Tiempo de lectura: 7 min.

Cuando, hace pocos meses, mi querido Rafael Puyol me pidió escribir sobre este tema, yo acepté, tanto por corresponder al honor que me hacía como porque desde hace bastante deseaba yo poner por escrito mis opiniones (quizá discutibles) sobre la cuestión. La historia empieza tiempo atrás, serían los últimos años setenta, cuando en Euskadi se discutía todo, incluyendo, como es natural, la naturaleza de la universidad. En una de las múltiples series de conferencias que sobre este tema se celebraban, en las que los ponentes discutían si las clases debían ser en euskera, o si los profesores funcionarios de los cuerpos estatales podrían ser admitidos en la universidad vasca, el gran Juan Urrutia irrumpió con una propuesta que nos dejó subyugados, aunque fuera solo a unos pocos. Urrutia propuso justamente lo que aquí yo intento exponer: la idea de la universidad ante todo como un centro de investigación. Y hoy, al cabo de treinta y cinco años, considero que esta ha sido, quizá, la reflexión más importante y actual que yo haya oído nunca sobre la universidad y la idea motora en otros tantos años de mi quehacer universitario y político.

Naturalmente, esto es una cuestión de concepto. ¿Qué es, entonces, una universidad? Una universidad es para mí un centro de investigación donde se forman nuevos investigadores y otros profesionales. Esto no quiere decir que absolutamente todos los profesores sean investigadores. La intensidad de la actividad investigadora varía de unas personas a otras y, para una determinada persona, fluctúa a lo largo de su vida. Podemos considerar casos extremos, pero perfectamente válidos, desde el docente insigne que no se ha preocupado por la investigación desde los tiempos de su tesis doctoral (sin el aprendizaje que supone el doctorado no cabe enseñanza universitaria), hasta el profesor que lleva a cabo en solitario una encomiable actividad investigadora y nunca ha tenido siquiera un alumno de doctorado. La pluma parece exigir, a veces, cierta autonomía para escribir sobre tal o cual caso anecdótico. Pero es mi intención mostrar mi punto de vista con el menor aporte narrativo, que a veces nos confunde más que nos ilumina. Queden las anécdotas para otra ocasión. Hay casos extremos, repito, de docentes e investigadores puros. Pero ambos son excepciones escasas, que en modo alguno deben oscurecer el retrato robot del profesor universitario: profesional del investigar y del enseñar, o lo que casi es lo mismo, del aprender y del enseñar, dos caras de la misma moneda, dos actividades inseparables.

Ni aprender es almacenar datos, ni enseñar es dar clase. Hay en España, me parece a mí, una «universidad nueva» y una «universidad vieja» que conviven (nótese que esta división supone una gran supersimplificación, y que las universidades «vieja» y «nueva» son entelequias y no instituciones, de manera que ambas pueden convivir en el mismo centro universitario, y hasta en el mismo profesor). En la universidad vieja los (buenos) profesores estudian para estar al día y poder transmitir a los alumnos conocimientos actualizados. Los alumnos toman apuntes, memorizan estos datos y, si los repiten con fidelidad a la hora del examen, sacan una buena nota. Con esto termina la actividad universitaria. Naturalmente, ¿qué más se puede pedir? El profesor «enseña» y el alumno «aprende». El problema está en las comillas, en el significado de ese «enseña» y de ese «aprende». Cuando los licenciados españoles van a proseguir sus estudios en países extranjeros, llaman la atención (aparte sus problemas con la lengua) por lo vasto de sus conocimientos. Lo malo viene cuando se les pide que los pongan en práctica, por ejemplo criticando un trabajo ajeno o diseñando un proyecto. En palabras de Pedro Etxenike, saben mucho pero comprenden poco.

Veamos, por contraste, lo que ocurre en la universidad nueva. En ella alumnos y profesores enseñan y aprenden, esta vez sin comillas. Los profesores, y en alguna menor medida los alumnos, aprenden, no principalmente en los libros de texto, sino en el que Galileo llamó el «libro de la Naturaleza». Los profesores, y también los alumnos, enseñan, al compartir las lecturas de ese libro maravilloso, o sea, al investigar. La gran diferencia entre profesores y alumnos no es ya su actitud docente y discente, respectivamente, sino su grado de familiaridad y experiencia en una determinada faceta del conocimiento. En la universidad nueva, que intento promover y practicar, nadie está exento de aprender/investigar, porque nadie está exento de enseñar. Pero puede haber pocas clases, o ninguna, e igual número de exámenes.

Añadiré que, en rigor, el complejo enseñanza/aprendizaje no es la única actividad de una universidad, aunque sí la más importante, con diferencia. Otras actividades significativas incluyen: a)garantizar que los alumnos han alcanzado el nivel requerido para el grado al que aspiran, b)asesorar a la sociedad y a sus instituciones sobre problemas específicos, particularmente si le son consultados, y c)ejercer un liderazgo de ideas innovadoras en la sociedad. La investigación tiene poco que ver con el punto a, que se trata más bien de una función administrativa, muy periférica a la enseñanza/aprendizaje. En cambio solo se pueden ejercer con dignidad las funciones b y c cuando los universitarios responsables de ellas aprenden, de verdad, su disciplina en las fuentes primarias del saber.

Por lo dicho hasta ahora se comprende que ni todas las llamadas universidades son tales, ni la universidad se encuentra solo en instituciones con ese nombre. Sin llegar al extremo de algunas «universidades» de EE.UU. y otros países, meras oficinas de venta de títulos válidos solo para engañar a incautos, existen en nuestro entorno instituciones que son «universidad vieja» en estado casi puro. En otro tiempo pudieron ostentar sin desdoro el nombre de universidad, pero ese tiempo está ya periclitado. Por el contrario hay centros de investigación, grandes y pequeños, que con toda naturalidad admiten alumnos de posgrado en sus bibliotecas, laboratorios y seminarios, y allí desarrollan los estudiantes sus trabajos de máster y doctorado, de modo que las respectivas universidades solo se reservan el control administrativo del examen final. Un ejemplo claro entre nosotros es el CSIC, para mí la primera universidad española; eso sí, reservada a estudiantes graduados. El csic es ya una buena universidad a nivel mundial, y bastaría una decisión político-administrativa del gobierno de turno para concederle la posibilidad de conferir grados, y así convertirlo de jure en lo que desde hace mucho es de facto, un centro superior de enseñanza y aprendizaje, una universidad. El csic nos resulta particularmente obvio por su tamaño, pero hay hoy en España una docena de instituciones, llamadas de investigación, donde los estudiantes graduados se forman con excelente nivel. Y, por cierto, algunas de estas instituciones señeras están asociadas a una empresa, en forma de departamento de i+d. Y es que hay en España unas pocas universidades privadas de gran altura… solo que no llevan el nombre de universidad.

Pensando ahora en las universidades de nuestro entorno más inmediato, llama la atención enseguida no tanto la ausencia absoluta de investigación, sino la existencia de grandes segmentos de las mismas (por centro, por área de conocimiento, por campus incluso) en los que la investigación no existe. Así, incluso en las universidades españolas científicamente activas, puede haber tranquilamente una tercera parte de profesores que ni investigan ni han investigado nunca, ni siquiera han hecho una tesis doctoral. Estas bolsas de anomalía no corresponden siquiera a «universidad vieja», sino a no-universidad. Su origen está en la equivocada y nefasta incrustación (que no incorporación) en las universidades de lo que se llamaban escuelas de grado medio, que incluían magisterio, enfermería, ingenierías técnicas y otras muchas. Estas escuelas preparaban dignísimos, cuando no excelentes, profesionales, pero ni estaban preparadas para formar investigadores, ni se consideraban centros donde pudiera llevarse a cabo investigación de modo regular. Ni siquiera se exigía el grado de doctor para muchas plazas de su profesorado. El resultado ha sido un descenso (¡aún más!) del nivel investigador de las universidades y, en realidad, una desnaturalización (¡aún mayor!) del propio concepto de universidad. Sin que, por cierto, haya aumentado el nivel de preparación de los alumnos de estas escuelas.

Ciertamente la idea de universidad como centro primariamente investigador choca al principio con nuestra experiencia más común, pero quizá no resulta tan escandalosa si la afinamos en su contorno temporal y geográfico. En síntesis, es una idea para el siglo XXI más que para el XX, y es una idea para aquellos países con vocación de liderazgo internacional. La idea de investigación en sentido moderno, por cierto que no solo limitada a la ciencia experimental, nace quizá en Alemania a finales del siglo xix, pero adquiere pleno desarrollo y aceptación social y académica en los países anglosajones después de la segunda guerra mundial. Me refiero a la investigación como actividad corporativa de los Estados, financiada por ellos, y a cargo de un número rápidamente creciente de científicos anónimos. Pasó la época romántica de los científicos con medios de fortuna que podían costearse un laboratorio. En adelante las sociedades avanzadas van a desarrollar su investigación apoyada por fondos públicos, a través de sus universidades (modelo anglosajón) o por medio de universidades e institutos de investigación en distintas combinaciones (modelos «mediterráneo» con cnrs, csic, cnr, o «soviético», o con sus academias). Pues bien, aquí y ahora las universidades deben tomar partido, si no quieren que la sociedad decida por ellas y las descarte. O se incorporan plenamente al esfuerzo universal de la humanidad por aumentar y transmitir sus conocimientos, o quedarán (si no han quedado ya) reducidas a la mera tramitación de títulos y, por lo tanto, condenadas a la irrelevancia.

Es posible que esta identificación de universidad como centro de investigación esté más arraigada en nuestra sociedad que lo que nosotros mismos pensamos. Si saliéramos a la calle en cualquiera de nuestras ciudades pidiendo a los paseantes que nos citaran algunas de las mejores universidades del mundo, lo más probable es que nos encontráramos con miradas en blanco o reconocimientos de ignorancia. Pero si, tras mucho preguntar, obtuviéramos alguna respuesta coherente esta sería: la Sorbona, Oxford, Cambridge, Harvard, etc. El mismo resultado, quizá con más proporción de respuestas positivas, lo tendríamos en los pasillos de cualquiera de nuestros centros universitarios. Lo que los ciudadanos, universitarios o no, reconocen como grandes universidades son, sin exageración, grandes centros de investigación. No es casualidad. A contrario sensu he comprobado una gran correlación entre los centros universitarios cuyos exalumnos valoran muy negativamente con aquellos en los que la investigación es, o era, inexistente.

Lo que precede tiene pretensiones de validez transnacional, por no decir universal, aunque resulta evidente la influencia de la universidad y la sociedad española en estas meditaciones. Pero quizá ha llegado ya el momento de aplicar explícitamente lo dicho al caso español. Olvidando, insisto, tiempos lejanos, hemos visto cómo a partir de los años sesenta del pasado siglo, al impulso de las medidas del ministro (y excelente químico) Lora Tamayo, la investigación española iniciaba, en universidades y CSIC un lento despegue. Las políticas de los gobiernos de Felipe González en 1982-1990 utilizaron aquel débil mantillo para hacer crecer frutos casi inimaginados en cantidad y calidad. Siguieron años de vaivenes político-económicos, pero los universitarios españoles ingresaron en el siglo XXI con la impresión, pronto contrariada por la realidad, de que España era un país «normal» desde el punto de vista de la investigación, un país en el que la actividad científica era un componente sustancial y estable de nuestro camino hacia el progreso. Pero los sucesos ocurridos a partir de 2008 han abierto los ojos a los ciegos. En el último gobierno de Rodríguez Zapatero y en el de Rajoy las reducciones en los fondos dedicados a la investigación han sido tan salvajes que, al menos es mi diagnóstico, el sistema científico español ha quedado destruido. Las políticas científicas son de ciclo largo, y los resultados de estas gestiones nefastas no se harán ver en toda su crudeza hasta dentro de algunos años, pero, insisto, en mi opinión, lo ganado en los últimos treinta años se ha desvanecido. Como ha dicho alguien recientemente, nuestros gobernantes «han elegido la ignorancia».

Naturalmente, esto tiene que ver, y mucho, con el tema central de este artículo. España es, y lo va a ser mucho más, un país sin ciencia. Los centros de investigación públicos se hallan malheridos, por no decir desahuciados. Si, como vengo sosteniendo, en el siglo XXI y en el primer mundo una universidad es ante todo un centro de investigación, y si en España no va a subsistir un sistema de investigación mínimamente relevante, dejo al lector la conclusión.

Catedrático de la Universidad del País Vasco. Miembro de la Comisión de Expertos para la reforma y mejora de la calidad y eficiencia del sistema universitario español