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Más de nueve años han pasado desde el atentado de la Torres Gemelas de Nueva York . Más del doble nos separa ya de la caída del Muro de Berlín. Entre tanto, desde finales de 2008 estamos inmersos en una crisis económica y financiera de resultados todavía inciertos. Aunque de signo diverso, y por razones diferentes, cada uno de estos acontecimientos ha tenido la fuerza de un inicio, arrojándonos a situaciones inéditas en las que todavía nos cuesta trabajo orientarnos. Más allá de su significado específico, bajo su trasfondo se perfila lo que finalmente se ha convenido en llamar la postmodernidad, con una serie de cuestiones apremiantes que marcan la vida común. Un arco de problemas inherentes a la aventura humana: van de la sexualidad al matrimonio, a la familia; de la natalidad al aborto; de la muerte a la eutanasia; de la libertad individual al relieve de lo público de las denominadas «visiones del mundo» (sean estas religiosas, agnósticas o ateas); de una concepción de la democracia únicamente vinculada a procedimientos pactados a una, en cambio, que la ancla en presupuestos irrenunciables; de la identidad de los sujetos comunitarios al proceso de «mestizaje de civilización y cultura»; del puesto de trabajo, del capital o del lucro a las urgencias de un desarrollo planetario integral; del naturalismo o del reduccionismo científico al reconocimiento de la irreductible responsabilidad espiritual y moral del hombre; de la libertad de la opinión pública al dominio de la civilización de las redes; de la relación con la creación a los presuntos «derechos de los animales»; de la neutralidad del Estado al reconocimiento de una esfera pública con calificación religiosa…, y el elenco podría aún continuar largamente.

Una pregunta sintetiza esta serie, aparentemente tan dispar, de cuestiones: ¿qué quiere ser el hombre del tercer milenio? En efecto, si hasta la caída de los muros, cuando se ha gastado la dialéctica ideológica del siglo XX, hemos asistido a una controversia sobre lo humano (la expresión es de Juan Pablo II) en la cual el objeto del debate era aún identificable, hoy nos encontramos en cambio frente a un fuerte desconcierto a la hora de escoger qué sea el hombre en sí mismo. Dos son los caminos en los que se busca una respuesta. En el primero, el hombre quiere ser solamente su propio experimento. En este caso, la muerte del sujeto de la que hablaba Nietzsche deja de hecho el puesto al surgimiento de un sujeto tecnocrático colectivo del cual el hombre singular se convierte en pura prótesis y las relaciones asumen un mero carácter funcional y utilitario.

El segundo camino apuesta con fuerza por el carácter relacional del yo. Al crecer en la lógica del reconocimiento recíproco, el hombre persigue un desarrollo equilibrado de la propia persona. Es una camino que tiene en cuenta un dato estructural de lo humano. Nos referimos al hecho de que desde el nacimiento el sujeto se encuentra inmerso en una trama de relaciones con las personas (padres, hermanos, abuelos) y las cosas más cercanas a él, a través de las cuales comienza a tener experiencia del bien al que está destinado para ser feliz. En esta perspectiva, la familia, fundada en el matrimonio entre el hombre y la mujer, es verdaderamente célula fundamental de la sociedad. En todos los ámbitos de la existencia, del estudio al trabajo o al descanso, está en último término en juego esta dimensión constitutiva.

Esto no significa obviamente desconocer la afirmación de H. Jonas (El principio de responsabilidad): «El propio hombre se ha convertido en uno de los objetos de la técnica. El homo faber dirige hacia sí mismo la propia capacidad técnica y se apresta a reproyectarse con ingeniosidad como inventor y artífice de todo lo demás. Este perfeccionamiento de su poder, que bien puede preanunciar la superación del hombre, esta imposición última de la técnica sobre la naturaleza, lanza un desafío extremo al pensamiento ético que, nunca antes de ahora, se había encontrado con la necesidad de tomar en consideración la elección de alternativas a los datos de la condición humana que eran considerados definitivos». Quiere decir más bien no olvidar lo que con lucidez profética escribía en 1951 Romano Guardini (El poder): «Cuando la acción no se sustenta ya en la conciencia personal, un vacío singular se instala en el que obra. No tiene ya la sensación de ser él a la hora de obrar, sino la sensación de que la acción comienza en él y que él, por tanto, no es responsable. Parece que él no exista ya en cuanto sujeto y que la acción pase simplemente a través de él, simple eslabón de una cadena».

Pues bien, la religión no solamente reconoce el carácter decisivo del yo-en-relación, sino que lo inscribe en el mismo origen de la persona humana y de su relación con Dios. Por eso, cuando en su expresión pública cruza, sin indebidas superposiciones, la sociedad civil, se ve impelida a decir su palabra sobre temas decisivos para la convivencia humana como, entre otros, la política y la economía.

La religión está, en efecto, en condiciones de poner sobre el tapete temas, personales y comunitarios, disponibles para ser comunicados y comprometidos en mostrar razones válidas de una adecuada experiencia humana. Así, su presencia en el espacio público no es una intromisión injustificada, sino un recurso útil para mostrar a todos cuánta necesidad tiene nuestra sociedad plural de relaciones buenas y de prácticas virtuosas.

Cardenal. Arzobispo Electo de Milán