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Javier López de Goicoechea Zabala. Profesor de la Facultad de Derecho y del Instituto de Ciencias de las Religiones de la Universidad Complutense y observador internacional del Consejo Nacional Electoral de Colombia. Es autor, entre otros títulos de Dualismo cristiano y Estado moderno o La formación del Derecho Común Europeo.


Avance

En 2021, Colombia asistió a un estallido social en el que participaron actores muy distintos, con una presencia destacada y novedosa de los movimientos feministas. Fue la manifestación de un malestar generalizado por las carencias o fallos del sistema corrupción, ineficacia de las instituciones, desigualdad social… — en un país que cuenta con comunidades indígenas marginadas y en el que los conflictos armados han provocado el desplazamiento de millones de personas. Estas protestas fueron vistas desde el poder como un ataque a las instituciones y a los fundamentos del orden social, de modo que la respuesta oficial consistió en un fortalecimiento de los instrumentos que garantizan la seguridad ciudadana. Lo cierto es que Colombia –que también cuenta con una arraigada tradición democrática, instituciones fuertes y una ciudadanía cultivada– añade a los citados problemas estructurales otros relacionados con la violencia política y el narcotráfico

Todo ese caldo de cultivo ha desembocado en una eclosión de movimientos sociales diferenciados de los partidos políticos tradicionales que está caracterizando lo que llevamos de siglo XXI, pero que pueden entroncarse con corrientes de finales del siglo pasado como el Movimiento Pedagógico o las marchas cocaleras. Iniciativas que muestran la robustez del activismo social en Colombia.

El profesor López de Goicoechea sostiene que, si bien la desafección política no es privativa de este país (al contrario, es un fenómeno que afecta a buena parte de las democracias liberales en la actualidad), en Colombia, junto con los nuevos movimientos sociales divergentes, «puede conducir a una irreversible pérdida del valor democrático de la representación de los partidos políticos». En todo caso, estos movimientos suponen un toque de atención a unos viejos partidos sometidos a los intereses de unas clases dirigentes inamovibles. En opinión del autor, lo que, al igual que muchos otros países, necesita Colombia son políticas públicas de equidad social y económica. El Estado del bienestar —sostiene López de Goicoechea—no puede limitarse a ser la garantía de unos derechos políticos, sino que debe ser proactivo en lo tocante a reducir la desigualdad social, desarrollando «fuertes políticas públicas de educación, empleo, salubridad, desarrollo agrario sostenible y movilidad». Siguiendo al filósofo político John Rawls, concluye que una sociedad en equidad es aquella «que se ha dotado de unas dinámicas y procedimientos de justicia en permanente creación y reforma, con el único objetivo de dotar y preservar a los más desfavorecidos de cotas cada vez más altas de bienestar social». Pues «la desigualdad y sus consecuencias son la entropía de cualquier modelo social y político».


Artículo

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urante el primer semestre de 2021 se produjo en Colombia lo que podemos considerar como un auténtico estallido social de compleja estructura. Ciudades como Cali, Medellín, Barranquilla y Bogotá, asistieron durante días a jornadas intensas de manifestaciones pacíficas, pero también a duros enfrentamientos con las fuerzas del orden público. Quizá lo más característico de estos sucesos fue su transversalidad: estudiantes, movimientos sociales diferenciados, movimientos indigenistas, sindicatos. No existió, en realidad, una única consigna o reivindicación programática, salvo un malestar social generalizado. Malestar que podríamos identificar con un rechazo de buena parte de la población al incumplimiento sistemático de un Estado de bienestar fallido; la corrupción generalizada en todos los estamentos del país; la ineficacia de las instituciones que deben velar por la honesta y equitativa gestión de lo público; pero sobre todo la palmaria constatación de una desigualdad inherente al sistema social y económico que conduce a amplias capas de la sociedad colombiana al desarraigo y a la marginalidad. Un país con millones de desplazados por motivo de los conflictos armados sucesivos, amplias masas de excluidos que conviven hacinados en los márgenes de las grandes ciudades o dispersos en el campo colombiano, comunidades indígenas en riesgo de extinción y, especialmente, toda una generación de jóvenes sin ningún tipo de esperanza.

Es cierto que con la Constitución Política de Colombia de 1991 (Asamblea Nacional Constituyente, 1991) y con el denominado Proceso de Paz y su Justicia Especial para la Paz, Colombia creyó que dejaría atrás décadas de violencia e injusticia estructural, abandonando los viejos hábitos de las poderosas élites colombianas que dominaron el país desde su independencia y el abandono del Estado de amplias zonas del territorio, ocupado por guerrillas, narcotraficantes y milicias paramilitares. Parecía que la compleja red institucional de Colombia (Fiscalía, Registraduría, Consejo Nacional Electoral, Procuraduría, Altas Cortes de Justicia, Defensoría, Personería, Contraloría, Departamento de Planeamiento) podían al fin enmendar los graves errores de décadas de desistimiento institucional dedicándose, ahora sí, a garantizar los derechos de ciudadanía y propiciar un modelo de equidad social que verdaderamente alcanzara a la economía y a la productividad del país.

Pero, como anotan Ramírez y Vargas, desde el gobierno y desde las acomodadas élites colombianas, el fenómeno de protesta masiva y transversal fue visto como un ataque directo a la institucionalidad y a los fundamentos mismos del orden social plasmado en la Constitución. Después de un primer momento de negación, alegando la inexistencia de un problema educativo y de acceso a una educación en igualdad de oportunidades, pronto tuvieron que admitir que el presupuesto universitario había descendido del 55,7% en 2002 a 37% en 2016, para las universidades públicas. Sin embargo, la respuesta del Congreso de la República y del Ejecutivo, respaldada por los estratos más altos de la sociedad, fue aprobar la Ley 2197 del 25 de enero de 2022, por medio de la cual se dictaron normas tendentes al fortalecimiento de la seguridad ciudadana. Es decir, en lugar de abrir un proceso de reflexión, análisis y de diálogo social, el Estado colombiano respondió a las protestas con algo parecido al famoso Estatuto de Seguridad de finales de los años setenta del pasado siglo, apostando por la intervención de las fuerzas de seguridad y reduciendo el conflicto a una cuestión de desorden público generalizado. Así reza el artículo 2 de dicha ley: «La presente Ley tiene como fin la creación y el fortalecimiento de los instrumentos jurídicos y los recursos económicos con que deben contar las autoridades para consolidar la seguridad ciudadana». Recursos públicos para la seguridad sí, pero no para desarrollar políticas públicas de equidad social.

Élites y clientelismo político

Por si esto no fuera bastante, el gobierno aprobó la Ley de Solidaridad Sostenible que extendía la aplicación del impuesto sobre la renta a las personas que ganasen más de 2,4 millones de pesos al mes (663 dólares). Esto significaba gravar a los estratos medios y bajos, sin la debida contrapartida proporcional a los estratos privilegiados de la sociedad colombiana. Hay que tener en cuenta que después de la pandemia Colombia, cuarta economía de América Latina y uno de los países más desiguales del mundo, había registrado una caída del 6,8% de su producto interno bruto (PIB) y un aumento del desempleo por encima del 16%. Frente a esta situación real, los movimientos ciudadanos estaban cuestionando la usurpación y utilización de las élites del país que hegemonizaban no sólo el poder económico y productivo, sino el poder político y del Estado. El enriquecimiento de reducidos grupos de contratistas y de entidades financieras, tanto nacionales como extranjeras, habían conducido a prácticas clientelares con los estamentos políticos y de representación popular. Nada nuevo en la historia social de Colombia.

Bien es cierto, que no estamos ante un fenómeno aislado o diferenciado de otros países latinoamericanos. Son muchos los países a los que la naturaleza les brindó inmensos recursos y una biodiversidad desbordante, aunque su estructura económica y social repite una y otra vez los viejos males de la desigualdad y la inequidad. Pero también es cierto que Colombia cuenta con una fuerte tradición democrática y con instituciones de fuerte arraigo social, además de una ciudadanía altamente cultivada, con instituciones educativas de máxima calidad. Sin embargo, el alto coste de la educación privada desde los niveles básicos hasta la universidad y la escasez de plazas públicas en estas últimas, hacen que el potente instrumento de la educación como «ascensor social» y como acceso directo al principio de igualdad de oportunidades sea de escaso recorrido para amplias capas de la sociedad colombiana.

Pero un factor novedoso en estos procesos de movilización social, como recuerda Ibarra Melo, ha sido el papel de las mujeres y de los movimientos feministas en todas sus formas. Colombia, como la mayoría de los países latinoamericanos, ha desarrollado una cultura profundamente patriarcal hasta tiempos muy recientes. Ahora bien, en las dos últimas décadas, el movimiento feminista desarrollado en todo el mundo occidental también ha impregnado en todas las capas sociales, tanto urbanas como rurales. El denominado empoderamiento de amplios sectores de mujeres trabajadoras, profesionales y campesinas, y también en el mundo indígena, ha producido una auténtica revolución en la toma de decisiones colectivas, en la atención por parte de los partidos políticos y sindicatos, así como en los usos sociales cotidianos, donde las antes habituales prácticas de dominación masculina y la propia violencia de género ha producido un rechazo social incuestionable y una concienciación por parte de las mujeres colombianas en todos los sectores sociales. Quizá, aún, el sector más vulnerable sigue siendo el de las adolescentes de estratos bajos en donde el abandono escolar suele estar asociado, entre otras causas, a una maternidad precoz, produciendo un estancamiento de por vida en el libre desarrollo de su personalidad, como rezan todas las grandes declaraciones de Derechos Humanos.

Un problema estructural añadido para una vertebración equitativa del país se encuentra en la ausencia de vías de comunicación terrestres a lo largo de toda su complicada geografía. El avión es el medio de comunicación por excelencia entre cualquier ciudad colombiana. La falta de control estatal en buena parte del territorio durante muchas décadas y esa compleja orografía, no han permitido el desarrollo de grandes autopistas y, menos aún, la expansión del ferrocarril para el transporte de personas y mercancías. Uno de los problemas, por ejemplo, en la sustitución de los cultivos de coca por otros productos agrarios ha sido y sigue siendo el coste del transporte hasta las capitales. A los campesinos no les sale rentable el cambio de productividad agraria propuesto por los sucesivos planes gubernamentales. Lo cual deriva en una rueda infernal que estanca cualquier proceso de cambio y mantiene a Colombia como uno de los mayores productores de coca, aunque ahora mismo la producción de droga y sus vías de suministro hayan pasado temporalmente a otros países del área, con el brutal problema de la violencia asociada (México o Guatemala son buenos ejemplos).

La plaga del narcotráfico

Además, conviene recordar que en las últimas décadas se cuentan por centenas los asesinatos de miembros de colectivos, sindicatos, defensores de Derechos Humanos y otros movimientos sociales, a manos de las bandas organizadas del narcotráfico y de los grupos paramilitares. Especialmente grave es la incidencia de esta persecución en el mundo agrario, donde el Estado no alcanza a proteger la vida de sus ciudadanos. Estos hechos de especial gravedad por la inoperancia de las fuerzas de seguridad del Estado no han mermado el compromiso y la dedicación de miles de colombianos y colombianas en el ejercicio legítimo, y heroico habría que añadir, de la defensa de sus intereses y de sus derechos. Y nos recuerda que, si bien durante el siglo XX fue el asociacionismo político el que emergió con fuerza, incluso en períodos no democráticos, lo que llevamos de siglo XXI puede ya caracterizarse como el siglo de los movimientos sociales diferenciados de los partidos políticos. De hecho, este cambio en los modelos de participación ciudadana ha producido un desbaratamiento de los partidos tradicionales de Colombia, surgiendo movimientos políticos alternativos en la izquierda y en la derecha que intentan adaptarse a las nuevas formas de participación social.

En este sentido, debemos recordar a título de ejemplo, el Movimiento Pedagógico de Colombia surgido el año 1982 que culminó con el XII Congreso de la Federación Colombiana de Trabajadores de la Educación, logrando contribuir a una profunda reflexión sobre los niveles educativos en el país y las condiciones laborales de los profesores. Y también las llamadas «marchas cocaleras» de 1996, con fuertes enfrentamientos con las fuerzas de orden público, con el conflicto latente de las plantaciones de coca y los sucesivos planes de sustitución de cultivos y la fumigación de dichas plantaciones con sustancias altamente nocivas para la biodiversidad. Estos antecedentes muestran una sociedad colombiana, en sus diferentes sectores productivos, altamente concienciada sobre sus derechos y sobre su repercusión política y social, como apunta Melucci. Podemos confirmar, así, que el activismo social colombiano ha sido una constante histórica y muestra un enorme arraigo de lucha y compromiso activo.

Reducir la desigualdad

Todo este análisis de hechos y datos, tanto históricos como actuales, nos mueven a una reflexión final en pleno siglo XXI. La desafección política en Colombia no es un fenómeno aislado, puesto que buena parte de las democracias liberales que recorren nuestro mundo están sufriendo fenómenos similares, aunque sus causas sean diferentes. En el caso colombiano, la desafección política y el desarrollo del asociacionismo político y social divergente pueden conducir a una irreversible pérdida del valor democrático de la representación de los partidos políticos. Como decíamos con anterioridad, los llamados partidos tradicionales, herederos de los viejos partidos liberal y conservador, han optado por permitir nacer y crecer en su seno agrupaciones políticas con denominaciones variadas, intentando acercar a los diferentes sectores sociales a discursos políticos más transversales y, sobre todo, más apegados a las verdaderas necesidades de la ciudadanía de este siglo. Las élites intentan no aparecer en la primera fila de estas nuevas formaciones políticas y resituarse como colectivos de influencia a través de asociaciones de empresarios de los diferentes sectores productivos. Este fenómeno es muy interesante, porque demuestra el calado de la acción de los movimientos sociales y su toque de atención al sistema de los viejos partidos sometidos a los intereses de esas eternas clases dirigentes.

Colombia, como otros muchos países, necesita políticas públicas de equidad social y económica. Los llamados Estados del bienestar no pueden limitarse a garantizar derechos de una forma pasiva en países con una fuerte carga de desigualdad. Antes, al contrario, deben ser profundamente proactivos. Deben implementar fuertes políticas públicas de educación, empleo, salubridad, desarrollo agrario sostenible y movilidad. Vertebrar un país no se hace desde las leyes y las instituciones. Éstas deben servir para garantizar los derechos alcanzados, no los derechos por alcanzar, es decir, inalcanzables para buena parte de la población. Una sociedad en equidad, como recordaba el filósofo norteamericano John Rawls, es una sociedad que se ha dotado de unas dinámicas y procedimientos de justicia en permanente creación y reforma, con el único objetivo de dotar y preservar a los más desfavorecidos de cotas cada vez más altas de bienestar social. Lo contrario es perpetuar la desigualdad, el desfavorecimiento social y la marginalidad de amplias capas de la población. Algo insostenible desde un punto de vista social y político. Reconozcamos que la inestabilidad política siempre proviene de los procesos de desarraigo social. Podríamos afirmar que la desigualdad y sus consecuencias son la entropía de cualquier modelo social y político.

Recordemos, para finalizar, las palabras de Alfredo Iriarte, historiador y cronista bogotano, en su lúcido afán de redescubrir y reinterpretar aquellos hechos históricos que han conformado el hoy y en ahora de lo que es Colombia como país, como sociedad y, sobre todo, como ciudadanía: «Estas premisas nos ayudarán a entender la conducta de nuestros más prominentes santones durante la Patria Boba y la Reconquista, y a explicarnos algunos hechos que la historia oficial ha recatado bajo uno de aquellos mantos de silencio cómplice que la juventud está en el deber de rasgar con el fin de conocer la verdad de nuestras raíces históricas y, como obligada consecuencia, la vedad de nuestras proyecciones futuras».

Referencias bibliográficas

IBARRA MELO, M. E. (2011). “Acciones colectivas de mujeres por la verdad, la justicia y la reparación”, Revista Reflexión Política, 13(25).

IRIARTE, A. (2022). Lo que lengua mortal decir no pudo, Randon House, Bogotá.

MELUCCI, A. (1994). “Asumir un compromiso: identidad y movilización en los movimientos sociales”, Zona Abierta, 69, 153-180.

RAMÍREZ, E., Y VARGAS, L. M. (2023). “Crisis y estallido social en Colombia”, Administración & Desarrollo, 53(1), 1-18.

RAWLS, J. (1996). El liberalismo político, Crítica, Barcelona.


Imagen: Protestas en Cali (Colombia) por la reforma tributaria. © Wikimedia Commons

Profesor de la Facultad de Derecho y del Instituto de Ciencias de las Religiones de la Universidad Complutense y observador internacional del Consejo Nacional Electoral de Colombia. Es autor, entre otros títulos de «Dualismo cristiano y Estado moderno» o «La formación del Derecho Común Europeo».