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En 1965, cuando aún era un anónimo reportero con un sueldo de quinientos dólares al mes, Tom Wolfe publicó en el New York Herald Tribune un corrosivo artículo titulado “¡PEQUEÑAS MOMIAS! La verdadera historia del rey del país de los muertos vivientes de la Calle 43”. El texto, lleno de hipérboles y exclamaciones, era una declaración de guerra contra el New Yorker, que Wolfe consideraba aburrido, afectado y lleno de eufemismos. El “rey” era su director, William Shawn, retratado como un mero embalsamador de lo que en otro tiempo había sido un producto original.

Hay que admitir la audacia del ataque: el New Yorker tenía un merecido prestigio como la revista culta norteamericana por excelencia y en aquella época llegaba a facturar seis mil páginas de publicidad al año. La polémica, que catapultó a Wolfe a la fama, hizo emerger la pugna entre la tradición contenida que representaba el semanario y las jóvenes estrellas de lo que luego se llamaría Nuevo Periodismo, excesivo y fogoso. Varios colaboradores respondieron con ira y descalificaron el estilo de Wolfe. Shawn hizo algo más inteligente: pocos meses después del incidente publicó en su semanario “A sangre fría”, de Capote, que hoy se considera la obra cumbre de la nueva escuela narrativa.

Harold Ross había creado la cabecera cuarenta años antes, en 1925, cuando Nueva York empezaba a desplazar a Londres como capital del mundo. Pretendía cubrir la actualidad cultural de Manhattan con humor inteligente, buenas ilustraciones y algunas piezas literarias. En la primera portada, un dandi con chistera observaba una mariposa a través de su monóculo. El personaje, desde entonces símbolo y mascota del New Yorker, sería después bautizado como “Eustace Tilley”. Pronto la publicación desbordó su ámbito y se convirtió en la lectura favorita de las élites urbanas del país, al igual que el Post de Lorimer lo era de las clases populares. Llegó la Gran Depresión, y luego la II Guerra Mundial, y la revista fue incluyendo contenidos más serios, aunque sin perder nunca el tono elevado y la vocación literaria.

Tras la muerte de Ross se hizo cargo de la dirección el discreto Shawn. A muchos directores de medios les gustaría poder presumir de su récord: no perdió dinero ni un solo año durante su largo mandato, que se extendió entre 1951 y 1987. Luego pasaron por el cargo Robert Gottlieb (1987–92), Tina Brown (1992–98) y David Remnick, que lo ejerce ahora. Todos ellos merecen alabanzas por no haber alterado las exquisitas rarezas de una publicación que imprime una diéresis en las palabras con dos vocales consecutivas en diferentes sílabas —coöperation, reëlect—, coloca una Oxford comma en cada enumeración y custodia grafías fosilizadas como “teen-ager”. También se han mantenido la tipografía original y las bellas portadas ilustradas, que sobrevivieron al auge de la fotografía. Los textos siguen siendo muy largos y no hay casi ninguna foto.

Más allá de lo formal, el tono del New Yorker ha dejado una huella imborrable en la ficción norteamericana, y en particular en el género del relato corto. Frente al barroquismo de un Faulkner, la revista siempre optó por autores de prosa contenida, adjetivación escueta y un deje levemente irónico. Quizás los más puros representantes de este modo de narrar sean John Cheever, J. D. Salinger y John Updike, aunque la lista de colaboradores ilustres debe incluir también a Roald Dahl, Nabokov, Eudora Welty o Dorothy Parker. Según los historiadores, el característico “toque New Yorker” se debe en gran medida al editor literario William Maxwell, responsable de las páginas de ficción entre 1939 y 1975. Maxwell, sumamente intervencionista, no vacilaba en dar consejos a escritores consagrados, que asumían su criterio sin el menor conato de rebelión. De algún modo, los relatos de la edad de oro del New Yorker son una obra colectiva, con un ethos que supera a sus autores, como ocurría con los maestros medievales. Además del estilo, en los cuentos suelen repetirse los escenarios —barrios residenciales o rascacielos—y los temas —las preocupaciones de una clase media-alta en crisis existencial—. Si hay que elegir una pieza que quintaesencie la narrativa del semanario, uno se inclina por “El nadador”, de Cheever, pero en los viejos números de los 50, los 60 y los 70 es imposible encontrar un cuento que no valga la pena.

En cuanto a la no-ficción, la principal hazaña del New Yorker es conseguir que el lector medio disfrute de artículos sobre temas que antes de pasar la página le resultaban indiferentes. Una de sus piezas, “Hiroshima”, de John Hersey, ha sido ponderada por la Universidad de Nueva York como la crónica periodística más importante del siglo XX. El texto (“Exactamente a las ocho horas y quince minutos de la mañana, hora japonesa, el 6 de agosto de 1945, en el preciso instante en que la bomba atómica relampagueó sobre Hiroshima, la señorita Toshiki Sasaki, una empleada en el departamento de personal de la Fábrica de Estaño del Asia Oriental, acababa de ocupar su puesto en la planta de oficinas”, etcétera) sigue las vidas de seis personajes anónimos antes y después de la explosión atómica. Otra pieza igualmente canónica, e igual de controvertida en el momento de su publicación, fue “Eichmann en Jerusalén”, de Hanna Arendt, que acuñó el concepto —hoy tan manoseado—de la banalidad del mal. Detrás de cada número hay un complejo engranaje de revisores y correctores, lo que permite que lo trivial y lo elevado se mezclen sin perder rigor. El género estrella, ya desde los primeros números, ha sido el perfil. Las críticas (de literatura, cine o teatro) tienen valor de oráculo para muchos lectores.

Junto a la narrativa y a la no-ficción, el humor es el tercer eje del New Yorker. Los dibujantes de la casa siempre han preferido la sonrisa a la carcajada, la ironía al sarcasmo, la sutileza a la sal gorda. En las viñetas, en blanco y negro y de un solo recuadro, abundan los juegos de palabras y las escenas domésticas. Libros del Asteroide ha publicado en España tres valiosas recopilaciones: “El dinero en The New Yorker”, “Los libros en The New Yorker” y “La oficina en The New Yorker”. Cada semana, por cierto, miles de lectores de todo el mundo participan en un concurso que busca elegir la frase perfecta para acompañar a la caricatura propuesta.

Algunos críticos opinan que el semanario es elitista y que sus redactores, desde las alturas del Upper East Side, miran por encima del hombro al norteamericano de a pie. Según otros, su principal paradoja es que envuelve ideas radicalmente liberales, en el sentido estadounidense del término, en una estética tradicional. Lo cierto es que con los años la discusión intelectual ha perdido nivel: si en los 60 las polémicas giraban en torno a la responsabilidad moral por el Holocausto, el penúltimo alboroto ha venido por una portada que retrata a Epi y Blas como una pareja homosexual. Por lo demás, Remnick ha ido escorando la línea editorial hacia la izquierda más chillona, lejos del barniz de ecuanimidad tan apreciado por muchos lectores. En noviembre de 2004 la revista apoyó públicamente, por primera vez en su historia, a un candidato presidencial: el demócrata John Kerry. Los respaldos se han repetido con Obama en 2008 y 2012, y la política partidista cada vez roba más espacio en las páginas a la cultura. Más allá de los cambios, quizás las virtudes y los defectos de la revista hayan sido siempre los mismos que los de Eustace Tilley: es tan refinada como engreída.

Con todos sus pecados, nadie puede negar que el New Yorker es una de las mejores revistas de todos los tiempos. Hoy sigue siendo una lectura muy grata, en papel o en pantalla. Por otro lado, su redacción es el Shangri-La con el que sueñan periodistas, narradores y dibujantes de todo el mundo, y no sólo por la generosidad con la que los propietarios —se dice—abonan cada pieza. ¿Qué escritor no ha soñado con ver en la solapa de su próximo libro la frase “varios de sus relatos han aparecido en elNew Yorker”?