, subjetiva o, peor aún, existencial» que impregnó su trabajo filosófico hasta su última hora. Como confesaba al referirse a los artículos que elaboró en «a pesar de mis desvelos por alcanzar en él las alturas de una desapasionada objetividad científica», el denominador común es «la tensión, manifiesta o subterránea, entre subjetividad y objetividad, particularidad y universalidad, sustancialismo e historicismo o —dicho aun de otra manera— entre premodernidad y modernidad».