Tiempo de lectura: 3 min.

La decisión de Jacques Chirac de convocar elecciones anticipadas en la vecina Francia pasará a la historia como un gran desatino de la derecha gala. No es fácil predecir qué es lo que va a suceder a partir de ahora en el centro-derecha francés, como tampoco descifrar los deseos de un país que parece no conocer el precio de algunas de las reformas que solicita.


Corresponde al ámbito de los saberes esotéricos predecir lo que va a ocurrir en el centroderecha francés, pero es casi seguro que el Presidente Jacques Chirac pasará a la historia como ejemplo de timing electoral ligeramente desafortunado. Por el momento abundarán en el territorio socialista europeo los abrazos entre Blair y Jospin, con Helmut Kohl -hombre de otro universo dietético- vigilando con sonrisa forzada. Luego vendrá de nuevo el egoísmo propio de las naciones y habrá que ver lo que pasa, mientras el centro-derecha francés entra en un proceso natural de cainismo y caimanismo, prácticas usuales del lugar, con Le Pen del bracete de Juana de Arco.


Terrible legado del gaullismo y del Estado-nación incapaz de humillarse ante la oferta y la demanda; inconcebible veleidad de un electorado que parece refunfuñar como una extraña combinación de Louis de Funes y un viejo Jean Gabin cascarrabias que hubiese estado lanzando adoquines contra su propia casa cuando mayo de 1968. Estamos a la vez ante una de las páginas tenebrosas del cardenal de Retz sobre las intrigas políticas de la Fronda: si no pecase de la misma vanidad de Retz, es campo privilegiado para Balladur, pero Séguin visita los mercados de la Francia profunda tan bien o mejor que Chirac y Madelin conoce al detalle los otros mercados, el gran Otro que la izquierda irredenta identifica con algo que llama «pensamiento único». El hecho de que el libro El horror económico de Viviane Forestier haya sido un bestseller en toda Francia da una buena idea del talante refractario de no pocos sectores de la sociedad ante el mercado y los modos de capitalismo: ante el éxito de una formulación antiliberal que dejaría boquiabiertos a Clinton y Blair, es imposible la extrañeza ante los dilemas del centro-derecha francés, inca paz de políticas desreguladoras del mercado de trabajo, de aplacar el voto agrícola o de redimensionar el «mega-Estado».


En el fondo, la pregunta capital es mucho más sencilla que todo eso: «¿Qué quieren los franceses?». Como si nadie les hubiese explicado nunca que existe una determinada relación entre el gasto público desorbitado y el déficit estatal, los franceses exigen cambios, pero sin estar dispuestos a pagar las reformas. En cierto modo, es la lógica resistencia de quien desea continuar viviendo por encima de sus ingresos, sin atreverse a pensar que en un país rico como Francia las cosas pudieran tener otro arreglo. Es una responsabilidad de la izquierda cultural francesa –casi siempre hegemónica- que tesis de tanto irrealismo político y económico como El horror económico tengan una acogida espectacular. Es culpa de la derecha no haber podido ni sabido marcar una trayectoria inteligible más allá de los matices que separan a gaullistas, liberales, conservadores y euroescépticos.


La guerra para introducir el caballo de Troya en la ciudadela neogaullista ya ha comenzado: puede ser posible una alianza transitoria de seguidores de Séguin y de Balladur, con Alain Juppé esperando en los «boxers» y barones del gaullismo como Pasqua moviendo pieza. En el Elíseo, el Presidente Chirac cata la gran amargura de la cohabitación. La reordenación del RPR puede dejar no pocos cadáveres en la cuneta. Balladur parece suponer menos sangrienta la constitución de un partido de nuevo cuño, con aproximación a la UDF centrista de François Leotard. Madelin también piensa en fundar su propio partido. Perdida la mayoría sustancial, no serán pocos los problemas de financiación para recomponer la oposición de centro-derecha o, sencillamente, para sobrevivir. Otra hipótesis consiste -según Franz-Olivier Gisbert, director de Le Fígaro- en que Chirac pase un mal primer año de cohabitación, lentamente recupere popularidad y esté en buen momento dentro de dos años para disolver otra vez la Asamblea Nacional y ganar las elecciones legislativas. En buena parte ni tan siquiera todos los equilibrios presupuestarios y europeístas del gobierno Jospin pueden camuflar al socialismo más arcaico de Europa occidental -con sus anclajes verde y comunista-.


Pascual Bruckner ha hablado de una derecha que solo practica el monólogo, autoritaria y bonapartista por tradición, imposibilitada por sus propias inercias a la hora de la gran cita con el liberalismo anglosajón. Difícil resultaba aclarar si Chirac era un paternalista de apaño, un nuevo conservador o un hombre del pasado, un papá que pretende rejuvenecer la estirpe familiar casando al primogénito gaullista con una sobrina de Keynes. Con todas sus dudas hamletianas, quizá Balladur pueda organizar otra estrategia liberal-conservadora que suplante de  una vez por todas los vetustos atractivos de aquella arca perdida del gaullismo. Nadie se prive de peregrinar como quiera a Colombey-Les-Deux-Eglises, pero con alguna estrategia sólida contra el paro y la voluntad explícita de aligerar el lastre insostenible del Estado.