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Todo debate serio sobre el futuro de la televisión pública en España tiene que plantearse en torno a cuatro preguntas básicas, que debemos hacernos con toda claridad, con la mayor honestidad posible, sin recurrir a tópicos a la hora de tratar de responderlas.

¿QUEREMOS REALMENTE UNA TELEVISIÓN PÚBLICA?

La primera de ellas se formula precisamente como el título de esta conferencia: ¿Queremos o no queremos una televisión pública? Para poder responder hay, en primer lugar, que definir qué entendemos por «servicio público», cuáles son las funciones que asignamos a los servicios de esa naturaleza, pues en otro caso no sabremos nunca qué podemos encomendar y qué debemos exigir a una televisión pública.

Responder a esta primera pregunta implicaría, además, aclarar el siguiente equívoco: cuando hablamos de televisión pública, ¿nos referimos a la Radio Televisión Española o, como debería ser, nos referimos a la totalidad de las emisoras públicas, ya sean autonómicas o locales, que también conforman el paisaje público de la televisión en España? Porque nos hemos acostumbrado a centrar en Prado de Rey todas las críticas contra la televisión pública, pero tan monopolio es Radio Televisión Española a nivel nacional como TV3 en Cataluña, TVA en Galicia o Canal Sur en Andalucía, por citar sólo algunos ejemplos. Y tan distorsionante para la competencia es la creación pública de una televisión municipal o autonómica como una estatal. Desde esta perspectiva, la pregunta que nos hacemos cabe replanteársela en estos otros términos: ¿debemos acabar con el principio según el cual cada Administración debe tener su televisión? Porque esa es, según parece, la norma imperante cuando hablamos de televisiones públicas.

En tercer lugar, también hay que plantearse estas otras cuestiones: ¿podemos afrontar el futuro de la televisión pública centrándonos en su reforma, o debemos extender el análisis al panorama audiovisual en su conjunto, al duopolio de la televisión en abierto -porque sólo hay dos emisoras privadas- o al monopolio de pago -porque sólo hay una plataforma de pago-? ¿Debemos extender nuestro análisis a la televisión digital que viene? ¿Y a la televisión local? Es decir, ¿debe ser la nuestra una visión de conjunto o es mucho más cómodo centrarnos en si es buena o mala la programación de Radio Televisión Española, si lo hacen mejor o peor, si sus trabajadores están manipulados o no, etc.?

Todo eso entra dentro de la pregunta inicial, que es si queremos o no queremos una televisión pública.

Vamos a suponer que la queremos. En ese caso, la segunda pregunta inevitablemente será: ¿qué dimensión debe de tener esa televisión que queremos? ¿Debe ser una televisión fuerte, que abarque toda la temática audiovisual o convertirse solamente en un ente marginal y hasta cierto punto subsidiario, que sólo emita aquellos programas que los operadores privados rechazan por su escasa o por su nula rentabilidad?

La tercera y fundamental pregunta aborda la cuestión de la financiación de esa televisión: ¿ayudas, con cargo a los presupuestos del Estado; vía canon; a través de la publicidad con patrocinio privado; a través de fórmulas mixtas?

Y por último, la cuarta pregunta es: ¿cuál sería la mejor organización institucional para desarrollar eficaz y fielmente la función de servicio público que le hemos encomendado a esa televisión pública?

Yo no pretendo responder aquí en detalle a todas esta cuestiones, porque las respuestas son una obligación de todos, o mejor dicho, de nuestros representantes políticos. Desde luego, es seguro en todo caso que esa no es una obligación de los representantes de Televisión Española. Porque es esencial no olvidar que la historia de la televisión pública es la historia de un compromiso de la sociedad española con su televisión. Un compromiso que por voluntad de cada uno de nosotros ha ido evolucionando a lo largo del tiempo, tanto en su fundamentación jurídicopolítica como por los objetivos que pretende alcanzar, como lo muestra la propia historia de la televisión española, a la que aquí nos van a permitir referirnos brevemente.

MONOPOLIO ESTATAL DE PROGRAMACIÓN Y FINANCIACIÓN

¿Por qué interviene un Estado en el sector televisivo? Los fundamentos clásicos dicen que, en primer lugar, lo hizo por defender el interés general; en segundo, por la seguridad nacional; tercero, por la utilización del dominio público, ligado a la limitación de las frecuencias disponibles; en cuarto, por el fuerte impacto real que tiene la televisión sobre el público, puesto que ella, cuando no existía una alternativa, se dirigía a un mismo número de sujetos y entraba, querámoslo o no, de tal forma en su esfera individual y privada con su gran poder de sugestión, que eso condicionaba no poco al receptor del mensaje, sin necesidad de acto volitivo o consciente por parte de ese receptor. A estos cuatro motivos se unen otras razones económicas y políticas, que explican por qué nació la Televisión Española un domingo 28 de octubre del año 1956, cuando desde el Paseo de la Habana se realizaba su primera emisión.

Desde ese día, la televisión pública monopolio fue extendiendo poco a poco su red hasta garantizar una cobertura total en todo el territorio de la nación. Posteriormente se desdobló en una segunda frecuencia, y dio paso a la segunda cadena. Se pusieron en marcha nuevos centros de producción territorial. Nuevas emisoras de Radio Nacional de España iniciaron sus emisiones internacionales, y se crearon el Coro, la Orquesta Sinfónica y el Instituto Oficial de Formación. Todo ello se puso en marcha a golpe de cuantiosas inversiones, que crearon empleo directa e indirectamente al tiempo que contribuían en un grado muy significativo al desarrollo industrial y tecnológico tanto en el sector audiovisual como en el de las telecomunicaciones en España.

Todo esto lo hizo Televisión Española sin coste alguno para los presupuestos generales del Estado, porque había un monopolio y la publicidad cubría con creces todas esas inversiones y todas esas actividades.

EL ESTATUTO DE RADIO TELEVISIÓN

En 1980, el 10 de enero, se dio un segundo paso fundamental, con la aprobación en las Cortes del Estatuto de Radio Televisión, que establecía los órganos de gobierno de la televisión y un sistema de financiación. Voy a insistir mucho en este año, por dos razones, una positiva y otra negativa. La negativa, porque esa sigue siendo la norma que rige en la actualidad, lo que no es sino un anacronismo. Y la positiva, porque ese Estatuto nació del espíritu de consenso que presidió toda la transición democrática. La importancia del Estatuto venía subrayada por tratarse de una de las primeras leyes de desarrollo constitucional y una de las primeras consecuencias de los denominados Pactos de la Moncloa. Porque los legisladores de entonces -los partidos políticos- se habían puesto de acuerdo en que ésta era una de las primeras cosas que había que hacer. Y ese fue el modo en que se consagró esa idea a la que ya me he referido, y que es la del compromiso de la televisión con la sociedad y cuya renovación está en el centro, en definitiva, del debate en el que estamos inmersos en la actualidad.

Desde aquel año 1980, y tras la llegada de las televisiones autonómicas a partir de 1983, tuvo lugar la efectiva ruptura del monopolio televisivo en España y que puede datarse en el año 1990, por ser el primero en que Televisión Española perdió efectivamente dinero. Se trataba de una ruptura largamente anunciada y desde luego querida por todos, pero en respuesta a la cual aún no se ha redefinido el papel de Televisión Española.

En otros casos, sí se ha previsto qué hacer con las viejas compañías que tenían el monopolio de determinados servicios: piensen en Telefónica, o en el caso de las compañías eléctricas, cuando les llegó la hora de ser liberalizadas. En uno y otro caso se protegió en cierta forma el sistema, porque se entendía que la distorsión que se produciría en caso de darse una total desprotección, sería todavía mucho peor. Pero ese no fue el caso de Televisión Española. ¿Por qué? ¿Por falta de previsión, por incompetencia?

No es fácil dar una respuesta inequívoca a estas preguntas. Lo cierto es que a partir de 1990 se endurece el mercado de productos televisivos -que cada vez son más caros-, se fraccionan las audiencias y, al repartirse la inversión publicitaria, disminuyen inevitablemente los ingresos de Radio Televisión Española. Ese descenso de los ingresos fue tan brutal, que si en 1989 Televisión Española ingresaba más de 165.000 millones de pesetas por ese capítulo, y con ello cubría todos sus gastos, solamente tres años después los ingresos por el mismo concepto no llegaba ni a los 80.000 millones de pesetas, es decir, ni siquiera a la mitad.

Era, pues, imposible que Radio Televisión Española, diseñada y gobernada por los políticos para ser explotada en régimen de monopolio, pudiera continuar cumpliendo su función en el nuevo escenario, determinado por las leyes de mercado. Nadie pareció advertir en ese momento que el modelo existente, aparentemente perfecto por las razones expuestas, se había convertido sin embargo en inservible de la noche a la mañana. Pero se siguió mirando hacia otro lado, hasta el punto de que llegó a aprobarse un sistema de financiación alternativo a la ya imposible autofinanciación de la televisión por medio de las publicidad.

Eso sí, a los profesionales y directivos de Televisión Española se les seguía exigiendo una mejora constante, es decir, el incremento de servicios y de contenidos a toda costa. Las distintas direcciones, con una mejor o peor gestión, se vieron lógicamente abocadas al mercado, adonde acudieron de modo mucho más agresivo que antes para captar publicidad, al tiempo que operaban con el progresivo endeudamiento del grupo. Y con ello la calidad se resintió, de modo que la diferencia entre la televisión pública y la televisión privada empezó a difuminarse a marchas forzadas y resultó lo que conocemos en la actualidad.

Por eso la pregunta inevitable es la que nos hemos hecho al principio: en la actualidad, ¿hace falta realmente una televisión pública o es únicamente un elemento distorsionador del mercado? Si ha llegado a parecerse tanto a las otras televisiones privadas, ¿para qué queremos la pública? Si ya tenemos estas otras, privaticemos la pública.

TELEVISIÓN Y RAZONES DE ESTADO

¿Existen razones válidas para renovar hoy ese compromiso entre la televisión pública y la sociedad española? Me gustaría compartir con ustedes algunas de las nuevas razones por las que a mí me parece justificado renovar ese compromiso. Son unas razones ligadas fundamentalmente al creciente peso que la televisión tiene en una sociedad como la nuestra, que es cada día más audiovisual. Y porque la misma multiplicación y fragmentación de las ofertas televisivas puede consolidar, en cierta forma, la importancia y la necesidad de la función global que corresponde a las radio televisiones públicas. Son a ellas a las que cabe encomendar un cierto grado de igualdad en el ocio, en la cultura, en la información, en el entretenimiento y en el acceso de toda la ciudadanía a muy diversos conocimientos y realidades, que se ofertan en la actualidad por vía televisión. Porque la oferta televisiva privada no se fragmenta espontáneamente, por así decir, de tal forma que el puzz¡£ acabe formando un todo, un mapa completo en el que están presentes cada uno de los aspectos necesarios para la ciudadanía. El mercado se fragmenta, más bien, en nichos muy especializados y sin ningún tipo de relación, probablemente. Por eso es necesaria esa función global, es necesario un ente que aglutine todas esas partes.

COHESIÓN CULTURAL

También es importante que el acceso de las nuevas tecnologías y de los nuevos servicios que éstas hacen posible, quede garantizado a todos los ciudadanos, con independencia de la situación económica de cada uno. Por lo tanto, cabe sostener que la actuación de las televisiones públicas debe orientarse siempre a fomentar esa cohesión social y cultural, esa cohesión territorial, que es clave en cualquier Estado.

CONTRA LA CONCENTRACIÓN EN GRANDES GRUPOS

Por otra parte (y esto no es simplemente mi opinión, sino algo que está en los textos, que ha sido reconocido por todos los Estados de la UE) son necesarias unas televisiones públicas independientes de grupos económicos o de presión, para que los fenómenos de concentración de medios que se producen inexorablemente en el sector audiovisual, y el protagonismo creciente que van teniendo cada vez más algunos poderosos grupos supranacionales, no dificulte la libre y plural formación de la opinión pública.

POR LA DIVERSIDAD DE CONTENIDOS

Junto a estas ideas de igualdad y de cohesión, más pluralismo e independencia, es fundamental asimismo la participación activa de las televisiones públicas para que se soslaye la uniformidad de contenidos y se asegure la diversidad cultural y lingüística. Las televisiones tienden a concentrarse en mercadotecnia y en distribución, pero no en producción de contenidos, que o bien tienden a ser efímeros, desapareciendo rápidamente, o de una calidad artística y técnica muy limitada. También, como garante de un cierto patrón de calidad, es importante que las televisiones públicas mantengan el compromiso con la producción nacional.

PROYECCIÓN EN EL EXTERIOR

Finamente, si admitimos la importancia que tiene la red de televisiones en el fomento de lá cohesión social, etc., tendremos que admitir también el papel que tiene nuestro país en el desarrollo de la idea que otros se hacen de él. Porque la televisión actúa, querámoslo o no, como portavoz de nuestra cultura, como mediadora de nuestra participación en un contexto global a nivel cultural y a nivel educativo.

LA MODIFICACIÓN DEL ESTATUTO

Todos estos principios de pluralismo y diversidad, de calidad y de presencia a escala mundial, que normalmente definirían esa televisión pública global, habrá que formalizarlos de alguna manera. Esa formalización es la modificación del Estatuto de 1980, no queda otra. Y además, se ha de hacer a través de la definición de «servicio público», de lo que entendemos por ello y de lo que dependerá la reforma institucional y el nuevo sistema de financiación que queramos poner en marcha. Veamos por separado los tres elementos.

En primer lugar, «función global de servicio público». De acuerdo con las directrices comunitarias, el Estado -cada uno de los Estados miembro- es libre para calificar como quiera el conjunto de las televisiones públicas. Subrayo la palabra «conjunto», porque se trata de una distinción muy importante. No estamos ante concretas obligaciones, programas o contenidos que pudieran ser considerados como de servicio público; ni se trata de definir si tal o cual programa presta o no un servicio público: estamos, por el contrario, ante una función global, ante una responsabilidad global de una televisión que impregne todas las actuaciones de la radio y de la televisión misma, conforme a esos principios de universalidad, calidad, diversidad, rentabilidad social y participación activa en el progreso tecnológico.

Por lo que se refiere a la universalidad, se trata de llegar a todos con la máxima cobertura técnica, geográfica, social y cultural. Ligado a este principio, está claro que la televisión ha de dirigirse no sólo a la audiencia en general, sino a sectores minoritarios, con programas de todas las clases y géneros: brindando, en definitiva, un conjunto lo más equilibrado posible de culturas, de educación y de información. ¿O es que solamente hay que producir aquello que rechazan las otras televisiones? Cuando hablamos de la universidad pública, por ejemplo, a nadie se le ocurre decir que las universidades públicas deben ofertar solamente aquellas carreras que las privadas rechazan, por no considerarlas rentables. La universidad pública tiene que brindar a la ciudadanía todas las carreras, tanto las que tienen mucha demanda como aquellas otras que son minoritarias. Algo análogo podemos decir que ocurre con la televisión.

Por su parte, la calidad es un caballo de batalla muy difícil de definir. Hace tiempo, hablando de un concepto distinto -el subdesarrollo-, un profesor mío decía que el subdesarrollo es como una jirafa: absolutamente imposible de definir pero perfectamente identificable cuando uno ve un ejemplar. Esta misma idea se puede aplicar al concepto de «calidad» tratándose de la televisión. Cuando vemos un programa, sabemos muy bien cómo calificarlo, decimos si tiene o no calidad. Y eso tiene consecuencias para aquellos que lo han puesto en marcha.

El último, o el penúltimo, de esos principios el de la rentabilidad social. Este es el principio que más distingue a una televisión pública de una privada. En el fondo, las televisiones privadas lo único que hacen es poner en contacto audiencias con anunciantes, actúan como intermediarios entre una audiencia y un bien de consumo, buscando en definitiva el beneficio económico; por tanto, si un programa resulta rentable lo emitirán y si no, simplemente, no lo emitirán.

Pongamos un ejemplo. Normalmente, las televisiones privadas, sobre todo aquellas que emiten en abierto, se dirigen al sector de la población comprendido en lo que se llama el «target comercial americano», y que abarca a los espectadores de entre dieciocho y cuarenta y nueve años (sencillamente porque se considera que ellos tienen el mayor poder adquisitivo). Pero las televisiones públicas ni pueden evidentemente despreciar otras franjas de edad o de intereses, ni tampoco pueden separarse o hacerse independientes de ese target de la empresa privada.

El último principio, que era el de la asociación con el progreso tecnológico, también afecta a la televisión pública, porque si la desvinculamos de los avances tecnológicos actuales, aunque eso nos ahorrase dinero, no llegaríamos a ninguna parte. La televisión pública tiene que participar activamente en la era digital, es preciso definir su papel en ese contexto, lo mismo que en la televisión por cable, en la televisión por satélite, en la convergencia con Internet, etc.

Hablamos también de reforma institucional. Es ella quizá la que ha sufrido mayores embates, la que ha sido escenario de la mayor confrontación política. Fíjense ustedes que el objeto de la disputa es qué políticos o cuántos políticos controlan la televisión pública, cuando, en realidad, de lo que se trata es precisamente de lo contrario: conseguir alejar a los políticos de la televisión pública, es decir, conseguir garantizar su independencia. Yo no creo en la independencia absoluta -ni en la de los medios, ni la de las mentes ni en la de las personas-, pero desde luego debe ser una meta, algo por lo que luchar.

Hagamos un ejercicio de realismo, dirán ustedes. Si la televisión es pública, es que tiene relación con bienes públicos; por tanto, mantengamos un control parlamentario sobre ellos, pues al fin y al cabo los parlamentarios son nuestros representantes. Hagámoslo en la correspondiente comisión del Congreso de los Diputados. Hasta ahí no hay problema, pero eso sí: vamos a cambiar el consejo de administración de Radio Televisión Española. Porque realmente, que sus miembros sean nombrados directamente por los partidos de acuerdo con cuotas partidistas, convierte las reuniones del consejo de administración en poco más o menos la retransmisión de las peleas que hay en el Congreso. Por lo tanto, en lo único en lo que no se piensa en ese consejo de administración es en la propia Televisión Española.

Consecuencia: debemos mantener el control, pero viremos hacia un consejo de administración más de tipo empresarial, que al fin y al cabo eso es lo que es una televisión pública, con un fuerte contenido social, eso sí, precisamente por la misión y la función pública que tiene Radio Televisión Española. Y, probablemente, tengamos que sustituir la actual figura del director general por un presidente ejecutivo. Sobre eso volveré enseguida.

¿QUIÉN NOMBRA AL PRESIDENTE DEL CONSEJO DE ADMINISTRACIÓN?

Algunas personas se preguntarán cómo nombramos a ese presidente ejecutivo. ¿Que digan su nombre en el Parlamento? Eso suena muy bien, aunque lo cierto es que no hay ninguna radio televisión pública en el mundo cuyo presidente sea nombrado por el Parlamento. Otros propondrán que se haga a través de una votación con mayoría cualificada. Pero cada vez que se trata de una mayoría cualificada en cualquier ámbito, y ustedes lo han visto muchas veces, todo acaba en una negociación política, en repartos de cuotas partidistas, en juego con otras cuestiones y no en el tema central que se busca, que en este caso sería el futuro de Radio Televisión Española.

Por lo tanto, si la televisión tiene además que ser fuerte y recibir una financiación pública importante y estar al servicio de todos, yo personalmente creo que lo correcto sería que la iniciativa del nombramiento correspondiese al gobierno democráticamente elegido. ¿Que el nombramiento del Consejo de Ministros puede ser refrendado luego por el Parlamento? También podría ser, por supuesto, pues cuanto mayor consenso haya, tanto mejor. Y también creo, y esto es algo que me gustaría subrayar, que el mandato del presidente ejecutivo debería extenderse más allá de una misma legislatura. Una garantía de independencia resultaría precisamente de que el presidente ejecutivo de ese grupo público que defiende el interés de todos, sobreviva políticamente a quienes le han nombrado. Porque lo verdaderamente importante es que Radio Televisión Española sea dotada de independencia real -independencia en las formas, independencia en su financiación-.

FORMAS DE ADMINISTRACIÓN AUTÓNOMAS

Permítanme unas últimas palabras a propósito de las formas de administración. Piensen ustedes que si un grupo público tiene un presidente elegido por el Parlamento, con un consejo elegido por los partidos políticos, cuyo presupuesto depende anualmente de la asignación que decidida el ministro de turno, la independencia no es precisamente el adjetivo que podríamos aplicarle a ese primer ejecutivo del grupo. Si, además, depende administrativamente de algún ministerio (a lo largo de los últimos veinte años, ha dependido de varios), se acaba quedando casi completamente encorsetado merced a mecanismos burocráticos de todo tipo que dificultan una gestión eficiente. Por lo tanto, hay que büscar una autonomía real en las formas de administración. Y me refería también a la independencia y a la autonomía en la financiación, que busque una financiación diversificada y estable.

La diferencia fundamental entre Radio Televisión Española y las otras televisiones públicas europeas no radica en la función global de servicio público en la que la primera está comprometida, ni en su dimensión, ni en la cualificación de sus profesionales -que son grandes profesionales-, como tampoco está en el respaldo de la audiencia (de hecho, Televisión Española tiene mayor respaldo de la audiencia que cualquiera de las televisiones públicas extranjeras). La diferencia está -y por eso subrayé la importancia del año 1980 y los Pactos de la Moncloa- en la falta de consenso social y político que salvaguarde en la actualidad su actuación. La diferencia está en que las otras radio televisiones públicas europeas no son empleadas regular y constantemente como escenario para la confrontación política. Y la diferencia está en que todas ellas cuentan con un marco económico definido que garantiza a largo plazo todas sus actividades, lo que no ocurre con Televisión Española. Todas cuentan con una financiación mixta, en la que el peso de los recursos públicos es primordial. En esto consiste la excepción que sin duda representa el grupo público de Televisión Española en el panorama audiovisual europeo.

¿ES ILEGÍTIMA LA DOBLE FINANCIACIÓN?

Habrán oído también muchas veces hablar de la incongruente «doble financiación» o de la «competencia desleal» que eso genera. Es curioso que, precisamente cuando se renegociaba el tratado de la Unión Europea respecto a la financiación mixta de las televisiones, se aprobó explícitamente un protocolo -el Protocolo de Amsterdam- que viene a reconocer la consideración especial debida a la radio difusión de servicio público, precisamente para que no quede sometida exclusivamente a las fuerzas del mercado y al total rigor en lo que se refiere a las normas de competencia.

Con base a este protocolo, que forma parte de nuestra propia legislación, se reconoce la total corrección de una financiación mixta de las televisiones públicas, siempre que ésta se articule en un régimen de proporcionalidad y de transparencia. Es decir, el problema no está en que la radio televisión pública se financie a través del erario público y de la publicidad: el problema está en cómo se hace. Esos son los términos, ese es el marco en el cual debemos encuadrar las declaraciones del comisario Monti de hace unas semanas. No se trata de que no se esté siguiendo un sistema de financiación, que por otro lado es el previsto en el Estatuto, sino que se trata de hacerlo bien.

PUBLICIDAD

Por eso creo que Radio Televisión Española debe mantenerse, al mismo tiempo que del erario público, de una forma parcial en el mercado publicitario. ¿Por qué? Porque la publicidad, al fin y al cabo, es también un termómetro que mide la realidad social en la que se mueven esos ejecutivos o esa televisión. Es bueno para la entidad generar recursos, le hace tener los pies en la tierra, le hace saber y conocer exactamente a qué público se está dirigiendo, para lo que tiene que cotejar las reacciones de audiencias y la publicidad. Es bueno también, creo yo, para la ciudadanía, porque obviamente tendría que pagar menos.

Quiero recapitular volviendo a esas cuatro preguntas con que abría mi intervención. Contesten ustedes lo que contesten a todas ellas, háganlo por favor de una forma que se traslade y haga que los políticos conozcan sus responsabilidades a este respecto. Y recuerden que Radio Televisión Española, hoy día, es el mayor grupo audiovisual de España, algo que se ha venido construyendo desde hace mucho tiempo, que tiene muchos defectos pero que es el único con cobertura en todo el mundo y que goza de un respeto mucho mayor probablemente fuera de nuestras fronteras del que queremos darle aquí.

Este grupo público puede renovar, si queremos, su compromiso con la sociedad para brindar a la misma, en esta nueva era digital, unas programaciones y servicios cada vez más necesarios para todos, sin excluir a nuestros hijos, sin excluir a nuestros mayores, en un contexto de creciente fragmentación de audiencias que hace que muchos de estos grupos sean despreciados. Ha llegado, en definitiva, el momento de afrontar lo que dice una frase que utilizamos muy a menudo, a saber: «renovarse o morir». O renovamos la radio televisión pública, o puede que haya que olvidarse de ella. Yo, por mi parte, creo que nuestros representantes políticos no van a desaprovechar esta ocasión y espero que ustedes les alumbren con sus ideas. Muchas gracias.