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PARA TODOS LOS GUSTOS DE AMÉRICA

Hasta hace poco, ¿treinta años?, ¿veinte años?, la imagen que daban los intelectuales y la cultura era triste, acartonada, hippie, miserable y probretona. Hoy —¡de quién es la culpa?, ¿los yuppies?, ¿el capitalismo?, ¿los gringos?, ¿el nuevo periodismo?-—, la cultura es más alegre y cachonda; tan apetecible y jugosa como un bife de chorizo argentino. En América Latina hay violencia y más muertos qué en tiempos de la conquista (es una exageración, pero…); índices de analfabetismo salvajes, índices de lectura que avergonzarían a cualquier país europeo (en Colombia cada persona lee menos de un libro por año: un número misterioso que es 0,75%), sin embargo, para bien o para mal, las revistas culturales gozan de buena salud comercial y creativa.

Sobreviven y se multiplican. Se fortalecen con avisos de BMW o con las ventas entre un público cada vez más nutrido. El continente no es el paraíso de los filósofos y los literatos y no hay ningún magnate de medios que pueda encender un tabaco con un billete de cien dólares gracias a que su revista de poesía haya dado ganancias millonadas; no: la cultura sigue siendo marginal y monopolio semiexclusivo de las «élites», pero definitivamente cada vez es más pop, más asequible, y como afirman los filósofos canadienses Joseph Heath y Andrew Potter, se hace cada vez más patente que rebelarse vende.

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¿Por qué? Todas estas revistas tienen su origen y su comienzo definitivo en la palabra rebeldía. Hay directores y editores «rebeldes». Periodistas «rebeldes». Críticos subversivos, literatos inconformes y lectores furiosos que en su anhelo por algo mejor deciden meterse la mano en el bolsillo y esparcir su punto de vista por todas partes. «Etiqueta Negra nació por la vía negativa», dice Julio Villanueva Chang, uno de los mejores cronistas de América Latina, peruano, soñador y con un alma de empresario que superó las expectativas de todos sus colegas con una revista de la que, últimamente, hablan todos. «Estábamos cansados de hablar mal de otras revistas —dice—. No queríamos ser esclavos de la actualidad. No queríamos ficción. No queríamos efemérides. No queríamos que fuera académica ni literaria. No queríamos…».

El resultado fue una revista de non fiction que privilegia la crónica sobre todas las cosas. Los temas van desde la familia Simpson hasta un viaje gastronómico por el corazón de Camboya. Interesante, pero… ¿es una revista cultural?

En América Latina el acto de leer es subversivo. La mayoría de diarios tiene el modelo «ideal» del USA Today. Noticias breves y frescas. La lectura ha sido limitada a una ojeada veloz. Por lo tanto ofrecer una revista para leer y, peor aún, para leer con gusto, es un acto revolucionario. La cultura se había satanizado desde los medios. La culpa, en gran parte —porque no siempre los malos son los que están «allá»—, la tuvo una camada de académicos y personas en exceso «cultivadas y profundas» que se empeñaron en escribir para sus grupos. Durante varios años se publicaron escritos de filósofos y críticos de arte que ni siquiera comprendían ellos mismos. Se abusó de términos como hermenéutico y posmodernidad y de miles y millones de citas a pie de página que cobraban más importancia que el propio texto. Su marginalidad los llenaba de orgullo, ¿pero para qué? Pocas revistas de ese talante han sobrevivido. O lo han hecho y continúan tan desconocidas como desde el día que nacieron. Su labor social, por decirlo de alguna manera, ha sido patéticamente nula. En especial en el poderoso vecino de los Estados Unidos, tierra de Rulfo y Octavio Paz…

«En mi opinión las revistas culturales en México —me dice el editor de la revista Wow, Gerardo Lammers— hace tiempo que están a la baja y tal vez por una razón obvia: tienen menos lectores de los que dicen que tienen. Y, desde mi punto de vista, tienen pocos lectores porque no se han renovado en sus conceptos de lo que es o no es la cultura. A estas alturas del partido lucen un poco acartonadas, al margen de que hayan renovado o no su diseño. Responden al viejo modelo de revistas culturales mexicanas (que, creo, está por agotarse): revistas que sirven a grupos de intelectuales que se disputan el poder y el dinero que reparte el Estado. Por otro lado, han comenzado a surgir otro tipo de revistas que, en algunos casos, ofrecen una visión más contemporánea sobre asuntos culturales, pero que no necesariamente se consideran como «culturales». Habrá que ver si se trata de una moda o no, pero el caso es que en los últimos tres o cuatro años han aparecido publicaciones para jóvenes cuyo denominador común podría ser una conexión con el arte contemporáneo y una visión más desenfadada de diferentes asuntos, incluidos los culturales (aunque esta visión en algunos casos peque un poco de frívola o hueca). Entre estas revistas se podría poner a Celeste, Wow y Picnic. Quizá las nuevas revistas culturales (aunque no se acepten como tales) están cambiando hacia otra cosa, tomando elementos de las clásicas revistas culturales. Una onda híbrida», concluye Lammers.

 

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En esa onda «híbrida» se podrían citar dos ejemplos más, la primera es la revista de la que soy editor: Gatopardo. Es una mezcla entre Vanity Fair y Esquire. Circulamos en toda América Latina y presumimos de contar con las mejores firmas del continente. Hay crónicas y temas de todo tipo, desde un perfil completo del diseñador John Galiano hasta uno de Guillermo Kuitca, el artista argentino y latinoamericano más relevante de los últimos años. Podemos contar con un artículo de Tomás Eloy Martínez y con un especial fotográfico con los mejores chefs de América Latina. Podemos combinar un artículo de Chuck Palahniuk sobre Juliette Lewis con uno de Martin Amis sobre los niños asesinos de Cali. Nuestros artículos no tienen menos de cuatro mil palabras y son para leer.

Hay otro tipo de propuesta híbrida mucho más radical en Colombia. Se trata de la revista SoHo. Es una revista definida para hombres y su fuerte son los semidesnudos de las mejores modelos de Colombia. Es una de las más leídas. Tiene un diseño impecable y un tamaño notable. Su contenido mezcla los restaurantes de moda y columnas de un escritor como Fernando Vallejo. Hace poco —al mejor estilo Dickens— empezó a publicar una novela por entregas.

Otro tanto podría decirse de la clásica Rolling Stone, un icono contracultural por excelencia, y que en América Latina tiene franquicias en Argentina, la región andina y México. «Rolling Stone —me dice Marta Orrantia, editora de la edición de la región andina—, más que una revista cultural, es una revista sobre la cultura pop. Sus textos, sin importar si habla de música, de política, de arte, de libros, de cine o de un desastre natural, siempre se hacen pensando en un público ávido de buena lectura, al que le interesa saber de Norman Mailer o de Mótley Crüe, que quiere informarse sobre las últimas noticias de Chávez y leer la historia de Joe Arroyo, contado a través de la crónica y el reportaje, que han sido parte esencial de la revista desde sus comienzos».

Hace años Mario Jursich, subdirector de la revista El Malpensante (Colombia), me dijo que en el momento de plantear el nacimiento de la revista estaban cansados del modelo francés. No querían ensayos aburridos. El Malpensante publica textos tipo New Yorker; textos inteligentes, satíricos, y sobre todo, exquisitos. Se leen de un tirón. Su misión —desde hace poco más de seis o siete años— ha sido provocar y crear una especie de diálogo intelectual con sus lectores. «En Colombia —me dijo en otra ocasión— la gente resuelve sus peleas con balas. Nosotros proponemos pelear con palabras». Su sección de cartas es extensa y tan sólida como sus artículos más sesudos. Hay de todo: cine, literatura, ficción. Incluso periodismo puro y duro: el año pasado ganaron el premio nacional de crónica con un magnífico texto sobre Afganistán que ocupó todas las páginas de la revista.

Pero el premio mayor para todos ellas es algo que hace veinte, treinta años, era impensable: ¡las leen! En Colombia El Malpensante, Mundo, Arte en Colombia (mejor conocida por fuera del país como Art Nexus) y Número; Etiqueta Negra en Perú; Barcelona, La Mujer de mi Vida y Llegas a Buenos Aires en Argentina; Wow, la famosa Letras Libres, dirigida por Enrique Krauze, que de alguna manera se ha querido ver a sí misma como heredera de Vuelta, la clásica revista de Octavio Paz; Nexos y la lujosa Artes de México, The Clinic y Rocinante en Chile; Plátano verde en Venezuela; la lista es mucho más larga, pero por deficiencies de memoria o por simple ignorancia, se me quedan varias por fuera. Pero puedo decir que todas son admirables. Vengan de donde vengan. Libres. Independientes. Alegres. Y cada vez con propuestas más osadas y maravillosamente canallas como Barcelona y The Clinic que, por su lado, hizo su estruendosa aparición en Santiago de Chile mientras Pinochet se encontraba preso en Londres. Estas son las que se salen del molde de manera más estruendosa y radical, con propuestas que definitivamente no son las más convencionales.

Lejos de la contracultura, y dentro del propio «establecimiento», hay sin embargo casos excepcionales como Ñ, del diario Clarín de Argentina. Es una mezcla entre El País Semanal y Babelia que sólo cuesta 50 centavos y tiene tal éxito que se vende aparte del diario. «No pagaría mucho más por la revista, pero así está bien», me dice el mismo Marchetti. «Te enterás de varias cosas y, si te interesa un libro, vas y te lo comprás —continúa—. O vas a ver esa muestra, o te compras un disco. Algunas entrevistas están bien, porque tienen un espacio importante para que hable gente que siempre rinde en las entrevistas: David Viñas, Juan José Sebreli, Ricardo Piglia o César Aira, por ejemplo, todos polemistas brillantes.

La competencia —sólo en la Argentina— no se queda atrás y Radar y Radarlibros, de Página 12, son una contraparte dura y aguerrida: en sus páginas se sienten presencias tan potentes como la de Rodrigo Fresán y Alan Pauls.

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En Colombia, país que vivo y sufro, los suplementos culturales de los diarios no tienen ese peso. Hace poco salió un suplemento excepcional, Semana Libros, de la revista Semana. No ha tenido continuidad pero es una promesa interesante. Sus pocas apariciones —dos o tres— han generado ese cariño tan necesario por los libros y por un comentario filoso.

Por ahora sólo hay que conformarse con el recuerdo del magazín dominical de El Espectador. Todos los nerds de mi generación alguna vez descubrieron allí un autor o una referencia que luego se hizo indispensable, de no ser por el magazín nunca hubiera conocido autores como Kerouac o Ambrose Bierce. Yo era un muchacho de provincia y en mi ciudad no había —todavía no hay— una sola librería decente.

Y finalmente esa es la misión de las revistas culturales. Ser el caldo de cultivo para subversivos y perezosos, para inconformes y para gente que «quiere leer pero no tiene el hábito de comprar libros», como dice Julio Villanueva Chang. Son la cuna de los intelectuales de cada generación. Hace poco salió al mercado, bajo el sello Lumen, en coedición con la Universidad Nacional de Colombia, una antología de artículos de la revista cultural más importante de Colombia y tal vez de América Latina hace cincuenta años: la revista Mito. Entre sus páginas encontré una verdadera joya: la crítica de Pedro Páramo, hecha por Carlos Fuentes, que dice: «Con Pedro Páramo, publicada recientemente por el Fondo de Cultura Económica en su serie Letras Mexicanas, el joven Juan Rulfo renueva y fertiliza el campo de la novelística mexicana», ¡se imaginan! ¡El joven Juan Rulfo!

Esperemos que los jóvenes que publican ahora sean leyendas dentro de cincuenta años… por ahora tienen una ventaja: internet. La clase intelectual de América Latina está más conectada que nunca: el email reemplazó la vieja correspondencia, ha aligerado todo y, como en este caso, un texto puede viajar miles de kilómetros sólo con un send.

Periodista. Director de El Gatopardo (Bogotá, Colombia). Máster Balboa para Periodistas Latinoamericanos, de las fundaciones Diálogos y Carolina (España)