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Entre el conjunto de los proyectos que el Gobierno plantea para esta legislatura destaca la nueva Ley de la Ciencia. Su antecedente directo es la Ley 13/1986 de Fomento y Coordinación General de la Investigación Científica y Técnica, una norma aprobada en ese año 1986, con amplio consenso parlamentario (tanto del partido socialista como de la oposición popular), y que, a mi juicio, habría de tener un impacto muy positivo en el desarrollo del sistema español de Ciencia y Tecnología.

No cabe decir lo mismo de otros textos legales básicos de la administración socialista 1982-96, como es la Ley de Reforma Universitaria (LRU). Mientras que ésta determinó algunos males crónicos de la universidad, que siguen lastrando su desarrollo, como la endogamia, la falta de movilidad del profesorado y el gobierno en función de grupos de intereses internos, la Ley de la Ciencia supuso un marco adecuado para organizar un sistema científico-técnico moderno y bien gestionado.

Siguiendo con la comparación entre ambas leyes, la ley básica de la universidad ha sufrido ya cambios significativos, al ser sustituida por la Ley Orgánica de Universidades, a finales de 2002, una ley de nueva planta aprobada por el gobierno del Partido Popular, que apenas tuvo oportunidad de desarrollarse, pues el retorno a una administración socialista en 2004 supondría su modificación, para anular los elementos más innovadores y positivos que aportaba. En cambio, la Ley de la Ciencia de 1986 sigue vigente, aunque ciertamente necesitada de algunas actualizaciones. Las pautas y procedimientos que esta ley establece han sido parcialmente modificados, por la vía de algunos decretos y, sobre todo, a través de las leyes de presupuestos generales del Estado, que anualmente aprueba el Parlamento, plasmando las especificidades de gestión de los gobiernos de turno. No obstante, el marco de la Ley de la Ciencia de 1986 se ha mantenido durante un largo período de tiempo, a pesar de grandes cambios, como fue el de nuestra incorporación a la Comunidad Europea (hoy Unión Europea) que implica importantes consecuencias para la actividad científica. En cualquier caso, el modelo que configura esta ley muestra signos de agotamiento, precisamente por decisiones que se han prodigado en los últimos tiempos y que son contrarias al esquema que la propia ley consagra.

MÁS DE DOS DÉCADAS DE LA LEY DE LA CIENCIA DE 1986

La Constitución establece «el fomento y la coordinación general de la investigación científica y técnica» como competencias exclusivas del Estado (art.149), al tiempo que determina que las comunidades autónomas podrán asumir competencias en materias como «el fomento de la cultura y de la investigación» (art. 148). En este marco de competencias concurrentes, tanto la administración del Estado como las administraciones de las CCAA, pueden desarrollar iniciativas legislativas y de política científica. En todo caso, no es casual que la competencia investigadora fundamental, con la mención de exclusiva, la tenga el Estado. El esfuerzo científico-técnico requiere una acción global de envergadura, con la aportación de esfuerzos, distintos y variados, de diferentes ámbitos de la nación, para proporcionar resultados en beneficio del país. Además, la asignación de recursos para I+D demanda la aplicación de criterios de calidad y competencia, no repartos territoriales, aunque la coordinación también suponga la promoción de tareas en el conjunto de nuestro territorio. Otra cosa es la innovación, que como tal puede ser altamente efectiva si se gestiona desde las instancias más próximas, las autonomías.

La Ley de la Ciencia supuso un instrumento adecuado de desarrollo del indicado precepto constitucional. Esa es su principal virtud, haber podido mantener la ciencia como cuestión de Estado, a pesar de que no han faltado intentos de fragmentar o territorializar el esfuerzo investigador, lo que inevitablemente conlleva una reducción de la eficacia de la tarea. De hecho, como señalamos más adelante, en los últimos tiempos asistimos a esas iniciativas de fragmentación, sin que la vigencia de esta ley las pueda evitar.

Creo no equivocarme al afirmar que en el mundo de los investigadores está ampliamente extendida la opinión de que un sistema científico nacional, que asigne los recursos en función de calidad y el valor de los proyectos, resulta la mejor opción para un país como España. Todavía estamos necesitados de avanzar notablemente en la línea de la creación de conocimiento fundamental y su aprovechamiento tecnológico. Por ello, una estrategia nacional de Ciencia y Tecnología, unos programas globales basados en las prioridades a las que el país tiene que atender, y un sistema de evaluación riguroso para la asignación de los recursos, representan los pilares básicos para la I+D que ha de contribuir a nuestro desarrollo económico y social.

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En el marco de la ley de 1986, muchas de nuestras CCAA han aprobado también disposiciones de rango legal, que dan cumplimiento a la asunción de las competencias propias en investigación, para las que la Constitución les faculta. Aunque no hayan faltado reclamaciones de mayor asignación de recursos en algunas comunidades, en general, la interpretación de las competencias concurrentes ha propiciado una cooperación entre los organismos estatales -de manera principal el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)- que arroja excelentes resultados, por ejemplo, en el desarrollo de áreas prioritarias1. La lectura de algunos datos indicativos muestra igualmente que un sistema abierto y competitivo para la asignación de recursos puede favorecer a algunas comunidades en función de su esfuerzo y su potencial. Es el caso de la Biomedicina en Cataluña, que, por este procedimiento, obtiene muchos más recursos del fondo común, que los que le corresponderían en un reparto territorial, sea cual sea el criterio en el que se base.

El balance de los últimos veinte años de actividad investigadora en España es de luces y sombras, como ocurre con toda obra humana. Continúa vigente la insatisfacción por la todavía limitada aportación española a la producción científica y tecnológica. Sigue siendo necesario un esfuerzo extra en pro de la generación de conocimiento científico y desarrollo tecnológico, como factor esencial para nuestra competitividad. Estamos en el 1,27% del PIB de inversión en investigación, mientras que Estados Unidos supera el 3%, la media de la UE está en el 2% y algunos países europeos han superado el 4%.

Sin embargo, se puede decir que, a lo largo de los últimos más de veinte años, se ha incrementado la visibilidad de la ciencia española en el mundo, tanto a través de nuestra aportación al conocimiento -triplicada en cuanto a su proporción mundial en veinte años- como por la presencia de nuestros científicos en el ámbito internacional.

Muy en especial, tras el ingreso en la Unión Europea, nuestra ciencia se ha internacionalizado y ha podido hacerse presente en ese concierto europeo, con frecuencia en niveles acordes con nuestras posibilidades. La situación también se describe adecuadamente al hacer notar que la explotación del conocimiento generado -patentes, desarrollo de tecnologías, innovación- dista mucho de estar en niveles aceptables, hay que avanzar mucho más. Esto con frecuencia conduce a una argumentación falaz: nuestro sistema científico sólo sirve para efectuar publicaciones de investigación básica, por lo que nos resulta oneroso e inútil. Olvidan quienes así razonan que los países avanzados tecnológicamente basan su sistema de innovación en una actividad de investigación básica potente, pues nada hay que explotar si no se crea conocimiento. Este desajuste que nos afecta -la explotación escasa del conocimiento generado- debe ser una cuestión fundamental para abordar en la nueva ley que se proyecta.

EL SISTEMA ESPAÑOL DE CIENCIA Y TECNOLOGÍA MUESTRA SIGNOS DE AGOTAMIENTO

A pesar de los aspectos positivos, no cabe duda de que en los últimos años el marco normativo muestra signos de agotamiento, a mi juicio por poner encuestión lo que han sido sus puntos fuertes. Las razones de esta afirmación las resumo en dos aspectos.

El primero, los sucesivos cambios, poco meditados, de los últimos diez años, en la organización de la gestión pública estatal de la investigación científica y técnica. Hay diversas posibilidades para estructurar la gestión de la I+D, ninguna infalible. Sin embargo, los cambios que se efectúan nunca deberían afectar a la estabilidad de sistema. Nada hay más perjudicial para la investigación que los continuos bandazos en la gestión que producen confusión y alteran las organizaciones, con la consiguiente pérdida de eficacia y despilfarro de esfuerzos. En pocos años, hemos pasado de residenciar toda la investigación en un Ministerio de Ciencia y Tecnología (año 2000), sin universidades, a volver a un departamento de Educación y Ciencia (año 2004), que da paso después a otro Ministerio de Ciencia e Innovación (año 2008) que ahora incluye a las universidades. Si a esto se le suma una sucesión excesiva de relevos en los cargos de responsabilidad, como de hecho ha ocurrido, se puede entender que la organización de la gestión no ha ayudado al lanzamiento de nuestra actividad científica.

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El segundo aspecto es aún más problemático, porque supone apartarse de los principios que estableció la Ley de la Ciencia para configurar un sistema potente e integrado. A través de los planes nacionales se aprobaban las prioridades de investigación, incluida la del fomento de la creación general de conocimiento, y se comprometían los recursos de los que cabía disponer para cada programa. Después la asignación de los mismos se basaba en criterios de calidad y viabilidad de los proyectos y propuestas de investigación. Este es el esquema básico que consagró la ley de 1986. Aunque en parte se han mantenido estos criterios, sin embargo, asistimos a una territorialización creciente a priori de estos recursos; cada vez más se pueden encontrar epígrafes de los Presupuestos Generales del Estado en los que se privilegia a ciertos centros o iniciativas de comunidades autónomas, en virtud de una decisión con notable carga política. Con ello, esas partidas de recursos no se asignan por el canal normal en función del valor, calidad y viabilidad de los proyectos, sino por otros tipos de intereses2.

Sin embargo, la decisión que más se aparta de los fundamentos que establece la ley ha sido el reciente traspaso de la I+D a la comunidad autónoma del País Vasco, exigida por el PNV para aprobar los presupuesto generales del Estado. Parece ser que los responsables del Ministerio de Ciencia e Innovación fueron contrarios a este pacto, pero hubieron de aceptarlo por imperativos políticos. Con ello, esta comunidad autónoma detrae del cupo que aporta al presupuesto estatal la cantidad que correspondería a investigación, para administrarla en función de su autonomía. Paradójicamente, además se decide que sus grupos sí pueden competir por el presupuesto estatal, además de disponer en exclusiva del autonómico, que se incrementa con lo que hasta ahora aportaba al común del Estado. No hay espacio para detallar mi opinión contraria a esta decisión, baste decir que la justificación no puede estar en el Estatuto de Guernica, que en este tema remite a la Constitución como marco regulador. De aplicarse este criterio a todas las CCAA sencillamente no podría existir una política de Estado en I+D. Todos lo recursos estarían repartidos por territorios3 en función de su población, extensión, renta, etc. Se trata de algo contrario a la propia existencia de un Ministerio de Ciencia e Innovación.

NO SE LOGRA ALCANZAR LOS OBJETIVOS MÍNIMOS DE ESFUERZO EN I+D

A pesar del fuerte crecimiento de algunos de nuestros indicadores de actividad científica, tales como publicaciones (hemos triplicado el porcentaje de nuestra aportación a la producción mundial desde 1980), investigadores, etc., se nos sigue resistiendo la posibilidad de alcanzar el anhelado 2% del PIB de esfuerzo en I+D que constituye la media europea, de hecho seguimos muy lejos. Seguimos en el 1,27%, en cifras consolidadas de 2007. Nos sorprende, una vez más, una crisis económica sin haber alcanzado niveles dignos de esfuerzo en I+D. La visión retrospectiva de los últimos años prueba que nuestro modelo de gestión no nos va a llevar a la convergencia en I+D en el mínimo grado que necesitamos. Los crecimientos de nuestro esfuerzo científico-técnico, con respecto al ejercicio anterior, son ilustrativos4: en 2002 se alcanzaba el 1,03 del PIB, creciendo un 10,7% con respecto al año anterior; en 2003 llegábamos al 1,10%, creciendo un 14,2%; en 2004 el indicador se quedó en 1,07% del PIB tras crecer un 9%; en 2005 llegamos al 1,13% tras crecer un 14%; en 2006 lográbamos el 1,20% tras crecer un 16%; finalmente, en 2007 tenemos el actual nivel de esfuerzo en el 1,27% tras crecer un 12,9%. Nuestro ritmo anual de crecimiento en los últimos años ha sido importante, comparando con la media europea, pero insuficiente para alcanzar -ni si quiera para acercarse- a ese esfuerzo europeo. El logro del 2% del PIB en I+D está, pues, muy lejos5, cuando muchos países que lo alcanzaron hace tiempo siguen aumentando, mientras que otros más rezagados que nosotros en el pasado -como algunos países comunitarios- ya nos han adelantado en este esfuerzo.

La limitación -imposibilidad, prácticamente- de alcanzar unos objetivos globales, de esfuerzo científico-técnico con la organización actual, tiene mucho que ver con la transferencia de conocimiento y la investigación privada del sector productivo. El objetivo del 2% y más, al que no podemos renunciar, sólo es posible si la iniciativa social (empresas e instituciones sin ánimo de lucro) aportan del orden de dos tercios del esfuerzo, como mínimo. En España estamos muy lejos de esta situación; la inversión pública en I+D financia tanto al sistema público (universidades, organismos públicos de investigación) como, en parte, al sistema privado industrial y al mixto (parques tecnológicos). A su vez, el sector privado contrata también investigación con los centros públicos. El desglose de cifras de 2007 revela muy pocos cambios sobre años anteriores. Las empresas sólo financiaron un 45% de las tareas de I+D realizadas en España, aunque ejecutaron el 55,9 % (algunas décimas más que en 2006). La estadística revela un aumento del número de empresas innovadoras (16%) que significa poco para el logro de los objetivos que nos hemos propuesto, dada la situación de partida.

UNA NUEVA LEY DE LA CIENCIA

La actividad de I+D depende sobre todo de las políticas que los ejecutivos (nacional, autonómicos) deciden aplicar en cada momento. Su compromiso se materializa en presupuestos y el conjunto de medidas que se acuerdan para su ejecución. Hay aspectos de índole económica, como los incentivos fiscales a la innovación o las desgravaciones que se puedan aplicar a la financiación altruista de investigación (fundaciones) y, en general, a todo tipo de iniciativas de la sociedad civil que conciernen a la política económica y suelen también estar reguladas por el marco comunitario de la UE. La pregunta entonces es ¿cuál es el papel que debe tener una Ley de la Ciencia y qué es lo que puede justificar su necesidad? No dudo de la necesidad de una Ley de la Ciencia, como marco regulador del impulso a la creación de conocimiento y su explotación para el desarrollo económico y social.

En términos generales, la todavía vigente Ley de la Ciencia de 1986 se ha revelado como un instrumento muy adecuado tal como venimos razonando en este artículo. A estas alturas, no cabe duda de que necesitamos un nuevo texto legal, pero en buena medida para asentar ciertos principios que deben inspirar la política científico-técnica que se han ido abandonando a pesar de la vigente ley actual. La experiencia de su aplicación, también puede inspirar lo que debe ser el contenido fundamental de la nueva ley. El Gobierno ha creado un panel de expertos6 con la misión de elaborar un borrador de la nueva ley. En el momento de redactar este artículo, las más altas instancias ministeriales afirman no conocer el borrador, a pesar de lo cual conocemos, por diversas filtraciones, una buena parte de su contenido. En todo caso, siempre según el testimonio ministerial, todo está abierto y nada decidido en cuanto a lo que finalmente será la propuesta del Gobierno. Con todo ello en mente, comentaré los aspectos que me parecen esenciales en la nueva ley, además de señalar aquellas cuestiones que en mi opinión no deben formar parte de ese texto.

Algunos de los textos legales recientes han caído, a mi juicio, en un excesivo detalle lo que les convierte a la vez en leyes y reglamentos. Así ha ocurrido con la Ley de Investigación Sanitaria (LIB)7, promulgada a mediados de 2007, que incorpora preceptos legales de importancia, al tiempo que desciende a un detalle reglamentista que añade rigidez al marco que pretende regular. Una ley básica como la que se plantea será tanto más eficaz cuanto más se acerque a potenciar el sistema científico8, al tiempo que configure un marco adecuado para su gestión por los responsables políticos que se irán alternando.

La nueva Ley de la Ciencia debe tener los objetivos fundamentales bien definidos, al mismo tiempo que garantiza un aprovechamiento adecuado de los recursos. Me referiré a cada uno de esos objetivos.

1. Configurar la creación de conocimiento como un objetivo fundamental para la sociedad española y determinar el papel de los poderes públicos en esa actividad.
Todo ello, en el marco de la Constitución, las competencias exclusivas del Estado y el papel de las comunidades autónomas, en concurrencia con la administración general. A este respecto, resulta esencial:

· Establecer el papel del Estado y evitar que las transferencias competenciales puedan ser fruto de transacciones políticas coyunturales, forzadas por acuerdos de conveniencia entre grupos políticos. Será fundamental configurar una estrategia nacional de Investigación y Desarrollo, que pueda implicar las mayores ambiciones en este terreno
· Reconocer la iniciativa de las comunidades autónomas en I+D+i y articular un marco claro para cooperación y concurrencia con la iniciativa del Estado.
· Organizar de forma prioritaria nuestra participación científica en el ámbito de la UE, con respeto al principio de subsidiaridad y con el objetivo de influir en las estrategias científico-técnicas comunitarias9.
· Definir bien el sistema público de Ciencia y Tecnología, su organización y su gobierno. Este aspecto se debe referir tanto a los Organismos Públicos de Investigación como a las universidades, cuyo sistema de gobierno actual, en la práctica, dificulta el que puedan otorgar a la investigación y la calidad científico-técnica, un papel de suficiente relevancia a la hora de asignar sus recursos.
· Dotar al sector público de los instrumentos de gestión más flexibles y eficaces para el manejo de recursos con esta finalidad, incluyendo la evaluación y la exigencia de cuenta y razón en el empleo de esos recursos. La creación de una Agencia Nacional de Investigación que profesionalice la evolución y asignación de recursos es ya una necesidad imperiosa.

2. Organizar la formación y la tarea de los recursos humanos en la investigación y la tecnología.
Se trata de reconocer la necesidad y los cauces para su formación, el desarrollo de sus carreras y los esquemas en los que desarrollar su contratación y sus actividades. De nuevo, surgen aquí aspectos que conciernen a las universidades, tanto por la incorporación de personal investigador, como por la creación de centros e institutos de investigación. Las sucesivas leyes universitarias han puesto un aparente énfasis en la autonomía, que en la práctica se convierte sobre todo en autogestión. Aunque podría parecer que esto acredita confianza en la institución universitaria, en realidad supone una marginación de la universidad de muchos de los grandes proyectos investigadores. Baste considerarla cantidad de nuevos centros públicos de investigación que se han ido creando al margen de la universidad, con lo que las costosas inversiones que conllevan no beneficiarán a la tarea formativa de nivel universitario, como ocurriría en cualquier país.

3. Estimular la participación de los sectores productivos en la I+D+i.
Como hemos señalado, la transferencia de conocimiento al sector productivo representa un punto débil de nuestro sistema científico, que muestra una reducida capacidad para rentabilizar los avances logrados. En este capítulo hay tres aspectos que la ley debe recoger con la pretensión de eficacia:

· La promoción del desarrollo y la tecnología mediante un eficaz sistema de incentivos fiscales que fomente la inversión privada en I+D+i, así como reconozca la propiedad industrial y promueva el desarrollo de patentes.
· El estímulo del mecenazgo que apoye a la investigación, como uno de los aspectos fundamentales de la iniciativa social para robustecer un sistema científico potente.
· El marco para la movilidad de los recursos humanos en especial entre el sector público y el privado. Hacen falta soluciones nuevas, adaptadas a nuestra situación, pues llevamos muchos años proponiendo simplemente que se faciliten los permisos de trabajo a profesores universitarios e investigadores del sistema público, así como aprobando algunas medidas, pero todo ello con resultados muy pobres.

UNA NECESIDAD PRIORITARIA

La nueva Ley de la Ciencia debe representar la oportunidad para actualizar y reforzar los principios fundamentales que fueron recogidos en la anterior, promulgada en 1986. Como conjunto normativo debe suponer un cauce para el despegue que nuestro sistema científico-técnico necesita, algo esencial para nuestro desarrollo económico y social. Así mismo, debe propiciar el que la cultura científica pueda desarrollarse al nivel que los tiempos demandan, así como establecer los cauces para que el conocimiento científico sirva de referencia para la gestión pública (gobernanza), ya que una proporción importante de las leyes y disposiciones aprobadas por las instancias legislativas y ejecutivas necesitan apoyarse en un conocimiento científico relevante. En todo caso, la ley sólo puede aportar cauces, será la voluntad política y la iniciativa social quienes habrán de promover los esfuerzos necesarios. Ahora, la crisis demanda un cambio en el modelo productivo, para lo cual tanto la educación como la investigación resultan fundamentales. Se impone la necesidad de priorizar la actividad innovadora, tanto con recursos suficientes como con las políticas adecuadas.

 

NOTAS

1.- Entre otros muchos ejemplos, destaca el desarrollo del área de Microelectrónica a finales de los ochenta. Apoyándose en el CSIC y en planes movilizadores se estableció una red de institutos entre Barcelona, Madrid y Sevilla, como fruto de una estrategia racional y bien planificada.
2.- Un ejemplo ilustrativo fue la decisión de dotar a algunas comunidades autónomas con partidas específicas para investigar en células madre, una temática notablemente controvertida cuando se trata de células embrionarias humanas. En 2005 el Gobierno comenzó a efectuar estas dotaciones con un criterio político, no científico, especialmente a Andalucía y Cataluña. Con ello, se produjeron lógicas reclamaciones de otras comunidades, con el peligro de que, de cumplir el mismo compromiso con todas las comunidades autónomas, dotando recursos para células madre, el capítulo correspondiente podría exceder lo que las disponibilidades y la propia lógica aconsejan.
3.- Si nos fijamos en el ámbito de la UE, todos los Estados contribuyen en un presupuesto general para investigación, que luego es gestionado con criterios de calidad científico-técnica y con arreglo a las prioridades establecidas por la propia Unión. No sería pensable que España no contribuyera a ese presupuesto, pero sí que pudiera participar en la ejecución de esas tareas y recibir las correspondientes subvenciones.
4.- Datos del Instituto Nacional de Estadística.
5.- Cabe preguntarse, entonces, por qué si nuestros actuales gobernantes afirman haber duplicado el presupuesto público de I+D (que financia más de la mitad de la inversión) la evolución de nuestro indicador de I+D ha pasado del 1,10% en 2003 a solamente el 1,27% en 2007. Es como una evolución similar a la de los cuatro años anteriores. El crecimiento global de la economía no puede dar cuenta de este hecho. Pero, en las cifras presupuestarias de la función I+D de los Presupuestos Generales del Estado hay una distorsión que puede explicar en parte el desfase. Se trata de las partidas de activos financieros, que corresponden a préstamos reembolsables para actividades de I+D. Esta partida suponía un 15% del total de la correspondiente función presupuestaria, pero en los últimos cuatro años ha llegado a pesar más del 50%. La aplicación de estos fondos de préstamo resulta más incierta en cuanto a su ejecución como tal, lo que podría explicar el desfase que reflejan los datos del INE frente a lo que cabía esperar de las afirmaciones del Gobierno.
6.- A pesar de los anuncios iniciales de contar con un amplio abanico de opiniones en este panel, está integrado mayoritariamente por antiguos altos cargos socialistas o personas afines a las administraciones de este signo.
7.- La Ley de Investigación Biomédica constituye un ejemplo más de falta de planificación; aprobada por el ejecutivo socialista en la legislatura anterior, regula parcialmente cuestiones en las que ha de entrar la nueva Ley de la Ciencia, que el mismo ejecutivo acomete ahora.
8.- Los referidos borradores que se han ido filtrando no parecen responder a este principio, sino que inciden en una detallada reforma de algunos organismos, como el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), que incluye desde la regulación de sus plantillas hasta su desglose en divisiones, con una configuración similar a la que tuvo en los años cuarenta a sesenta. Al margen de la conveniencia y bondad de esta reestructuración, todo ello parece una materia más propia de otras disposiciones que de un texto legal básico.
9.- A lo largo de los últimos nueve años se ha producido una disminución de nuestra influencia en los programas comunitarios. En 1999, tras los esfuerzos de todos, llegamos a un máximo de influencia en los programas de la UE, así como de retornos en nuestra aportación a dichos programas. Desde entonces se produce una disminución de esos retornos que obtenemos del Programa Marco de investigación de la UE. Un hecho muy negativo que debe corregirse.

Catedrático de Microbiología. Director general de la Fundación de la Universidad Complutense