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Douglas Murray (Londres, 1979) es periodista y ensayista. Editor de The Spectator. Colabora en The Sunday Times y The Wall Street Journal. Autor de obras como La masa enfurecida y La guerra contra Occidente, traducidas a más de veinte idiomas.


Avance

«La civilización que conocemos como Europa se encuentra camino del suicidio» afirma Douglas Murray. Se ha producido «la gran sustitución» debido a la caída de la natalidad del Viejo Continente y la llegada  masiva de inmigrantes -singularmente musulmanes-. Después de la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña se llenó de pakistaníes e hindúes; Francia de argelinos, marroquíes, subsaharianos; y Alemania de trabajadores turcos. En el siglo XXI ha habido otras dos grandes oleadas, la de 2011, con la primavera árabe, y la de 2015, con la llegada de refugiados procedentes de la guerra de Siria.

Los gobiernos europeos justificaron sus generosas políticas migratorias,  alegando que «los inmigrantes venían a pagarnos las pensiones», sin embargo, los beneficios económicos de la inmigración favorecen casi únicamente a los propios migrantes, que disfrutan de unos servicios públicos por los que no han tenido que pagar, objeta el autor. Además, no suele haber control de los destinatarios de las ayudas estatales: el sospechoso de dirigir los atentados islamistas de París de 2015 recibía el subsidio de desempleo del Estado francés. Murray no niega las ventajas de las migraciones, pero considera que deben encauzarse por canales seguros y con criterios racionales. La falta de controles y la descoordinación entre las policías de los países propiciaron que sujetos peligrosos pudieran campar a sus anchas por toda Europa y llegaran a cometer atentados con un elevado balance de muertos y heridos.

El error de fondo de los gobernantes fue creer que funcionaría el multiculturalismo, y que sería posible la convivencia de dos cosmovisiones distintas: la occidental y la musulmana. No ha sido así, sino que la occidental ha entrado en «una era de autoabnegación», lo cual pone en peligro su futuro, como advirtieron, entre otros, Sarkozy, Huntington y Oriana Fallaci. Europa «ha perdido el sentido religioso» y su herencia cultural (griega, romana y cristiana), y sufre un profundo complejo de culpa, que le lleva a creer que debe sufrir las consecuencias de su política migratoria «como expiación por sus errores históricos».

Ante la crisis migratoria cabían otras soluciones, como las que propone Paul Collier: que la UE ayudase económicamente a los países vecinos de Siria para acoger temporalmente a los migrantes; o que se procesasen las peticiones de asilo fuera de Europa, como se hizo en Australia, que recibía a los migrantes en centros de acogida en las islas de Papúa Nueva Guinea. Medidas con menor coste social, político y económico, y sobre todo menos desestabilizadoras para el futuro y la identidad de Europa, opina el autor.


Artículo

«Europa se está suicidando. O al menos sus líderes han decidido que se suicide» Con estas palabras comienza el escritor Douglas Murray La extraña muerte de Europa, (Identidad, inmigración, islam), libro-reportaje que estuvo veinte semanas en la lista de best sellers del Sunday Times, cuando se publicó en Reino Unido en 2017. Las causas de ese suicidio son, expone el autor, la caída de la natalidad, la inmigración masiva -particularmente musulmana- y la falta de fe de Europa en su herencia religiosa y cultural.

Se remite Murray a Stefan Zweig que en El mundo de ayer (1942) anunciaba «Nuestro sagrado hogar europeo, cuna y Partenón de la civilización occidental, ha firmado su propia sentencia con su actual estado de descomposición». Y añade que es ahora cuando ya ni siquiera «somos un hogar para los pueblos de Europa […] nos hemos convertido en una utopía en el sentido griego de la palabra no-lugar».

Douglas Murray: «La extraña muerte de Europa». Edaf. 2019

Ya «no nos reconocemos como lo que hemos sido durante cientos de años», debido a lo que el autor llama «la gran sustitución», consecuencia del envejecimiento demográfico de la población autóctona y la llegada masiva de inmigrantes. Recoge la advertencia del exsenador socialista Thilo Sarrazin que en su libro Deutshland Schafft Sich Ab (Alemania se abole a sí misma) advertía que la baja natalidad de los germanos y la inmigración musulmana estaba transformando la naturaleza de la sociedad alemana. Y pone diversos ejemplos de la «gran sustitución»: como el de Londres, donde solo el 44% se considera «británico blanco» o el de Austria, donde a mediados de siglo, la mayor parte de los menores de quince años será musulmana.

El proceso -explica Murray- «comenzó después de la Segunda Guerra mundial», cuando Europa necesitaba mano de obra y la trajo de lo que habían sido sus colonias en África y Asia. Gran Bretaña se llenó de pakistaníes e hindúes; y Francia de argelinos, marroquíes, subsaharianos. Alemania, por su parte, se pobló de trabajadores turcos. Posteriormente y debido a la caída de la natalidad, Europa admitió nuevas oleadas migratorias y «una vez comenzado el flujo ya no se pudo parar». Pensaron los gobernantes europeos que los trabajadores invitados (gastarbeiter) terminarían regresando a sus países. Pero no fue así, y a partir de los años 70 trajeron a sus familias, y comenzaron a llegar otros muchos sin contrato de trabajo, atraídos por el generoso sistema asistencial y por la certeza de que quien pone pie en Europa termina quedándose.

Medio siglo después, el Continente no solo cambió su fisonomía («las lluviosas y frías calles se llenaron de gentes vestidas con ropa propia de las arenas de Arabia […]») sino también sus costumbres, y los migrantes -singularmente los musulmanes- no se integraron, sino que continuaron fieles a su concepción del mundo.

El autor aborda el problema desde distintos ángulos: demográfico, político, económico, cultural. Y analiza con detalle la oleada migratoria producida en 2011 tras la primavera árabe, y la propiciada por la política de puertas de abiertas de Angela Merkel, en 2015, con los refugiados de Siria. Sin olvidar, el flujo que, desde finales del siglo XX, llega al sur de Europa, procedente del África subsahariana.

La controvertida decisión de Angela Merkel

Se muestra muy crítico con la decisión de la canciller alemana de acoger a un millón de refugiados sirios, con su frase Wir schaffen das (lo conseguiremos). Como explica el autor, ni todos eran sirios -procedían de otros países- ni la mayoría eran refugiados -sino inmigrantes económicos-. Por no hablar de delincuentes o terroristas que se colaron en la avalancha, como se demostró posteriormente.  A la vista de los costes económicos, sociales, y de seguridad que había supuesto la política de puertas abiertas, la propia canciller reconoció que «había infravalorado la dimensión del reto». Pero el daño ya estaba hecho.

Desde finales del siglo XX, los gobiernos europeos mantuvieron sus generosas políticas migratorias, justificándolas mediante diversos argumentos que el autor desmonta en el capítulo Los excusas que nos damos. El primero es el beneficio económico que reporta al país receptor. «Los inmigrantes -se decía- vienen a pagarnos las pensiones». No fue así en el caso del Reino Unido: según un informe de la University College London (UCL), los inmigrantes llegados entre 1995 y 2011 habían costado más de 100.000 millones de libras a los contribuyentes británicos. Los beneficios económicos producidos por la inmigración favorecen casi únicamente a los propios migrantes y son éstos quienes pueden acceder a unos servicios públicos por los que no habían tenido que pagar. Con mucha frecuencia -alega Murray- envían el dinero que ganan a las familias que viven fuera del país receptor, en lugar de servir a la economía local.

Sin olvidar que no suele haber un control riguroso sobre los destinatarios de las ayudas estatales. Resulta llamativo que los autores de varios atentados terroristas en Bélgica las estuvieran recibiendo; y que el sospechoso de ser jefe de los ataques de París de 2015 hubiera estado cobrando ayudas al desempleo por valor de 19.000 euros, con lo que la sociedad europea se convertía en «la primera de la historia que pagara a criminales para que la atacaran» sentencia Murray.

Otra excusa es la diversidad que la inmigración supone y que enriquece culturalmente a la sociedad receptora. Esto es cierto solo en parte, considera Murray, porque no son precisamente enriquecedoras costumbres como la mutilación genital femenina o preceptos como los de la sharia o ley islámica. Otra justificación es que la migración es consecuencia inexorable de la globalización. El autor lo rebate poniendo los ejemplos de Japón, tercera potencia económica del planeta, que frenó la inmigración masiva; o de China, otra gran potencia económica, que «no constituye un asilo de migrantes, en la medida que lo es Europa».

No niega Murray la necesidad y las ventajas de las migraciones, pero sostiene que deben encauzarse por canales seguros y con criterios racionales. «El terrible fallo de Schengen» -afirma- consistió en dejar la vigilancia de las fronteras al cuidado exclusivo de los países fronterizos del sur, como Italia. Estos se vieron desbordados ante la avalancha, en las aduanas no tomaban las huellas dactilares de los recién llegados para no verse obligados a conceder asilo, de forma que los migrantes continuaban viaje hacia el norte de Europa, indocumentados y sin identificación. La falta de controles y la descoordinación entre las policías de los países propiciaban que sujetos peligrosos pudieran campar a sus anchas por toda la UE. Murray lo ilustra con el caso de Anis Amri, un tunecino reclutado por el Isis, que desembarcó en Lampedusa en 2011, luego entró en Alemania, donde se registró como solicitante de asilo utilizando nueve nombres diferentes, y en la Navidad de 2016 secuestró un furgón policial, liquidó al conductor y arrolló a una multitud en el Kurfurstendamm berlinés, matando a doce personas. Después logró huir a Holanda, de allí a Francia y terminó en Milán, donde la policía acabó con él.

Más dramático es el caso de los atentados de París (en la sala Bataclán y otros lugares), en noviembre de 2015, que dejaron 129 muertos. Tuvo que pasar un año para que se comprobara que «la mayoría de los atacantes no solamente habían recibido entrenamiento terrorista en Siria, sino que habían pasado desapercibidos en Europa», al ser considerados simples migrantes. El autor cita diversos atentados cometidos en Francia y Alemania, por musulmanes procedentes de otros países, opacos al control policial. Y se detiene en las agresiones sexuales a 1.200 mujeres en Colonia la Nochevieja de 2015, o las cometidas por musulmanes en Suecia, que llegó a tener el nivel más alto de violaciones del mundo, después de Lesotho.

Buena parte de la ciudadanía nunca vio demasiado claras las bondades de la llegada masiva de inmigrantes musulmanes. Ya en 1998, casi la mitad de los holandeses creían que la forma de vida de estos y la de Occidente eran irreconciliables. En 2013, dos años antes de los atentados de Bataclán, el 73 % de los franceses consideraba al islam de forma negativa. Y en 2016, un año después de la gran oleada de refugiados, quienes seguían creyendo en el concepto de Willcommenskultur eran menos de una tercera parte de los alemanes nativos. Pese a todo ello, la canciller Merkel y otros gobernantes apostaron por una política de puertas abiertas que fue «compasiva con los migrantes e injusta con los pueblos de Europa», sentencia Murray.

El fracaso del modelo multicultural

Su error de fondo, apunta, fue creer que funcionaría el multiculturalismo, que los recién llegados se integrarían en las sociedades receptoras y que sería posible la convivencia de dos cosmovisiones distintas, como la occidental y la musulmana. El presidente francés Sarkozy insinuó que la sociedad anfitriona había sido la perdedora: «nos hemos sentido demasiado preocupados por la identidad de quienes han llegado, y no lo suficiente por la del país que les da la bienvenida».

Los hechos han demostrado en países como Reino Unido, Suecia, Alemania o Francia que el multiculturalismo es «la era de la autoabnegación europea, en donde la sociedad anfitriona parecía retroceder ante sí misma” afirma el autor. Y cita al politólogo Samuel P. Huntington: «el multiculturalismo es, en su esencia, una civilización antieuropea»; y a la periodista Oriana Fallaci, que en su libro La rabia y el orgullo, mencionaba la cita de un erudito islámico («gracias a vuestra democracia, os invadiremos; gracias a nuestra religión os dominaremos”) subrayando que se trataba de «una cruzada al revés».

El complejo frente a la cultura islámica y el miedo a parecer racistas o xenófobos hizo que gobiernos y medios de comunicación minimizasen u ocultasen la falta de integración de los inmigrantes musulmanes. Así, se omitía el dato de que los autores de las agresiones sexuales eran de países islámicos: tras la violación de una chica en un ferry que salía de Estocolmo, se dijo que los culpables eran jóvenes suecos, cuando se trataba de somalíes. Y tras muchos de los atentados perpetrados en suelo europeo, los gobernantes se esforzaban por recalcar que «lo sucedido no tenía que ver con el islam, y que este era, en cualquier caso, una religión pacífica».

Un caso elocuente fue el de la inmigrante somalí Ayan Hirsi Ali, al que Murray dedica varias páginas. Llegó a Holanda huyendo de un matrimonio forzado, aprendió neerlandés  mientras trabajaba en una fábrica, y estudió Ciencias Políticas. Diez años después, era investigadora en la universidad y diputada regional por el partido liberal. Pero sus críticas a la cultura islámica -que incluía la mutilación genital que ella misma había sufrido- resultaban incómodas para la clase política holandesa, hasta el punto de que el ministro de Inmigración le retiró la ciudadanía, por lo que Hirsi Ali tuvo que marcharse a EE.UU. Se daba así la paradoja -apostilla Murray- de que el mismo país que había dado la residencia a cientos de miles de musulmanes sin esperar a que se integraran, y que daba cobijo a las células más radicales, retiró la ciudadanía a una de las pocas inmigrantes que estaban realmente integradas. Como dijo Salman Rushdie, Hirsi Ali «fue quizá la primera refugiada de Europa occidental desde el Holocausto».

Contrapone el autor el caso de Europa con el de Israel, capaz de integrar a un elevado número de inmigrantes de todo el mundo, manteniendo la unidad y sin apelar al multiculturalismo ¿Cómo lo había logrado? Porque los que llegaban tenían una herencia en común: la religión y la cultura hebreas.

No es el caso de una Europa secularizada que ha perdido «la fe en sus valores y en la legitimidad para defenderlos». Esos valores constituyen «nuestra más alta herencia: el acuerdo inusual europeo heredado de la Antigua Grecia y Roma, catalizado por la religión cristiana y refinado por el fuego de la Ilustración». El cristianismo llevó a Europa -constata el autor- «a las más altas cimas de la creatividad humana […] a construir la basílica de San Pedro, la Catedral de Chartres, el duomo de Florencia». Pero Europa «ha perdido el sentido religioso y su historia fundacional». Por eso, opina el autor, «el europeo contemporáneo está cansado», carece de fuelle existencial. «Hemos intentado alcanzar el sol hemos volado demasiado cerca de él y nos hemos precipitado a la tierra» señala glosando la idea de la filósofa Chantal Delsol en su libro Ícaro caído. De poco le ha servido a Europa la filosofía, «devastada no solamente por la duda, sino por décadas de deconstrucción». Nadie les dice ahora a los europeos: «Aquí tienes una herencia del pensamiento, de la cultura, de la filosofía, y de la religión que ha nutrido a la gente durante miles de años y que también puede nutrirte». En lugar de eso, apostilla Murray, se escucha la voz del nihilismo: «la tuya es una existencia sin sentido en un universo que carece de sentido».

Lo cual explica que muchos europeos no tengan claro que quieran seguir siéndolo, y que incluso envidien a otras culturas, como la musulmana. Es lo que dijo la ministra sueca de Inmigración, en una mezquita de inmigrantes kurdos. Estos -declaró- poseen una cultura rica y unitaria, mientras que Suecia no tiene otra cosa que «banalidades, como el festival de la noche del solsticio de verano». Y Macron dejó bien claro que «no existe la cultura francesa. Existe la cultura en Francia, y es una cultura diversa». Basta visitar la tumba de Carlos Martel en Saint Denis, que frenó a los musulmanes en Poitiers (732), y que ahora necesita constante protección anti-terrorista; o pasearse por las calles de alrededor, que se parecen más a las de Argel que a las de París, indica Murray.

La tiranía de la culpa

Según el autor, sufre Europa un extraño complejo, «la tiranía de la culpa», que le llevó a tener cargo de conciencia ante la muerte de un niño sirio de 3 años, cuyo cadáver apareció en una playa de Turquía, mientras que el mundo árabe -del cual procedía el niño- y la opinión pública musulmana permanecían impasibles. ¿Por qué dos actitudes tan diferentes?

Porque los europeos -sostiene- cargan con una «mancha histórica» que engloba no solamente la guerra y el Holocausto sino toda una gama de culpas anteriores, incluido el Descubrimiento de América. Y cita al filósofo francés Pascal Brückner que, en La tiranía de la penitencia, explica que «la culpa se ha convertido en una especie de tóxico moral para Occidente». El sentido de culpabilidad le lleva a creer que debe sufrir las consecuencias de su política migratoria «como expiación por sus errores históricos».

Pone el ejemplo del director teatral británico Andrew Hawkins, que descubrió que era descendiente de un traficante de esclavos en el siglo XVI. Viajó hasta la capital de Gambia –junto a otros 26 descendientes de tratantes-; donde pidieron perdón de rodillas, con grilletes al cuello, ante 25.000 personas. Y entonces, el vicepresidente de Gambia les liberó ritualmente de sus cadenas.

Soluciones alternativas

En La extraña muerte de Europa se sugieren alternativas a la política migratoria, como la expuesta por los economistas británicos Paul Collier y David Goodhart, quienes propugnaban que la UE ayudase económicamente a los países vecinos de Siria para acoger temporalmente a los migrantes. Se evitaba así el choque cultural que suponía su integración en Occidente, y se facilitaba, a la vez, el regreso de los exiliados a sus hogares. Murray cree que esta solución es más rentable y más práctica que la política de puertas abiertas, ya que es mejor para un sirio trabajar en Jordania que no estar desempleado en Escandinavia.

Otra alternativa que sugiere Murray es «procesar las peticiones de asilo fuera de Europa, como se hizo en Australia, que recibía a los migrantes en centros de acogida en las islas de Papúa Nueva Guinea». El autor propone que la Unión Europea establezca centros para los solicitantes de asilo en Túnez, Marruecos y Egipto. Una tercera solución sería «un esfuerzo concertado de toda Europa para organizar la deportación de quienes no hubieran solicitado asilo político».

El libro cuenta con una abundante documentación, que incluye informes y estadísticas; referencias a diversos autores de prestigio (Habermas, Brückner, Böckenferde, Byung-Chul han, Bernard-Henri Lévy, Chantal Delsol, Revel, Benedetto Croce etc.); y un trabajo de campo periodístico del propio autor, que viajó por varios países, entrevistándose con políticos, economistas, expertos en migraciones, ONGs, policías de fronteras e incluso con refugiados, para abordar el problema de la forma más completa posible.

No elude Murray la vertiente humana de la gran crisis migratoria, recogiendo testimonios de primera mano de musulmanes amenazados por sus correligionarios dentro de la UE, o de migrantes asiáticos y subsaharianos llegados a Lampedusa (Italia) y Mytilene (Grecia). Historias tan dramáticas como la de un afgano que logró llegar a Europa con su mujer y sus cuatro hijos, después de que los talibanes le violaran y le torturaran. O los huérfanos de quienes perecieron en el Mediterráneo. Son las otras víctimas de La extraña muerte de Europa, los que quisieron viajar al Continente, atraídos por el señuelo de una vida mejor, y acabaron en manos de las mafias o hacinados, sin dinero y sin futuro, en campos de refugiados.


Crédito de la imagen: © iSock / Johny Greig. ID de la fotografía:1309696432

Doctor en Comunicación, periodista y escritor.