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Asistimos a un tímido renacer de la épica cinematográfica. La trilogía de El señor de los anillos (2001, 2002, 2003) o la versión hollywoodiense de la Ilíada en Troya (2004) y quizá la no tan acertada «cruzada» de El reino de los cielos ( 2005) pueden servir como pequeño botón de muestra. Si son o no sintomáticas de una recuperación natural del espíritu heróico, el tiempo lo dirá, pues ahora se trata de una pregunta difícil de responder. Sin embargo, parece al menos sugerente subrayar cierta inclinación por el género de los grandes espacios que irrumpe hoy con historias exigentes en un mundo no muy proclive a autoexigirse. En una expresión no menos potente aunque más contenida, resurge el espíritu de David y Goliat, de Sophie Scholl (2006), donde la conciencia da testimonio suficiente de fortaleza ante el imperio de la sin razón, tal y como en su día se representara en Un hombre para la eternidad (1966) o en María Estuardo (1936).

La épica se ha entendido tradicionalmente como la narrativa propia del combate, de la hazaña y de la memoria. En esta somera definición, se encuentra el núcleo de la acción propia del protagonista épico. De entrada, sería mejor no hablar de héroe, dado que, como bien dice Max Scheler: «El héroe sólo es héroe dentro de su pueblo y dentro de una corriente histórica que está ligada a una tradición viva»1. Es decir, puede ser que el protagonista de una historia no sea propiamente un héroe. Y que se trate, por tanto de un mero modelo histórico asociado a los anhelos de una sociedad concreta. De ahí que se hable de distintos héroes literarios, por ejemplo. Sin embargo, se trataría más bien de un ejemplo de la conducta de moda, que a veces actúa como el protagonista de un relato sin que sus acciones sean verdaderamente heroicas, sino más bien «verdaderamente oportunas».

El combate sirve de escenario vivo para el enfrentamiento radical del hombre ante la muerte y la depravación humana. En esta tesitura, puede surgir la hazaña, el sacrificio como máxima expresión del heroísmo pero también su antítesis: la mezquindad, como aquel abismo donde la identidad personal está a oscuras. Por otro lado, la memoria recoge lo que merece la pena recordar. Y por ello, se convierte en un registro histórico para los pueblos, necesitados de volver una y otra vez a los orígenes a través de los relatos míticos. Parte de ese resurgir expresa una pérdida de la humana identidad al obrar heroicamente. Ahora bien, también convive con la tendencia a la autodestrucción de todo ideal, usando los cánones épicos, como contrapunto a lo anterior.

LA ENCRUCIJADA DEL IDEAL HERÓICO

Cuando san Agustín (354-430 d.C.) explica la existencia de dos ciudades, la terrena y la divina, parece estar describiendo la encrucijada espiritual —a veces terrible— en la que se encuentra permanentemente el hombre, incluyendo a los no creyentes en busca del bien supremo. Por ejemplo, dice: «Esto es lo peculiar de la ciudad terrena: rendir culto a Dios o a los dioses, para con su ayuda salir airosos en las victorias y la paz terrena, no por amor al bien, sino por el ansia de dominar»2. En contraste con ella, la ciudad divina promete la felicidad plena tras superar «las pruebas de esta vida»: «En este valle de miserias, en estos días llenos de maldad, no está de más vivir en esta alarma: nos sirve para mantenernos en una búsqueda anhelante y cada vez más ardiente de aquella seguridad, donde llega a su plenitud y se mantiene lejos de todo riesgo»3.

Por un lado, el hombre lucha contra la carne, por sobrevivir al mundo frenético que puede apartarle de Dios; y por otro, intenta vivir en la esperanza de encontrarse con Dios en el gozo eterno, desapegado de los poderes terrenos. Esta doble dimensión de anhelos parece estar presente también en las acciones representadas en la ficción, que sostienen el discurso dramático de la épica — en ocasiones, heroica— de algunas películas actuales. El intento por establecer el «Reino» aquí, en el siglo, no es sino el rasgo más habitual de todo idealismo, incluido el quijosteco. Ante la decepción de ese establecimiento utópico, surge, por el contrario, el cinismo y la complacencia como pacto con el status quo del siglo, del mundo; así se manifiesta, por ejemplo, en la actitud acomodada de los custodios de Tierra Santa, en la película citada. Tras el arrojo de los primeros años, el encuentro con la derrota abre la puerta a la desesperanza.

En San Bernardo encontramos una peculiar justificación de la guerra que merece la pena recordar

En la exhortación de san Bernardo de Claraval a los caballeros de la orden del Temple4(1132-1136), encontramos una peculiar justificación de la guerra que merece la pena recordar: el santo elogia a la nueva milicia por su destino a «pelear sin descanso en un doble combate, contra la carne y sangre y contra los espíritus malignos que pueblan los aires»5. Todo esto lo dijo el santo, en un primer momento, por obediencia al papa Eugenio III y, como el mismo autor asegura, respondiendo también a la necesidad de apoyo moral de Hugo de Payens, primer maestre del Temple. Pero posteriormente (1150)6—tras dos derrotas en Tierra Santa—, san Bernardo se defenderá de la difícil empresa de seguir exhortando a los caballeros, exigiendo del Papa un relevo y rescate ante los ataques procedentes de dentro y fuera de la Iglesia. En esa ocasión, san Bernardo pide que no se le imputen al Altísimo los pecados que han acalorado tanto los ánimos.

El primer discurso o la defensa heroica de los lugares santos se justificó, desde el primer momento, como fuente de salvación para los caballeros del siglo, si se convertían en caballeros del cielo ingresando en la milicia. Pero, el segundo discurso —la defensa del santo ante los reproches por el desastre de la cruzada— parece velar la decepción general que ahogaba a la caballería y el sinsentido de toda posible aventura heroica en el futuro. Ambos discursos ejemplifican bien esos dos tipos de actitudes que han generado dos construcciones dramáticas del viaje heroico tan fraguado, por cierto, en la épica de la caballería: por un lado, el ánimo conquistador, idealista e inocente y, por otro, la decepción cínica tras la derrota, con los matices correspondientes, según sensibilidades y gustos.

Hoy cabe plantear una aproximación a estas dos actitudes a través del cine, heredero fiel de la tradición épica literaria, oral y escrita, sabiendo que las palabras de los dos santos sólo ilustran —sin inspirar directamente— la complejidad narrativa de la cualidad del heroísmo representada. Y quizá la analogía más clara la ofrece, sin duda, el género western, que ha pasado por diversas etapas desde su salto y establecimiento en el cine.

El western clásico, propio de John Ford y el spaghetti western, de Sergio Leone, en síntesis, nos descubren algunas claves estables de la épica heroica que en Bailando con lobos (1990), de Kevin Costner, o en Sin perdón (1992), de Clint Eastwood resurgieron como el aullido del lobo solitario. La épica —en su sentido más extenso, como modo narrativo— ha sido bien acogida en los márgenes cinematográficos del western dado que comparten las dimensiones escénicas de los horizontes amplios. Pero, sobre todo, porque el cine ha recibido el testigo de relator de la memoria histórica, sea cual sea esa historia que merece la pena contar.

EL EPOS HERÓICO DEL WESTERN FORDIANO

Hoy empieza a estar de moda una distinción quizá filosófica entre Europa y EE.UU. como dos maneras, acaso complementarias, pero diversas de entender la vida. Esta diferenciación, que ha estado muy de actualidad a raíz de algunos recientes acontecimientos políticos de nuestro tiempo, se puede plantear también desde el punto de vista del cine, entendido como un arte capacitado para narrar la vida. El western, como género de cuño netamente americano, puede ayudar a entender con claridad esa distinción dado que refleja bien las dos miradas. En su andadura desde los orígenes, ha demostrado tener una gran versatilidad como «contenedor» de historias o género-marco, en contraste con otros géneros cinematográficos. Como género de creación y desarrollo netamente americano, el western ha sido, sobre todo, el narrador y el mitificador por excelencia de la historia y de la sociedad norteamericanas.

Sin embargo, como las propias historias que cuenta, el western se ha expansionado más allá de las fronteras de los EE.UU. Y, en Europa, justo cuando el género perdía interés en su tierra natal, reaparece transformado con inusitada fuerza y un vigor peculiar en el spaghetti western. Esa reaparición tuvo un efecto «boomerang» destacable que ha dado como fruto, entre otros, algunos títulos americanos de los noventa mencionados arriba y algunas menos destacables como Alma joven I y II (1988, 1990), Wyatt Earp (1994) o Maverick (1994). El western ha creado un diálogo cinematográfico entre esas dos posturas particulares de entender el mundo, por algunas razones en las que merece la pena detenerse. Aunque también cabría preguntar si realmente existen esas dos maneras, lo que parece evidente es que es posible reconocerlas en el western — y no sólo en este género— de escaso o nulo interés en nuestros días.

El western clásico —explotado, en especial, por John Ford— mitificó los horizontes épicos de la tradición oral y escrita de lo EE.UU. Además de ajustarse bien al tipo de composición escénica que reclamaba la conquista del Oeste, el género se hizo pronto con la mítica (a veces más bien propaganda que mítica) de la nueva nación. Lo que quizá resulta más llamativo del western de los orígenes es el protagonista que ensalza como modelo propio y que supone en realidad una adaptación cultural del caballero andante o incluso del héroe trágico griego. Al tratarse de historias que constituyen la historia legendaria del asentamiento blanco en las nuevas tierras, con las batallas y enfrentamientos propios del encuentro con los indios y las dificultades del terreno, el western rescata el modelo heroico de la épica antigua.

Este modelo heroico adolece de la cualidad propia del héroe, en su referente real. Un nutrido grupo de delincuentes y malhechores son aupados por el barniz cinematográfico, pese a no ser más que vulgares asesinos y ladrones, motivados por la ambición. Bienes cierto que estos personajes dieron el cariz exótico y atractivo a la nueva empresa de Europa en el continente americano. La misión «mítica» que los encumbra consiste en asentar el ideal del Paraíso terrenal, empresa nada fácil y que conecta sin duda con una larga tradición de exhortación, de la que las cruzadas a Tierra Santa son su mayor exponente. Ahora bien, el desaliño del western cuenta con la particularidad nada desestimable de que esa «encomienda» carece de batuta y depende en exclusiva de la voluntad de libertad de sus protagonistas. La tierra prometida engendra para el cine héroes de un siglo convulso frente a una Europa cansada y vieja.

No obstante, la temática propia de los primeros westerns explica la mitificación e idealización de una sociedad en feroz establecimiento. Las dificultades del terreno, los enfrentamientos con el indio y la imposición de la ley en una tierra en estado salvaje implicaban un continuo encuentro cara a cara con la muerte, otra de las constantes épicas más significativas. En ese radical desvío de la comodidad se encuentra parte del brillo que adquieren los protagonistas de esta gesta. El mérito del incipiente modelo radica en hacer depender de la tierra, arrebatada y peleada, la condición de la propia existencia. La lucha con los indios no significó simplemente una defensa sino que llevó el lema de «construir una gran nación», al menos, desde una perspectiva literaria y cinematográfica.

Por otro lado, no hay que olvidar que el western de los orígenes bebe directamente de las fuentes literarias del siglo XIX, tanto orales como escritas. Muchos de los guiones se basan en leyendas o mitos históricos (el duelo de OK Corral, por ejemplo, que es un tema recurrente en muchos filmes). Eso implica que el ánimo mítico y la ilusión de la conquista del Oeste se reflejan de una manera muy clara en las primeras películas.

Clint Eastwood en un western de Sergio Leone.

En ese sentido, también la estética propia de estas historias revierte en la conducta del protagonista americano, fraguado en el western. El caballo de hierro (John Ford, 1924), por ejemplo, perfila al genuino pionero, en este caso, sin pasado oscuro. Sus rasgos coinciden con el manido tópico del joven soñador que, vengando la muerte de un ser querido, vive en primera persona el sacrificio por una empresa común. En esta magna aventura el fin justifica los nobles esfuerzos de un «ciudadano» de la patria. Junto al valiente idealista, autónomo y libre, aparece un personaje sin piedad, que aparenta ser bueno aunque actúe con maldad, es decir, por fines interesados. El afán de eficacia de este personaje se impondrá posteriormente como un ejemplo de hipocresía social. En contraposición, se afianza el perfil del bueno aparentemente malo, como sucede en Tres hombres malos (John Ford, 1926). Lo épico y también lo excelente de esta historia radica en una sustancial capacidad de sacrificio desinteresado en los tres malhechores, verdaderos protagonistas.

Las hazañas de estas epopeyas aportan un valor que se mira con recelo en el western latino y que puede plantearse con la pregunta de si merece la pena dar la vida por alguien. Los westerns de Leone lo pondrá en duda.

UNA VISIÓN EUROPEA DEL WESTERN NORTEAMERICANO

Para Leone, su «planteamiento en los westerns fue introducir personajes picarescos en situaciones épicas»7. De algún modo, el cineasta sabía que se estaba debatiendo un modo narrativo particular cuya dignidad consistía en todo un pensamiento acerca del mundo. Sin embargo, Leone apuesta, como dice su película El bueno, el feo y el malo (1966), por mostrar una visión dura y sórdida de los personajes de la «conquista», añadiendo a ésta el valor hiperrealista —que no realista— del retrato humano más mundano y cruel8. El retrato descarnado de la épica de Leone se explica quizá desde la desesperanza ante las dificultades por imponer ese estado ideal o el paraíso en la tierra que suponía el establecimiento de la nueva nación9.

El héroe fordiano anda a caballo entre entre el desierto salvaje y la ciudad ordenada, como Ethan Edwards en ‘Centauros del desierto’

Esta visión también mítica de la existencia se encarna en personajes inspirados en el western clásico norteamericano, cogidos infraganti actuando como miserables. En el cine de Ford habían surgido también —alejados del maniqueísmo— los llamados fuera de la ley, los hombres de la frontera. Sin embargo, el claroscuro de sus conductas quedó siempre protegido por magistrales elipsis. El fuera de la ley y el personaje fronterizo nacen en una sociedad que empieza a extralimitarse en el cumplimiento de una ley cruel o que presenta profundas incoherencias morales. En la frontera, como lugar inestable y solitario, este protagonista no quiere plegarse al sistema legal, pero tampoco puede sustraerse del todo a él, ni incluirse dentro del grupo de los delincuentes; más bien anda a caballo entre el desierto salvaje y la ciudad ordenada como Ethan Edwards en Centauros del desierto (John Ford, 1956).

Los personajes del western latino posmoderno andan siempre en la penumbra del desorden, lo buscan y lo fomentan como único medio «responsable» de situarse en el caos. Ese caos inunda las historias «épicas» de desvalijamientos, robos y asaltos que constituyen el paisaje del cine de Leone. El bien no existe a menos que llegue la muerte. Porque en estas películas —al contrario que en el western clásico— la muerte es un personaje más, implacable, que determina el final y la liquidación del mal. La visión americana de los comienzos, sin embargo, entendía que esa muerte era el precio glorioso para conseguir un bien mayor.

Leone y Ford comparten no obstante un aspecto que quizá une ambas visiones de la hazaña épica: el protagonista no siempre es un líder. A veces sucede que el fracasado, el antihéroe, como figura reivindicativa de la justicia en un mundo de apariencias, está dispuesto a quedar fuera de todos los circuitos civilizados dando testimonio de la podredumbre. Y así nunca se convierte en un verdadero ciudadano, más bien andará errante buscando un hogar utópico. El protagonista fordiano luchará porque vive en la esperanza de imponer de algún modo el bien y ordenar el caos. Y en ese sentido se distanciará del personaje del spaghetti western, sumido en la violencia, decepcionado del mundo y con una visión triste de la existencia.

EL ORDEN Y EL CAOS

El desencanto ante el ideal se deja sentir en Europa, adquiriendo diversas formas hasta llegar al spaghetti western;de Sergio Leone10. Con independencia del reflejo cultural de la sociedad en las películas, los distintos talantes y espíritus con los que se recrea el heroísmo ejemplifica más un tipo de encuentro con la existencia del mal que un análisis circunstancial del momento histórico que sin duda puede pesar en el acto creativo. A partir de los sesenta, con cierto desencanto también histórico, se empezaron a producir una serie de westerns que de alguna manera dinamitaron el western tradicional.

Los denominados spaghetti western;no sólo son de factura europea sino que influyeron en la manera tradicional de hacer pensar el western, esperanzado y melodramático y lo destruyeron para darle forma manipulada y autoconsciente, incluso en Estados Unidos. Es decir, el spaghetti dinamitó el western tradicional para darle nuevo brío o quizá para apostar por las vísceras y no por el corazón11.

En las películas de Sergio Leone es imposible que la justicia venza, pues no existe, tan sólo la ley del más fuerte

El contexto donde antes se habían contado grandes hazañas con una visión inocente, crédula y entusiasta sirve ahora de paisaje ridículo o de naturaleza muerta. En contraste lo que se hará será mostrar a personajes depravados, violentos, con una visión desencantada del mundo que no tienen mayor ideal que la bolsa, matar y su propio beneficio. No son personajes heroicos —yo los consideraría antihéroes— aunque acaben creando un modelo ejemplar del realista, práctico, rudo y con un conocimiento del mundo más atinado, eficaz, poderoso, dominante, áspero. Sus valores son el ingenio y la inteligencia, muy propios de la picaresca latina. Para el personaje fordiano la esperanza consiste en restablecer el orden (un orden superior que tiene concreción práctica en las leyes, pero no siempre). Para el de Leone, es imposible que la justicia venza, pues no existe, tan sólo la ley del más fuerte y rápido con el gatillo. El western deja de ser cine épico para convertirse en cine melodramático y trágico. El western deja de contar las grandes historias para pasar a contar las pequeñas historias de submundos, de una conquista verdaderamente sangrienta. El western, en definitiva, empieza a contar otras historias: las de la frustración.

A raíz del nacimiento del western posmoderno, las películas de vaqueros de producción americana empiezan a ser también contenedores de violencia, cínicas en el retrato de una realidad poliédrica, donde el bien y el mal nunca aparecen con su nombre propio. La crueldad se hace dueña del celuloide, llegando incluso a ralentizarse la acción de la muerte de una manera estilizada, buscando un placer meramente estético en lo sangriento, lo morboso y lo cruel. El efecto retardador, las muertes a cámara lenta de Sam Peckimpah son un buen ejemplo de esto. De un cine higiénico se pasa a un cine sucio. Pero los norteamericanos hacen suya las aportaciones críticas de Leone y el spaghetti westerny así convierten al género en un mero recurso expresivo, que no tiene nada que decir, si no sirve de hecho a las expectativas y frustraciones generadas por el afán expansionista y la libertad.

El western, como tal, nació y murió con John Ford. Una afirmación radical pero no menos cierta que explica, entre otras cosas, cómo con el final de su cine se asiste también al del western clásico por antonomasia. Y, por qué no decirlo así, a la visión genuina de la épica esperanzadora que genera verdaderos héroes no sólo de celuloide sino de carne y hueso.

Probablemente la recuperación de la épica, en el género de la fantasía y de la aventura releve al género, en la particular huida dramática del mundo que suponen estas historias. Y sabiendo que la conquista de otros mundos siempre pretenden ser conquistas de éste, como bien sabemos.

NOTAS

1 M. Scheler, El santo, el genio, el héroe, Editorial Nova, Buenos Aires, 1961, p. 134.
2 San Agustín de Hipona, «Las dos ciudades en la tierra», en La ciudad de Dios, tomo II, libro XV, cap. 7, en Obras completas, XVII, p. 154.
3 Ibíd., «Fines de las dos ciudades», en op. cit., libro XIX, cap. X, en op. cit., p. 578.
4 Cfr. San Bernardo de Claraval, «Libro de las alabanzas y exhortaciones a los caballeros del Temple», en Obras completas de San Bernardo, tomo IV, Rafael Casulleras, Barcelona, 1925, pp. 368-400.
5 Ibíd., p. 369.
6 Cfr. ibíd., «De la consideración», libro II, cap. I, en op. cit., pp. 25-29.
7 C. Aguilar, Sergio Leone, Cátedra, Madrid, 1990, p. 55.
8 Cfr. C. Aguilar, op.cit.
9 Resulta interesante la metáfora de C. S. Lewis sobre la desesperanza ante el ideal, recogida, según P. J. Sampson, en The Pilgrim’s Regress, donde el racionalismo parece quemar toda esperanza de la existencia de Dios. Cfr. Sampson, P.J., 6 Modern Myths about Christianity & Western Civilization, InterVarsity Press, 2001.
10 Cfr. C. Aguilar, Sergio Leone, el hombre, el rito, la muerte, Diputación de Almería, 2000, p. 33.
11 Cfr. C. Aguilar, op. cit., pp. 160-163.

Profesora de Escritura para Cine, Universidad de Navarra