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El emperador Rodolfo II, famoso por sus retratos de frutas y verduras firmados por Arcinboldo, era un amante del arte de Pieter Brueghel y coleccionó la mejor representación de sus obras, que hoy se encuentran en el Kunsthistorisches Museum de Viena (14 cuadros de los 40 que se conservan de este autor). La España que se acuerda ahora de Brueghel, con la reciente adquisición para el Prado del cuadro El vino en la fiesta de San Martín, tiene bastante olvidado a Hans Khevenhüller, que además de embajador del emperador en la corte de Felipe II y luego de Felipe III (murió en el cargo en 1606), fue uno de los más cultos marchantes de arte, y adquirió para el emperador muchos de los cuadros que atesoraba su rica colección. Preparó su panteón en una capilla del claustro de los Jerónimos, con esta escultura (figura superior) y con una pintura de Tintoretto, que se trajo de Venecia y que desapareció en el siglo XIX. La escultura, muy deteriorada, fue arrinconada en una capilla de San Jerónimo el Real cuando Rafael Moneo hizo la reforma del Museo del Prado, que incluía dicho claustro. Todavía espera su restauración, y que se haga justicia a quien dejó su amada Carintia natal y el precioso castillo de Hochosterwitz, que era su patrimonio, para enterrarse en la que consideraba su segunda patria. Esta ingratitud de España con sus grandes hombres es con frecuencia algo tan proverbial como traumático (tampoco conservamos las tumbas de Velázquez y Cervantes), y quizás los cuadros de Brueghel hablen proféticamente de ello.

Aunque Pieter Brueghel (el Viejo) ha sido muy valorado por los entendidos, su popularidad ha estado a la zaga de otros pintores paisanos suyos, como el Bosco, que ha eclipsado con su imaginario fantástico el realismo crudo, un tanto naïf, de este otro pintor flamenco. Por eso, y porque le gustaba mucho a Felipe II, contamos en la pinacoteca española con los mejores boscos, pero solo teníamos un brueghel, El triunfo de la muerte, de estilo similar al Bosco, al menos hasta la reciente adquisición del cuadro El vino en la fiesta de San Martín, que ha situado a este pintor en la primera plana de la información artística española.

 

La fiesta de San Martín (patrón de Utrecht, que aparece montado a caballo entre la multitud, cortando la capa para darle un trozo al pobre desnudo) se asocia al vino porque, además de celebrarse a la flamenca, con todos los excesos característicos de otros cuadros de banquetes y quermeses de Brueghel, tiene lugar en periodo de matanzas: a cada cerdo le llega su San Martín, dice el refranero popular. La popularidad actual de Brueghel obedece a muchas razones, entre otras a la vuelta del realismo, tras los excesos suprarrealistas y abstractos de la segunda mitad del siglo XX. El éxito de la exposición de Antonio López en el Tyssen y en el Bellas Artes de Bilbao es un buen ejemplo de esta nueva tendencia en los gustos de los críticos y connoiseurs.

Se considera moderno a Brueghel por muchas razones, pero especialmente porque hizo de las escenas populares uno de los temas principales de su pintura, con una actitud que recuerda a muchos de los reallities actuales, puesto que solía disfrazarse de campesino para inmiscuirse en las fiestas y banquetes familiares y poder captar esos instantes con absoluta espontaneidad. A la concepción renacentista del hombre formulada por el idealismo italiano opone la del crudo realismo de una humanidad en general festiva, frecuentemente hasta el exceso, con una cierta visión moralizante. Esta actitud moralizante, propia de otros pintores paisanos suyos como el Bosco, se expresa de modo más evidente cuando presenta a esa misma humanidad como parte integrante de un universo a menudo hostil o indiferente, como reflejan La tempestad de Viena, El misántropo de Nápoles o, con un más profundo sentimiento de lo trágico, La parábola de los ciegos (también en Nápoles) y Los mendigos del Louvre. También su famosa Torre de Babel (que él sitúa en el mismo puerto de Amberes) refleja una actitud moralizante crítica, pues habla con expresividad sobre las ambiciones humanas desmesuradas, tanto de su tiempo —cuando Amberes era uno de los mayores centros comerciales del mundo— como del nuestro. Los peligros de no ponerse límites en un mundo global, los estamos sufriendo ahora en forma de crisis económica, y de eso hablaba también Brueghel a sus contemporáneos.

Hay otras razones que explican la actualidad de Brueghel, y no son menores las cuestiones ecológicas, ya que Brueghel otorga a la naturaleza una importancia primordial, sobre todo después de que realizara un viaje a Italia cruzando los Alpes. Sus paisajes animados muestran una naturaleza realista, la de su tierra natal, pero sometida en ocasiones a extremos climatológicos que hoy ya no se dan en aquellas tierras. De hecho, el cuadro los Cazadores en la nieve se ha convertido en la manzana de la discordia entre los partidarios contemporáneos del origen cósmico del cambio climático en la Tierra (pues una ola de frío envolvió el continente europeo entre los siglos XVI y XIX) y los ecologistas antropogénicos, entre los que debe estar Lars von Trier, a la luz de la importancia que le otorga en Melancholia: la protagonista, en un momento de tensión en medio de su frustrante día de boda, cambia la decoración del estudio que le sirve de refugio, cuyos libros abiertos mostraban cuadros geométricos abstractos de Malevich, por otros cuadros realistas, entre los que destaca ese Cazadores en la nieve de Brueghel.

No es este paisaje nevado una excepción; con esa misma temática realista y costumbrista, otros muchos cuadros de este pintor se ambientan en paisajes flamencos cubiertos de nieve y hielo. Por ejemplo, su obra El censo o El empadronamiento, solo en el título parece un tema religioso, pues apenas puede reconocerse a la Virgen María y a san José que caminan con su burrito hacia el lugar de Belén en el que tienen que empadronarse antes del parto.

En este caso la nieve tiene una justificación que va más allá del paisajismo, pues se trata de una escena de Navidad, como lo es también La adoración de los Reyes.

También navideña —de la Navidad de Brueghel, no de la de Cristo— sería La matanza de los inocentes, tema del que se conservan varias versiones, que han suscitado gran controversia, puesto que además de ser escenas costumbristas con títulos religiosos, incluyen dobles lecturas históricas, o al menos así lo entendieron los espectadores no mucho tiempo después de que Brueghel los pintara entre los años 1565 y 1567. Son los riesgos del realismo en la ambientación religiosa. Como ocurre con otro cuadro de la misma época, El triunfo de la muerte del Museo del Prado, se asocian estos temas con la terrible represión que llevó a cabo el duque de Alba, por encargo de Felipe II, en las provincias flamencas que darían después origen a Holanda. En efecto, la barba de Herodes puede recordar a la del duque y la presencia de la bandera de Jerusalén puede ser leída como símbolo del rey de España, que ostentaba entre otros muchos el título de rey de Jerusalén.

Por eso quizás, por su terrible lectura histórica, una de las versiones (actualmente conservada en las colecciones reales británicas) fue censurada por Rodolfo II, el emperador Habsburgo —como su primo el rey de España— de la corte de Praga. Siguen el mismo patrón pero la versión retocada muestra animales y objetos en vez de niños, aunque por rayos X se ve que había niños también, y de hecho conserva todavía el título de La matanza de los inocentes. La hipótesis más aceptada es que se hicieron los retoques para quitar carga a los asesinatos de las tropas imperiales en Flandes, cuando el cuadro ya se leía políticamente, pues la Guerra de los Ochenta Años estaba en su apogeo. Confirma esto el hecho de que en los retoques se hace desaparecer a la figura barbada que lideraba en el centro a la tropa de caballeros, que lo mismo podría ser Herodes que el duque de Alba, y también la bandera con el escudo del rey de Jerusalén, que queda como una referencia más neutra.

El método iconológico de Panofsky nos dice que, más allá de los retoques posteriores, Brueghel hablaba sobre todo de la Navidad, y ambientaba ese acontecimiento de la matanza de los inocentes en su paisaje natal y en invierno porque es cuando se celebra esta fiesta, de modo similar a los otros cuadros navideños citados, con la intención de hacer más cercanos a sus ciudadanos los grandes misterios celebrados en estas fechas (algo así como nuestro belén, que también se ambienta en paisajes cercanos). La matanza de los inocentes ilustraba cómo, en el misterio de la Encarnación de Cristo, el destino de la cruz ya está anunciado desde su mismo nacimiento. Según extraños designios divinos que no coartan la libertad de los hombres tanto para hacer el bien como para el mal, Jesús, la víctima inocente por excelencia, es precedido en su sacrificio por esos niños a los que Herodes hace degollar. De hecho, Brueghel pintó los cuadros antes del comienzo de la Guerra de los Ochenta Años, y no era contrario a España ni fue después favorable a los Orange.

Pero no cabe duda de que las diferentes versiones de La matanza de los inocentes fueron recibidas como algo profético por los holandeses, que todavía hablan del duque de Alba como de un monstruo devora niños; y se conservan también versiones intencionadas que hizo su nieto Jan Brueghel el joven, o interpretaciones literarias como la que escribió Maurice Maeterlinck con el mismo título en 1886. Las perspectivas de la recepción son a veces tan importantes o más que las intenciones del autor, como hemos visto en El Guernica de Picasso, que de ser un cuadro sobre los desastres de la guerra española, ha pasado a simbolizar el homenaje no solo a las víctimas inocentes de Guernica sino de todas las guerras. De hecho, el cuadro de Picasso no estaría muy alejado de las matanzas de inocentes de Brueghel, en su recurso al simbólico tema de la maternidad truncada. Y ambas obras son, sin duda, una denuncia de la guerra y de todo tipo de violencia armada.

Curiosamente, fue la eliminación de los niños lo que convirtió al cuadro en una escena histórica, más que un cuadro religioso ambientado en la Navidad flamenca, por lo que pudo ser artísticamente intencionado ese retoque, ya que Rodolfo II no estaba conforme con la política aplicada en Flandes, y fue distanciándose cada vez más de los intereses de Madrid. Hans Kevenhüller, embajador del emperador en Madrid, cuenta en su minucioso diario, escrito en castellano y conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid y en los archivos de los príncipes de Lobkovicz en la República Checa, que de sus viajes a Flandes sacó la impresión de que Felipe II se equivocaba con la política que estaba aplicando en esas tierras. Él, en nombre del emperador y en el suyo, propugnó otra manera de intervenir en el Norte, pero no tuvo eco su propuesta. Por eso lamenta la muerte de sus amigos aristócratas flamencos y siente por el duque de Alba tanto respeto cuanto recelo. Fueran las que fueran las intenciones del retoque, está claro que se trata de un elemento más que hace a Brueghel muy interesante en una época amante de la novela policiaca ambientada en la historia, más o menos inventada.

Más información: Jiménez Díaz, Pablo. El coleccionismo manierista de los Austrias entre Felipe II y Rodolfo II. Madrid: Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2001.

http://www.decintivillalon.com/hochosterwitz/spanish/containeraboutus.html

Profesor de Cultura Visual. Universidad de Navarra.