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El periodismo marca los segundos del reloj de la Historia. Es la letra pequeña de la Historia grande, escrita a medida que va pasando: los árboles de un bosque inmenso, que no vemos, y para cuya contemplación nos falta perspectiva, lo que Chu-En-Lai, el mandarín de la Revolución Comunista de Mao, decía que no tenía respecto a la Revolución Francesa. Los periodistas de nuestro tiempo son los herederos de los redactores de los viejos pasquines, de los pregoneros que inventaron la radio antes que Marconi, de los escribanos que transmitían noticias con letra de pendolista o, después de que Gutenberg conquistara el Premio Nobel que en la Edad Media no se concedía, quienes en las imprentas nacientes juntaban las letras de madera para que las noticias no se quedaran en el cajón.

El periodismo, en medio de la crisis económica y a caballo de las nuevas tecnologías, ha entrado en una nueva etapa de su agitada vida, ligada a la política, a las guerras, al progreso y a los grandes acontecimientos. Como era previsible, el tsunami de la recesión planetaria también ha afectado muy gravemente, en términos económicos, a las empresas de comunicación. En España y prácticamente en todo el mundo. En realidad, son dos crisis superpuestas. Por un lado, la general del ciclo económico, que impacta a todo el sistema productivo, y, por otro, la específica de los medios de comunicación, que tiene su propia lectura.

El hombre que cuenta lo que pasa: ese es el periodista. Alguien que no se calla. Pero para que su contribución a la sociedad sea plena, tiene que integrarse en una empresa. «Tarde o temprano, el periodista tendrá que encontrarse con su editor», decía el gran maestro italiano Indro Montanelli, apuntando sutilmente que la libertad de prensa es, en realidad, la libertad de los empresarios, que son los que tienen la sartén por el mango. A Montanelli, que empezó enviando despachos como corresponsal en la guerra de España, tecleando en una máquina Olivetti portátil que apoyaba en sus rodillas, le tocó varias veces enfrentarse a su editor. El último, Silvio Berlusconi, frente al que supo estar a la altura de las circunstancias. Se peleó dignamente y no se plegó a la fuerza del polémico magnate.

Montanelli, que hasta el final de su vida sostuvo que el papel del periodista es el de informar interesando y que, en su etapa final, decía que a su edad podía permitirse el lujo de desdeñar las nuevas tecnologías, no concebía el periodismo sin periódicos de papel. Pero el papel ha dejado de ser el soporte preferente de las noticias. Los periódicos tradicionales —sobre cuyo futuro se hacen los pronósticos más sombríos— sufren una pérdida muy severa de anunciantes y lectores.

«Donde no hay publicidad resplandece la verdad», decía un viejo eslogan de la revista satírica La Codorniz, cuyo humor de posguerra sorteaba con ingenio la censura de la dictadura. Pero sin publicidad lo que brilla, sobre todo, es una verdad indiscutible: que, dado que los costes solo se enjugan con los anuncios, las empresas que carecen de ellos se van a pique. Eso es lo que está pasando con la mayor parte de los periódicos, abocados a reconversiones drásticas en materia laboral.

Sin publicidad y con lectores menguantes (porque la gente se informa ahora por otros canales alternativos) no existe posibilidad de sostenimiento económico para los periódicos. La simple libertad de prensa no asegura la viabilidad comercial. Los nuevos soportes electrónicos, Internet, las redes sociales, la llamada blogsfera, Twitter y toda la creciente parafernalia tecnológica, se llevan a los lectores y crean nuevos informadores y comentaristas, en competencia directa con los periodistas profesionales, cada vez más numerosos en España, y cada vez más castigados por el paro.

Una periodista irritada con lo que está pasando, la argentina Leila Guerreiro, ha escrito que «los medios buscan la manera de enfrentarse al mundo digital, a la caída de las ventas y, como una forma de solución a esos —y otros— problemas, los periodistas deben salir a la calle a hacer diez artículos por día, equipados de grabadora, tableta, teléfono móvil y cámara de fotos, mientras al mismo tiempo se promueve la idea del periodismo ciudadano, que consiste en decirle a todo el mundo que eso que los periodistas hacen lo puede hacer cualquiera».

Efectivamente, cualquier amateur puede desempeñarse en este oficio sin necesidad siquiera de hacer prácticas de becario y, si es audaz —condición que ahora parece cotizar al alza—, hasta asomarse a ese Olimpo de las tertulias de la radio y la televisión. Lo que hacen los periodistas lo puede hacer cualquiera, sí, Leila. Ya Billy Wilder, el gran director cinematográfico que fue periodista en su juventud vienesa, decía en sus memorias, tituladas Con faldas y a lo loco, como su espléndida y famosa película: «Yo estaba bien dotado para el periodismo, pues era impertinente y tenía talento para exagerar».

La exageración es como un travelling que desemboca en un primer plano. Los periodistas de hace un siglo tenían que «hinchar el perro», que consistía en enriquecer con prosa florida los escuetos despachos que llegaban a la redacción. Si, telegráficamente, la breve noticia decía: «Incendio en la calle del Reloj, junto a la plaza de la Marina Española», un redactor de pluma florida escribía: «Ayer, a las cinco de la tarde, junto al Senado de la nación, un pavoroso incendio interrumpió el brioso discurso del ministro de Gracia y Justicia, a la misma hora en que Frascuelo y Lagartijo hacían el paseíllo en Las Ventas para enfrentarse, en un portentoso mano a mano, a un serio encierro de Miura. Los gritos de “¡fuego! ¡fuego!” silenciaron las apostillas y los siseos de los senadores, mientras se desalojaba el edificio. Un brasero mal apagado en un piso de la calle del Reloj, cuyos balcones se asoman a esa plaza que recoge el palpitar preocupado de nuestra nación, fue la causa de un incendio que en seguida amenazó con convertirse en una catástrofe. Los bomberos, avisados de inmediato por un vecino, etc., etc.». Esto era «hinchar el perro». O sea, exagerar.

Un gran periodista de la posguerra española, Rodrigo Royo, director del diario Arriba en los años sesenta y que había sido corresponsal en los Estados Unidos, fundó un semanario de noticias, la revista SP, en la estela del norteamericano y emblemático Time, que, para propagar su búsqueda de precisión, concisión y rigor, lucía el siguiente eslogan: «SP no hincha el perro, exprime el limón».

Si la prensa ha hinchado (metafóricamente) el perro de su influencia en los años de poderío económico, ahora está exprimiendo el limón de la supervivencia. Esta profesión, con todo lo que ha significado y significa todavía, está en crisis. Todo el mundo nos dice que tiene que cambiar. Pero, ¿no ha sido siempre el cambio una constante en la Historia? ¿Cómo no va a cambiar el periodismo, si todo cambia a su alrededor?

Y, efectivamente, los tiempos han cambiado, y ha cambiado también la manera de ejercer la profesión de periodista, que ya no tiene el monopolio de la información. Todo el mundo es consciente de las dificultades que atraviesa este oficio. Una brillante voz del periodismo iberoamericano, el mexicano Jorge Zepeda, fundador de los periódicos Siglo XXI y Público, y exdirector de El Universal, acaba de declarar que «este periodismo herido de muerte sobrevive entre la fe en la vigencia de los periodistas profesionales en un mundo de superabundancia de información, y la realidad de un mercado que rehúye esa necesidad». Pero mucho antes que él —nada menos que en 1924— uno de las más grandes periodistas norteamericanos, Walter Lippmann, anticipaba la decadencia de la prensa escrita: «El público no quiere pagar por la información. Lo más que está dispuesto a pagar es la moneda más pequeña».

Hay más pronósticos sombríos. El también norteamericano Jay Mariotti, periodista del Chicago Sun Times, que renunció a seguir en este diario después de los Juegos Olímpicos de Pekín porque «era como si estuviera trabajando para el Titanic», declaró en torno a las dificultades de los periódicos: «Puede que nuestros padres lean el periódico mientras desayunan por la mañana, pero no conozco a nadie menor de 40 años que siga leyendo la prensa».

Y, sin embargo, sea cual sea el futuro de los periódicos de papel, la información, a través de nuevos altavoces, seguirá acompañando el camino del hombre. De eso no hay duda. Pero no será suficiente con la labor de los llamados blogs, tan de moda. Como ha dicho el inventor del «Nuevo Periodismo», Tom Wolfe, «ningún blog cubre una ciudad o un país como lo hace un buen periódico». Una de las formas solventes de hacerlo será a través de las grandes agencias suministradoras de noticias, adaptándose a las nuevas demandas en los soportes más variados, que resuelvan el problema de la selección y valoración de los contenidos y ayuden a los periódicos en crisis a reforzar el trabajo de sus redacciones.

En España tenemos, desde hace setenta y cinco años, una de estas grandes agencias llamadas a seguir desempeñando un papel esencial en la difusión de la información, la Agencia EFE. Fundada en 1939, aunque concebida un año antes, EFE ha hecho su gran transición, que ha sido pasar de las máquinas de escribir a Internet; del corresponsal eventual del pueblo de al lado al enviado especial a un escenario bélico; de España a América, y de América a todo el mundo. La fotografía ya es toda digital, y cruza los espacios a la velocidad de la luz. Los ruidosos teletipos han cedido su puesto al silencio cristalino del ordenador. EFE, con tenacidad y capacidad de adaptación, ha conquistado un lugar muy destacado entre las agencias internacionales. Ahora le toca ayudar a que la prensa española mantenga un digno nivel informativo en medio de las dificultades.

Fundada en medio de una guerra civil, cuando los inminentes vencedores, que sufrían la animadversión de la prensa internacional y no encontraban un hueco informativo en ninguna parte, pensaron que era necesario contar con una agencia de noticias que difundiese, dentro y fuera de España, la nueva realidad nacional, EFE se convirtió en el primer instrumento de comunicación del nuevo régimen. Tras unos años como agencia de prensa nacional, EFE dio el gran salto, se desplegó por el extranjero, unificó bajo un único rótulo sus diversos servicios y se convirtió en el principal vehículo para transmitir mundo adelante la información con acento español.

No fue una tarea sencilla. El mundo, informativamente, ya estaba repartido; las grandes agencias internacionales —las dos norteamericanas, UPI y Associated Press; la francesa, France Presse; la inglesa, Reuter; la alemana, DPA; y la soviética Tass— tenían compartimentado el mercado y sus áreas de influencia. Pero un ministro que gozó de enorme poder en los primeros años del franquismo, Ramón Serrano Suñer, fundó, además del Instituto de Estudios Políticos, para el rearme ideológico del régimen, otras dos entidades que han tenido un recorrido muy fructífero en la vida española: la ONCE (Organización Nacional de Ciegos de España) y la agencia EFE. Es decir, se fijó en los que no veían y en los que tenían por oficio ver un poco más: dos caras de una misma moneda. Lo justificó con dos razones poderosas: había que terminar con el espectáculo cruel de muchos ciegos pidiendo limosna por las esquinas, y había que dotar a España de una agencia de prensa similar a las que existían en los países de nuestro entorno.

Eso pasó hace tres cuartos de siglo. La vida es corta y se va volando, pero setenta y cinco años es un periodo dilatado, amplio, lleno de avatares, en la trayectoria de las personas y las instituciones. A los setenta y cinco años se jubilan los catedráticos, los jueces y los cardenales, y aunque, gracias a Dios, la vida humana se va alargando y pronto será normal un mundo de centenarios, de abuelos activos, cuya misión será, como siempre, la de ser eficaces cooperadores en un mejor funcionamiento de las familias (sin que se sepa aún quién podrá correr con el pago de sus jubilaciones), la realidad es que, a partir de los setenta y cinco, lo que queda del día es propina. Es mirar con sosiego el atardecer. Uno ya ha cumplido en lo esencial.

Pero si una institución ha sido producto de una idea feliz y de un aliento poderoso, setenta y cinco años no es nada. La Real Academia Española acaba de llegar a los trescientos. EFE es mucho más joven, pero quienes la crearon sabían lo que se hacían. En un informe que elevaron, en 1938, al Jefe del Estado, cuya autoría material se ignora, decían:

Vaya por delante una afirmación previa: lo que en este

escrito se propone no es un negocio. Puede serlo, debe aspirar

a serlo, pero la utilidad económica inmediata no es

su finalidad esencial. La vida de un pueblo lleno, como el

español, de vitalidad creadora, no está determinada solamente

por fuerzas económicas, sino también, y fundamentalmente,

por fuerzas espirituales, a las que aquellas se

subordinan siempre. Las mismas relaciones comerciales de

un país con los demás no son, casi nunca, sino la resultante

de un prestigio moral, elaborado por la normalidad

interior, por la eficacia y arraigo de sus instituciones permanentes,

por la virtualidad de una unidad interna.

No se puede negar la ambición, la confianza y la seguridad en el papel del periodismo que desprendían estos propósitos. Una empresa de comunicación era vista como una compañía que quizá debía proporcionar beneficios, pero sin que ello constituyera su objetivo último. Una industria de prensa era concebida como algo más que un producto mercantil, que, antes que esa «utilidad económica inmediata», traducida en una buena cuenta de resultados, debería mostrar lo que ahora llamamos «balance social».

La agencia EFE surgió con ese espíritu decidido y, después de haber conquistado territorios en su aventura informativa, de la mano de un idioma con proyección universal, representa cabalmente al periodismo español y su adaptación a los cambios: es la empresa con más periodistas en su plantilla, ha alimentado con sus despachos y sus fotografías a toda la prensa nacional y se ha convertido en la de más influencia en Iberoamérica, a pesar de la feroz competencia de las grandes. En el continente americano, la marca España se llama EFE.

Una agencia de noticias es un supermercado de la información y tiene que poder ofrecer a su variada clientela toda clase de productos. Y hacerlo, además, desde una posición ideológicamente imparcial, desprovista de apasionamiento y alejada del sectarismo, por más que a todas las agencias nacionales —incluidas las que pasan por ejemplarmente objetivas— les apriete un poco el zapato a la hora de informar sobre cuestiones vitales para la marcha de su país. Hay una cuota de patriotismo que descontar cuando los intereses nacionales están en juego.

EFE, liberada de las limitaciones iniciales, originadas por su inexcusable dependencia política, ha sabido ponerse al día, digitalizar su inmenso archivo fotográfico, abrirse a Internet, desarrollar nuevas ofertas en toda clase de soportes, convertirse en una empresa multimedia, aumentar su clientela más allá de la convencional de la prensa escrita, ser el vehículo eficaz y solvente para la información general y, en esta hora confusa en la que nos preguntamos hacia dónde va el periodismo, adaptar su trabajo a las nuevas y complejas necesidades.

El ejemplo de EFE, el de otra destacada agencia, Europa Press, nacida algunos años después y enteramente privada, y el de otros muchos periódicos españoles que resisten a la espera de que lleguen tiempos mejores, debe animar al conjunto del mundo de la comunicación a buscar nuevas formas de supervivencia. Hemos dejado atrás el perro hinchado y ahora hay que exprimir con talento el limón informativo. Porque el periodismo sigue siendo, en su esencia, lo mismo que antes, lo que ha sido siempre: contar lo que pasa. Aunque para la pregunta «¿Hacia dónde va el periodismo? » nadie tenga la respuesta, porque no es fácil anticipar hacia donde se dirige esta profesión en estos momentos de duda. Aunque sí sabemos para qué sirve el periodismo: para reseñar los acontecimientos, para jerarquizar esa voluminosa información que nos llega por todas partes, para crear una opinión pública que es fundamental en la buena marcha de la democracia y para seguir confirmando cada día lo acertada que es esa definición de noticia como algo que alguien, en alguna parte, no quiere que se publique.

El periodismo no es una fábrica de sueños, como definió el cine el ruso Ilia Ehrenburg, sino más bien, como la novela para Stendhal, un espejo a lo largo del camino. Es un oficio parecido al de los poetas, aunque ellos miren hacia dentro y los cronistas hacia fuera. Los periodistas no son notarios, ni guías espirituales, ni agentes de la autoridad, ni jueces, ni fiscales, ni abogados de pleitos pobres, ni hombres de negocios, ni guardianes en el centeno. Solo son unas personas curiosas que se preguntan al salir de casa, tras mirar el color de la mañana, qué está pasando aquí y a ver cómo lo explican. «Andar y contar es mi oficio», decía de sí mismo Chaves Nogales, una de las figuras del periodismo del siglo pasado, ahora rescatada para el gran público gracias a la reedición de algunas de sus deslumbrantes obras, como la biografía del torero Juan Belmonte o sus crónicas de guerra, que más brillo ha dado a esta humilde profesión.

Humilde, sí. No es un adjetivo que se prodigue en estos tiempos revueltos en los que un becario provisto de un micrófono —salvemos las excepciones que haya que salvar— le puede decir a cualquiera eso de «usted no sabe con quién está hablando». El periodismo tiene que tener, en conjunto, un peso indudable en la sociedad, como contrapoder necesario, pero los periodistas, individualmente, no deben creerse el ombligo del mundo —porque no lo son— ni presumir de nada. La libertad de expresión no es una exclusiva para uso privado de ellos. Está al alcance de todos.

Pero los periodistas, en esta hora confusa, deberán seguir siendo fieles a la recomendación de Indro Montanelli sobre la esencia de su oficio: «Comprender, resumir, elegir, informar y explicar, con brío, pero con honestidad». Sin olvidar tampoco lo que ha dicho Wolfe: «Muchos periodistas jóvenes no salen a la calle. Es algo que no me entra en la cabeza. ¿Cómo puede escribir alguien una línea sobre nada sin salir a la calle a preguntar?». _

Ha sido, a lo largo de su larga trayectoria periodística, director del diario "Madrid" y presidente de la agencia EFE, entre otros muchos cargos.