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Políticos de ayer y de hoy

La grandeza de los clásicos reside en que, por mucho que pase el tiempo, al abrir las páginas de sus libros encontramos enseñanzas de gran actualidad, tal y como comprobamos con los consejos que Azorín daba en su artículo «Cómo debe ser un político», reproducido en el anterior número de Nueva Revista. Inmersos en un año con elecciones generales en España y en Estados Unidos, los aspirantes a ser representantes de los ciudadanos deberían echar la vista atrás y prestar atención a algunas de las sabias recomendaciones de los autores más antiguos.

El primer manual de comunicación política lo encontramos en el año  6 4 a. C. Quinto Tulio Cicerón escribió a su hermano, Marco, quien aspiraba a ser cónsul romano, una serie de recomendaciones prácticas que, al igual que en el caso de Azorín, bien se podrían aplicar a cualquiera de los candidatos que a diario vemos en las páginas de los periódicos. Obras como El príncipe de Maquiavelo, El orador de Cicerón, Instituto Oratoria de Quintiliano o el manido Arte de la guerra de Sun Tzu deberían formar parte de la biblioteca de cualquier político en potencia.

Pero en dos mil años de historia la política ha cambiado mucho, especialmente en las últimas décadas. El italiano Giovanni Sartori en su obra Homo videns relata magistralmente cómo la política se ha transformado en el último medio siglo por el efecto de la televisión. De una política basada en la palabra, la razón, la reflexión y la comprensión, hemos pasado a una videopolítica basada en la imagen, la emoción, la contemplación y el espectáculo. Para muchos la televisión está banalizando la política y reduciéndola a mera imagen. Pero es inútil resistirse a este papel preponderante de los medios de comunicación en la cosa pública. Es una relación simbiótica en la que unos y otros se necesitan. Por ello, el buen político ha de dominar y adaptarse a los códigos, al lenguaje y a los parámetros por los que se rigen los medios.

Reagan, Clinton, Kennedy o hasta el propio Juan Pablo II han sido considerados como importantes figuras de la segunda mitad del siglo XX. Y todos ellos compartían el hecho de ser buenos comunicadores y que eran perfectamente conscientes del poder que los medios de comunicación tenían para ayudarles a alcanzar sus objetivos.

Pero hay algunas cuestiones de la política que no han cambiado. Por un lado, la importancia del contacto personal. Las campañas electorales están basadas en que unas personas tratan de convencer a otras personas y por ello, el contacto directo con cada uno de los ciudadanos sigue siendo la forma más eficaz de persuasión. Antes esto sólo se hacía en los parlamentos, en las plazas o en los mercados, hoy también se puede conseguir en Facebook o en YouTube. Pero lo más importante, es que la esencia de la política, ya sea en la Antigua Roma, en New Hampshire o en España debería seguir siendo la misma: la búsqueda del bien común y el espíritu de servicio a los demás.

Daniel Ureña
Especialista en Comunicación Política

La campaña permanente

Azorín fue hombre del poder, el oportunismo de sus filiaciones públicas, tantas veces señalado, lo justificaba bien Dionisio Ridruejo «por alguna suerte de ilusión de eficacia y no por cálculo pasivo de conveniencia personal». Hasta sus últimos días, en los que citando a San Juan de la Cruz se mostraba desinteresado de las batallas del mundo, vida y obra se movían siempre entre la sobria soledad del escritor y el interés social del hombre público que se resiste a permanecer al margen de la vida política de su país. De ahí que estas lecciones desborden la experiencia del hombre de acción y la reflexión del pequeño filósofo.

¿Cómo debe ser un político? Eventual o perpetuo, profesional o amateur, por obligación o devoción, cercano o inalcanzable, de fortaleza noble o habilidad discreta… Ignoro si existe el político 10 o, por el contrario, si la categoría política sólo se puede medir con el metro de las urnas. Pero Azorín ya respondió a la pregunta. Cuando el marketing político en nuestro país no estaba ni siquiera en la mente del Creador, Azorín ya estaba hablando de la «campaña permanente». Parece que el tiempo no ha pasado por sus palabras, y es que tal vez no hay nada tan eterno como el poder.

Su visión del político asume el espacio público como un lugar transparente, y el correcto ejercicio de la función pública como la mejor baza electoral. Fortaleza con la que sobrellevar la carga del trabajo, la elegancia que da la simplicidad, en todo, también en el hablar, inteligencia para vivir en la realidad, con las personas, esforzándose para conocer sus necesidades y darles respuesta.

Su lección magistral la imparte como mirando hacia otro lado, escondiéndose en los niños, quizás para no ofender. Y así al hablar de la educación y la cultura que se debe proporcionar a la juventud, el antiguo anarquista reivindica el espíritu sereno y ecuánime frente al sentimental, tan en boga en la política de los tiempos del multimedia; critica al irresponsable que cree en la injusticia de las cosas, al que reniega de su tiempo y tiene fe en reparaciones milenarias. Sumergido en su mundo irreal, el político que desoiga estos consejos vivirá en una vida que no es la suya, ni la de sus compatriotas, gobernará por abstracciones que no se acoplan con la realidad, y aprobará leyes que sólo lo serán sobre el papel, sacrificando su presente, y el de toda la sociedad que depende de él, a un ideal inasequible o a un devenir remoto.

No deberían los políticos despreciar estos consejos y, si tienen que elegir, deberían prestar especial atención al de evitar la tristeza y el tedio. No se trata de apuntarse al show, ni de participar en el circo en el que frecuentemente se convierte la política, sino el de transmitir un compromiso con «el más hondo y fundamental de nuestros deberes como hombres: la alegría».

Rafael Rubio Núñez
Profesor Titular de Derecho Constitucional.
Universidad Complutense