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Paul Ricoeur (1913), profesor emérito de la Universidad de París, es actualmente uno de los referentes más importantes del panorama filosófico del mundo occidental. Autor, entre otras monografías, de Philosophie de la volonté I. Le volontaire et l’involontaire (1950), Philosophie de la volonté. Finitude et culpabilité: L’homme faillible et La Symbolique du mal (1960), De l’interprétation. Essai sur Freud (1965), Le conflit eies interprétations. Essais d’herméneutique (1969), La métaphore vive (1975), Temps et récit I, II, III (1983-4-5), Du texte a l’action. Essais d’herméneutique II (1986), A l’école de la phenomenologie (1986), Lectures on Ideology and Utopia (1986), Soi-meme comme un autre (1990), y de numerosos artículos en revistas especializadas, buena parte de su obra ha sido traducida al castellano.

Poseedor, como pocos, de una notable capacidad para el diálogo, no hay conclusión a la que arribe que no esté precedida de una lenta y rigurosa discusión con los interlocutores más célebres, tanto de la historia de la filosofía como de sus contemporáneos. No hay nada en Ricoeur que recuerde la figura del pensador solitario encerrado en una torre. Más bien, ejemplifica el ideal de la filosofía como conversación con la humanidad. Se explican así sus frecuentes encuentros con autores como Aristóteles, San Agustín, Descartes, Hume, Kant, Hegel, Husserl y Heidegger, además de Freud y los estructuralistas, Wittgenstein o Arendt, Gadamer y Habermas.

En materia de ética, su preocupación ha sido una constante a lo largo de toda su obra, aunque en los últimos años se ha visto reforzada; concretamente, en ocasión de su tematización de la identidad narrativa. Así, a la luz de sus más recientes publicaciones, cabe hablar de la «ética ricoeuriana», siendo tal vez su aportación más original la mediación que opera entre la tradición aristotélica y la kantiana o, dicho de otro modo, entre las dos corrientes que dominan la discusión ética actual: el comunitarismo y el universalismo.

De entrada, Ricoeur reconoce que ni desde el punto de vista etimológico ni desde el punto de vista de la historia de su empleo se puede establecer una distinción tajante entre el significado de los términos «ética» y «moral». Ambos remiten, según él, a la idea de costumbre. No obstante, Ricoeur reserva el término «ética» para la intencionalidad de una vida realizada (perspectiva teleológica) y el término «moral» para la articulación de dicha intencionalidad dentro de un conjunto de normas obligatorias caracterizadas tanto por su pretensión de universalidad como por su efecto de restricción (perspectiva deontológica).

Ahora bien, esta distinción tiene como propósito establecer una relación de subordinación y de mutua complementariedad entre la ética y la moral. De subordinación, porque el objetivo ético, que se corresponde con la estima de sí, prima sobre el momento deontológico, el cual se corresponde con el respeto de sí. De complementariedad, por la necesidad que tiene el objetivo ético de pasar por el tamiz de la norma; en este sentido, el respeto de sí es el aspecto que reviste la estima de sí bajo el régimen de la norma. De subordinación y de complementariedad, porque cuando el deber y la norma conducen a atascos prácticos – como bien lo ejemplifica la interpretación hegeliana de la tragedia de Antígona, donde se señala la estrechez del compromiso de cada uno de los personajes- es necesario recurrir y privilegiar el objetivo ético, esto es, la estima de sí. A esta apelación al objetivo ético para arbitrar los conflictos que se susciten entre lo deseable y lo obligatorio, Ricoeur la llama «sabiduría práctica del juicio moral en situación», semejante en buena medida a la phronesis aristotélica.

El artículo que NUEVA REVISTA se complace hoy en presentar a sus lectores, «Langage politique et rhétorique», recogido en un volumen recopilatorio titulado Lectures 1. Autour du politique (Seuil, París, 1991, págs. 161-75), apunta a arrojar luz sobre el tipo de conflictos que puden tener lugar en el ámbito de la práctica política. Se trata, para empezar, del carácter esencialmente conflictivo de la deliberación política; luego, de la insuperable pluralidad de fines del «buen» gobierno; y, finalmente, del tipo de valores que persigue una sociedad política. Este carácter conflictual de la práctica política, propio de las democracias modernas, Ricoeur lo liga estrechamente a la irreductible plurivocidad de términos como «justicia», «igualdad» y «libertad».