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El mito, como la utopía, no tiene necesariamente que adoptar la forma positiva, sino que puede adquirir la forma de mal, siniestro o desgracia de la que hay que tomar ejemplo para no incurrir en los mismos errores. El 98, el Desastre (con mayúsculas), se convirtió en un mito.

En una conocida obra sobre la mitología de fines del pasado siglo, Hans Hinterhäuser se preguntaba, citando a Beda Allemann, si aún era posible, en la época moderna, «hacer renacer la Mitología con la fuerza de lo auténtico»1. El planteamiento, en esta etapa «postmoderna» de las postrimerías del siglo XX, tiene para nosotros – y no es precisamente como para estar orgullosos de ello- todo el aire dulce e ingenuo de las mujeres prerrafaelitas o simbolistas que estaban entonces en boga. Nuestro fin de siglo nos ha enseñado brutalmente que, en el mejor de los casos, hay que dar siempre por provisionales los triunfos de la racionalidad, del mismo modo que efímeros han sido los entierros de los viejos demonios familiares del siglo XX, siempre prestos a renacer bajo la forma de fantasmas de exterminio masivo. ¿En nombre de qué? ¡De mitos siempre redivivos, de pureza étnica, nacional o religiosa!

Bien es verdad que hay que empezar por el principio, rechazando de plano esa dicotomía ingenua entre mito y realidad (o racionalidad). Dice Carlos García Gual que el mito está más allá de lo real, pero su función última es siempre dar una explicación de las cosas que nos rodean. Más aún, el mito es un símbolo o conjunto de símbolos que, con su capacidad de síntesis, pretende dotar de significado a una realidad que es siempre más difícilmente interpretable. Pero incluso eso que alegremente llamamos «la realidad» (como algo objetivo, exterior), es a su vez, sobre todo en su vertiente humana o social, «una interpretación de lo que hallamos ante nosotros»2. Nada de esto constituye una novedad, por supuesto. En un terreno más concreto, ya Max Horkheimer y Theodor Adorno, en una obra clásica, señalaban cómo la racionalidad de la Ilustración, huyendo del mito, intentando superarlo, cayó plenamente en él. Y añadían unas palabras que, aunque referidas a un contexto muy diferente del que nos interesa, pueden servirnos perfectamente de prólogo para nuestra caracterización del 98 como mito: «El acontecimiento quedó fijado como único en el pasado, y se trató de mitigar ritualmente»3.

Todo ello no puede significar desde luego que se confundan sin más mitología y racionalidad. La actitud mítica, ha escrito Manuel García- Pelayo, «imagina y vive las cosas dramáticamente», allá donde el pensamiento racional «ve el resultado de un sistema de causas y efectos»4. Pero precisamente por ello el mito -adentrándonos ya en el ámbito político- se ha mostrado mucho más eficaz como arma de movilización moderna que la actitud racional. Aquél, en incomparable mayor medida que ésta, puede desempeñar a la perfección esa triple función que constituye la razón de su ser (y de su éxito): su capacidad de integración de muy diversos grupos y estratos sociales, ser palanca para la acción y la pasión, y desempeñar una misión simplificadora y esclarecedora.

En un libro reciente, Manuel Pérez Ledesma ha invertido el análisis clásico sobre la formación de una conciencia obrera: «no es en el nivel económico donde se pueden encontrar los ingredientes que permitieron la aglutinación de los trabajadores y su actuación conjunta como miembros de una clase unida»5. ¿Entonces? Lo que en los análisis clásicos (teñidos de la impronta marxista) se condensaba con naturalidad como «clase obrera» no pasaba de ser, en su momento, un conjunto heterogéneo de artesanos, mineros, criadas, peones, tipógrafos o jornaleros que poco tenían en común: ni los sueldos, ni las condiciones de trabajo, ni las aspiraciones concretas. Que todos ellos llegaran a percibirse como una «identidad colectiva» con intereses comunes, pese a las diferencias «aparentes», fue obra de una cultura común en la que determinados mitos (los «mártires de Chicago», por ejemplo, que dieron pie a la celebración de los primeros de mayo y la reivindicación de las ocho horas), tuvieron un papel decisivo, en los dos sentidos que suele desempeñar el mito político: como hecho fundacional y como símbolo que se revive en prácticas rituales.

Hablando precisamente de la eficacia de los mitos políticos, no puede silenciarse su vertiente más grosera (intelectualmente hablando), la instrumentalización burda pero tremendamente efectiva que realizó Sabino Arana de unos discutibles rasgos diferenciadores para construir una identidad nacional vasca -en principio sólo «bizkaitarra»-. Así, manejando un puñado de disparates que no aguantaban el más pequeño examen crítico, desde la existencia de una especificidad étnica, cuya supuesta pureza había que preservar a toda costa, hasta una interpretación absolutamente distorsionada de la historia lejana y reciente del País Vasco -independencia natural y original de los vizcaínos, el asunto de los fueros, etc.-, el fundador de la ideología nacionalista vasca –aún venerado hoy en día por sus discípulos «modernos»- creó un corpus doctrinal absolutamente ajeno a la realidad histórica y social, pero por ello mismo con la cohesión interna del mito y la agresividad del arma política6.

MITO E IDENTIDAD COLECTIVA EN EL NACIONALISMO ESPAÑOL

Desde el punto de vista ya del moderno nacionalismo español, es evidente que aquella significación de mito fundacional debía haber sido desempeñada por la resistencia ante la invasión napoleónica, ese complejo proceso (guerra europea contra el francés, guerra civil en el propio suelo hispano), que algunos lustros más adelante, con un evidente propósito nacionalista, fue bautizado como «guerra de la Independencia»7. De hecho, fue el acontecimiento que más trataron las autoridades, a lo largo de todo el siglo XIX, de que perviviera en la memoria colectiva mediante desfiles, homenajes a los héroes del Dos de Mayo, monumentos y conmemoraciones diversas. No sería correcto decir que ese mito -pues caracteres de tal tenía ya el «heroísmo» y el «sacrificio» del «pueblo» contra «el extranjero»- fracasara completamente, pero lo cierto es que a fines de siglo había perdido su atractivo o, por lo menos, su carácter movilizador.

¿Por qué? La respuesta puede encontrarse en el examen pormenorizado de nuestro convulso siglo XIX. El país se había desgarrado en demasiados enfrentamientos civiles -las tres guerras carlistas, fundamentalmente; pero la gran insurrección cubana de los Diez Años se había visto como otra modalidad de guerra fraticida-; el país, decíamos, se había polarizado en bandos políticos (liberales y conservadores, por simplificar) que dirimían sus diferencias a sablazo limpio; la facción que accedía al poder llevaba el sectarismo a sus últimas consecuencias y tenía a gala la eliminación (con frecuencia física) del contrario. Pronunciamientos, sublevaciones y fusilamientos masivos habían contribuido a una radicalización casi insalvable de las actitudes políticas, que luego la agitación social del Sexenio, y sobre todo el cantonalismo, no hizo más que profundizar hasta extremos abismales. Mientras esto ocurría, no había un proyecto exterior que renovara la ilusión patriótica: el intento más destacado en este sentido, la «guerra romántica de O’Donnell» (1859-60) en el norte africano, no tuvo continuidad y sus frutos se agostaron muy pronto.

No había tampoco amenaza alguna de invasión territorial que forzara una tensión nacionalista, ni el menor litigio fronterizo que incentivara un estado de alerta o un rearme ideológico-nacional, como sucedía en la mayor parte de la Europa que estaba tras los Pirineos, empezando por Francia y Alemania, naturalmente, pero siguiendo con italianos, austríacos, húngaros o griegos. Seriamente hablando, ¿contra quién iba a estar en guardia el pueblo español? De ahí que la política exterior, entendida como relación con otras potencias europeas, se convirtiese en asunto técnico, de especialistas, ajeno (y hasta de espaldas) al conjunto de la población.

Podría decirse, sin embargo, que esa población estaba ansiando el más pequeño pretexto para dar rienda suelta a unos impulsos patrióticos semejantes a los que estallaban en otros países europeos de la época. En 1885, las pretensiones alemanas de anexionarse a todos los efectos las islas Carolinas (nominalmente españolas) dan lugar a un conflicto diplomático-militar de índole menor, pero sobre todo desatan unas manifestaciones patrióticas, de orgullo nacional ofendido, que desbordan al propio gobierno y que sorprenden tanto más cuanto que nadie había reparado hasta entonces -mucho menos la gente de la calle- en la existencia de aquellas islas. La gente no entendía de trascendencia estratégica en la carrera imperialista, sino de desafío a la soberanía nacional. Aunque casi nadie fuera capaz de señalar el punto aproximado del Pacífico donde se ubicaba esa «soberanía española» ahora mancillada.

Algo parecido ocurre con el conflicto de Melilla de 1893. Una agresión de las cabilas rifeñas a un destacamento español, que produce algunos muertos y varios heridos, cobra unas proporciones épicas en la prensa de la época: se presenta como una afrenta al honor de España, una provocación que debe ser respondida de forma contundente, pues la sangre derramada de los españoles pide venganza, sangre de los que se han atrevido a «mancillar nuestra bandera». El «viejo león español» debe rugir de nuevo. Se producen manifestaciones espontáneas, con vivas, guitarras y castañuelas, para acompañar a los soldados que embarcan, en una especie de ensayo general de lo que luego va a suceder en la guerra de Cuba.

Todo ello pone de relieve una cuestión muy importante: a pesar de todos los pesares, el nacionalismo en sentido moderno ha prendido en amplias capas del pueblo español. Será un nacionalismo débil, inconsistente, sin símbolos bien definidos, sin himno -al son de la Marcha de Cádiz-, más festivo que intenso, mucho más folclórico que reflexivo, pero al fin y al cabo un sentimiento colectivo que pretende convertirse en orgullo nacional equiparable al de otros grandes Estados europeos. Desgraciadamente, pronto hay nuevas ocasiones para pulsar esa sensibilidad social: no tanto con la insurrección cubana en sí, que se percibe como asunto interno -los cubanos, hijos ingratos de España-, cuanto con la presencia amenazadora del gigante americano. Al asomar la silueta de los Estados Unidos en el conflicto antillano es cuando verdaderamente se despierta el sentimiento patriótico. Ya no se trata de un levantamiento contra la madre patria, sino del desafío de una potencia extranjera. Dicho en términos simbólicos, retóricos y patrioteros: el león ibérico contra el cerdo yanqui.

Como bien saben los sociólogos, los éxitos en un contexto internacional -en una competición deportiva, por ejemplo- despiertan masivas adhesiones al equipo nacional y al deporte en cuestión. Obviando el aspecto frivolo, podríamos decir que lo mismo sucede con el éxito militar o, si se prefiere, para ser más precisos en este caso, exactamente lo contrario ocurre con el fracaso. El pueblo español tenía ya, a finales de la década de los noventa del pasado siglo, una larga experiencia en decepciones de esa índole8. Dicho en términos clínicos y exagerando algo (pero no mucho), que casi estaba predispuesto al fracaso. Por lo menos en determinadas minorías directoras, en lo político y en lo intelectual. La literatura sobre la decadencia tenía una larga tradición entre nosotros, producto sin duda de la comparación con aquellos lejanos tiempos imperiales del dominio universal. Si éste era el nivel de referencia, resultaba obvio que el presente siempre aparecería cargado de sombras y el futuro, aún peor, de negros presagios.

¿Creyó realmente el pueblo español que se podría vencer al gigante americano en una guerra tan desigual, no sólo por la dispar potencia militar, naval, demográfica o económica de los contendientes, sino por el simple hecho de que el enfrentamiento se desarrollaba a miles de kilómetros de España y frente a las costas de Estados Unidos? La cuestión, que obviamente no puede tener ya una respuesta precisa, puede relativizarse en su trascendencia y en sus implicaciones si se sitúa en un contexto ligeramente distinto, con el que difícilmente se puede discrepar: la opinión pública -tómese esta expresión con todas las reservas y en su contexto adecuado, muy distinto del actual- estaba preparada en todo caso para una derrota, pero no para una hecatombe tan apabullante.

Por esa vía podemos llegar a una primera apreciación interesante: lo decisivo del 98 no es la pérdida colonial, ni siquiera la derrota militar. Si aquélla y ésta se hubieran producido tras varios meses de batallas, el 98 no tendría la aureola de fracaso sin paliativos. El 98 pasa a la historia como desastre. Se va a utilizar reiteradamente así, como debacle, ruina o calamidad, con todas sus implicaciones negativas: vergüenza, ridículo, decadencia, postración, enfermedad, agotamiento, degeneración, muerte… En estas coordenadas, debe resultar claro que lo que interesa es hipertrofiar el fracaso, convertirlo en una inmensa frustración colectiva. Ya que en España, parece decirse, no hay desde siglos una tradición de éxitos en la esfera internacional, magnifiquemos las derrotas. Pero, en singular, derrota, simplemente, es demasiado poco… ¡No! Más bien, catástrofe, cataclismo, caos… ¡Desastre!

El mito, como la utopía, no tiene necesariamente que adoptar la forma positiva, sino que puede adquirir la forma de mal, siniestro o desgracia de la que hay que tomar ejemplo para no incurrir en los mismos errores. El 98, el Desastre (con mayúsculas), se va a convertir en mito, como queremos mostrar a continuación. ¿Con qué fin? Con el fin consciente y explícito de hacer de él una palanca para levantar a la nación, para construir sobre las ruinas del pasado un nacionalismo de nuevo cuño.

LOS MITOS DEL 98

1. El desastre como caso único

Todo el que hojea la literatura de la época, en cualquiera de sus vertientes, desde la periodística a la ensayística, pasando por las narraciones o los diagnósticos propiamente regeneracionistas, queda en principio sorprendido al hallar una insistencia, casi una delectación morbosa, en la especificidad del desastre español. La historiografía posterior, aprovechando la perspectiva que siempre prestan el tiempo y la distancia, ha puesto las cosas en su sitio. Nada más lejos de la realidad, podemos decir hoy, que ese regodeo en la particularidad hispana. El mismo término francés débâcle, que se aplica con frecuencia al 98 español, y que termina castellanizándose, se difunde precisamente tras la guerra franco-prusiana (1870), para caracterizar la claudicación gala frente a las tropas de Bismarck. Recuérdese en especial toda la retórica de nacionalismo herido que se desarrolla «después de Sedán» y que tiene aquí amplio eco. En 1892, un escritor bien conocido dentro de nuestras fronteras, Émile Zola, publica La débâcle. Un poco antes, en enero de 1890, ha tenido lugar el 98 portugués, la llamada «crisis del Ultimátum», que se vive como una humillación nacional, una bofetada a las aspiraciones lusas en África por parte de una intratable Gran Bretaña. También tuvo una cierta repercusión en nuestro país, y hasta se despertó una tibia solidaridad con la «nación hermana». Algo después (1895-96), es el colonialismo italiano el que se encuentra en apuros en la zona de Abisinia, hasta el punto que la aventura africana se salda provisionalmente con un gran fracaso, el «desastre» de Adua. En el otro extremo del globo, China es arrollada por un Japón emergente y cada vez más amenazador, pero por eso mismo, el gobierno nipón es a su vez frenado, casi doblegado, por las potencias occidentales (tratado de Shimonoseki, 1895). En el mismo 98 el orgullo francés sufre un nuevo golpe, esta vez ante los ingleses, en la llamada crisis de Fachoda. Unos años más adelante, ya comenzado el nuevo siglo, el «gigante ruso» se sentirá herido en lo más profundo de su dignidad nacional con la aplastante derrota ante su despreciado vecino japonés (1905)9.

Tomando como referencia la famosa declaración de lord Salisbury, se ha generalizado o, mejor dicho, se ha esquematizado todo ese proceso, aludiendo a la «decadencia de los pueblos latinos». Si se eligen términos nacionalistas, más exacto sería hablar de la pujanza avasalladora de las «nuevas nacionalidades» y de aquellas otras que, siendo «antiguas», saben adaptarse a los tiempos modernos. Aun así, no dejaría de ser también una simplificación elemental. Lo que sucede es más bien un reajuste del tablero geopolítico mundial, en unos momentos muy delicados de exacerbación de las tensiones y rivalidades nacionalistas, debido a la carrera colonialista e imperialista que han emprendido las grandes potencias. Surgen así, de pronto, de la noche a la mañana –para el ritmo histórico del momento- un puñado de nuevas potencias regionales: Japón en el Extremo Oriente, la nueva Alemania unificada en la Europa continental, Estados Unidos en América. Con respecto a la irrupción de esta última en el escenario internacional, que tanto nos va a afectar, baste decir que hasta la mismísima Gran Bretaña tiene que echar marcha atrás cuando juega en campo americano (doctrina Monroe: el incidente de Guayana). Se trata, pues, de un equilibrio internacional muy inestable: Francia se mantiene, aunque pierde terreno en su tradicional rivalidad con el imperialismo británico, mientras que a éste le sale otro competidor -el colonialismo teutón- en su carrera por África y el Pacífico. No queremos decir que todo el globo se llene de noventayochos semejantes al español, pero sí que, como debe resultar obvio, el liderazgo de las grandes potencias, antiguas o modernas, se ejerce a costa de otros países, que sufren un retroceso relativo o que ven mermadas sus aspiraciones en el reparto colonialista del globo. Ni más ni menos.

2. El mito delfín del Imperio

Como ya se dijo, la comparación habitual en nuestros lares ha sido siempre con aquellos dorados años en que no se ponía el sol en los dominios de la Corona hispana. Por ello, el contraste entre las ínfimas posesiones del primer tercio del siglo XX y las del Siglo de Oro tenía que resultar sencillamente brutal. Cierto sector de la historiografía ha aceptado este marco ideológico, y hasta lo ha reforzado como criterio de análisis. No hace mucho, un hispanista inglés, Sebastian Balfour, ha publicado un notable ensayo histórico con el nombre de El fin del Imperio español. El libro no aborda el largo período de la tradicional «decadencia española» a partir del siglo xvn, sino que lleva junto a su título la especificación cronológica de 1898-1923. ¿Responde a la realidad hablar de imperio aún en esas fechas? ¿Qué imperio le quedaba a España en esa etapa?

 Tras el 98, se usa y abusa de la imagen del fin de una etapa imperial. Pero, se mire por donde se mire, el imperio se ha perdido mucho antes. Hace siglos que decayó el predominio español en Europa, desde Portugal a los Países Bajos, pasando por Italia o el Mediterráneo. Más recientemente, pero en cualquier caso hace más de medio siglo –mirado desde el 98- se perdieron las inmensas posesiones americanas (por cierto, sin que el país se sumiera en la postración y el abatimiento). Ahora, en cambio, todos se acuerdan de Colón, cuyos supuestos restos se repatrían en el año aciago precisamente. Colón, las tres carabelas, la juventud de un pueblo que se asoma a la vida… La contraposición entre la aventura que comenzó en 1492 y el regreso de 1898 resulta irresistible. Alba y ocaso, sed de glorias y borrachera de amargura, vitalismo y decadencia, epopeya y deshonor. A nivel bélico, el contraste entre hazañas y el ridículo. En 1492, un puñado de marinos intrépidos surca el Atlántico; en 1898 miles de soldados son repatriados muriendo a decenas en la travesía: carne para tiburones, como diría Blasco Ibáñez. Hasta un testigo desapasionado como Santiago Ramón y Cajal, muchos años después además, no puede evitar la retórica al uso: «Y fuimos expulsados de un mundo cuya conquista nos costó ríos de sangre generosa»10. Incluso desde una óptica opuesta, algunos españoles que dicen que ya no quieren serlo -la imagen del barco que se va a pique es inevitable- hurgan en la herida: un sangrante chiste del órgano catalanista ¡Cu-Cut!, hacía un paralelismo por estas fechas entre los colores que se desteñían y los de la bandera española, a la que ya no le quedaba «nada por perder».

¿Por qué esta insistencia, sea cual sea la perspectiva? Porque a las alturas del 98 pasa por verdad incuestionable que una nación sin colonias, mejor dicho, sin imperio colonial, no es nada, simplemente un país de tercera o cuarta fila, sin voz ni relevancia en el mundo moderno. Entonces, la cuestión es forzar la historia y hacer del 98 un hito en este aspecto. Negativo, evidentemente. Otra catástrofe. Otro desastre que lamentar.

 Nada más falso, tendríamos que repetir. Antes del 98, mucho antes, España no tenía imperio y no contaba casi nada en el reparto colonial del mundo. España se incorporó a la carrera colonialista tarde y mal, siempre a remolque, sin auténticas ambiciones y sobre todo sin la fuerza y la determinación suficientes para llevar a buen puerto una empresa de esas características. Por eso, desde ninguno de los puntos de vista que se mire, el 98 destruyó nada. No había nada que destruir. Porque tampoco es cierto que el 98 truncara la alicorta carrera colonial hispana. España siguió participando a medio gas, a remolque, como lo había ido haciendo durante la mayor parte del siglo XIX. Ahora, en el nuevo siglo, las potencias diseñarían para ella un nuevo campo de actuación, el norte africano, no en función del poderío hispano, sino como resultado de la rivalidad y el equilibrio de fuerzas de las tres grandes potencias europeas, Francia, Gran Bretaña y Alemania. Tampoco en este aspecto el 98 fue fin ni principio de nada.

3. El mito de la hecatombe militar

Digámoslo con brevedad y contundencia: las fuerzas armadas españolas -ejército de tierra y marina- no tenían el menor interés en Cuba, ni en las Antillas en general, ni en las Filipinas, ni en la expansión militarista allende el océano. El grueso del ejército español de la época tenía una mentalidad mucho más chata o miope, en parte por su preocupación por intereses inmediatos (pagas, ascensos, el «tapón» en la carrera militar), en parte por desconfianza en sus propias fuerzas. La elite más soñadora o visionaria no iba más allá del esquema eurocéntrico de grandes batallas clásicas en el Viejo Continente, en las que con un poco de suerte pudiera participar España. Por ello y para ello, nuestro ejército debía seguir los criterios organizativos y estratégicos de los modelos entonces en boga, en especial el patrón prusiano, que había desplazado en la teoría y en la práctica al hasta entonces venerado sistema francés.

¿Cuba? ¿Quién se acordaba de Cuba? Cuando estalla la guerra en el 95, se percibe un ambiente de fastidio en la oficialidad. A casi nadie le apetece ir a las Antillas, a una sucia guerra de guerrillas -lo contrario de la gloriosa guerra abierta-, con un clima mortífero y un terreno hostil en todos los sentidos. El ejército español no está preparado, ni material ni psicológicamente, para combatir en aquellas condiciones. Esta guerra -que, insistimos, no despierta entusiasmo alguno en las filas militares y se cumple, todo lo más, como un penoso deber- se transforma en conflicto patriótico cuando una nación enemiga, los Estados Unidos, amenazan la soberanía española. Sólo entonces el ejército se reconcilia con su destino: es el momento del «soldado español, sufrido, heroico, invencible». Pero la derrota es tan rápida que ni tiempo da a que fructifique ese impulso patriótico.

Debido a todos esos factores, al ejército no le abrumó verdaderamente perder Cuba, ni el resto de las posesiones españolas. No fue tampoco la pérdida de vidas humanas, ni el dinero derrochado lo que más le afectó. No le hubiera importado ni siquiera la derrota, con tal de que fuera digna11. Lo que al ejército español le incomodó, y mucho, fue hacer el ridículo, y encima no por culpa suya. Es cierto, como luego señalaron hasta la saciedad los elementos militares, que las fuerzas armadas españolas fueron a la batalla atadas de pies y manos por un gobierno que había hecho antes sus cálculos y había planificado una derrota aplastante como la solución menos mala para salir del atolladero y, sobre todo, salvar al Régimen. Los militares se vieron, pues, de actores en un drama que ellos no habían escrito, con el inconveniente además de que les tocaba el papel más sacrificado. Reconocer esta realidad es algo muy distinto a instrumentalizar el victimismo en función de los propios intereses, y sobre todo como arma política en favor de la dictadura militar.

Fue esto último sin embargo lo que hicieron los sectores militares a lo largo del medio siglo restante. A ellos también les convenía magnificar el 98. Era su coartada. El 98, la gran derrota militar, la gran hecatombe bélica, el ridículo de España, por culpa de unos políticos ineptos y de un sistema (parlamentario, liberal) inútil y viciado. Los militares, los grandes sacrificados. El ejército, la única esperanza. Tanto la dictadura de Primo de Rivera como la posterior de Franco se justificarían con abundantes alusiones al 98. Pura retórica para justificar la tentación militarista, la impotencia cara al exterior y el intervencionismo interior. Porque lo cierto es que nadie, empezando por los propios militares, intentó nada serio para mejorar al ejército en los albores del siglo XX, que seguiría repitiendo, ahora en Marruecos, la larga serie de desastres que habían pespunteado su trayectoria en el siglo anterior. El 98, una vez más, no era tanto un suceso histórico como un mito; pesaba más como símbolo que como realidad; no era verdaderamente una lección a aprender, sino un arma a blandir a la primera ocasión.

4. El mito de la postración

Partamos de una aparente obviedad, que luego resulta otra cosa: la guerra sólo la sufrieron de verdad los pobres soldados -los doscientos mil jóvenes españoles en números redondos- o soldados pobres, que no pudieron «redimirse» (con sus 1.500 ó 2.000 pesetas) de la prestación del servicio militar. Los demás, todos los demás, se preocuparon por la guerra… cuando ya pasó. Empezando por los que más iban a lamentarse luego, los intelectuales. No puede ser más sintomático a este respecto el espeso silencio de la mayoría de éstos durante el período de hostilidades12. El pueblo español, ese pueblo tantas veces invocado en vano, se desentendió de la guerra mientras pudo. ¿Por qué iba a ser de otro modo? ¿Qué significaba Cuba para todo aquél que no tenía intereses comerciales en el Caribe? Algunos testimonios de la época, ésos que pretenden captar lo que Unamuno definiría poco después como «intrahistoria», nos refieren la indiferencia del español de a pie, sólo rota cuando se llevan a un hijo, al marido, a un familiar cualquiera, a luchar (es decir, a morir) en nombre de la patria.

Los que hablaron después de la postración nacional, de país sin pulso, de enfermedad y desánimo, ¿qué pretendían? ¿Que el pueblo español llorase y se rasgase las vestiduras por la pérdida? ¿Pérdida… de qué? Las grandes muestras de entusiasmo cuando se embarcaban las tropas, el ardor bélico y la vehemencia patriótica eran, sobre todo, actitudes… de los que se quedaban. Los que se marchaban (por obligación), y sus familiares no hacían tantos aspavientos. Resignación y fatalismo eran en ellos las emociones dominantes. Eso, y la esperanza de que la guerra terminara pronto: las manifestaciones espontáneas de alegría con ocasión de la muerte de Maceo en diciembre de 1896 así lo indican. Después, es cierto, la amenaza yanqui aviva el sentimiento patriótico. Pero… ¡se encuentra todo tan lejos! No está en cuestión una integridad territorial que pueda sentirse, palparse, olerse. No es la tierra de los antepasados en sentido profundo, sino una territorio remoto, a miles de kilómetros de distancia, al otro lado de un océano desconocido.

No tiene, pues, sentido hablar de postración nacional tras el desastre, porque alivio y no amargura debió sentir gran parte de la población, sobre todo los que tenían algún pariente en el Caribe o Filipinas. Pero es que, además, antes y después del desastre, el pueblo español rezuma vitalidad. Lo ponen de relieve las múltiples manifestaciones y motines del mismo 98: son levantamientos, no por esa guerra que interesa a la España oficial, sino por el hambre, el paro y la miseria que atenazan a la España real. Después del 98, los políticos e intelectuales seguirán encontrando atonía, pero las multitudes continúan manifestándose contra la crisis económica, la carestía o los cierres de fábricas: la lucha por la vida, que diría don Pío. A otro nivel, el vigor de la sociedad española se plasmaría en la expansión urbana, el desarrollo industrial o el dinamismo social de los primeros años del siglo XX. Sólo que lo que movía al pueblo español no tenía nada que ver con las entelequias que manejaban las clases dirigentes. Entre ellas, la del 98.

5. El mito del regeneracionismo

En esa España «despoblada, atrasada e ignorante», en esta nación «envilecida por la recomendación y el compadrazgo», hay que emprender urgentemente la «obra magna de nuestra regeneración». Lo dice Maeztu, en una de las obras claves del momento, Hacia otra España. «Otra», porque «la que tenemos» no nos sirve ni para edificar sobre sus ruinas. Lo proclama Costa, lo repite Unamuno, lo poetiza Machado: hay una España que muere, un país «hueco, carcomido, caduco» (diría después Ortega). Pero ello implica también que aún se puede «salvar a España» – o lo que queda de ella-, tarea inmensa, de auténticos gigantes, que ha de acometerse con toda la presteza y el dramatismo que la situación requiere. Escribe Ganivet en el Ideárium: «El problema político que España ha de resolver no tiene precedentes claros y precisos en la Historia». Nótese que para anunciar tan inmenso propósito no hacía falta el desastre, porque la obra más famosa del autor granadino aparece en 1897.

Lo primero que sorprende a cualquier observador mínimamente lúcido es precisamente el contraste entre la grandiosidad del propósito y los escasos medios puestos para llevarlo a buen término. Nada menos que regenerar, volver a nacer, sanar, construir de nuevo (tómese el símbolo que se prefiera), pero… ¿con qué medidas, con qué instrumentos, con qué agrupaciones sociales y políticas, con qué hombres? Fijándonos por ejemplo en este último apartado, basta simplemente detenerse en la nómina de «regeneradores» efectivos – no en los de salón, que era incontables- para caer en la cuenta de que los hechos no podían estar a la altura de las intenciones. Situemos la cuestión en unos términos todavía más exactos: una cosa era la retórica regeneradora y otra muy distinta la realidad. El regeneracionismo apenas existió como política concreta aplicada a esa realidad.

Esa desproporción entre objetivos y resultados es lo más sospechoso del regeneracionismo, lo que nos lleva a plantearnos con cierta suspicacia: ¿hacía falta de verdad una regeneración, en los términos en que la planteaban ciertas elites, o bastaba con una modesta reforma del sistema político? O, dicho de manera más precisa, y en el terreno que nos interesa, ¿no encubría el planteamiento regenerador una artificial exacerbación de la crisis española con unos intereses distintos a los formalmente enunciados?

Los intelectuales de fin de siglo, jóvenes y no tan jóvenes, ensayistas y narradores, pero también catedráticos, periodistas o notarios –es decir, mucho más que la supuesta generación del 98- encuentran en la magnificación del desastre, en la exageración del diagnóstico de un país exangüe y en la grandeza de la tarea regeneradora, una excelente plataforma para auparse como grupo de presión, minoría influyente y vanguardia directora en el terreno de las ideas. Probablemente con la mejor de las intenciones, no hay por qué ponerlo en duda. Pero al mismo tiempo, inevitablemente, desvirtuando la realidad, haciendo del 98 un mito que convulsionará al país. Bastantes años después, un joven Ortega, oficialmente ajeno a la nómina noventayochista, presentaba este balance de la situación española: «¿Qué era entonces España [en 1890]? Un cauce de miserias donde rodaba altisonante un torrente de falsas palabras. ¿Creéis que esto que yo digo es, a su vez, no más que un puñado de palabras? Yo os respondo con un número: 1898. Basta. ¿Qué era el Ejército nacional? Una palabra: Cuba. ¿Qué era la Marina? Dos palabras: Cavite, Santiago»13.

El objetivo era dramatizar, como si de una tragedia clásica se tratara. La meta -levantar otra España-justificaba tanta distorsión consciente. Significativamente, Ortega no mencionaba que, un año después del citado -1899-, el gobierno español vendía al imperio alemán los restos de sus posesiones en el Pacífico. No protestaron el honor nacional ni el orgullo patrio. Por uno de esos archipiélagos -las Carolinas- España estuvo a punto de entrar en guerra con Bismarck apenas catorce años antes.

¿POR QUÉ FRACASÓ EL NUEVO IMPULSO NACIONALISTA?

Evidentemente, la mitología del 98 no se acaba en el conjunto de planteamientos enunciados. Son éstos tan sólo una muestra, que consideramos representativa y suficiente para nuestro objetivo. Podríamos seguir hablando, desde luego, del mito de los intelectuales, y en particular de esa generación del 98 que nunca existió como tal; del mito historiográfico (un antes y un después del 98, respetado escrupulosamente por la mayor parte de los manuales de historia de España)14; o, en otro orden de cosas, del mito de Castilla, como soporte de un nuevo impulso del nacionalismo español15. Todos ellos no añadirían sino matices a nuestra tesis central sobre la magnificación del desastre para construir sobre las supuestas ruinas del país una nueva España. En definitiva, un intento de refundar sobre la catástrofe el siempre problemático nacionalismo español.

Precisamente por esto tal iniciativa, al pretender instalar en el inconsciente español una nueva mitología, establece una relación de ambivalencia con los viejos mitos, a los que se necesita -en el fondo-, en la misma medida y con idéntica fuerza en que formalmente se combate contra ellos. Aparentemente, ésta última actitud es la que se impone. La construcción de un mito complejo, un mito negativo moderno, es compatible y hasta complementaria con la destrucción/superación de los viejos mitos. Así, la mitologización del 98 tenía que suponer la crítica de los tradicionales mitos hispánicos: doble llave al sepulcro del Cid (Costa), distanciamiento del Siglo de Oro (Azorín), ¡muera don Quijote! (Unamuno), crítica del Imperio (Maeztu)…16.

¿Por qué fracasó ese nuevo intento de refundar el nacionalismo? Por varias razones. En primer lugar, porque era muy elitista, un discurso muy propio de intelectuales que tronaban desde la tribuna de un Ateneo o desde las páginas de un periódico o revista cultos, pero en cualquier caso un discurso que no llegaba, que no podía llegar a las masas, por ser excesivamente elaborado, demasiado sutil, hecho de símbolos cultos… No hace falta por ejemplo resaltar el individualismo colérico o, todo lo más, displicente, de uno de los principales profetas del nuevo credo, un Unamuno que se asfixiaba permanentemente en un país que no estaba a su altura17.

Tan importante como lo anterior fue el sentido casi exclusivamente victimista, agónico, torturado, del nuevo patriotismo, mucho más negativo (hasta doloroso; el célebre «dolor» de España) que optimista o ilusionador. Al menos, los nuevos profetas no fueron capaces de resaltar los aspectos positivos -que también los hubo- de esa España que tenía ante sí el reto de incorporarse al siglo XX con unos logros (estabilidad política, despegue industrial, etc.) nada despreciables. En cualquier caso, la gente no puede hundirse permanentemente en la miseria, necesita elementos esperanzadores, algún resquicio, un porvenir. ¿Qué podía esperarse de unos autores que, antes incluso del desastre, consideraban que el absurdo era el elemento más importante de la españolidad, y que España era sencillamente una nación «metafísicamente imposible»?18.

Pero todavía más importante es el tercer factor: se trata de un nacionalismo desorientado, que no sabe bien adonde mirar. Dicho de manera rotunda, el dilema entre casticismo y europeización, vivido de una manera trágica por el pensador por antonomasia del período, el rector de Salamanca. Al «hemos, pues, de españolizarnos aún más»19, o «españolizar Europa», que el propio Unamuno no siempre tiene claro, responderán la mayor parte de los regeneracionistas con algo parecido a la después célebre formulación orteguiana: «España es el problema; Europa, la solución». Pero nótese que se trata en la mayor parte de las ocasiones, sobre todo al principio, cuando más falta hacía definir una estrategia, de un europeísmo mimético, una mera y mala copia de la eficacia anglosajona y de la seriedad nórdica, como si estos rasgos, sin más, pudieran transplantarse a la península Ibérica y florecer de manera natural. Ese horizonte limitaba además, por razones obvias, el surgimiento del nacionalismo específico o patriotismo de raíces profundas, que propugnaban los noventayochistas.

Es cierto, como se ha recordado en diversas ocasiones, que los primeros años del siglo XX conocen un nuevo impulso de renacionalización del país, en un sentido que nada o poco tiene que ver con el elitismo antedicho: desde monumentos patrióticos rememorando diversas gestas o personajes históricos hasta la celebración del «día de la Raza», pasando por la potenciación de la historia patria en las escuelas o la conmemoración de hechos simbólicos (primer centenario de la guerra de la «Independencia», tercero del Quijote, etc.). Pero tales iniciativas, en nada relacionadas con el 98 -fecha maldita que se pretende superar o, al menos, orillar-, son paradójicamente superadas por la fuerza del mito que pretenden obviar. Paradójicamente, porque la mitologización del 98, que no había logrado dar a luz un patriotismo positivo, aglutinador de todos los españoles, tiene empero la fuerza suficiente como para dar alas a los nacionalismos periféricos emergentes -catalán y vasco-, que logran construir una identidad nacional y cultural, llena de vitalidad y proyectos movilizadores, frente -en sentido literal de oposición a- la «decadencia española», que se acepta como hecho consumado e irrebatible. No surgen dichos nacionalismos periféricos, como demagógicamente se dice a veces, como reacción al potente nacionalismo español; históricamente es al contrario: la debilidad de éste es lo que propicia el rearme político de aquéllos.

De este modo, el mito del 98 no sólo no dio los frutos apetecidos, sino que produjo efectos perversos (al menos, desde la perspectiva nacional). La realidad social y política del primer tercio del siglo XX español hizo el resto: crisis e incapacidad del Régimen para integrar a los sectores emergentes, intervenciones del ejército en Marruecos con la reproducción de los mismos errores que habían llevado al desastre del 98, militarismo en el interior, conflictividad laboral exacerbada, cuarteamiento social con sectores cada vez más radicalizados en su enfrentamiento… Así era imposible construir el consenso imprescindible para que fraguara un nuevo ideal nacionalista. El 98 ya sólo servía de arma arrojadiza, fuera en boca de unos o de otros. El ejército lo tenía como agravio pendiente, a cargar en la cuenta de toda la sociedad civil y, en primer lugar, del régimen. Los partidos obreros y republicanos, como símbolo de la sangre inútilmente derramada en beneficio exclusivo de los poderosos. (Dicho sea de paso, como puede apreciarse, a unos y a otros seguía interesándoles, por razones contrapuestas, la magnificación del desastre).

Puede argüirse que la mayor parte de los países europeos vivían en las mismas fechas una parecida, o incluso más intensa, conflictividad social y política. Dejando a un lado factores tan importantes como la capacidad de integración de aquéllos, que fue muy superior -baste pensar en los diputados socialistas de Alemania, Francia o incluso Italia, en comparación con España)20, el hecho decisivo es que, en 1914, hasta el proletariado de esos países es atraído masivamente por la causa nacional, mientras que España disfruta de una neutralidad que, a la larga, habrá de pagar muy cara. Cuando, además, tampoco disfruta de una paz auténtica, como simplificadamente se dice en ocasiones, porque las operaciones en Marruecos constituyen una constante sangría, jalonada de nuevos desastres. Y así, mientras que el ejército se convierte en monopolizador del patriotismo, el pueblo llano se hace cada vez más antimilitarista y también, ¿por qué no decirlo?, más antipatriota. El patriotismo resulta ser así cosa de oficiales y soldados -el planteamiento, exacerbado por el franquismo llega hasta hoy-, del mismo modo que la trayectoria de España como nación queda asociada a una ristra de desastres: el 98, Barranco del Lobo, Annual… El 98 como mito pudo dar magníficos réditos literarios; como símbolo político no logró ser el revulsivo que pretendía, y se quedó en una infravaloración de lo español (la «raza de eunucos», que decía Costa) hasta el insulto y el masoquismo.

No se piense que es una exageración fácil o tendenciosa, dictada desde la comodidad que presta la perspectiva histórica. El propio Azaña, tan agudo y penetrante para las contradicciones de los demás, lo resaltó en su momento, con su acidez habitual, a propósito precisamente del mencionado Costa: cuanto más fustigaba el carácter español, más ensordecedora era la ovación. A los españoles concienciados de la época les «gustaba -continúa don Manuel- recibir badilazos en los nudillos: Costa les llamaba brutos, puercos, eunucos y se hundía el firmamento de aplausos»21. José Mª Marco, que ha criticado recientemente con vehemencia el radicalismo de estos intelectuales, considera que está justificado el adjetivo de «antipatriótica» para caracterizar su labor22. Más bien creemos lo contrario: fueron radicales a fuer de patriotas. Sólo que el cálculo les salió mal. Pretendieron despertar a un pueblo «adormecido» casi a trallazos (cuando, además, esa somnoliencia era otro mito sin base real). Quisieron hacer del 98 una hecatombe, el abismo en el que se mirara el pueblo español para variar el rumbo. Y a la postre, éste cambió, sólo que en un sentido muy distinto al que la mayoría de ellos propugnaba. El 98 como mito no sirvió para refundar la nación, sino para despertar viejos fantasmas. Ése fue el drama de nuestro siglo XX.

NOTAS
1 · Hans Hinterhäuser, Fin de siglo. Figuras y mitos, Taurus, Madrid, 1980, pág. 12.
2 · Carlos García Gual, Diccionario de mitos, Planeta, Barcelona, 1997, págs. 9-11.
3 · Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos füosóficos, Trotta, Madrid, 1994, págs. 80-81.
4 · «El mito no trata de satisfacer una necesidad de conocimiento y de conducta racionales, sino una necesidad de instalación y de orientación ante las cosas, fundamentada en la emoción y en el sentimiento y, en algunos casos, en profundas intuiciones, todo lo cual no excluye que subsidiariamente el mitologema pueda incluir algunos componentes racionales o que, sin ponerlo en cuestión, puedan desarrollarse, partiendo de él, ciertos argumentos lógicos». Manuel García-Pelayo, Los mitos políticos, Alianza, Madrid, 1981, págs. 23-30.
5 · Manuel Pérez Ledesma, «La formación de la clase obrera. Una creación cultural», en R. Cruz y M. Pérez Ledesma (eds.), Cultura y movilización en la España contemporánea, Alianza, Madrid, 1997, págs. 201-233.
6 · Jon Juaristi, El linaje de Aitor. La invención de la tradición vasca, Taurus, Madrid, 1987. Más recientemente, y desde una perspectiva más personalizada, el autor vuelve sobre el tema en El bucle melancólico, Espasa, Madrid, 1997. Un resumen de la evolución y trayectoria de la mitología nacionalista vasca -y de otros nacionalismos peninsulares- hasta casi nuestros días, en Luis González Antón, España y las Españas, Alianza, Madrid, 1997.
7 · José Alvarez Junco, «La invención de la guerra de la Independencia», Claves de razón práctica, noviembre, 1996.
8 · Y la seguiría alimentando en las décadas posteriores. No puede ser más significativo al respecto, como configurador de una mentalidad colectiva en este ámbito, el planteamiento de un destacado militar español, el general Gutiérrez Mellado, ¡casi un siglo después!: «Estoy harto de perder guerras con honra». Cfr. Fernando Puell de la Villa, Gutiérrez Mellado, Biblioteca Nueva, Madrid, 1997, pág. 31.
9 · Cfr. «Los significados del 98 en el contexto internacional», en C. Naranjo, M. A. Puig-Samper y L. M. García Mora (eds.), La Nación soñada: Cuba, Puerto Rico y Filipinas ante el 98, Ed. Doce Calles, Aranjuez, 1996.
10 · Santiago Ramón y Cajal, El mundo visto a los 80 años, Espasa, Madrid, 1970, 8ª ed., pág. 113. La anterior alusión a Blasco Ibáñez pertenece al título de uno de sus artículos en «El Pueblo» (21-IX-1897). Puede verse en la recopilación que hizo de sus escritos periodísticos Paul Smith con el título de Contra la Restauración, Ed. Nuestra Cultura, Bilbao, 1978.
11 · Rafael Núñez Florencio, El ejército en el desastre de 1898, Arco-Libro, Madrid, 1997.
12 · «El Desastre en sí no ha sido más que un símbolo; esto se puede ver en la patente falta de interés en la guerra, que hasta sorprende, en los escritos tanto de Baroja como del futuro Azorín»; en E. Inman Fox, «Introducción» a J. Martínez Ruiz, La voluntad, Ed. Castalia, Valencia, 1973, pág. 22. Hubo excepciones, naturalmente, desde Blasco Ibáñez a Unamuno. Cfr. mi artículo «Los intelectuales españoles ante la guerra de la independencia cubana», en Cuba, la perla de las Antillas, Actas de las I Jornadas sobre «Cuba y su historia», Ed. Doce Calles, Madrid, 1994.
13 · José Ortega y Gasset, «En defensa de Unamuno» (11-X-1914), en Discursos políticos, Alianza, Madrid, 1974, pág. 109.
14 · Y por las obras de divulgación. Una muy reciente lleva el explícito subtítulo de «el fin de una Era». Cf. J. Eslava Galán y D. Rojano Ortega, La España del 98. El fin de una Era, Edaf, Madrid, 1997.
15 · Javier Varela, «El mito de Castilla en la generación del 98», Claves, n° 70, marzo 97.
16 · El 98 como «fustigador» de los (tradicionales) mitos nacionales, en José Varela Ortega, «De los orígenes de la democracia en España, 1845-1923», en Salvador Forner (coor.), Democracia, elecciones y modernización en Europa, Siglos XIX y XX, Cátedra, Madrid, 1997, pág. 172.
17 · «Y me ahogo, querido Ortega, me ahogo; me ahogo en este ambiente de ramplonería y mentira». Carta de Unamuno a Ortega, 5-XII-1906, en Epistolario completo Ortega-Unamuno, ed. por Laureano Robles, Ed. El Arquero, pág. 51.
18 · «España es una nación absurda y metafísicamente imposible, y el absurdo es su nervio y su principal sostén». Ganivet a Unamuno, años 90, en El porvenir de España, Renacimiento, Madrid, 1912, págs. 83-84.
19 · M. de Unamuno, El porvenir de España y los españoles, Espasa, Madrid, 1973, pág. 118.
20 · Cfr. J. P. Fusi, «El movimiento obrero en España, 1876-1914», Revista de Occidente, febrero 1974, pág. 204.
21 · Citado por S. Juliá, «Protesta, Liga y Partido: tres maneras de ser intelectual», Ayer, n° 28, 1997, pág. 187.
22 · J. M. Marco, La libertad traicionada, Planeta, Barcelona, 1997, pág. 274.

Profesor de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)