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Vayamos a los crudos hechos, dos nada más. Uno: Cada vez hay más personas que se dedican a actividades sin ánimo de lucro, aunque ellas mismas puedan trabajar en ese tercer sector de modo profesional. Dos: La educación que podríamos llamar reglada es un completo desastre, si es que pudiera haber desastres parciales. Algo habrá que hacer para mejorar la calidad de la educación y la eficiencia de los equipos que se dedican a labores sin ánimo lucrativo. Me refiero a la sociedad española, la que me preocupa porque en ella pago impuestos y porque constituye el objeto principal de mis escritos y mis lecturas. Es una sociedad con un notable desarrollo económico, pero que puede detenerse. Precisamente en el estadio de la sociedad dedicada mayoritariamente a los servicios, la educación es la del ulterior bienestar de la población.


Históricamente, el desarrollo educativo en España ha ido por detrás de otras manifestaciones de cambio, como la industrialización o la urbanización. Además, hay una notable diferencia según las regiones. Por ejemplo, Castilla y León, País Vasco y Madrid han tenido más impulso educativo del que les corresponde según otros indicadores económicos. En cambio, la mitad sur de la península, más Canarias, han estado tradicionalmente por debajo de la media nacional o incluso por debajo de lo que les corresponde según otros medidores de desarrollo. Esa distinción geográfica apunta a que la clave no está tanto en el sistema educativo general (que ha sido muy parecido en todas las regiones) como en la estructura social. Concretamente, el nivel de desarrollo económico de Castilla y León es muy parecido al de otras regiones típicamente agrarias. La diferencia está en que Castilla y León ha mantenido una estructura de clase media, de pequeños propietarios. No es casualidad tampoco que el «éxodo rural» de la generación anterior (mediados del siglo XX), el proveniente de Castilla y León, se haya dirigido sobre todo al País Vasco y a Madrid. La ventaja de esas dos regiones es que se han adelantado al esquema de la sociedad de servicios, precisamente la que significa identificarse mejor con el mundo globalizado de hoy.


Lo que distingue verdaderamente a los países punteros en ese mundo globalizado es el avance en la educación y en la tecnología. Es clave para ello una buena estructura universitaria. De sobra es sabido que las universidades europeas se han quedado rezagadas últimamente respecto al avance de las norteamericanas. Parafraseando al clásico, podríamos decir que la educación (incluida la ciencia) fue siempre compañera del imperio.


La sensación que tienen muchos profesores universitarios es que los mejores alumnos son los de tarde (los que simultanean el estudio con el trabajo). Más aplicados son todavía los que se aprestan a estudiar después de haberse introducido en la vida laboral o después de haber concluido otra carrera. El sentido de la responsabilidad que muestran esos estudiantes talluditos contrasta con el carácter pueril que manifiestan los estudiantes más jóvenes. En vista de esos hechos, mi opinión es que lo mejor es que los universitarios simultaneen esa actividad formativa con el trabajo. Ya de paso, no estaría mal que se eliminaran los infaustos exámenes de septiembre para facilitar el trabajo estudiantil durante los veranos. Esas experiencias de un trabajo ocasional o intermitente bien pudieran realizarse en organizaciones del tercer sector, el de las actividades no estrictamente mercantiles. Todo apunta a que resultan muy atractivas para los jóvenes, por lo menos para los más dispuestos.


De nada vale proponer reformas de la educación superior si no se mejora sensiblemente la educación primaria y secundaria. Es en esos escalones iniciales de la pirámide educativa donde los fallos son más lamentables. No es tanto que los escolares retrasen el ritmo de sus estudios o incluso que los aeve1.jpgbandonen. El auténtico fracaso escolar es algo todavía más grave; consiste en que son insuficientes los conocimientos y capacidades de muchos alumnos que aprueban los cursos de manera regular. El círculo vicioso es que los profesores y los centros exigen cada vez menos esfuerzo y conocimientos, pero el mercado laboral demanda trabajadores cada vez más preparados.


En lugar de plantearse la gravísima cuestión del rendimiento escolar, la sociedad española se entretiene en asuntos ideológicos que sólo pueden satisfacer la codicia política de algunos partidos. Las cuestiones batallonas son si los idiomas regionales desplazan o no el castellano, si la formación valorativa (Religión, Ética, Ciudadanía) debe o no discurrir por uno u otro sendero. Son polémicas de mucho desgaste que debían haberse resuelto hace tiempo, pero cada vez son más espinosas. En el entretanto, los centros de enseñanza no logran satisfacer la exigencia de una buena preparación de los egresados para insertarse en el mundo laboral.


Sería una buena cosa que las organizaciones sin fin lucrativo desplegaran cada vez más cursos formativos de todo tipo. Su estructura les permite una mayor agilidad de la que se puede esperar de las instituciones educativas formales o regulares. Esos cursos no reglados son fáciles de montar; se corresponden, además, con el carácter de los empleos predominantes en la sociedad de servicios.


La experiencia de colaborar en organizaciones no lucrativas resulta sumamente formativa, sobre todo cuando la actividad se orienta a la asistencia a personas necesitadas (inmigrantes, viejos, personas con problemas de todo tipo). Hay en los jóvenes una propensión idealista que ha de ser aprovechada todo lo posible a través del voluntariado o de las acciones altruistas de todo tipo.


Los asuntos educativos no pueden entenderse dentro de las fronteras de los Estados nacionales. El carácter internacional de las empresas y de los intercambios comerciales exige una consideración más amplia. En el mercado mundial de los titulados superiores, España debería tener un saldo exportador. La realidad nos dice que no es así. España importa no sólo tecnología sino enseñanza superior. No se ha sabido sacar partido de la inmensa ventaja que supone contar con una de las pocas lenguas de comunicación que existen en el mundo. En su lugar se han potenciado los idiomas regionales. Al mismo tiempo España destaca por ser uno de los países europeos donde es menor el conocimiento del inglés, a pesar de mantener una rigurosa industria turística. No está lejos el día en que asistamos al último episodio de la poderosa corriente migratoria hacia España. Esa última ola de inmigrantes estará constituida por profesionales y técnicos de todos los campos del conocimiento. La ventaja de ese proceso hará oscurecer el hecho de la inadecuación del sistema educativo español.


No es ningún consuelo pensar que la situación educativa española no se ha deteriorado tanto como parece, ya que ahora por lo menos hay una enseñanza para toda la población. Es decir, se aduce que la mediocre calidad educativa de hoy debe compararse con la situación antigua en la que una gran parte de los niños ni siquiera acudían a la escuela secundaria. Esa comparación es sobremanera interesada y defensiva. Claro que ha sido positivo que se haya escolarizado a toda la población infantil y a una buena parte de la juvenil. Pero las exigencias de un mundo globalizado y tecnificado son otras. No basta con aumentar la cantidad de educación que recibe el censo español. Hoy es preciso plantearse la exigencia más difícil de adaptar el sistema educativo a la sociedad de servicios. Esa exigencia es la que se incumple en la España actual.


Quizá el obstáculo mayor sea de tipo político. La enseñanza ha abandonado un esquema para toda España y, en las regiones donde hay dos lenguas, está en manos de los nacionalismos. Además, los nacionalismos se alían fácilmente con los partidos de izquierda. De ese modo se impone la enseñanza como adoctrinamiento, como exaltación de los valores nacionalistas y localistas. Al mismo tiempo se ha amortiguado mucho el impulso que antes tenía la enseñanza pública como avenida de ascenso social para los eve2.jpghogares menos acomodados o por lo menos los de una clase media modesta. Se impone la paradoja de la creciente desigualdad en este aspecto crucial. Las clases acomodadas pueden enviar a sus hijos a otros países para completar su formación. Ya es extraño que un resultado tan desigual lo haya propiciado la izquierda.


Lo más extraño es que todos los partidos políticos se plantean la gran reforma de la enseñanza, pero esa reforma no se lleva a cabo. En el fondo es una reforma imposible porque no le interesa de verdad a casi nadie. El interés por la reforma ha sido desplazado por la retórica. En el campo educativo se ha hecho endémico el uso de neologismos pedantes y de palabras y expresiones vacuas. Es un cretinismo que podría resultar risible si no fuera porque supone una gran estafa para la población española, especialmente para las clases populares. La mala retórica puede ser desastrosa para la convivencia. Por ejemplo, casi todo el mundo en España acepta la expresión «lengua propia» de un territorio, cuando esa idea es manifiestamente irreal y estúpida. Las lenguas propias lo son de los individuos, no de los territorios. Es la misma confusión retórica por la que se desatienden los derechos individuales para realzar los derechos colectivos.


Resulta increíble que, por defender el derecho colectivo a la autonomía o a la autodeterminación de una región, se conculque el elemental derecho de una familia a exigir que la enseñanza de sus hijos se realice en castellano. Lo fundamental no es que el castellano sea el idioma oficial de toda España, sino que es el único en el que se pueden comunicar todos los españoles. Más aún, los distintos idiomas regionales se mantienen en España porque existe el castellano como idioma común. El asunto puede parecer meramente político, pero al final desplaza el interés por el contenido adecuado de la enseñanza.


Las polémicas sobre la enseñanza serían una simple cuestión académica si no fuera por la enorme cantidad de sufrimientos que se proyecta sobre los alumnos, las familias, los profesores. Ahora que hay tantas asociaciones que aúnan los intereses de las víctimas de algún desastre o enfermedad, no estaría mal que se constituyera una Asociación de Víctimas de la Enseñanza (AVE).


En el fondo de lo anterior late un factor psicológico de gran peso. Ya no existe, como antes, una vocación profesional para toda la vida. Antes bien, los jóvenes mejor preparados anticipan su biografía laboral como compuesta de muchos episodios distintos, con empleos muy variados. Esa realidad se enfrenta a otro valor admitido y que provoca muchas consecuencias negativas. Es el deseo de que los empleos sean fijos y a poder ser vitalicios, como lo es la carrera funcionarial. De no acercarse a ese polo ideal, los empleos se consideran precarios. Esa doctrina es psicológicamente dañina, económicamente inviable y socialmente contraproducente, pero es una creencia general que resulta especialmente plausible para los sindicatos y la mentalidad de izquierdas. De no superarse esa querencia por los empleos fijos, se va a ver muy afectado el desarrollo ulterior de la sociedad española. El desarrollo verdaderamente sostenible (el que se asegura de modo perdurable para las generaciones venideras) pasa por lograr un mercado laboral mucho más flexible del que ahora se dispone.


Todavía hay una consideración más de fondo. La bondad del sistema educativo y la correcta estructura laboral se asienta sobre un valor que en España cotiza cada vez menos, fuera de la población inmigrante. Me refiero a lo que se ha llamado «ética del esfuerzo». Sin duda, esa moral que acepta la realización a través del trabajo ha sido la clave del intenso desarrollo español de la última generación. Pues bien, la «ética del esfuerzo» -por mucho que se conserve en el deporte que no es negocio- se está erosionando a un ritmo creciente. Precisamente el trabajo del voluntariado y en muchas actividades de asistencia social puede ser un factor que vuelva a reanimar la «ética del esfuerzo», la que valora deportivamente, o incluso religiosamente, la creatividad y la obra bien hecha. La misma sensación de que esa propuesta suena a algo antiguo nos indica que va contra corriente. Por tanto, merece ser pensada. La gran paradoja es que la degradación del esfuerzo en la enseñanza se haya promovido por las leyes, es decir, los gobiernos. Y lo han hecho llamando «comprensiva» a esa escuela que se despreocupa del esfuerzo. Una vez más estamos ante la apoteosis de la retórica.

Catedrático de Sociología, Universidad Complutense