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«Posthumanismo» y «transhumanismo» no son palabras transparentes para el ciudadano medio, pero quienes frecuentan las modas culturales las conocen bien. No me presento ante ustedes como experto en las materias donde con mayor frecuencia salen a relucir. Por otro lado, ya tengo cierta edad y no es momento adecuado para intentar situarme en la vanguardia del conocimiento y de la historia. De manera que voy a tomar distancia para ganar en objetividad lo que pierda de actualidad. Porque lo cierto es que, aunque haya mucha volatilidad en lo que unos y otros afirman o niegan al respecto, el asunto de fondo es muy serio. Tanto, que reclama el esfuerzo de los que no somos «especialistas» y merece la consideración atenta de todos y cada uno de nosotros. Hay que dar la voz al pueblo soberano, o por lo menos a la parte de él que no desdeña por completo el esfuerzo de ejercer el entendimiento. ¿Y por qué es tan importante lo que se discute? Porque involucra cuestiones esenciales relativas a nuestra identidad y destino. En el Museo de Bellas Artes de Boston se conserva el cuadro más famoso de Paul Gauguin. No me atrae particularmente desde el punto de vista pictórico, pero su título inquieta y a pocos deja indiferente: «¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?». Poco importa que el pintor tomara prestada esta expresión de una trivial fórmula de cortesía que emplean los tahitianos para saludar a un desconocido que encuentran en el camino. Las alas del arte la han transformado en recapitulación canónica de nuestras incertidumbres más lacerantes. Precisamente los conceptos que dan título a mi charla quieren responder en parte a dichas interrogantes, ya que el «transhumanismo» quiere contestar a la tercera —«¿A dónde vamos?»— y el «posthumanismo» pretende responder a «¿Qué o quiénes seremos?»

Podríamos decir por consiguiente que entre las preocupaciones del francés tahitianizado, se prioriza ahora el a dónde y se soslaya o minimiza el dé donde y el qué: parece que lo decisivo no son nuestras raíces ni siquiera nuestra identidad; lo que importa es nuestro destino en la medida que nosotros mismos seamos capaces de propiciarlo. Antaño, cuando un niño era presentado a una persona mayor, esta solía preguntarle: «¿Y qué vas a ser cuando seas mayor?». Recuerdo que yo respondí alguna vez: «Maquinista de tren», porque en mi pueblo hacía mucho frío en invierno y pensaba que echar carbón a la caldera de la locomotora era la mejor forma de ir calentito. Bien, pues ahora nuestra curiosidad se ha colectivizado, y lo que nos preocupa es el porvenir de la humanidad entera: «¿Qué vamos a ser como especie cuando seamos mayores?». Obviamente, ya no se trata de elegir tal o cual oficio. Lo que debería averiguarse es si seguiremos o no perteneciendo a la especie homo sapiens, si todavía nos reconoceremos como hombres o mujeres. Sin duda sería paradójico conjugar la primera persona del plural para renegar de la especie biológica a la que hoy por hoy pertenecemos. Pero los transhumanistas no retroceden ante esa idea. Ray Kurzweil es una de las figuras más representativas del movimiento. Protagonista de la revolución informática que tanto ha modificado nuestras vidas, está detrás de innovaciones tan decisivas como los scanners y los programas de reconocimiento de texto, traducción automática, etc. En 2005 ha publicado el libro La singularidad está cerca, que, si no fuera por su extensión, serviría muy bien como manifiesto del transhumanismo. El subtítulo revela con nitidez la voluntad de dejar atrás nuestro presente y pasado, pues se refiere sin vacilar a «Cuando los humanos trascendamos la biología». O sea: rechaza el escrúpulo de preguntarse si seguiremos siendo humanos cuando hayamos dejado de ser entidades biológicas. Apuesta sin titubeos por la racionalidad frente y contra la animalidad que todavía nos define.

Lo que debería averiguarse es si seguiremos o no perteneciendo a la especie homo sapiens, si todavía nos reconoceremos como hombres o mujeres

Vale la pena examinar este punto con algún detalle. Hace ya más de dos siglos que dominan las concepciones dinámicas sobre las estáticas. Nos hemos acostumbrado a aceptar que somos fruto de una evolución y estamos inmersos en un proceso transformativo de proporciones cósmicas. Después del Big Bang la materia-energía empezó a formar átomos cada vez más complejos en el interior de las estrellas, átomos que luego dispersaron gigantescas explosiones estelares, para propiciar en los planetas una lenta evolución primero química, luego bioquímica y por último biológica. Esta última solo ha podido ser fehacientemente documentada en la Tierra, aunque resulta más que probable que se haya dado también en otros lugares del Universo, dada la inmensidad de este y el tiempo transcurrido desde el momento inicial. Los científicos de los siglos XIX y XX, con Charles Darwin a la cabeza, consiguieron esbozar en líneas generales el proceso de la evolución biológica terrestre y las causas que la desencadenaron. Hay detalles importantes sin aclarar, especialmente en lo que respecta al origen mismo de la vida terrestre y la exclusividad o no del mecanismo de la selección natural, pero podemos dar por buena —yo al menos así lo hago— la imagen global resultante. Sin embargo, incluso los más entusiastas defensores del modelo neodarwinista admiten que con la aparición de nuestra especie la evolución biológica dejó de ser determinante, puesto que a ella se superpuso hasta hacerse predominante la evolución cultural. Seguimos siendo, como nuestros más remotos ancestros, vivientes que se reproducen sexualmente y que a través de mutaciones y recombinación genética generan nuevos individuos cuyas características están determinadas en gran medida por dotaciones genómicas en las que se da cierto porcentaje de diversidad y variabilidad. En las especies biológicas no humanas que escapan a nuestro control, la selección natural impone un sesgo a esa variabilidad vital, lo que a la larga origina nuevas especies y extingue las antiguas. Pero dentro de nuestra esfera de acción la selección artificial compite con la natural, y en lo que respecta al hombre mismo, las mutaciones genéticas tienen tan solo un influjo secundario sobre el rumbo de la especie.

En este punto se produce la irrupción del transhumanismo. Durante un interregno —que a escala geológica debemos considerar muy corto— la selección natural y cualquier otro mecanismo evolutivo natural dejaron de ser determinantes de los cambios que como especie hemos sufrido. Pero ni las decisiones humanas ni la dinámica cultural supusieron una alternativa global reconocible. Ha habido y seguramente sigue habiendo cambios adaptativos, como la oscuridad creciente de la piel a medida que las poblaciones viven de un modo sedentario más cerca del ecuador. O el caso tantas veces comentado del gen responsable de la anemia falciforme, que al mismo tiempo otorga resistencia frente a la malaria. Pero con el tiempo nos hemos ido haciendo cada vez más nómadas y en este sentido hay poco margen para que las condiciones del medio ambiente influyan en la identidad psicosomática de los humanos. Ganaderos y agricultores han desarrollado desde hace milenios procedimientos eficaces para inducir cambios coherentes a largo plazo en las especies animales y vegetales domesticadas, y aun en las salvajes que pueden controlar indirectamente. Ahora bien, más por fortuna que por desgracia, estas técnicas no se han aplicado con seriedad ni constancia a la propia especie humana. La eugenesia muy fácilmente degenera en racismo, de manera que los pocos experimentos sociales que se han hecho a lo largo de la historia —y muy en especial el que puso en marcha el régimen nacionalsocialista alemán— han constituido fracasos sonoros y sobre todo han motivado un rechazo tan universal, que casi podría decirse que este es uno de los pocos puntos en los que la humanidad ha logrado alcanzar un consenso: no estamos dispuestos a permitir que se nos discrimine por motivos raciales ni que se manipule la procreación determinando cómo y cuándo vamos a ejercer el derecho a la paternidad o a la maternidad. Cierto es que la natalidad ha sido objeto de múltiples intentos de control; en algunos casos de un modo tan autoritario como el que aún se ejerce en la República Popular China. Si en otros países la represión no fue tan dura, se debe a que los mecanismos indirectos para ejercer dicho control (en el sentido de reducirla) han resultado plenamente eficaces, hasta el punto de que el riesgo simétrico al de la explosión demográfica (el envejecimiento social y el despoblamiento) se está haciendo cada día más próximo.

Sin embargo, tampoco voy a referirme ahora a estos problemas, ya que gobiernos, instituciones e ideologías han pretendido regular con sus políticas natalicias (por lo menos directamente) no tanto el problema de quiénes como el de cuántos. De un tiempo acá habría que matizar esto último, habida cuenta la generalización de abortos selectivos en razón del sexo o de presumibles enfermedades genéticas en el nasciturus. Pero, en fin, hasta muy recientemente no había ni la posibilidad técnica ni la voluntad política de programar nuevos ciudadanos y ciudadanas a la carta. En este sentido, nadie ni nada ha ejercido las funciones que la selección natural dejó vacantes cuando las relaciones sociales empezaron a ser decisivas para determinar la supervivencia y procreación de los individuos. Podría decirse que desde entonces la evolución de la especie humana se ha producido hasta cierto punto por mero azar.

Pero esta situación, que un poco más arriba califiqué de interregno, parece estar a punto de cambiar. Las posibilidades de control que la biología y medicina modernas ofrecen son cada día mayores, y por otro lado el fenómeno de la globalización es acelerado e imparable. Así pues, la tentación de jugar a ser aprendiz de brujo es más difícil de resistir cada día que pasa. Para evitar que el destino de la humanidad y del planeta quede en manos irresponsables habrá que realizar esfuerzos muy serios. No nos engañemos. Los peligros de clonar humanos, manipular sus genes para suscitar tales o cuales características, programar el tipo de seres que heredarán la Tierra, etc., han sido tratados en múltiples ficciones literarias y cinematográficas, expuestos a lo largo de alarmantes informes divulgativos y anunciados por numerosos pronósticos agoreros. Hasta ahora ninguna de estas amenazas se ha realizado de un modo catastrófico, pero sería muy peligroso pensar que solo son imaginarias. Robert Oppenheimer, que dirigió el equipo científico responsable de la primera bomba atómica, sustentaba un principio según el cual todo lo técnicamente «dulce» —léase: todo lo técnicamente realizable— acaba siendo llevado a cabo de un modo inexorable. Lo cual no es del todo cierto porque, por ejemplo, en la segunda guerra mundial apenas se utilizaron armas químicas, que ya estaban disponibles desde la primera. Sin embargo, Oppenheimer sabía bien lo que decía, y en lo que al presente asunto respecta, hay que entender que si ninguna de las apocalípticas profecías enunciadas se ha cumplido —por el momento— seguramente ha sido porque no ha sido técnicamente posible verificarlas —todavía—. Ha resultado que las ovejas clónicas «nacen viejas», que las posibilidades de controlar patologías genéticas, aun cuando sepamos localizar el gen o genes responsables, son hasta el presente muy limitadas, que programar el fenotipo —esto es, las cualidades que se quieren propiciar— desde el genotipo —las secuencias de nucleótidos en el adn— son hoy por hoy harto limitadas. Y así sucesivamente. Sin embargo, en otros frentes, como el de los vegetales y animales transgénicos, se ha avanzado bastante, sin que —aún— la sangre haya llegado al río. Una vez más he de apartarme de la letra pequeña del contencioso, porque es demasiado intrincada para sacar conclusiones globales de ella. Contemplado desde la lejanía da la impresión de que se abre un periodo de extraordinaria complejidad, en el que la ciudadanía y los poderes públicos tendrán que sacudir su pereza y ponerse al día sobre los presupuestos científicos y técnicos de los procesos en marcha. Se van a tener que tomar miríadas de decisiones en los próximos lustros, y sería de una imprudencia fatal fiarse a la hora de tomarlas de «expertos» y «relatores». Si así se hiciera gravitaría sobre ellos demasiada responsabilidad, de modo que serían fácilmente propensos a la corrupción y a toda clase de mediatizaciones.

Las posibilidades de control que la biología y medicina modernas ofrecen son cada día mayores, y por otro lado el fenómeno de la globalización es acelerado e imparable

De lo anteriormente expuesto extraigo una consecuencia que en este foro conviene subrayar. La interdisciplinariedad ha sido hasta ahora una especie de lujo superfluo. En adelante se va a convertir en un artículo de primera necesidad. La escisión entre la cultura humanista y la cultura científica, sobre la que ya alertó Charles Percy Snow en 19592, viene lastrando nuestras sociedades desde hace decenios, pero los riesgos que comporta van a crecer exponencialmente de ahora en adelante. ¿Cómo va a reaccionar adecuadamente un dirigente político, un juez, un votante ante los retos tecnológicos, si no posee un conocimiento solvente de lo que está en juego? La decisión no es optar entre un sí y un no al progreso científico, porque hace mucho que dejó de ser factible la supervivencia de que la humanidad con los frutos que espontáneamente caen de los árboles. Puede que una solución así sirviera en una paradisíaca isla tropical escasamente habitada, pero para los miles de millones de habitantes que pueblan los continentes resulta por completo impracticable. El planeta está demasiado atestado para lo que la madre naturaleza da de sí, a no ser que se potencie artificialmente su fertilidad. Por lo tanto, se trata de elegir entre los diversos modelos de desarrollo que hay disponibles. Para bien o para mal, nuestro destino está inexorablemente encadenado a la técnica.

Tengo entendido que los aviones de última generación ya no pueden ser comandados directamente por el piloto sin la mediación de los ordenadores de a bordo. A una escala mucho mayor, lo mismo pasa con el orbe terráqueo.

Así pues, ya no es de recibo que nadie intervenga en la determinación del rumbo a seguir por la humanidad sin tener idea de cuáles son los botones que hay que apretar y cuál es su efecto. Pero la inversa tampoco es cierta: no basta con dominar todos los aspectos tecnocientíficos de los desafíos que afrontamos si padecemos una ceguera ética que nos impide ver qué valores debemos preservar y qué riesgos de ningún modo debemos correr. No es que la cultura humanística nos provea automáticamente de la indispensable aptitud moral, pero al menos quien brega con la historia, la literatura o el arte sabe que libertad y bien son dos elementos que no es posible conjugar por separado. Los dones que pudiéramos recibir a cambio de renunciar a nuestra libertad equivaldrían a las treinta monedas de plata con las que se nos pagaría la traición a nuestros semejantes y a nosotros mismos.

A propósito he omitido la filosofía del pequeño muestreo de disciplinas humanísticas que acabo de mencionar. Un signo inequívoco de decadencia en la presente situación es que se considere que la filosofía es «de letras». No se puede ser a la vez juez y parte, y si el filósofo no es capaz de trascender la fragmentación del saber, habrá renunciado a la exigencia de hacerse intérprete de los más profundos anhelos del hombre. Tampoco le corresponde cultivar la neutralidad y equidistancia entre las disciplinas, sino que lo propio de él es ahondar en cualquiera de ellas lo suficiente como para encontrar las raíces comunes que las sostienen y prestan vitalidad. En el sentido más prístino y radical todos somos filósofos, o al menos debiéramos intentar serlo.

Destacaría de todo lo dicho hasta ahora que se ha ido acumulando en los últimos tiempos un conocimiento cada vez más detallado de los mecanismos de la herencia, el desarrollo embriológico y las bases bioquímicas de la vida. Por otro lado, la inteligencia artificial ha progresado hasta el punto de permitir que las máquinas resuelvan con ventaja casi todas las tareas rutinarias que realizamos los seres humanos. Todo ello ha alterado en profundidad nuestra propia identidad, es decir, la relación que tenemos con el entorno físico que nos ampara, la convivencia con nuestros congéneres y el propio futuro de la especie humana. Los desafíos que todas estas novedades acarrean no se refieren al futuro lejano, sino al más inmediato, lo cual plantea con una urgencia insoslayable los retos educativos, de cara a lograr hombres y mujeres capaces de encontrar alternativas a las labores poco creativas y despersonalizadas que aún hoy en día ejerce la mayoría. En tales trabajos las máquinas resultan mucho más competitivas y la única razón para seguir encomendándoselas a los humanos es que no parece fácil extender a toda la humanidad el modelo de actividad creativa y personalizante que hasta ahora ha sido patrimonio de minorías.

Los programas transhumanistas y posthumanistas pretenden ver más allá de lo inmediato y atisbar el resultado último de las transformaciones en curso, en unos casos por mera curiosidad teórica y, más frecuentemente, con el deliberado propósito de abreviar el camino, eliminar obstáculos y acelerar unos cambios que consideran deseables y en definitiva inevitables. En todo ello hay una componente especulativa enorme, ya que muy pocas veces la futurología ha conseguido no ser desmentida por el curso de los acontecimientos, y en el presente caso la cantidad de incógnitas e imponderables es enorme. El inconveniente no sería grave si solo la dimensión teórica fuese relevante, pero la pretensión de activar políticas proclives a tal o cual escenario transhumanista puede acarrear peligros nada triviales. Las víctimas que propiciaron experimentos de ingeniería social puestos en práctica a lo largo del siglo XX (como los de Stalin, Hitler o Pol Pot) no se contabilizaron por miles, sino por millones. Con toda seguridad se quedarían muy cortos con los que el futuro puede deparar, puesto que ahora no se trataría simplemente de conseguir una sociedad más justa o más pura, sino de cambiar —y supuestamente mejorar sustancialmente— la índole misma de la raza humana. En este sentido, todas las cautelas que las instancias políticas, los partidos y las agrupaciones sociales tomen para prevenir los riesgos inherentes al nuevo credo serán pocas. Sin embargo, sería igualmente contraproducente evitar —e incluso prohibir— cualquier discusión concerniente a estos temas. Hacerlo iría contra la tradición occidental que siempre ha amparado la libertad de pensamiento. Además, no dejaría de equivaler a la táctica del avestruz, puesto que los procesos de cambio de la humanidad ya están siendo puestos en marcha, aunque no sea de acuerdo con los protocolos de los más exaltados partidarios del transhumanismo. La alimentación que tomamos, los medicamentos que utilizamos, los medios de locomoción, las comunicaciones, las prótesis de todo tipo —externas e internas— que empleamos, ya están modificando nuestras vidas de un modo que probablemente resultaría irreconocible para nuestros abuelos. La única posibilidad real de controlar el proceso, en lugar de convertirnos en sujetos pacientes y tal vez víctimas de él, consiste en tomar conciencia de lo que está ocurriendo, para detectar qué trayectoria estamos describiendo y dónde podemos ir a parar. En ese sentido, las utopías y distopías transhumanistas permiten ampliar el horizonte de la discusión y evitan que quedemos atrapados en cuestiones de detalle que con frecuencia impiden llegar al fondo del asunto.

La primera es que no estamos ante un fenómeno coherente o unitario. Hay más escuelas y sensibilidades de pensamiento trans y posthumanista que iglesias en el momento más álgido de la reforma protestante. Además, se da un caso de interferencia semántica. Hay una versión de posthumanismo que tiene que ver con la agenda del postmodernismo. Algunos de sus representantes impugnaron el ideal moderno e ilustrado de humanidad y se atrevieron a proclamar la «muerte» del hombre, como si este fuera un invento de Descartes que por su inadecuación y parcialidad debiera definitivamente ser superado. Hay en este debate un exceso de pretenciosidad por parte de unos cuantos intelectuales franceses, pues leyéndoles da la impresión de que Sócrates, Cicerón, Agustín de Hipona o Tomás de Aquino nada pensaron o dijeron que fuera relevante para el conocimiento de nosotros mismos. Me voy a abstener de referirme a ese debate y tampoco voy a entrar en casuísticas, ortodoxias y disputas de escuela. Cortaré por lo sano, dando una versión que no pretende ser original, pero sí reflejar el estado objetivo de la cuestión, más allá de sus variaciones particularistas.

Para ello distinguiré entre humanismo, transhumanismo y posthumanismo. El humanismo reconoce al hombre una identidad biológica más o menos invariable desde al menos unas decenas de milenios, que se ha ido configurando en una evolución cultural cada vez más integrada, de forma que en los albores de este nuevo siglo nuestra dependencia del medio ambiente y del basamento biológico ha dejado de ser pasiva y se ha vuelto cada vez más interactiva.

Los que los transhumanismos tienen en común es la tesis de que los humanos no estamos condenados para siempre al estatuto de mentes pensantes ligadas a un cerebro y un cuerpo legado por nuestros progenitores. Más que una antropología o un racimo de antropologías, suponen una filosofía de tránsito, la tesis de que no hay otros límites que los que la tecnociencia imponga para la transformación (en principio, para mejorarla) de la condición humana, aunque ello suponga dejar atrás nuestra propia identidad y los límites dentro de los cuales seguiríamos siendo reconocibles como especie biológica. Cambio sin límites es lo que prometen y exigen los transhumanismos, en principio se supone que, para bien, aunque la única garantía de que así sea es el optimismo de sus partidarios.

El humanismo reconoce al hombre una identidad biológica más o menos invariable desde al menos unas decenas de milenios

Hay quien se queda con el axioma de «el cambio por el cambio», en el buen entendimiento de que siempre será ascendente y que el espectro de mejora está abierto hacia el infinito. Otros en cambio prefieren pensar que a algún sitio tendremos que ir a parar, que en esta loca carrera de progreso acelerado llegará en momento que se ralentice e incluso se detenga. Cuando eso ocurra, se habrá alcanzado la meta del posthumanismo: una nueva especie o categoría de seres, que ya no serán humanos, pero sí sus legítimos herederos. Si tenemos la fortuna de que no sean unos ingratos y, por supuesto, si no racaneamos a la hora de hacerles sitio, ni remoloneamos a la hora de entregarles el testigo del progreso, tal vez nos dediquen un agradecido recuerdo y erijan algún tipo de monumento en memoria de sus humanos ancestros. Tal vez la nueva casta suponga la parusía definitiva o tal vez tenga, como nuestra especie, sus días contados antes de ser sustituidos por otros o acabar la saga de una vez por todas.

Como la mayor parte de lo que se diga al respecto, recuerdo una vez más, es puramente especulativo, creo que sería una pérdida de tiempo valorar como primera providencia la grandeza, bondad, belleza u horror de todo el empeño. Una persona o un colectivo cualquiera pueden muy bien decidir la consagración de todo o parte de su esfuerzo a impulsar o combatir tal o cual proyecto trans o posthumanista. No obstante, resulta delirante pensar que la humanidad en su conjunto vaya a tomar una postura al respecto, y aunque lo hiciera, de poco valdría, puesto que son muchos los pasos a dar antes de llegar a ninguna parte, y ni siquiera estamos en condiciones de adivinar cuáles podrían ser. Lo único que tiene sentido para mí y presumo también que para pedirles un momento de atención, es valorar la posibilidad de que algo remotamente parecido a cualquier trans o posthumanismo conocido llegue a convertirse en una alternativa real.

El primer aspecto a considerar es si los hombres y mujeres de ahora mismo tenemos algún poder de decisión al respecto. Hay quienes piensan que no, y que la sustitución de los humanos actuales por otro tipo de actores es algo que escapa a nuestro control, un acontecimiento tan ineluctable como el apagamiento del Sol cuando se agote el combustible nuclear que lo mantiene vivo. Kurzweil por ejemplo, lo compara a la caída de las piedras por la fuerza de la gravedad:

Tal y como un agujero negro en el espacio altera de forma dramática los patrones de materia y energía acelerándolos hacia su horizonte de sucesos, esta inminente singularidad de nuestro futuro está transformando paulatinamente cada institución y aspecto de la vida humana, desde la sexualidad hasta la espiritualidad3.

Si fuera así, podríamos ahorrar nuestros esfuerzos, puesto que nada significativo podríamos hacer en un sentido u otro. Pero cuando examinamos la evidencia disponible, lo más probable es que la humanidad sucumba sin dejar herederos por la colisión fortuita de un cometa o asteroide, o bien por un holocausto nuclear, antes de ser capaz de alumbrar formas de vida posthumana o de transferirse a sí misma fuera del planeta Tierra. Perspectiva, por supuesto, más desoladora aún que la transhumanista, incluso para los que sentimos poco entusiasmo por ella. Pero, en definitiva, mi conclusión es que no hay que perder mucho tiempo en adivinar cuál es el panorama que se divisa al final de la senda transhumanista, porque es más que probable que no haya ninguno. Sí resulta aleccionador, en cambio, estudiar cuál es el panorama que los transhumanistas pretenden divisar, porque eso nos muestra cuál es la imagen que de sí mismos tienen muchos contemporáneos y también cuál es el ideal en virtud del cual están dispuestos a resignar su propia identidad.

Parece plausible que la inspiración del transhumanismo haya sido la idea de enhancement o mejora que la revolución científica ha introducido en nuestras vidas. Hasta que Liebig desarrolló los abonos químicos, grandes hambrunas sacudían Europa con tétrica regularidad. Antes de que Pasteur nos enseñara a higienizar el agua y los alimentos, millones perecían por triviales infecciones intestinales. Esa pequeña pastillita que por las mañanas tomamos para controlar el azúcar, el colesterol o la hipertensión, nos otorga por término medio quince o veinte años más de vida que nuestros mayores. ¿Por qué detener esta dinámica una vez iniciada? Es rarísimo que en un país medianamente avanzado alguien muera por una úlcera de estómago, un cólico biliar o una piedra en el riñón. Bien es cierto que muchas patologías siguen resistiéndosenos, que surgen otras desconocidas, y que la vida moderna resulta insatisfactoria desde muchos puntos de vista. Hay tecnoescépticos que no creen que el balance de lo ganado y perdido sea positivo, pero me gustaría saber qué dirían si una máquina del tiempo los trasladara de repente a la época de la peste negra. Los transhumanistas lo tienen perfectamente claro, y están convencidos de que los males e insuficiencias de la civilización técnica solo se pueden remediar con más ciencia y más técnica. Todavía no sabemos del todo cómo curar el cáncer, evitar el alzhéimer, detener el envejecimiento o la caída del cabello. Razón de más para poner toda la carne en el asador y conseguirlo de una vez por todas. Conseguir una vida media en plenitud de facultades de 120 o 130 años no es algo a medio plazo desatinado. Claro está que cuando se consiga eso, parecerá demasiado poco a los que frisen esa edad. Hay optimistas que no descartan prolongar la vida humana hasta cinco o seis mil años, basándose en que hay algún tipo de alga o almeja que alcanza esas edades. La cantidad de revoluciones biomédicas que habría que propiciar para alcanzar este logro no se pueden ni imaginar. Y aun en el supuesto de que se consiguiera, un organismo preparado para ello todavía estaría expuesto a ataques y accidentes de la más variada condición que en un periodo tan largo serían prácticamente inesquivables. Sin contar que tantos años serían pocos para los que se acercaran a su límite con la moral bien alta y más que demasiados para los aburridos o deprimidos por tan larga biografía. El cuento El inmortal de Borges explica de un modo muy verosímil que la principal aspiración de quienes alcanzan tal condición es recuperar su mortalidad. Los riesgos de males irreversibles que estamos acostumbrados a sobrellevar resultan soportables precisamente en virtud de que la vida humana no da para tanto, incluso en condiciones óptimas. Si pudiera alcanzar cimas de excelencia y duración muy superiores, sería absolutamente inaceptable su fragilidad congénita, la circunstancia de estar constantemente sometidos al peligro de quedarnos a mitad de camino en cualquiera de sus respectos.

Cabe hacer estas consideraciones en abstracto, sin atender a todos los obstáculos objetivos que dificultan la empresa de hacer aumentar la longevidad y aptitudes de nuestros organismos. Obstáculos que, por otro lado, son formidables. La persona más longeva de la que hay constancia fue una tal Jeanne Calment, que murió 1997 con 122 años. Hay una foto de su último aniversario y creo que muy pocos desearían verse encerrados dentro de un estuche tan ruinoso. A ojos de la ciencia, la vida es un milagro de la bioquímica, porque conseguir que las moléculas que la sostienen sean como tienen que ser y se mantengan donde tienen que mantenerse es un logro admirable. Por cada fórmula para estar sano, hay millones de estar enfermo. Los evolucionistas saben que el número de mutaciones favorables es ridículo en comparación con las perjudiciales y deletéreas. En definitiva: la fragilidad nos sitia por todos los frentes, y para superarla definitivamente habría que pelear un número interminable de batallas imposibles.

Nada de esto es ignorado por los defensores del transhumanismo, cuyo optimismo es invulnerable, pero no desinformado. La rama más esforzada del movimiento permanece fiel a la vía fisiológica. Se me ocurre denominarlo «transhumanismo biologicista», porque lo fía todo a futuros avances de la cirugía, terapia génica, descubrimiento de drogas maravillosas, recambio de órganos, impresoras 3-D y reanimación de cadáveres congelados. Resulta encomiable su fidelidad a nuestra maltrecha salud y enternecedora la esperanza que contra toda evidencia sostienen de lograr una inmortalidad aquí y ahora, o al menos dentro del sistema solar y en un futuro más o menos remoto. No obstante, la mayor parte de los que consideraron todos los pros y contras han llegado a la conclusión de más vale tirar la toalla e intentar escapar de la cárcel de la carne pues, como proclamaban los pitagóricos, soma sema: el cuerpo es una tumba. Así se conforma la otra gran alternativa, que propongo llamar «transhumanismo cibernético» o de la inteligencia separada. Hasta cierto punto suponen el abandono de Aristóteles para volver a Platón, porque ven en el hombre una dualidad de aspectos del que solo uno tiene posibilidades objetivas de evitar lo inevitable.

Marvin Minsky, gurú de la inteligencia artificial4, es una voz autorizada dentro de este tipo de transhumanismo y hace más de veinte años decretó que la vía biológica lleva sin remedio al fracaso. Según él, la selección natural no preserva genes que prolonguen la vida más allá de lo necesario para cuidar a los retoños. Considera probable que la senescencia sea inexorable para todos los organismos biológicos: los sistemas genéticos no se diseñaron para seguir funcionando a muy largo plazo. Aunque haya posibilidad de prolongar la vida humana agregando o cambiando unos cuantos genes no es posible llegar demasiado lejos por esa senda. Otra manera de aumentar la longevidad radica en trasplantes o sustituciones de órganos. Pero, al llegar al cerebro, la cosa no funcionará, porque perderíamos los conocimientos y formas de actuar que constituyen nuestra identidad.

Según este autor, el progreso del conocimiento se está estancando debido a la lentitud de nuestros cerebros. A medida que conozcamos el funcionamiento de sus subsistemas, los reproduciremos y realizaremos prótesis que insertaremos en nuestra mente mediante interfaces electroquímicas. Al final, reemplazaremos todas las partes del cuerpo y del cerebro y así superaremos nuestras limitaciones.

Inútil es decir que con ello estaremos convirtiéndonos en máquinas. ¿Significaría eso que seremos reemplazados por máquinas? Mi impresión es que no tiene sentido enfocar la cuestión en términos de «ellas» y «nosotros»5

No obstante tampoco piensa Minsky que los cybors, criaturas mestizas biológico-informáticas, representen la solución definitiva. Para él, la idea de una matriz biológica se ha quedado obsoleta. No merece la pena colocarnos un puerto usb en la nuca para conectar el cerebro a un disco duro y potenciar la memoria o la capacidad de cálculo. Considera que es mejor empezar desde el principio, es decir, buscar un soporte más duradero para los procesos de tratamiento de la información que según su filosofía constituirían la esencia de la actividad mental. Al igual que los emperadores romanos adoptaban un joven prometedor como sucesor si desesperaban de la capacidad de sus hijos de sangre, este adelantado del transhumanismo propone que reneguemos de una vez por todas de nuestra especie y apostemos por otra que al fin y al cabo sería el producto de nuestras manos. La paternidad intelectual suplantaría a la paternidad biológica. Tal como responde a su propia pregunta: ¿Serán los robots los herederos de la Tierra? Sí, pero serán hijos nuestros6

La idea que late tras las elucubraciones de los transhumanistas cibernéticos es que la mente asociada al funcionamiento del cerebro puede y debe ser emulada con ventaja por procesos lógicos soportados por otros conductores de corriente eléctrica, tales como circuitos integrados, chips y cosas parecidas. Como apunté un poco más arriba, no deja de ser una apuesta por el dualismo, esto es, por la separabilidad estricta de mente y materia, cuerpo y alma o como lo queramos llamar. Es llamativo que la sombra de Descartes, uno de los autores más denostados por el materialismo contemporáneo, planee sobre los representantes de esta corriente de pensamiento, que en principio no tiene nada de espiritualismo. El filósofo francés afirmaba que hay una sustancia pensante distinta y separable de la sustancia extensa o corpórea. Esta corriente dominante del transhumanismo no pretende que haya tal cosa, pero sí que sea factible abstraer y separar lo mental de lo material-biológico, para transferirlo a un asiento material distinto, más eficiente y más duradero. La vieja noción de metempsicosis o transmigración de las almas es muy parecida, de manera que —dejando a un lado la idea de qué o quiénes heredarán la Tierra, el Sistema Solar o incluso la Vía Láctea— en la perspectiva de poder vaciar nuestra identidad psíquica y asentarla en soportes electromagnéticos muchos han visto una puerta para escapar de la muerte biológica. El pobre Walt Disney se habría equivocado al encargar que su cuerpo agonizante fuera congelado en espera de una resurrección tecnológica de la carne. Tampoco sería buena idea hacer que le congelen a uno la cabeza, como al parecer se está haciendo ahora porque resulta más barato. El único pasaporte válido hacia un más allá que no acaba de abandonar el más acá, consistiría en recopilar toda la información que atesora el cerebro y almacenarla en algún sitio, a la espera de la aplicación informática que sepa inspirarle nueva vida, reiniciando en un entorno virtual la truncada biografía desarrollada en el antieconómico y antiecológico entorno real. El escenario de la serie cinematográfica Matrix no está tan lejano si tal cosa fuera factible.

Otro de los pioneros del transhumanismo, Hans Moravec, ha escenificado cómo podría desarrollarse la crucial operación de extracción la mente para traspasarla del soporte biológico al tecnológico:

Le acaban de meter en el quirófano. […] Usted tiene a su lado un ordenador que espera convertirse en un equivalente humano. Lo único que falta para empezar a funcionar es un programa. [Mediante un bypass establecen un equivalente informático de una parte mínima de su cerebro]. Cuando usted aprieta el botón, una simulación del ordenador sustituye una pequeña parte de su sistema nervioso. Usted aprieta el botón, lo suelta y lo vuelve a apretar. No siente ninguna diferencia. En cuanto queda satisfecho, se establece permanentemente la conexión de la simulación. […] A medida que avanza el proceso, se va simulando y excavando su cerebro, capa tras capa. Finalmente, su cráneo se queda vacío […] Aunque usted no haya perdido la conciencia, ni siquiera el hilo de sus pensamientos, su mente ha pasado de su cerebro a una máquina7.

De principio a fin se trata por supuesto de un ejercicio de pura ciencia-ficción. Si contra toda evidencia aceptamos por un momento que, como en los cuentos de hadas, la fábula llega a realizarse en un día muy, muy lejano, podríamos libremente especular con toda clase de quimeras, como la de las máquinas teleportadoras, capaces de elaborar un mapa exacto de hasta la última molécula de nuestros organismos y enviar a la velocidad de la luz esa información a terminales lejanos para reproducirlos allí, al tiempo que hacen desaparecer la versión original. Roger Penrose llama humorísticamente la atención sobre alguna de las truculentas paradojas que entonces podrían producirse:

¿Qué sucedería si la copia original del viajero no fuera destruida, como requieren las reglas del juego? ¿Estaría su «consciencia» en dos lugares a la vez? (Trate de imaginar su respuesta cuando le dicen lo siguiente: «¡Oh Dios mío!, ¿de modo que el efecto de la droga que le suministramos antes de colocarle en el Teleportador ha desaparecido prematuramente? Esto es un poco desafortunado, pero no importa. De todos modos le gustará saber que el otro usted —ejem, quiero decir el usted real, esto es— ha llegado a salvo a Venus, de modo que podemos, ejem, disponer de usted —ejem, quiero decir de la copia redundante que hay aquí—. Será, por supuesto, totalmente indoloro»)8.

Además, ¿por qué hacer una única reproducción? Con dos podría resolverse el problema de la bilocación. Por supuesto, el Real Madrid y el Barcelona estarían muy felices si pudieran hacer once o doce teleportaciones seguidas de Ronaldo o Messi del vestuario al centro de estadio. Es extraordinariamente difícil entablar y sostener una discusión racional cuando el interlocutor se evade de la realidad de este modo y da por resueltos miles de problemas que con toda probabilidad resultarán irresolubles. Se trataría como mucho de un caso de racionalidad intermitente: se deja en suspenso la razón cada vez que hay que postular una nueva proeza tecnocientífica y luego se retoma el hilo de la discusión. Si uno tiene aguante suficiente y consigue reprimir las ganas de reír, las cosas pueden llegar increíblemente lejos. Uno de los casos más extraordinarios que conozco en este sentido lo ofrece el —por otra parte prestigioso— físico Frank Tipler en su extensa obra Física de la inmortalidad. Da por alegado y aceptado que un ser humano cualquiera puede ser reducido a 10 elevado a 45 bits de información9 y el universo visible en su conjunto a 10 elevado a 10 elevado a su vez a 123 (para los que se pierdan en el manejo de grandes números, añado que, en comparación, la cantidad de átomos que hay en ese mismo universo no pasa de 10 elevado a 80)10. Un súper cd, pendrive o disco duro capaz de almacenar ese ingente caudal de ceros y unos sería el recipiente adecuado para conservar esos certificados de inmortalidad. Pero hay un problema, y es que los soportes de información electromagnética disponibles no ofrecen ninguna garantía de conservación ni siquiera a medio plazo. En unos pocos decenios los datos se volatilizan por sí mismos, mientras que una simple hoja de papel en condiciones razonables consigue mantener durante siglos la legibilidad del mensaje escrito en ella. Por tanto, cabría pensar que ofrece más garantías de supervivencia el embalsamamiento que la codificación electromagnética. Pero, claro está, si tenemos tragaderas suficientes para aceptar que una persona es reductible a 10 elevado a 45 bytes y se puede encontrar la forma de hacerlo, nada cuesta añadir el milagrito tecnológico suplementario de inventar cómo guardarlos a prueba de eones y cataclismos. Surge una dificultad ulterior, y es que la Tierra puede durar a lo sumo unos cuantos miles de millones de años, de modo que después de ese lapso el superordenador que contenga a la humanidad entera y sus promesas de salvación tendrá que ser embarcado en un versión futurista del arca de Noé, e iniciar una navegación cósmica de estrella en estrella y luego de galaxia en galaxia, hasta que el universo mismo entre en estado de comatosa senectud. Les ahorro la estimación del número de veces que tendríamos que cerrar los ojos a inverosimilitudes científicas para dar por bueno el periplo. La vida eterna del físico exige muchos más dogmas y desde luego muchísimos más milagros que la del teólogo. Al final, la limitación y contingencia del universo se imponen a las ansias de infinitud y eternidad que cualquiera de nosotros pueda sentir en abstracto. Pero ahí, y esa es la fórmula de salvación que propone Tipler, nuestra condición subalterna posibilita una versión subjetiva de esas aspiraciones metafísicas que en cierto modo suplantan y subsanan su fracaso objetivo:

Por tanto, aunque un universo cerrado existe solo por un tiempo propio finito, de todas formas podría existir durante un tiempo subjetivo infinito, que es la manera de sentir el paso del tiempo que tiene sentido para los seres vivos11.

Los malos escolásticos hacían las distinciones más increíblemente sutiles para escapar a una conclusión que de otro modo fuera obligado aceptar a regañadientes. De modo semejante, los que quieren encontrar en la ciencia una salvación que esta no es capaz de ofrecer, apuran la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad del modo más abusivo, buscan localizaciones tan insólitas como el disco de acrección de un agujero negro o de la singularidad final del cosmos para que en ellas el tiempo se detenga dando lugar a un pobre sucedáneo de eternidad.

¿Qué puedo decir para poner término a mi charla? Vale la pena escuchar hasta el final los alegatos de los diversos portavoces del transhumanismo. Poco a poco uno va tomando conciencia de que lo que le mueve a rechazarlo es algo más que repugnancia moral, conservadurismo antropocéntrico o antipatía hacia las religiones cienciológicas. El castillo de naipes se va haciendo cada vez más inestable a medida que se le agregan pisos y más pisos, hasta que acaba derrumbándose por el peso de su propia inconsistencia. La quimera se convierte poco a poco en pesadilla, el paraíso prometido cobra acentos infernales y por último solo nos consuela del desamparo de vernos en él la convicción creciente de que, como los malos sueños, estallará en un momento dado como una pompa de jabón. Frente a tanto falso profeta no es el único que se ha atrevido a denunciar la desnudez del rey, pero con buenas razones ha desbaratado Roger Penrose las pretensiones de todos los humanismos no biologicistas12. Estos necesitan como primera providencia reducir la mente humana a un complejo algoritmo lógico. La mente humana simplemente no funciona así13. No es un programa informático susceptible de ser activado en los más variables soportes. La unión entre cuerpo y alma es mucho más íntima que lo que Platón, Descartes y los transhumanistas cibernéticos pretenden. Y por lo que se refiere al polo psíquico del hombre, tampoco se reduce a una mera funcionalidad fisiológica o bioquímica como presumen los transhumanistas biologicistas, porque la función de hacerse autoconscientes y ejercer como tales, no puede ser no ya explicada, sino siquiera concebida desde cualquier punto de vista científico-natural, ya sea informacional, biológico, físico, químico o bioquímico, por la sencilla razón de que la ciencia solo trata de objetividades y es incapaz de generar la perspectiva de primera persona que es la que define lo subjetivo. En cualquiera de sus versiones, transhumanismo y posthumanismo suponen intentos de reducir la metafísica a física, de conseguir que la ciencia efectúe todo el trabajo de la filosofía y de la religión. Y eso, por muchos méritos que le reconozcamos a la ciencia es algo que, sencillamente, no es posible hacer.

NOTAS

1 Texto de la conferencia pronunciada el 2 de junio de 2017 en el V Congreso Internacional de Tecnologías Emergentes y Sociedad (cites), Logroño: «El profesor universitario de hoy ante los desafíos del posthumanismo y transhumanismo».

2 Véase Snow, C. P., Las dos culturas y un segundo enfoque, Madrid, Alianza Editorial, 1987.

3 Kurzweil, R., La singularidad está cerca, Berlín, Lolabooks, 2012, p. 7.

4 Minsky, M., «¿Serán los robots quienes hereden la Tierra? Así será, pues la nanotecnología permitirá crear cuerpos y cerebros de repuesto. Entonces viviremos más, poseeremos mayor sabiduría y gozaremos de facultades inimaginadas», Investigación y Ciencia, diciembre 1994, pp. 86-92.

5 Minsky, M., «¿Serán los robots quienes hereden la Tierra?», p. 89.

6 Minsky, M., «¿Serán los robots quienes hereden la Tierra?», p. 92.

7 Moravec, H., El hombre mecánico. El futuro de la robótica y la inteligencia humana, Barcelona, Salvat, 1993, pp. 130-131.

8 Penrose, R., La nueva mente del emperador, Madrid, Mondadori, 1991, pp. 53

54. 9 Véase Tipler, F. J., La física de la inmortalidad. Cosmología contemporánea: Dios y la resurrección de los muertos, Madrid, Alianza, 1996, p. 367. 10 Tipler, F. J., La física de la inmortalidad, p. 287. 11 Tipler, F. J., La física de la inmortalidad, p. 189. 12 Véanse: Penrose, R., La nueva mente del emperador, Madrid, Mondadori, 1991; Las sombras de la mente, Barcelona, Crítica, 1996. 13 He tratado de ofrecer una visión panorámica del asunto en: Arana, J., La conciencia inexplicada, Madrid, Biblioteca Nueva, 2015.

Catedrático de Filosofía de la Universidad de Sevilla. Real Academia de las Ciencias Morales y Políticas