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I

La libertad, en cierto sentido, es ya un final de la naturaleza, a la vez que es un inicio absoluto. Sin la abertura de la razón a lo real y sin el trabajo de las manos, no hay libertad ni afirmación del sujeto humano frente a la naturaleza y al instinto, que en un sentido salvaguardan y cobijan, mientras que en otro le cierran el paso hacia el futuro. Por ello la historia de la razón pensante y de la razón decisiva junto a la del trabajo transformador son igualmente esenciales para comprender la vida humana. He- gel, Marx y Nietzsche, cada cual a su manera, abrieron el porvenir de Europa desde la mitad del siglo XIX al comienzo del siglo XXI. Los tres son esenciales, diferenciables pero inseparables. Los tres, ¿no han agotado ya su pasado? ¿No estamos ante un nuevo tajo de la historia?

Como otras diez palabras constituyentes de la vida humana la libertad es difícilmente definible. Sabemos de su necesidad, de su fragilidad y de su vulnerabilidad. No podemos prescindir de ella ni podemos asegurarla como posesión definitiva. Es fruto de una historia siempre abierta y siempre constituyente. Es inaccesible a una reflexión absoluta pero es absolutamente necesaria para una vida con dignidad absoluta. Ya no podemos pensar al hombre sin libertad; sin la libertad de cada hombre. En este sentido, la historia sí es el descubrimiento de esa dignidad como destino, condición y garantía de todos los humanos. La libertad no es propiedad o condición del rey por ser hijo de Dios como se pensaba en los imperios egipcios y babilonios; ni es la condición del ciudadano por ser miembro de la polis como en Grecia y Roma frente a metecos y alienígenas; ni es la característica del perteneciente a la tribu, al clan o al grupo, sean clanes de mesocracia, plutocracia o aristocracia. La libertad es propia de cada hombre porque pertenece a su entraña, en la medida en que cada uno es un absoluto creado por Dios a su imagen, fruto de su libertad amorosa, destinatario de su palabra, encargado con una misión, capaz de llevar a cabo un proyecto y responsable ante alguien. El hombre puede desconocer este origen constituyente; puede incluso rechazarlo, pero una vez que lo ha descubierto como su fundamento y destino ya no puede conformarse con menos. Cuando un continente ha sido descubierto, no importa quién haya sido el explorador, porque ya pertenece a todos, es inolvidable e irrenunciable para todos.

La categoría de persona es resultante de la experiencia descrita por la Biblia: la de un hombre llamado por Dios con el nombre propio, reconociéndose alguien al ser convocado, la de ser incitado a responder, la de ser enviado a una misión, la de tener que asumir una responsabilidad, la de ser guardián del hermano, la de encargarse del universo recibido como don y tarea, lugar de despliegue de sí mismo y de travesía hacia una plenitud que ya no es cósmica.

La reflexión filosófica ulterior elaborará con ayuda de las intuiciones griegas la categoría sistemática de persona. El concepto adviene entonces a la experiencia fijándola, decantándola y universalizándola. La persona solo perdura como absoluto en situaciones límite si se transciende en su finitud, desvalimiento y mortalidad, a la vez que en sus momentos cumbres de verdad, belleza y gozo, hacia ese Absoluto de amor que la funda más allá de sus atributos morales o de sus situaciones sociales. La libertad es el velo sagrado que recubre a la persona, que va comprendida en su dignidad y sostenida por su esperanza. Pero a esa libertad como fruto de la raíz de la persona, la afecta el mismo desfondamiento ante lo último que a la raíz y al tronco. Ella no se alimenta de sí sola sino de otros suelos y humedales que la vivifican y cuya apropiación se le escapa.

II

La conciencia moderna ha puesto en marcha una larga batalla contra todas aquellas formas de vida y sobre todo de gobierno, dominación y posesión que convertían a los hombres en esclavos de los elementos de la tierra, de las decisiones de otros hombres, de situaciones de gobierno, de política o de religión, de sociedades o de iglesias. Admirable y terrible gesta hecha de arriesgos y decisiones, de peligros y de muerte, de revoluciones y de masacres. La historia de la libertad en los tiempos modernos ha sido la historia de la emancipación. Por ello ya no podemos hablar de la libertad sin hablar de la liberación; de la dignidad del hombre sin avizorar los peligros, asaltos y asechanzas que sufre continuamente. La libertad de cada hombre es una tarea y defensa permanentemente pendientes. Por ello el discurso sobre la libertad ya no puede ser solo filosófico y teológico sino que debe ser histórico, social y político, porque en el decidir de la voluntad, el hacer de las manos, el poder de las riquezas y la legalidad de las instituciones, es donde la libertad se forja, se afirma o se niega, se hace fecunda para todos o es retenida por algunos en solo provecho propio.

Como toda conquista teórica o práctica, también la libertad ha tenido sus costes y nos ha llevado a acentuar el aspecto negativo de su ejercitación, comprendiéndola en la medida en que modernamente se la ha conquistado, sobre todo como rechazo de, superación de, negación de, victoria contra. Tal aspecto es definitivo y no podemos bajar la guardia ante los peligros que la amenazan pero debemos subrayar su carácter objetivo como capacidad para algo, su orientación escatológica en cuanto voluntad de lo último, de lo más noble y sagrado. Junto a esto ha tenido lugar una cierta trivialización de su ejercicio, dejándola caer en el mero elegir en cualquier dirección, en lo siempre pendiente y en lo todo posible, en lo voluntarioso o arbitrario. Un gran pensador ha revertido este peligro subrayando su condición originaria: ser capacidad, abertura y entrega al Absoluto:

La libertad no es precisamente la capacidad de revisar siempre de nuevo sino la única facultad de lo definitivo, la facultad del sujeto que mediante esa libertad ha de ser llevado a su situación definitiva e irrevocable; por ello, y en este sentido, la libertad es la facultad de lo eterno. Si queremos saber qué es «definitivo» entonces hemos de experimentar aquella libertad transcendental que es realmente algo eterno, pues precisamente ella pone un carácter definitivo, que desde dentro ya no quiere ni puede ser otra cosa. La libertad no existe para que todo pueda ser siempre de nuevo diferente sino para que algo reciba realmente validez y condición ineludible (K. Rahner).

Si fuera este el lugar para reflexionar sobre las condiciones de la realización de la libertad, tendríamos que hablar de la verdad como su fundamento ontológico y del amor como su condición existencial. Sin ambos la libertad es un vacío amenazador, un abismo de soledad por desfondamiento.

III

Ilustración y libertad han ido casi siempre —no siempre— unidas. A ese movimiento de ejercitación personal de la propia razón con la decisión de que esa proclamación y ejercicio de la libertad fueran públicos, lo hemos designado justamente Ilustración. Movimiento de complejos orígenes y naturaleza, en el que han desembocado afluentes de muchas procedencias: políticas y sociales, intelectuales y morales, cristianas y ateas. La modernidad, ¿es fruto directo o indirecto del cristianismo? O, por el contrario, ¿es desde su mismo origen y raíz una conquista la que encamina su propio dinamismo, ajena en principio a la propuesta del cristianismo como religión de revelación y de encarnación? Es difícil destrenzar idas, dinamismos y protagonismos. En cualquier caso a estas alturas de la historia Ilustración y Evangelio, fe y razón son ya coextensivas en sus contenidos y coexistenciales en su realización. Superar la pereza y la cobardía, pensar por sí mismo, hacer siempre y en todo uso público de la propia razón, son lemas que Kant y otros muchos junto a él nos han dejado como herencia obligatoria ya para todos los ciudadanos del mundo.

Desde otra perspectiva, y a la vez que hacia un discernimiento crítico de formas de autonomía y de libertad, el Concilio Vaticano II ha sido el manifiesto de la libertad cristiana, en la medida en que esta es un don de Dios y una posesión de cada hombre junto con la capacidad de responsabilizarse con el destino de todos los humanos. En este sentido ha intentado superar el individualismo, el subjetivismo y la autolatría del burgués moderno, que había olvidado a la comunidad, al prójimo, a los desvalidos de la sociedad y a todos aquellos para quienes la libertad no es una posibilidad real sino solo un discurso de los otros: de los dueños, de los vencedores, de los ricos. Prójimo, comunidad, memoria de las víctimas, causa de los pobres e injusticia de los marginados han pasado a primer plano. Estamos ante una necesaria y urgente, segunda o tercera Ilustración, que nos afirme en Europa pero que nos saque del eurocentrismo y de la absolutización de nuestra cultura, más allá de una visión egoísta y funcional, meramente temporal y economicista de la vida humana.

Hay humanidad solo con los otros, desde los otros y para los otros. La voz personal se juega y se logra en ese epicentro en el que convergen por un lado el individuo afirmado en todas sus posibilidades y necesidades, y por otro la comunidad hecha de prójimos en soledad y en grupo, en cercanía y en lejanía. Por eso todo discurso sobre la libertad tiene que mirar inmediatamente a la situación, a la comunidad, a la historia inmediata y a la política. Hay articulación de libertades y con ellas de responsabilidades y derechos, mediante los cuales se subviene a las necesidades primordiales de la vida humana. Este consorcio de necesidades y de libertades, de derechos y deberes forma el entramado de la vida humana. Donde no hay cultivo de derechos humanos fundamentales no hay posibilidad de defensa de derechos humanos fundamentales. Donde no se reconocen y diferencian las necesidades primordiales, que son de naturaleza muy compleja, no hay posibilidad de crear las instituciones, las instancias y las acciones adecuadas que respondan a lo que el hombre necesita para existir como sujeto físico, social, moral, espiritual y religioso. La filósofa S. Weil en un libro clásico: El arraigo (traducido como «Echar raíces») hizo en 1943 un bellísimo análisis de esas necesidades fundamentales como «preludio para una declaración de los deberes del ser humano».

IV

El pluralismo desencadena una articulación diversificada de las libertades públicas. El gobierno de la nación tiene el deber y el derecho de acogerlas, de cuidarlas, de defenderlas, limitarlas y articularlas para que todas ellas gocen de espacios de afirmación y colaboren al bien común mediante la defensa y apoyo del orden público. La libertad de cada ciudadano se ejercita no solo aislada e individualmente sino mediante los grupos que proponen ideales para la vida humana, programas para enriquecer y diversificar la sociedad, formas de acción para completar o corregir lo que llevan a cabo las instituciones públicas. El problema de la relación entre libertad y laicidad aparece en el contexto del pluralismo y de la democracia, que son conquistas mejorables pero ya irrenunciables de la organización social pues ellas son la expresión concreta de la libertad de cada ciudadano tomado absolutamente en serio como responsable del destino de su país.

El término laicidad ha aparecido y se ha afirmado entre nosotros con una ambigüedad suma, que le permite mostrar caras muy diversas: desde aquella en que se identifica sencillamente con la inexistencia de una ideología del gobierno, con la libertad de pensamiento y de opinión, que por tanto deja el espacio abierto para la afirmación religiosa y las propuesta de las opciones propias de cada uno de los ciudadanos desde lo que él tiene como orígenes y metas esenciales (laicidad positiva; laicidad cooperativa en correspondencia a una fe cooperativa), hasta aquella otra acepción que considera la dimensión religiosa como  una alienación y perversión del hombre y por ello lucha directamente contra ella (laicidad negativa; laicismo excluyente). Desde ahí pretende que la cultura, la sociedad y la política se articulen prescindiendo del ejercicio público de esa dimensión reprimiendo, no favoreciendo o descartando todo lo que pudiera favorecerla, apoyarla y subvencionarla. La verdad del hombre sería el ateísmo y por ello la pretensión religiosa sería antihumana. Por eso, en nombre de una humanidad comprendida en su cierre mundanal, se proyecta un sistema político donde la religión no es tenida en cuenta; y si se la tolera, en manera ninguna se la favorece como una expresión auténtica de la vida humana, similar en dignidad, por ejemplo, a la dimensión ética, estética, lúdica, metafísica, utópica. Se lleva, en este caso, a cabo una discriminación real al decidir el gobierno una verdad e imponerla de esta forma. Y esto se hace aun cuando esa actitud religiosa la compartan la mayoría de los ciudadanos. Es la dictadura de una ilustración que se erige a sí misma en canon de verdad para un pueblo.

La laicidad, en este sentido negativo, decide qué es el hombre y no contenta con ofrecer su comprensión de lo humano intenta imponerla expulsando de la sociedad a la religiosa. Es la misma actitud contra la que batallan: las viejas formas de fe que se impusieron por la violencia, eliminando al disidente y decapitando al hereje. Es el reverso o inversión de un arcaísmo violento. Mientras que el cristianismo en el siglo XX ha hecho ese giro radical hacia la libertad, considerándola camino necesario para llegar a la verdad y proponiendo el evangelio como una actitud que se ofrece y nunca se impone, en los pagos de esa laicidad negativa aún se está en el siglo XVIII, actuando como si no hubiera

ocurrido nada entre tanto. Su mirada es únicamente a Francia, pero a la Francia de 1789 y 1904, sin querer asumir nada de lo que ella ha pensado, vivido y decidido en el último siglo, ni de las propuestas políticas que hoy está haciendo a la hora de integrar individualismo republicano y comunitarismo social, libertad y diferencia, cultura de inmanencia mundanal y cultura de la trascendencia religiosa.

V

La ciudadanía de un país nace y crece de abajo hacia arriba. Los hombres se comprenden primero como personas desde el ejercicio de su inteligencia, libertad y operaciones. Son ellos los que instauran la sociedad, forjándola, limitándola y enriqueciéndola. Esta, a su vez, se articula en la complejidad de presencias y de representaciones, que logran su punto operativo en los partidos políticos, que son actualmente los únicos órganos de representación con carácter jurídico vinculante. En el ejercicio de esa ciudadanía los hombres y mujeres creyentes se afirman, colaboran y piensan desde lo que son los fundamentos de su existencia y desde las convicciones que guían su destino. Los no creyentes, indiferentes, agnósticos o ateos pueden actuar con la misma legitimidad. Ninguno de los dos grupos tiene de entrada primacía sobre el otro. La arena social, cultural y política deberá ser espacio de diálogo para mostrar cuál de esas dos formas de pensar lo humano, contando ambos con las mismas posibilidades jurídicas, aporta más a la vida individual y comunitaria. Por ello hay que rechazar con toda contundencia la afirmación según la cual

el ciudadano se define por la laicidad, que sería lo originario e ínsito en el ser humano anterior a todas las diferenciaciones. La laicidad sería el presupuesto, lo común universal y universalizable, mientras que la existencia religiosa sería meramente subjetiva, incapaz de dar razón pública de sí misma, no verificable ni por tanto universalizable.

Tales asertos o bien son sofismas o son golpes de pura violencia política. El hombre es un ser abierto y está en manos de su libertad realizarse en una u otra dirección: ante Dios como sujeto de amor, gracia y responsabilidad; o solo ante el mundo y ante sí mismo. Ambos sujetos están desafiados a mostrar cuál de ellos ofrece mejores frutos de humanidad y de concordia, de esperanza y de sanidad, de salud y de santidad. El cristianismo, siendo bien consciente de sus propios errores y pecados y habiendo hecho a fin del siglo XX una confesión pública de culpas por el órgano supremo de autoridad en la Iglesia católica, remite a su historia, la pasada y la presente, para acreditar su capacidad de humanidad y de humanización. ¿Es pensable ya el hombre sin Cristo? ¿Tiene sentido ya la historia sin abrirla a un futuro absoluto, tal como la abre la resurrección de Cristo? ¿Podemos definir la libertad solo por la autonomía y emancipación o debemos definirla sobre todo como la carga y encargo que tenemos cada uno con nuestro prójimo? La existencia, ¿es puro cierre en uno mismo o es tal como la ha vivido Cristo: pura proexistencia a favor y servicio a los demás? ¿Podemos cerrar esa claraboya hacia lo eterno que es la comprensión cristiana de la vida y de la muerte que emanan del destino, de la doctrina y de la persona de Jesucristo desencadenando un eco que no ha cesado hasta hoy? ¿Qué hombre en el mundo ha creado talmemoria y esperanza, tal amor y tan servicio humilde al prójimo como los ha suscitado él?

Hace unos años publiqué un libro haciéndome esta pregunta en el mismo título, La gloria del hombre. Reto entre una cultura de la fe y una cultura de la increencia (Madrid, BAC, 1985): ¿Qué colabora más a la gloria del hombre: una cultura de la fe o una cultura de la increencia? En España estamos hoy ante un desafío de humanidad, que está mucho más allá de los vaivenes políticos y nos es común a todos. ¿Qué hombre queremos ser y cómo estamos dispuestos a realizarlo? El hombre, ¿no «es» y solo «existe» como quería Sartre? ¿Todo espontánea libertad y nada naturaleza previa? ¿Está todo por delante, absolutamente abierto a cualquier realización, de forma que no hay más límite que lo que la ciencia y la técnica consideren posible? ¿Todo lo física y mecánicamente realizable, es moralmente legítimo? ¡Difíciles cuestiones, en verdad, que hay que dilucidar entre viejas formas de pensar y violentas formas nuevas de actuar! ¿No hay criterios de tipo moral previos, simultáneos y consiguientes a los actos humanos? ¿Queda solo el código penal como norma y límite? ¿Todo el bien y el mal son decidibles por el hombre? Cuando el hombre decidió por sí y ante sí el bien y el mal, ¿no se encontró con su desnudez ontológica y moral, con la desorientación y el miedo a la muerte, a la vez que le nacía la envidia por la que asesinó a su hermano? De estas cuestiones antropológicas es de las que debemos hablar en la fe y en la laicidad. Lo demás es solo poder, política o vulgar pasatiempo.

¿Dónde se debe situar un gobierno ante una situación como la que estamos viviendo en la que ciertos grupos de poder dan por supuesta esa visión laicista y la quieren llevar a norma jurídica desde el poder dominante? Un gobierno no puede dominar sobre las conciencias, imponerles un programa ideológico, decidir sobre lo primordial humano y humanizador, como son estas cuestiones. Las decisiones al respecto tienen que nacer de un consenso de fondo en la sociedad para que no quede enfrentada y dividida por causa de ellas. Un gobierno no puede establecer diferencia o disimetría entre estas dos comprensiones de la vida humana: la fe y la increencia, la cristianía y el ateísmo. Beligerar en este orden es pervertir el sentido de la autoridad. El gobierno tampoco puede elegir un lenguaje, el propio de la laicidad negativa, para legislar y obligar a los demás a traducir la propia sometiéndola a ese filtro ideológico. Jürgen Habermas ha insistido en que esa disimetría en el tratamiento de las religiones a favor de la increencia en algunos países de Europa es la forma más sutil de dictadura: el totalitarismo de las conciencias.

La cuestión siempre repetida es esta: la negación de la dimensión social y pública de la fe. Esta, como todo lo radicalmente personal, abarca al sujeto entero, lo informa, orienta y sostiene. Ella no habita en una sola provincia del alma: razón, voluntad, corazón, sentidos espirituales, memoria, sino que se eleva desde la confluencia de todas ellas, cuando han sido iluminadas por la revelación y conformadas por la gracia de Dios. Y de ella nace un hombre nuevo. Un «tercer género de hombres» entre judíos y griegos, consideraban los otros a los cristianos. Y eso somos también hoy: hombres implantados en este mundo, fieles colaboradores de todas sus empresas, atenidos a las urgencias políticas y económicas de cada día, pero afirmando a la vez que ellas, siendo necesarias, no son suficientes para responder a todas las necesidades primordiales de la vida humana. Ellos recuerdan con su palabra y su vida que Dios es real y que a quien se encuentra con él le acontece como al beduino cuando tras largas caminatas en el desierto llega a un oasis.

VI

La historia de las religiones no es una historia superpuesta contraria o accidental a la historia de la humanidad, sino simultánea e interactiva. El hombre ha descubierto su lugar en el mundo en la medida en que lo perforaba, asumía y trascendía. El mundo siempre fue visto como signo, espejo y flecha. Al andar tras esa huella ha avistado el Infinito, que sustenta su finitud y a la luz de su apercepción se ha descubierto mortal, indigente y ganoso de una plenitud que excede sus capacidades de conquista. Por ello Hegel afirma con toda razón que las grandes religiones pertenecen a la historia de la razón misma, y Weber ha añadido que la pretendida realización mundana de los ideales religiosos y morales por la ciencia y la técnica ha sido un fracaso, quedando al final en manos de «especialistas sin escrúpulos y de hedonistas sin corazón».

El examen de conciencia que ha seguido a las dos guerras mundiales en Europa, llevado a cabo sobre todo por pensadores judíos y cristianos, ha señalado el titanismo de una razón identificada con el Todo y desde él decidiendo la historia a su medida y reduciéndola a su proyecto.El final han sido los ciento cincuenta millones de muertos y desaparecidos desde agosto de 1914 hasta la última guerra de los Balcanes. ¡Y todo esto ha ocurrido como escribe con amarga ironía G. Steiner: «À l’ombre des Lumières», como fruto de la gran Ilustración. La reacción de Levinas ante Heidegger, ante una ontología sin ética, y de la Escuela de Fráncfort, a la vez que la reacción específica de Metz y Moltman, nos ha aguzado la mirada para ver los monstruos de la razón, la sinrazón que la razón ha ejercido en el último siglo. Una razón, sin memoria, que solo se había preocupado y oído a los vencedores y no a las víctimas, que había adulado con almíbar a los vivientes poderosos, refregado con sal e hiel las cicatrices de los caídos y dado por nulos a los débiles y a los muertos. Atenas había anulado a Jerusalén. La desaparición de una de esas grandes tradiciones religiosas es, en opinión de Adorno, el final de una experiencia y de una esperanza para toda la humanidad, que sin ellas se quedará empobrecida y desnudada de sus mejores vestidos, cobijadores en un sentido y reveladores en otro.

La historia de la razón, ¿es solo la historia de la pura inocencia, de la inmaculada concepción de proyectos y de la justa realización de empresas admirables una tras otra? ¿Se puede decir que la historia de la religión es la historia de la humillación a tierra del ser humano y que la historia de la razón es la elevación del hombre al azul del empíreo? Ambas historias están plagadas de violencias y exaltadas de grandeza. Una y otra tienen que ser conocidas y reconocidas, corregidas y afirmadas. Esa pretendida perfección moral de la razón, reclamando derecho de magistraturay de judicatura frente a la religión, es síntoma de una insolencia mortífera, tentada siempre a convertirse en programa político de sumisión y adoctrinamiento. No sé si era advertencia o amenaza lo que Kant escribía en el prólogo de La religión dentro de los límites de la mera razón (1793): «Una Religión que sin escrúpulos declara la guerra a la Razón a la larga no se sostendrá contra ella». Un lector, consciente, no acomplejado sino libre para pensar la totalidad de lo real, de la historia, del hombre y del mundo, completa la afirmación en los términos siguientes: «Una Razón que sin escrúpulos declara la guerra a la Religión a la larga no se sostendrá contra ella».

VII

La fe y la increencia tienen ambas una dimensión social. Ninguna puede reclamar primacía o plusvalía para erigirse en pensamiento único, en razón pública normativa y vinculante. En este orden se ha hablado de una «salida de la religión de la sociedad» (M. Gauchet), significando con esta fórmula que la religión no impone un marco de sentido e interpretación para todos los órdenes de la realidad sino que se concentra en el orden específico religioso y en cuanto se deriva de él y puede ser iluminado por él. Lo mismo debemos pedir a la laicidad negativa. Esta finalmente también debe ser moderna, autocrítica, secularizada. Debe entrar en el diálogo con razones y no con imposiciones. Uno no debe dar consejos a quien no se los pide, pero tiene derecho a seguir esperando que haga una relectura crítica de lo que el marxismo ha sido en Europa y de sus consecuencias. Esa actitud laica radical debe hacer examen de conciencia, de sus logros y malogros en el siglo XX. La fe espera de ella que analice cuál ha sido el resultado de la secularización, realmente profunda en muchos casos. La modernidad, ¿ha llevado consigo el fin de la religión como se repitió día tras día entre 1960 y 1980? La profecía no se ha cumplido y hoy hablamos de un hombre religioso postsecular. La razón moderna ha ayudado a la religión a despertar de ciertos sueños y a deponer ciertas formas arcaicas. La ha llevado a investir expresiones modernas en una metamorfosis que no la conduce a la muerte sino a la vida. Entre religión e increencia tiene que darse una leal confrontación crítica y una ayuda fraterna para superar nuestros miedos y silencios a la vez que para acoger recíprocamente los horizontes que se columbran desde una y otra ladera.

Los españoles estamos ante abismos que no queremos ver: la cultura, la ética, la religión, la educación. Ellas son nuestros grandes vacíos y tareas pendientes a la vez o antes que la economía y la política, porque aquellas forjan los hombres que rigen estas y les inculcan los criterios con que asumen tales tareas. Hoy estamos convocados todos a los problemas comunes y comunicantes, al bien comunal, desde la diferencia, por supuesto, pero nunca desde la insidia, la violencia o la ignorancia. En este orden la fe y la increencia deben aprender a pensar dentro de una sociedad plural, con rigor y en convivencia, en emulación

de esfuerzos y aportaciones.

Teólogo. Catedrático emérito de la Universidad Pontificia de Salamanca. Premio Ratzinger. De la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.