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Durante un reciente encuentro de FAES en el que analizamos las nuevas realidades latinoamericanas, surgió la duda respecto a si sigue siendo legítimo hablar de «Hispanoamérica» en pleno siglo XXI o si, por el contrario, a estas alturas el concepto es poco más que una «frase hecha» carente de contenido. Mal que mal, en décadas recientes América Latina parece haber encontrado un rumbo que le está reportando buenos resultados y que la ha llevado a estrechar sus vínculos con estadounidenses y asiáticos, relegando a Europa a un incómodo segundo plano. A la luz de lo anterior, la idea de Hispanoamérica ¿tiene futuro?

Más allá de los tradicionales vínculos históricos y culturales que vienen a la mente cuando se piensa en Hispanoamérica, ¿en qué podría basarse una «relación especial» de este tipo entre América Latina y España, casi dos siglos después del fin del gran proyecto imperial español? A la hora de esbozar una repuesta, debemos tener en cuenta que, más que en una historia compartida, cualquier alianza de este tipo debe sustentarse en intereses comunes y solo hará sentido en la medida que contribuya a resolverlos principales retos que cada cual enfrenta. Es posible por lo tanto reformular la pregunta en términos mucho más concretos. Más allá de los lugares comunes, ¿cuáles son los intereses comunes?

Evidentemente, su identificación debe basarse en una lectura certera de las respectivas realidades. Ello exige empezar por deshacerse de muchas ideas preconcebidas sobre América Latina que no resisten confrontación con la evidencia.

Buena parte del mundo (incluidos muchos latinoamericanos) aún tiende a percibir a América Latina como una región colorida y pintoresca pero relativamente pobre, inestable (económica y políticamente), violenta y dominada por los dictadores de turno o por líderes populistas como Chávez y sus aliados del ALBA, muchas veces en convivencia con redes de narcotraficantes. Si a ello sumamos el hecho de que la región está fragmentada en una veintena de países, esta termina por volverse poco atractiva y marginal en el contexto mundial y resulta difícil discernir el atractivo que podría tener, al menos para España, una posible «relación especial» con la región, más allá de los afectos, nostalgias y buenas intenciones.

Afortunadamente, como demuestro en detalle en mi libro Nuestra hora, la realidad latinoamericana es muy distinta. Revisemos muy rápidamente la evidencia.

En décadas recientes, los principales países de la región adoptaron regímenes cambiarios libres, eliminaron la mayoría de las cuotas y prohibiciones a la importación y redujeron sus aranceles desde niveles que estaban entre los más altos del mundo a cerca de 10% en promedio, convirtiéndose en los mercados más abiertos y competitivos del mundo emergente. Mientras los ojos del mundo estaban vueltos hacia China e India, la región ha venido registrando las mayores tasas de crecimiento económico en su historia. Con unos 600 millones de consumidores cuyo ingreso per cápita es similar al promedio mundial, América Latina se ha convertido en la cuarta mayor economía del mundo, con un PIB regional de más de seis billones de dólares.

A pesar de la crisis que tiene en jaque a las economías industriales, la economía regional mantiene un gran dinamismo. De hecho, las reformas realizadas han contribuido a que América Latina sea hoy una de las economías más estables de mundo. Como resultado, en lo que va del siglo más de cincuenta millones de latinoamericanos dejaron atrás la pobreza y se unieron a la pujante clase media regional, que ya representa un 60% de la población total. Cada vez más, los pobres del mundo están concentrados en Asia y África.

Igualmente significativo es el hecho que, al reducir sus barreras comerciales e integrarse a la economía global, América Latina puso en marcha un proceso de integración regional que está dando origen a un vasto mercado interno. Baste señalar que cuatro de sus mayores países —Chile, Colombia, México y Perú— hoy están unidos por tratados de libre comercio bilaterales, dando origen a un mercado de 200 millones de consumidores, comparable en tamaño y aún más abierto al mundo que Brasil, gracias a diversos acuerdos de libre comercio con la Unión Europea y los Estados Unidos. Este proceso ha estimulado la aparición de empresas multilatinas, líderes de sus industrias a través de la región, que empiezan a proyectarse con fuerza a nivel mundial. El resultado es una región mucho menos fragmentada económicamente de lo que normalmente se piensa y que está avanzando a buen ritmo hacia una plena integración de sus mercados.

Desde hace aún más tiempo las artes y letras regionales también desmienten las fronteras políticas intrarregionales, al punto que América Latina se ha convertido en una de las regiones más homogéneas del mundo en términos culturales. Recientes encuestas revelan la sorprendente unidad valórica subyacente. A diferencia de cualquier otra región del mundo, los latinoamericanos combinan un énfasis en valores tradicionales como familia, religión y autoridad, con un fuerte foco en autoexpresión y realización personal, característico de las sociedades industriales. Esta distintiva combinación valórica es el producto de un mestizaje de culturas y razas sin precedentes en el mundo, donde la tradición occidental aportada por España se fundió con tradiciones culturales aún más antiguas. No olvidemos que dos de las seis civilizaciones originarias del planeta —la mesoamericana y la andina— son latinoamericanas. Esa fusión de razas y culturas ocurrió gracias a la falta de prejuicios raciales que tradicionalmente caracterizó a la población ibérica a la hora de elegir pareja y se vio enriquecida por aportes africanos y asiáticos que aún hoy resuenan con fuerza en muchos ámbitos y son especialmente visibles en la mesa, música y bailes latinoamericanos. Cualquier posible «relación especial» entre España y la región debe ser entendida en el contexto de esta identidad profundamente mestiza de los latinoamericanos.

Es posible que la tradición occidental termine dominando y que la región se incorpore como miembro pleno de Occidente tras completar su tránsito hacia la prosperidad. Más probable, sin embargo, es que América Latina emerja como una civilización distintiva, muy cercana a la tradición occidental pero fiel a sus raíces mestizas y orgullosa de ello.

Más allá de terminar de definir su propia identidad como región, América Latina enfrenta el reto de avanzar en su integración política. Su relativo retraso en este ámbito es afortunado, ya que hubiera sido difícil resistir las tentaciones burocráticas y estatistas que entramparon proyectos de este tipo en otras latitudes (y en la propia región) durante el siglo pasado. Pero los costos de la desunión política están creciendo a medida que el mundo se organiza en bloques culturales homogéneos y los países latinoamericanos empiezan a aprovechar la creciente prosperidad para fortalecer sus capacidades militares. Esto último amenaza con poner en marcha una carrera armamentista regional, que bien podría ser estimulada desde fuera por quienes necesitan acceder a productos agrícolas y minerales latinoamericanos para alimentar a sus poblaciones e industrias. Aunque durante el último siglo América Latina fue la región más pacífica del mundo en términos de muertes violentas totales per cápita, sirviendo de refugio a millones de inmigrantes europeos y asiáticos que escapaban de guerras y dictaduras, garantizar la paz interna regional durante el siglo XXI requiere capitalizar esta historia de paz y de creciente integración económica para avanzar hacia una mayor integración política.

Afortunadamente, la mayor estabilidad económica ha avanzado mano a mano con una creciente estabilidad política, lo que valida y aporta continuidad a las reformas realizadas. Casi sin excepción, los países latinoamericanos hoy están gobernados por líderes elegidos democráticamente. Atrás quedaron las dictaduras del pasado y la democracia impera en la región como nunca antes. Aunque Chávez y sus aliados neopopulistas del ALBA tiendan a acaparar la atención de los medios, en realidad controlan menos del 20% de la economía o la población regional. El grueso de los latinoamericanos ha optado por una u otra versión del «modelo chileno» de gobierno democrático, con instituciones fuertes y ámbitos de acción acotados y de mercados libres y abiertos al mundo.

Gracias en buena medida a estos avances, América Latina tiene actualmente la distinción de ser la región más desarrollada del mundo emergente. Esto conlleva sus propios retos: si la región desea evitar los errores cometidos por las sociedades que la precedieron en el camino al desarrollo y alcanzar una prosperidad sustentable, no tiene más opción que encontrar su propio camino. Ello no solo implica nuevos modelos industriales sustentables sino nuevas soluciones institucionales (como, por ejemplo, sistemas privados de pensiones), así como productos y servicios mejor adaptados a las necesidades de los consumidores en la base de la pirámide. En otras palabras: América Latina no tiene más opción que volverse una región profundamente innovadora. Si lo logra, inevitablemente se convertirá en un referente para el resto del mundo emergente.

¿Qué implican todas estas consideraciones respecto al futuro de la «cuestión iberoamericana»?

En primer lugar, algo bastante obvio a estas alturas: el hecho que buena parte de América Latina y España compartan un mismo idioma, numerosas tradiciones culturales y tres siglos de historia no significa que ambas regiones compartan una identidad, ni mucho menos un destino común. Europa apostó hace varias décadas por Europa —con mucha razón—. América Latina apostó hace doscientos años por sí misma —con mucha razón—. Pensar en América Latina como «la América hispana» es tan absurdo como pensar en España como la «Europa latinoamericana». En la medida que la historia común sea la base sobre la cual se pretenda definir un posible futuro común, Hispanoamérica no tiene destino. España tampoco puede aspirar a un rol de primus inter pares con una economía y población que no llegan ni al 20% de la latinoamericana. Pero sí puede aspirar, con justa razón, a alguna forma de «relación especial» con América Latina.

¿Qué forma?

Es tentador modelar esta «relación especial» en la que existe entre el Reino Unido y los Estados Unidos, dado que surgió en un contexto histórico comparable y a partir de similares sentimientos de amistad y entendimiento mutuo. En el caso anglosajón, sin embargo, dos grandes potencias militares —dominantes en el siglo XIX y XX, respectivamente— se aliaron para defender a las democracias occidentales, poniendo freno a la agresión nazi, conteniendo la amenaza soviética y, más recientemente, neutralizando el terrorismo islámico. Una «relación hispanoamericana» análoga, cimentada en la colaboración militar, resulta difícil de imaginar.

Ello no significa que una futura relación hispanoamericana deba ignorar los aspectos políticos y geopolíticos. Por el contrario, más que nunca, españoles y latinoamericanos tienen la oportunidad de trabajar juntos en un proyecto político trascendente: la consolidación a ambos lados del Atlántico de sociedades libres, democráticas y meritocráticas, donde los prejuicios raciales y sociales son refutados por un tradicional mestizaje de culturas y razas y en las que los principales motores del progreso individual y social son la iniciativa individual y la actividad emprendedora. Sumar fuerzas en torno a estos valores trascendentes constituye una poderosa épica a partir de la cual construir una relación hispanoamericana para el siglo XXI, cimentada en el poder de las ideas y en la capacidad de colaborar internacionalmente para hacerlas realidad.

Una relación de este tipo promete rendir frutos muy concretos para los latinoamericanos, ya que estos principios constituyen poderosos cimientos sobre los cuales llevar adelante su proyecto de unidad regional, con todos los beneficios que este conlleva. Un proyecto integracionista que limite la institucionalidad regional solo a aquellas funciones indelegables y busque acercar los gobiernos locales a sus ciudadanos resulta mucho más factible y atractivo que los proyectos integracionistas de antaño, liderados desde el Estado por burócratas inspirados en visiones estatistas y resistidos por los ciudadanos.

Los frutos para España de una América Latina unida en torno a estos principios también deberían ser sustanciales, ya que ella es funcional al éxito de las multinacionales españolas, incluyendo las más jóvenes, que al igual que sus predecesoras encontrarán en América Latina un ámbito de expansión cultural y económicamente más cercano y fácilmente asequible. Lo mismo es verdad en el caso de las multilatinas: estas tenderán a probar sus capacidades competitivas primero en un mercado más cercano y asequible como España, antes de dar el salto al resto de la Unión Europea. Como resultado, España tiene el potencial de convertirse en la sede de sus operaciones europeas y africanas, como ocurrió en el caso de la mexicana CEMEX, la pionera entre las multilatinas. Esta dinámica ganar/ganar promete aportar un renovado vigor a la alicaída economía española.

Más allá de eso España también entiende, al igual que América Latina, que debe potenciar su actividad innova-dora y emprendedora si desea sostener e incrementar su actual prosperidad. ¿En qué medida una «Hispanoamérica de los valores» es plenamente funcional al logro de este objetivo? ¿Dónde están las oportunidades de colaboración?

Como región líder dentro del mundo emergente, América Latina contiene una amplia diversidad de segmentos socioeconómicos cuyas necesidades requieren soluciones innovadoras, desde aquellos que disfrutan de un nivel de vida comparable a la media en los países industriales, a aquellos en la base de la pirámide que recién se incorporan a la economía de mercado. Cada segmento aspira a acceder a productos y servicios adecuados a sus necesidades, desde alimentos y bienes electrodomésticos y electrónicos de bajo costo a automóviles y otros productos emblemáticos de la clase media, viviendas económicas de calidad y, por supuesto, a todo tipo de servicios financieros, de salud y educativos. Quien desarrolle esos innova-dores productos contará con una ventaja considerable a la hora de extender sus actividades a otras regiones emergentes, maximizando su valor económico. Para muestra un botón: en respuesta a la necesidad de erradicar un villa miseria de un núcleo urbano, un grupo de arquitectos chilenos desarrolló una vivienda familiar de calidad, cuyo costo unitario es inferior a diez mil dólares, que está siendo evaluada por los gobiernos chino y nigeriano para implementarla en gran escala. La región también requiere con urgencia contar, por ejemplo, con sistemas educativos capaces de convertir a sus jóvenes en protagonistas activos de la economía del conocimiento. Dicho de otra manera: América Latina representa una región piloto natural y fácilmente accesible para emprendedores españoles interesados en desarrollar soluciones innovadoras para los más de cinco mil millones de personas en los mercados emergentes.

En este sentido, el término Hispanoamérica pasa a designar a un espacio de innovación que abarca ambos lados del Atlántico, construido a partir de una historia compartida y sobre la base de principios liberales, alimentado por la creatividad que surge del encuentro desprejuiciado de culturas y razas, y desde la cual surgen innovaciones que ayudarán a miles de millones de seres humanos a dejar atrás la pobreza, alcanzar una prosperidad sustentable y construir sociedades en la que logren desplegar plenamente sus talentos e intereses. Un enorme espacio de generación de riqueza como este es el equivalente a una enorme mina de oro en la sociedad del conocimiento. En definitiva, Hispanoamérica pasa a designar una épica conjunta, sustentada en una tradicional cercanía cultural, en intereses muy concretos y en una visión compartida del futuro, que hará posible acceder a una prosperidad, estatura e influencia global inalcanzables individualmente.

Autor de "Nuestra hora: los latinoamericanos en el siglo XXI" (Pearson)