Tiempo de lectura: 10 min.

Se cumple también estos meses el vigésimo aniversario del Pontificado de Juan Pablo II, que ha sido -y es- un Papa del Concilio Vaticano II. Pero, ante todo, el Papa es un hombre de nuestro tiempo, que sintoniza profundamente con la cultura contemporánea.

Para situar desde una perspectiva humana y espiritual a Juan Pablo II sería necesario considerar ante todo el ambiente familiar y social de Wadowice y Cracovia y, a partir de ahí, la cristiandad polaca, con sus tradiciones, su sensibilidad, su piedad, su poesía. Para proceder a caracterizar su pensamiento desde una perspectiva intelectual habría, más bien, que hacer referencia a la filosofía personalista y, más concretamente, a ese entrecruzarse del personalismo de origen francés y de la fenomenología de cuño germánico que, uniéndose al diálogo crítico con el marxismo, le llevaron a acentuar el valor de la persona, situándola a la vez en la historia como proceso. Si aspiramos, en cambio, como es nuestro caso, a colocar su figura en el contexto del vivir y desarrollarse de la Iglesia, conviene evocar especialmente dos eventos de rango diverso, aunque ambos extremadamente significativos: el Concilio Vaticano II y la celebración del fin del segundo milenio de la era cristiana.

El Vaticano II constituye, sin duda alguna, uno de los acontecimientos más importantes de la vida de la Iglesia en el siglo XX, quizá incluso el más importante. Con ese Concilio la Iglesia católica dio por clausurado un periodo, iniciado dos siglos atrás, en el que, como consecuencia de la difusión de planteamientos primero deístas, después agnósticos y finalmente ateos, la fe cristiana, viéndose fuertemente combatida, terminó por adoptar -al menos en lo cultural y en lo teológico, ya que lo apostólico y lo misionero estuvieron gobernados por otros registros- una posición netamente defensiva. Asumiendo fermentos que hundían sus raíces en décadas anteriores, e incluso en algunos aspectos en el pontificado de León XIII y en los movimientos de renovación que surcaron el siglo XIX, el Vaticano II, tanto en su celebración como en sus documentos, proclamó de manera neta que la actitud defensiva debía dar paso a una actitud evangelizadora.

Los documentos mediante los cuales Juan XXIII convocó el Concilio, y sus discursos al comienzo y al final de su primera sesión, constituyen un testimonio particularmente neto de esa, actitud de espíritu. Una lectura, ya a casi cuarenta años de distancia,- del discurso pronunciado por Juan XXIII el 11 de octubre de 1962, en el solemne acto de inauguración del Concilio, permite, de forma muy viva, volver a entrar en contacto con el impulso hacia una renovación de la totalidad de la vida cristiana y hacia un diálogo con la cultura contemporánea que marcó toda la aventura conciliar. Acontecimientos posteriores obligan a revisar alguno de los juicios entonces formulados y a matizar algunas de las expectativas entonces acariciadas, pero no ponen en entredicho los presupuestos de fondo de los que ese impulso provenía.

En primer lugar, el convencimiento -evocado de forma expresa por Juan XXIII en el discurso recién aludido- de que la Iglesia, a través de los diversos avatares de su historia, incluida la historia moderna, había no sólo formulado sino precisado su patrimonio doctrinal, por lo que estaba en condiciones de afrontar los retos que toda actitud dialogal implica. En segundo lugar, la percepción, explícita en algunos, implícita en otros, de las consecuencias que cabía esperar de los grandes cambios culturales que estaban aconteciendo, o se presagiaba que podían acontecer, hasta provocar incluso lo que puede calificarse como una nueva etapa de la historia no sólo de Occidente, siso del conjunto de la humanidad.

Karol Wojtyla, que recibió la ordenación sacerdotal en 1946 y accedió al episcopado en 1958, participó por entero de esos sucesos y de ese ambiente. Desde 1962 estuvo presente en el Concilio, desempeñando un papel que fue creciendo en importancia, en especial durante la elaboración del llamado esquema XIII, es decir, el texto que desembocó en uno de los documentos más representativos de la obra conciliar: la Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la situación de la Iglesia en el mundo contemporáneo. Fue un hombre del Concilio y, por cierto, en el sentido pleno de la expresión: no sólo alguien que tomó parte en el Concilio, sino alguien que lo vivió, que lo hizo suyo, asumiendo con plena convicción sus objetivos y sus ideales. No en vano una de sus principales preocupaciones, apenas clausurado el Concilio, fue la elaboración de una obra, La renovación en sus fuentes, destinada a promover en la diócesis de Cracovia, de la que era ya arzobispo, el estudio y la aplicación de las decisiones conciliares. Este texto, dicho sea de paso, constituye todavía una magnífica guía para quien aspire a profundizar en lo que el Concilio representó y representa.

Cuando, en octubre de 1978, fue elegido Papa, y -con el deseo de marcar su decisión de entroncar con sus inmediatos antecesores- adoptó el nombre de Juan Pablo n, habían transcurrido ya casi trece años desde la terminación del Vaticano II y en ese lapso de tiempo la Iglesia había conocido conmociones profundas. Al describir ese periodo, se ha hablado a veces -extendiendo ese juicio incluso hasta nuestros días- de contraposición entre posiciones preconciliares y postconciliares. Hubo, sin duda, en diversos ambientes reticencias respecto al Concilio, llegando incluso hasta la oposición (baste pensar en el cisma lefevriano), pero ese fenómeno no pasó de ser minoritario. Lo que caracteriza las tensiones de los años 1966 y siguientes es, más bien, la contraposición entre dos formas de entender el Concilio y, por tanto, su continuación: la de quienes consideraban -y consideran- que el Concilio había conseguido alcanzar los objetivos que lo hicieron nacer y, en consecuencia, que marca un camino por el que se debe proseguir, y la de quienes juzgaban -y juzgan- que el Concilio realizó sólo a medias la empresa de transformación del vivir cristiano que se requería, por lo que resulta necesario no ya aplicar y prolongar el Concilio sino, más bien, trascenderlo y superarlo hasta dar lugar a un nuevo comienzo.

Juan Pablo n ha hecho suya de manera decidida la primera de esas dos interpretaciones: si hace un momento, al describir su etapa anterior, afirmaba que se puede decir de él que fue un hombre de Concilio, en relación a los años que se suceden desde 1978 debe decirse que ha sido, y es, un Papa del Concilio, un Papa que asume como tarea central de su Pontificado la aplicación del Concilio. Ciertamente de forma creativa, no sólo porque el tiempo no pasa nunca en vano, sino también porque una personalidad tan rica como la suya no puede por menos que dejar una impronta en todo lo que hace, pero en continuidad con la obra que el Concilio realizó y los horizontes que aspiraba a promover. «Las vías por las que el Concilio de nuestro siglo ha encaminado a la Iglesia (…) permanecerán por largo tiempo las vías que todos nosotros debemos seguir», escribía en la primera de sus encíclicas, la Redemptor hominis (n.7). Y, en 1994, en la carta apostólica Tertio millennio adveniente, destinada a concretar las líneas estructurales que deben presidir la celebración del año 2000, reiteraba su valoración del Concilio como «acontecimiento providencial» e hito decisivo para la preparación de «la nueva primavera de vida que deberá manifestar el Gran Jubileo» (n.18).

Llegamos así al segundo de los puntos de referencia, importantes, desde mi punto de vista, para comprender la figura de Juan Pablo II: el fin del segundo milenio, o mejor, el comienzo del tercero. Esa efemérides estaba presente en el comienzo del Pontificado -se habla de ella ya en la Redemptor hominis (n.l)- y desde ese momento no ha cesado de ser evocada. Juan Pablo II no ignora que el año 2000 es un año como otro cualquiera, situado entre el 1999 y el 2001, y advierte expresamente en un texto tan significativo como es la citada Tertio millennio adveniente que hay no razón alguna para presagiar ni transformaciones cósmicas ni acontecimientos singulares: al anunciar el Jubileo «no se quiere inducir -citemos sus palabras textuales- a un nuevo milenarismo, como se hizo por parte de algunos al final del primer milenio» (n.23). Pero es cierto, a la vez, que el actual Romano Pontífice tiene un agudo sentido de lo simbólico y, en consecuencia, que percibe muy vivamente la honda resonancia que la celebración del fin de un milenio y el comienzo del sucesivo puede tener en la conciencia cristiana, en cuanto ocasión para un examen de conciencia y, sobre todo, en cuanto impulso de cara al futuro.

Los textos de Juan Pablo II referentes al jubileo mencionan, obviamente, el pasado que se conmemora: los acontecimientos que tuvieron lugar en Judea y Galilea hace dos mil años, es decir, la concreta vida terrena de Jesús de Nazaret. Sin embargo, subrayan siempre a la vez que ese pasado no era mero pasado, sino momento en el que tuvo lugar un hacerse presente de Dios en la historia, destinado a prolongarse a lo largo del acontecer. No deja de ser significativo que, si bien habla del Jubileo ya -como he señalado- en la Redemptor hominis, la encíclica en la que trató este tema más extensamente no fue en esa primera, de carácter cristológico, sino una sucesiva, la Dominium et vivificantem, dedicada precisamente al Espíritu Santo (n.49 y ss.). Encarnación, Resurrección y Pentecostés, vida de Cristo y envío del Espíritu Santo, forman, en el mensaje cristiano y en la conciencia de Juan Pablo II, una unidad. De ahí, en consecuencia, que el recuerdo de Cristo no separe al cristiano de la historia ni le lleve a refugiarse en el pasado, sino más bien a enfrentarse de forma decidida con el presente, pues es en ese presente donde debe darse testimonio de Cristo, y ello no de cualquier modo, sino asumiendo y transformando la realidad con la vitalidad que deriva del Espíritu comunicado por Cristo.

Los dos acontecimientos que permiten situar históricamente el Pontificado de Juan Pablo II -el Vaticano n y el Jubileo del año 2000- confluyen así en un mismo punto: un temple de alma en el que la referencia a Cristo y la referencia a la historia se entremezclan, con conciencia de que a Cristo se le encuentra en la historia y de que ésta, la historia, tiene su clave interpretativa en Cristo. No sería difícil analizar, de acuerdo con esta perspectiva, el conjunto de su labor como Romano Pontífice, desde sus múltiples y variados viajes hasta su obra de gobernante y de legislador, con hechos tan relevantes como la promulgación en 1983 del nuevo Código de Derecho Canónico, la aprobación en 1992 del Catecismo de la Iglesia Católica o la reciente regulación del funcionamiento de las Conferencias episcopales. Tal vez, sin embargo, resulte particularmente ilustrativo detenerse en un sólo aspecto: sus documentos doctrinales.

Porque el hecho es que el magisterio de Juan Pablo II ocupa un lugar destacado, incluso desde un punto de vista meramente cuantitativo, en comparación con el del resto de los Papas de la época contemporánea. Y ello no sólo en referencia a los numerosos discursos, homilías y alocuciones pronunciadas en Roma y a lo largo de sus viajes, sino también respecto a documentos de mayor rango. Desde 1978, fecha del inicio de su Pontificado, hasta ahora, 1998, Juan Pablo II ha publicado doce encíclicas sobre temas doctrinales de especial relieve. A ellas hay que añadir, para esbozar un panorama de sus documentos doctrinales, diversas cartas y exhortaciones apostólicas, de rango inferior a las encíclicas, pero también de gran alcance y trascendencia, como la Salvifici doloris, de 1984, sobre el problema del sufrimiento, y la Mulieris dignitatem, de 1988, sobre la condición y vocación de la mujer, así como seis exhortaciones apostólicas postsinodales. Éstas son menos personales, ya que son eco de las propuestas y sugerencias hechas por sucesivos Sínodos de Obispos, pero poseen un singular relieve, pues esos Sínodos, y las exhortaciones que los siguieron, se ocupan de cuestiones capitales para la vida de la Iglesia y de la sociedad: la catequesis, la familia, la reconciliación y la penitencia, la vocación laical, el ministerio sacerdotal, la vida consagrada.

Ciñéndonos a las encíclicas, los documentos de mayor rango formal, hemos de subrayar, ante todo, que la cifra de doce encíclicas supera ya -es decir, con independencia de las que pueda promulgar en el futuro- a la alcanzada por cualquiera de los pontífices que desde mediados del siglo pasado hasta nuestros días han acudido habitualmente a ese medio de expresión. Las cuestiones abordadas en esas doce encíclicas cubren un arco muy variado:
—tres, dedicadas a la Trinidad, constituyen de algún modo la introducción a su Pontificado, ya que en ellas ofrece la clave fundamental de su pensamiento: Redemptor hominis, de 1979, Dives in misericordia, de 1980, Dominum et vivificantem, de 1986.
—una, dedicada a la Virgen María, que prolonga en algunos aspectos -también desde una perspectiva cronológica- las anteriores: Redemptoris mater, de 1987.
—tres están centradas en temas eclesiológicos: Slavorum apostoli, de 1985, sobre difusión del cristianismo en el mundo eslavo, Redemptoris missio, de 1990, sobre la acción misionera, Ut unum sint, de 1995, sobre el diálogo ecuménico.
-tres versan sobre las grandes cuestiones sociales, y particularmente socio-económicas, de nuestro tiempo: Laborem exercens, de 1981, Solicitudo rei socialis, de 1987, y Centesimus annus, de 1991.
-dos, finalmente, se ocupan de la vida moral, sea considerándola en su conjunto y en sus fundamentos (Veritatis splendor, 1993), sea en referencia a esa cuestión capital que es el respeto a la vida (Evangelium vitae, 1995).

El número y la amplitud de esos documentos, junto a la variedad de temas de los que se ocupan, hacen imposible toda tentativa de comentario pormenorizado. Si las hemos mencionado no ha sido para dar entrada a un análisis de ese tipo, sino para prolongar, en referencia a un programa doctrinal extremadamente rico, las consideraciones ya esbozadas y completar así nuestro intento de caracterizar la actitud de Juan Pablo II. En todas esas encíclicas se refleja, en efecto, una misma disposición de ánimo: la que él mismo expresó con las palabras pronunciadas poco después de su elección, el 22 de octubre de 1978, en una de sus primeras alocuciones en la Plaza de San Pedro: «¡Abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce lo que hay dentro del hombre. ¡Sólo Él lo conoce!».

Pocos textos más expresivos de su personalidad que esa declaración, después muchas veces reiterada y comentada. Juan Pablo II es, clara y netamente, un hombre de nuestro tiempo, un hombre que sintoniza, desde lo más profundo de su ser, con la coyuntura cultural contemporánea. Y, a la vez, un hombre de profunda fe cristiana. Ambas dimensiones se funden en su pensamiento y en su vida. De ahí que su magisterio tenga siempre un doble punto de referencia: Cristo, a quien mira con conciencia de que en Él se desvela o aclara la verdad profunda tanto de Dios como del hombre; y, paralelamente, los acontecimientos históricos, los avatares de la historia y de la sociedad actuales, sobre los que aspira a proyectar la luz de Cristo y desde los que interroga a Cristo con la convicción de que, al proceder así, su interrogar no quedará sin respuesta.

Ha habido, a lo largo de los veinte años de su Pontificado, evolución en Juan Pablo n. Basta comparar la primera de sus encíclicas, la Redemptor Hominis, con una de las últimas, la Evangelium vitae, para advertir, por ejemplo, que su diagnóstico sobre la cultura contemporánea se han hecho más duro o, al menos más problemático. Pero se percibe a la vez que el temple de alma y las convicciones de fondo no han variado: desde 1978 hasta 1998, Juan Pablo II sigue testificando una fe en Dios que se prolonga en fe en el hombre, en confianza en la capacidad que el hombre tiene para, tomando conciencia de su dignidad y de su destino -de su apertura a lo eterno y a Dios-, afrontar el acontecer presente y abrirse a horizontes cada vez más grandes. Este mensaje y esta actitud de espíritu, susceptibles de muchas y variadas resonancias -como documentan los hechos y las actuaciones que jalonan su ya largo Pontificado-, constituyen, sin duda alguna, un espléndido legado para una coyuntura como la nuestra, marcada por el tránsito de uno a otro milenio y, lo que es más, por la apertura a profundos cambios históricos y culturales.