Tiempo de lectura: 9 min.

María González Romero. Abogada. Facilitadora, mediadora y coach ejecutivo.


«Pactos», monográfico de Nueva Revista

Avance

La autora parte de tres premisas para cultivar la cultura de pactos: cuidar de lo tuyo y de lo mío es posible; las personas funcionamos por reciprocidad; y «la última de las libertades del ser humano reside en elegir su actitud ante cualquier circunstancia», como afirmaba Viktor Frankl.

Respecto de lo primero, explica María González que hay que trascender la creencia de que para que uno gane el otro debe necesariamente perder. Señala que, como sociedad, tenemos pendiente acompañar a las personas a entrenarse en el arte de mirar en su interior para entenderse a sí mismos, aprender a escuchar y a negociar, sin necesidad de someter la posición del otro para tener la impresión de haber ganado. No hay más que fijarse en la familia o el trabajo: los porque yo lo digo, expresos o tácitos, marcan el tono de las relaciones de poder. Ese juego conduce a que la mayoría se sometan y a que unos cuantos se rebelen, y esas dinámicas debilitan nuestros vínculos. Y sin embargo, no es cierto que seamos un lobo para el hombre, ya que «nuestra naturaleza, por pura supervivencia, nos invita a colaborar». Y a «estimular proactivamente la colaboración y el cuidado mutuo: eso es educar para pactar».

«Las personas funcionamos por reciprocidad». Cuando uno se relaciona con alguien desde la desconfianza, lo natural es que el otro desconfíe ante la del primero. Pero para generar confianza hay que ser confiable. «Y solo te hace confiable una actitud consistente» apostilla la autora.

Por último, elegir la actitud con la que vives aquello que te toca vivir refuta los es que yo soy así de la historia de la humanidad, convirtiéndolos en excusa para justificar el conformismo. Si queremos nutrir la cultura del pacto a nivel social —indica la autora— es preciso empezar por cultivarla en la familia, comenzando por los padres. Son necesarias la autoridad y las reglas del juego, pero también el respeto, la consideración, la valoración, la escucha, la autonomía y todo lo que alimenta las relaciones basadas en la cooperación.


Artículo

S eguro que ya te has dado cuenta de que con los humanos de la generación Z, lo de porque lo digo yo, y punto parece no tener el efecto que siempre tuvo. Y si me apuras, con los millennials, tampoco. Déjame que analice algunas cosas que creo que aportan rumbo, para navegar esta realidad. Parto de tres premisas. Y asumo que quizá te parezcan inocentes al principio.

Primero, cuidar de lo tuyo y de lo mío es posible. Segundo, las personas funcionamos po r reciprocidad. Y, tercero, como concluyó el neúrologo y psiquiatra austríaco Viktor Frankl —por favor, si no conoces su historia deja de leer esto y googlea ahora mismo su nombre— «la última de las libertades del ser humano reside en elegir su actitud ante cualquier circunstancia».

Empecemos por la primera. Cuidar de lo tuyo y lo mío es posible. Siempre. Y no solo de una forma, sino de tantas como nuestra creatividad nos lleve a idear. Claro, a veces no es compatible lo tuyo y lo mío en el mismo momento temporal y toca decidir qué cuidamos primero y qué cuidamos después. Trascender la creencia, absolutamente limitante, de que para que uno gane el otro debe necesariamente perder, es una de las claves para cultivar una cultura de pactos.

Acompañar a las personas a entrenarse en el arte de mirar en su interior para entenderse a sí mismos, aprender a escuchar, a expresarse con claridad y a negociar, sin necesidad de someter la posición del otro para tener la impresión de haber ganado, es una labor que como sociedad tenemos pendiente.

Puedes comprobar este diagnóstico observando en tu día a día cosas tan cercanas como las relaciones en las familias, en las escuelas o en el trabajo. Hay multitud de ejemplos en los que quien está por encima ejerce su autoridad apoyándose en el poder que le confiere su posición. Los porque yo lo digo, sean expresos o tácitos, marcan el tono de muchas de las relaciones de poder que aún se suceden a diario en cada plano de nuestra realidad.

Quienes ya peinamos algunas canas asumimos y normalizamos estas dinámicas de poder, nos gusten más o menos, como parte del juego de relacionarse. Las normalizamos no porque nos agraden —levanta la mano si te gusta que te impongan cosas o que traten de someterte, aunque sea sutilmente— sino porque creímos que siempre fue así. Que era lo normal. Porque así nos educaron y eso es lo que vimos en familias, escuelas y entornos profesionales. El refranero está lleno de perlas que reflejan aquello de las lentejas, lo de «cuando seas padre comerás huevos»… Hablar de dominación y sumisión puede parecer extremo, pero es el juego al que casi todos hemos jugado durante mucho, mucho tiempo. Las relaciones de poder se han basado muy habitualmente en esa verticalidad que produce efectos tan rápidos. Porque dar miedo o tener el control sobre el premio o el castigo «da mucho poder» y te permite ver resultados casi instantáneamente.

Si no haces entonces te castigo sin jugar, sin la tablet, sin salir, sin el móvil, sin postre, o te ignoro, te comparo con tu hermano que lo hace sin protestar, te juzgo malo o desobediente, te digo que me pongo triste, o que ya no te quiero o que ya no me quieres… así y de multitud de formas en función de la situación o edad del interlocutor.

Auctoritas y potestas

Puedes observar tantas situaciones y ejemplos como quieras en tantas relaciones como te pares a analizar. Da igual dónde mires. Estamos muy acostumbrados a estas dinámicas. La cuestión es que cuando juegas a esto, en el fondo y aunque cueste admitirlo, juegas a tratar de someter al otro a tu voluntad, aunque sea porque crees que es lo mejor y tu intención es buena. Y en ese juego, al otro solo le dejas dos alternativas:

Someterse o rebelarse.
La mayoría se someten. Y unos cuantos se rebelan.

Y por más que parece que ha predominado la aproximación dominante en el ejercicio del poder, fíjate si hace años que reflexionamos sobre esto que, desde la antigua Roma y su distinción entre la auctoritas y la potestas, pasando por ejemplo por El discurso sobre la servidumbre voluntaria, escrito por el filósofo Ètienne de la Boétie hacia 1548, ya ves que muchas veces nos hemos cuestionado el paradigma y su efectividad a largo plazo. O más que su efectividad, la cuestión es si es sostenible en el mundo de hoy.

Y si nos paramos a pensar, someternos o rebelarnos ante la imposición de otro, además de consumir mucha energía, chamusca las relaciones en la medida en que de una u otra manera nos hace sentir obligados. Y aún no conozco a una sola persona a la que le guste percibir ese peso en su mochila.

Porque una cosa es que uno, libre y voluntariamente, y entendiendo el sentido final de una acción que realiza, asuma que paga algún precio, y vaya y lo haga. Y otra muy diferente que el único motor que hace que uno realice una acción sea evitar una consecuencia que considera dañina. Y sí, esto también funciona en un niño, mucho antes de lo que creemos. Quizá haya que explicarle las cosas de un modo diferente a un adulto. Pero indudablemente vas a observar un comportamiento distinto si pides algo, explicas en qué sentido es relevante, y además escuchas y tratas de atender de forma respetuosa las necesidades de ese niño. Si no es una exigencia sino una propuesta para colaborar, para contribuir el uno a la vida del otro o de la familia como conjunto, la reacción del niño suele ser la de cualquier ser humano. Porque a las personas nos gus- ta contribuir a la vida de los demás. Y si quieres bucear en este concepto, te invito a que disfrutes de la lectura del libro Dignos de ser humanos, del historiador y politólogo Rutger Bregman. Un texto plagado de historias, datos y estudios que apoyan esta idea. Y refutan eso de que el hombre es un lobo para el hombre. Nuestra naturaleza, por pura supervivencia, nos invita a colaborar. Estimular proactivamente la colaboración y el cuidado mutuo: eso es educar para pactar.

Sin embargo, cuando apoyamos nuestras relaciones en este tipo de dinámicas de dominación y sumisión, la calidad de nuestros vínculos es más frágil. Y a la primera de cambio nos damos cuenta de que pusimos en pie un edificio sobre unos cimientos poco sólidos, que ante el menor temblor tambalean la construcción.

Comprendo que es tentadora la inmediatez de la respuesta deseada, cuando uno impone su voluntad y funciona. Y comprendo que a veces queramos mirar para otro lado y no pensar en que lo que hacemos hoy educa para mañana. Porque, no nos engañemos, lleva más tiempo cooperar, convencer con argumentos y educar en esta línea de no imponer, que decir: Porque yo lo digo, y punto. Y si no obedeces, te castigo.

Cambiar consume más energía. Y de eso vamos todos bastante justitos cuando llegamos a nuestras casas después de un día de trabajo. O cuando las tareas que tenemos en mente o nuestras prioridades no nos ponen fácil ver la realidad y las necesidades del otro.

Sin embargo, también sabemos que lo que hacemos y no lo que decimos es lo que realmente educa a nuestros hijos y también sienta las dinámicas de nuestras relaciones. Lo que hacemos consistentemente. Lo que llaman la tendencia de nuestro comportamiento.

Ahora bien, es humano tener un mal día y que ocasionalmente haya un porque sí. Pero no vale con decir que queremos una sociedad que integre con naturalidad la cultura del pacto, y a la vez que eduquemos hijos sometiéndolos de uno u otro modo a nuestra voluntad. Porque programamos su sistema operativo desde que vienen a este mundo y es nuestra responsabilidad cultivar su autonomía, su confianza en sí mismos, su intuición, su capacidad de escucha, su flexibilidad y su consideración y conciencia hacia sus necesidades y las de los demás en el mismo plano de importancia. Urge que desmontemos la idea de que es egoísta querer cuidar de lo tuyo, del mismo modo que urge que desmontemos la idea de que contribuir a atender los intereses del otro necesariamente te lleva a desatender los tuyos.

Crear cultura de pacto

En los años ochenta del siglo pasado, el modelo Harvard de negociación y su planteamiento ganar-ganar (win-win) proponía esta aproximación. Lo tuyo y lo mío es posible. La negociación ganar-ganar y la cultura del pacto, equilibrando el cuidado de las necesidades de todos, promueven soluciones ecológicas con la naturaleza de los indivi- duos, porque las diseñan desde la conciencia de conocer y atender sus necesidades; y soluciones sostenibles porque cuando uno diseña una solución a su medida y se siente parte de esa alternativa, también está más comprometido con su cumplimiento.

Llevar este modelo a la relación con los hijos siembra y abona un futuro con más posibilidades de consolidar una cultura de pactos como parte de las relaciones del día a día, y no como algo extraordinario y exclusivo de grandes asuntos. Claro que es necesario llegar a pactos sobre la educación, la sanidad, las pensiones o la renovación del CGPJ. Y si normalizamos la cultura del pacto en lo pequeño, con mucha probabilidad nos sea útil para lo grande.

Reciprocidad

Vamos con la segunda premisa. Eso de que las personas funcionamos por reciprocidad. Es cierto que la mayoría de las veces funcionamos por reciprocidad en modo piloto automático, es decir, inconscientemente. Mira que bucle tan curioso ilustra eso de la reciprocidad, con la ayuda de un sencillo ejemplo.

Cuando te relacionas con alguien desde la desconfianza, lo natural es que el otro desconfíe ante tu desconfianza. Y lo que necesitabas tú para acercarte al otro eran motivos para desmontar tu desconfianza de base. Pero lo que obtienes es una actitud que no solo no desmonta tu desconfianza, sino que la llena de sentido. Y la relación entra en un círculo vicioso del que es poco probable salir, a no ser que te pares, te despegues un poco de tu propia reacción, analices y entiendas lo que estaba sucediendo, y elijas una respuesta diferente.

La reciprocidad funciona igual de mí hacia ti que de ti hacia mí. Si yo no quiero entrar al juego que tu propones, en vez de reaccionar a lo que tu propones en modo piloto automático, arrastrada por la reciprocidad inconsciente, me toca estar atenta para poder elegir una respuesta. Desarrollar esta habilidad requiere solo una cosa. Práctica.

Imagina cualquier situación en la que creas que la persona con la que hablas no está siendo sincera. Su actitud puede despertar tu desconfianza, y tu desconfianza alimentar la suya. Y así hasta el infinito.

Por el contrario, ante una persona que crees que no está siendo sincera y te produce desconfianza, cabe la posibilidad de agitar otro tipo de reciprocidad con una respuesta que podría parecerse a algo así:

«cuando dices lo que acabas de expresar, imagino que quizá haya algo que quieres proteger, y la película que yo me cuento es que eso no cuadra con la información que yo tengo, y eso me choca. Y hace que me cueste seguir confiando. Y a la vez, me gustaría trans- formar esta dinámica y ser capaz de encontrar contigo el modo de darnos la confianza que necesitamos para ser transparentes y poder hablar de cualquier cosa. ¿Cómo estás con esto que te digo?»

Sí es un mensaje con bastantes palabras, y sí puede parecerte algo atípico. Es algo así como empezar a hablar de eso que los ingleses llaman el elefante en la habitación. Ese temazo entre nosotros que ha despertado una reciprocidad que no nos ayuda a conectar y del que no solemos hablar desde el cuidado y las ganas de transformarlo.

Por supuesto este tipo de comunicación no es necesaria todo el tiempo y con todo el mundo. Es para esas ocasiones puntuales y esas personas concretas con las que sabes que te iría bien revisar la dinámica de relación que os traéis entre manos.

La dinámica de una relación no se transforma en una sola conversación. Hay que ser consciente de que el hecho de que elija uno cambiar no hace que el otro entre a la primera en la nueva dinámica. Para generar confianza hay que ser confiable. Y solo te hace confiable una actitud consistente.

Libres para elegir cómo somos

Y por último, esa poderosísima conclusión de Viktor Frankl. La última de las libertades reside en elegir la actitud con la que vives aquello que te toca vivir. Esto refuta todos los es que yo soy así de la historia de la humanidad, convirtiéndolos en una mera excusa para justificar una reacción que sencillamente es conformista y más cómoda.

Actuamos como actuamos, hasta que entendemos el precio que pagamos por no aprender a actuar de otra manera. Es esa conciencia hacia lo caro que nos resulta no cambiar, lo que nos empuja a hacerlo.

Ojalá entendamos pronto que el precio que pagamos por seguir educando a nuestros hijos en la obediencia y estimulando su conducta a base de premios y castigos es muy elevado. Ojalá practiquemos cómo tener autoridad sin ser autoritarios. Porque la autoridad es necesa- ria. El marco de referencia es necesario. Las reglas del juego son necesarias. Y el respeto, la consideración, la valoración, la escucha, la autonomía y todas esas cosas que alimentan las relaciones basadas en la cooperación, también.

Si como sociedad queremos nutrir la cultura del pacto, como padres nos toca enseñarlo con el ejemplo. Es todo un reto porque nos pide educar y actuar conscientemente.

Abogada. Facilitadora, mediadora y coach ejecutivo