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La opinión pública subraya que la respuesta de Occidente en Afganistán, tras la crisis abierta por los atentados terroristas en la metrópoli de los Estados Unidos, responde más a una estrategia indirecta que no se orienta exclusivamente a una victoria inmediata, que a una acción directa dominada absolutamente por el afán de lograr que el enemigo terrorista lo pierda inmediatamente todo. Y es cierto, en efecto, que el presidente de los EE UU ha optado por un designio estratégico donde las operaciones militares ocupan una posición subordinada o, al menos, concurrente con otras acciones de distinto nivel.

Lo que sobre todo resulta patente, y en notable medida sorprendente, es el predominio de la serenidad sobre el apasionamiento. Poco a poco se van conociendo los posicionamientos de los Estados que tutelan grupos terroristas, al tiempo que se clarifican, por otro lado, las actitudes de las organizaciones que desean se produzca pronto una represalia militar, no del todo afortunada, para redoblar la campaña que paralice a las unidades desplazadas hacia la zona de soberanía de aquellos Estados afines al fenómeno terrorista.

Ciertamente no hay indicios suficientes para pensar que tales Estados y tales organizaciones protectoras del potencial de acción subversiva realizan esfuerzos similares a los de Occidente para paralizar a los grupos terroristas. No los realizarán nunca; ni es previsible que adopten tan benévola postura a favor de las previsibles víctimas del terror. Tenemos, pues, en la lucha concertada internacionalmente contra un enemigo insidioso y violento, la evidencia de que éste no se va a entregar ni corre el riesgo de verse prontamente neutralizado. La nueva estrategia de los grupos terroristas estará dominada por la idea de supervivencia y por la práctica del enmascaramiento.

La situación de los pueblos que ya se saben amenazados por el terrorismo internacional, y que hace unas semanas se creían invulnerables, aconseja que se les explique lo esencial de una estrategia indirecta de larga duración. Se trata de una estrategia activa, necesariamente orientada a producir daños, es decir, aniquilamientos y neutralizaciones, a un cierto ritmo, sin prisa y sin pausa. Es una estrategia de empleo constante, especializada en actuaciones por sorpresa, zona por zona. Es una estrategia combinada con presiones directas contra los apoyos financieros, políticos y sociales que se le brindan a los Estados protectores de los agentes del terrorismo; pero no es una estrategia obsesionada por la ocupación militar de territorios, ni siquiera de las capitales de los Estados de hecho alineados para la subversión de los valores occidentales.

La estrategia indirecta actualmente en curso es una estrategia doblemente elocuente, lo que no quiere decir que deba excederse en dar explicaciones a priori. Es elocuente respecto al adversario, ya que se le niega el descanso de una tregua y el disfrute de una retirada; y es elocuente respecto a la propia opinión pública, ya que a ella se le ofrece una serie siempre abierta de resultados positivos y ordenados a la progresiva disminución del potencial de agresividad ya acumulado por los terroristas. Pero no es un estrategia absolutamente resolutiva a medio plazo: cualquier enemigo que ya se haya iniciado en el terror lleva en su seno un grado de odio y de hostilidad que resulta inextinguible, por su propia naturaleza.

Para ser verdaderamente efectivas, una estrategia de presión militar sobre un adversario encubierto ha de ponerse al servicio de una política de localización del conflicto, si se quiere que el conflicto no se generalice. Y así, en la situación internacional creada tras los atentados del 11 de septiembre, las acciones militares de réplica han de ocupar una posición subordinada a una política de mayor envergadura, que no se conforme con el mero diseño de planes de operaciones resolutivas.

Se trata de capturar a los principales sospechosos de haber desencadenado la agresión a las Torres Gemelas y al Pentágono, arrancándoles de sus guaridas, dentro de una estrategia dirigida contra los Estados que se resistan a su inmediata entrega para verles sometidos a la justicia. El bombardeo de determinadas instalaciones en tierra viene precedido de unas pruebas que han dado ya los hombres que las ocupan; se tiene la fundada sospecha de que en ellas se preparan todavía nuevas agresiones, lo que legitimará una operación militar contundente sobre quienes las utilizaron y las utilizarán.

Por otra parte, la estrategia, de contenido más fluido, de apoyar militarmente a las partidas de guerrilleros hostiles a unos Gobiernos totalitarios, que se suponen cómplices del terrorismo, deberá emprenderse sólo para incoar un posible relevo político en esos países en favor de nuevos dirigentes, cuya conducta previsible como gobernantes resulte propicia al retorno de la paz en aquellos escenarios.

No se trata de realizar un escarmiento que deje paralizados a miles de hombres en el entorno geográfico de donde se supone emanaron las decisiones asesinas. Se trata de la prevención de la repetición de actos tan vituperables y en definitiva, del incremento de la seguridad de todas las gentes realmente amenazadas por el terrorismo. Con esta finalidad se ha desplegado un potencial militar disuasorio en una zona geográfica concreta, sin omitir, por cierto, la capacidad de ponerlo en acción.

El cambio oficial en la denominación de la operación militar en curso se inscribe en una política y en una diplomacia de mucho mayor alcance que una simple represión ejemplar. El salto desde el emblema inicial —«Justicia Infinita»— al lema en juego —«Libertad Duradera»— marca la maduración del conocimiento de la naturaleza del conflicto terrorista. La hipérbole «Justicia Infinita» se inscribía en la dialéctica de un crimen merecedor de un castigo. Allí, el adjetivo quería significar que el crimen era inconmensurable. Por lo tanto, se demandaba un enorme castigo. El lema «Libertad Duradera» expresa ahora la previsible persistencia de una dialéctica de voluntades hostiles. Aquí, se formula correctamente el afán de los Estados Unidos, orientado a que el ejercicio de las libertades permanezca sin interferencias indeseables, no sólo en las metrópolis sino también en las zonas más alejadas de Occidente.

En el fondo del problema que a todos nos preocupa —la urgente localización del área de la conflictividad— lo que late es una cuestión que, sobre todo en el tiempo, es de seguridad más que de justicia o de libertad. Extender el conflicto forma parte de los propósitos de los grupos terroristas; localizarlo es la finalidad del compromiso ya adquirido por numerosos Gobiernos occidentales. Porque de lo que se trata es de avanzar en la garantía "internacional de un mayor grado de seguridad para las vidas de los componentes todos de la población civil. La estrategia, en definitiva, no es otra cosa que la conversión de un territorio de guerra en morada de la paz.

Es natural que la gente se pregunte, nada más saber que ya se han iniciado los ataques aéreos al territorio afgano, qué relación guardan los resultados previsibles de los bombardeos aéreos con los movimientos por tierra de unidades hostiles al gobierno talibán. La memoria histórica y los recuerdos recientes de otras operaciones militares nos hablan de una inmediata utilización de las circunstancias que desde el espacio aéreo debilitan al adversario en beneficio del avance propio hacia los objetivos decisivos. Se piensa que si las acciones en tierra se demoran en el tiempo el adversario sé recuperará y de nuevo ofrecerá una fuerte resistencia. En definitiva, lo indicado será bombardear de nuevo. Y así sucesivamente.

Esta manera de ver las cosas ignora la diferencia que en las operaciones militares se nos revela entre las maniobras estratégicas y las maniobras tácticas. La maniobra estratégica juega con la distancia y la maniobra táctica se sirve del contacto. La maniobra estratégica permite el movimiento para mejorar el despliegue propio y para perturbar el despliegue enemigo también. La maniobra táctica busca el choque, la confrontación , en las mejores condiciones para la victoria. Sólo después de una estrategia operativa bien ajustada a la situación puede ordenarse una táctica de combate con grandes posibilidades de ejercer pronto el dominio sobre el terreno disputado.

De aquí que la observación de la marcha de los acontecimientos militares deba hacerse con extrema cautela tanto en Afganistán como en cualquier otra parte. Lo que denominamos ataque en tierra supone para los efectivos propios un cambio de actitud que debe producirse por sorpresa. La actitud inicial de los efectivos militares enviados a la zona es siempre defensiva. Para completar su despliegue se precisa no perder para estas fuerzas en ningún punto un fuerte grado de invulnerabilidad. La prisa acelerada es una mala consejera que repite siempre la misma cantinela «mañana será tarde». La prudencia paciente es una guía valiosa que se reserva el derecho a decir «cuándo y dónde».

Todo esto quiere decir que lo probable, si las cosas se hacen bien, es que transcurra un periodo de tiempo entre la fase en la que todo son maniobras estratégicas en profundidad y la fase en la que existe la maniobra táctica ofensiva sobre la presunta línea del frente. Este periodo de tiempo puede y debe ser utilizado por ambas partes para muy variados menesteres, entre ellos para ganarse a la opinión pública internacional. También quizás, para confiar en algún cambio climático. Por último, incluso, para provocar un derrumbamiento político en la retaguardia enemiga.

La observación de todas y cada una de las variables de una confrontación bélica le pareció a Clausewitz una ciencia más complicada que la astronomía de Euler. Lo que no significa que vayan a producirse resultados ajenos a la efectiva superioridad del mejor de los ejércitos en presencia. Significa que la incertidumbre se constituye en un elemento esencial del arte de la guerra.

Historiador. General de Brigada