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Manuel Aragón Reyes. Catedrático emérito de Derecho Constitucional. Magistrado emérito del Tribunal Constitucional. Académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.


Avance

Antes de empezar, una puntualización importante: una cosa es que el Derecho pretenda la realización de unos fines determinados, y otra bien distinta es que, por ello, esté necesariamente «ideologizado». Que esto último haya sucedido, y suceda, no puede conducirnos a admitir que, teóricamente, eso «deba ser» así. La constitución nació como instrumento al servicio de una idea política: la limitación del poder en beneficio de la libertad de los ciudadanos. Se caracteriza no sólo por su condición de norma superior del ordenamiento, sino también por establecer aquellos principios nucleares que el Estado no puede vulnerar. Tiene significado, formal y material, no es «una página en blanco en la que el legislador podría escribir a su capricho». Así, el Derecho de la constitución no puede desprenderse de los fines que le dan sentido, pero esos «fines» no son políticamente «parciales», sino jurídicamente generales.

Algunos juristas han defendido una posición «ideológicamente neutral» de la constitución. Estas teorías están prácticamente descartadas hoy día. No cabe ya sostener un concepto neutral de constitución. Toda constitución está al servicio de unos principios y valores sin los cuales no es posible la democracia y que, por ello, identifican a la constitución como forma jurídica específica. La constitución, en definitiva, es «la forma jurídica de la democracia», en certeras palabras de Rubio Llorente. Por ello es necesario tener sumo cuidado con su interpretación. Se puede y se debe hacer, pero siempre ha de estar fundada en el Derecho y no en el arbitrio. Ha de ser una interpretación razonada y razonable, capaz de ser contrastada en el seno de la comunidad jurídica. Ha de ser también rigurosa y prudente: no cabe crear —es decir, inventar— ex nihilo, normas antes inexistentes: mediante la interpretación de los enunciados normativos, las normas se «descubren», pero no se «inventan». De ahí la importancia de los límites de esta interpretación. Sobre estos, es importante explicar que, además del límite general que deriva de la obligada fundamentación jurídica de su ejercicio, existe otro límite concreto derivado del significado unívoco que determinados términos normativos pueden tener. Cuando esos límites se desconocen, haciéndole decir a la Constitución lo contrario de lo que dice, no se está interpretando la Constitución, sino modificándola sin seguir su propio y obligado procedimiento de reforma. Los órganos de la justicia constitucional cooperan con el poder constituyente, por supuesto, pero no deben suplantarlo. En un Estado constitucional de Derecho los órganos de la justicia constitucional deben ejercer jurisdicción, no legislación. Pueden anular leyes, no sustituirlas. De ese activismo judicial, de ese criticable desvío de la justicia constitucional, debe huirse no sólo mediante un estricto acatamiento de los límites de la interpretación constitucional, sino también mediante una seria reconsideración sobre los excesos de las sentencias llamadas interpretativas, reconsideración necesaria, si no se quiere poner en peligro la propia legitimidad de los órganos de la justicia constitucional.


Artículo

Si, en sentido lato y por ello poco preciso, suele decirse que el Derecho o, si se quiere, todo sistema normativo, se corresponde con determinadas ideas políticas, esa aproximación debe rechazarse si se parte de un entendimiento más estricto y correcto acerca de lo que el Derecho significa, pues una cosa es que el Derecho pretenda la realización de unos fines determinados y otra bien distinta es que, por ello, el Derecho esté, necesariamente, «ideologizado». Que esto último haya sucedido, y aún suceda, como «realidad», en algunos países, no puede conducirnos a admitir que, teóricamente, eso «deba ser» así. El Derecho ha de descansar en unas razones jurídicas propias que le prestan coherencia, de manera que, si el Derecho se «politiza», deja de ser, sencillamente, Derecho, ya que no cumpliría su función esencial de prestar seguridad jurídica.  

Pero este artículo no tratará del Derecho en general, sino de una rama del Derecho en particular: el Derecho Constitucional. La constitución, como es bien sabido, nació como instrumento al servicio de una idea política: la limitación del poder en beneficio de la libertad de los ciudadanos. De ahí que la soberanía nacional, el poder representativo, la división de poderes y los derechos fundamentales hayan sido, desde el nacimiento de la constitución, a finales del siglo XVIII, los principios nucleares de esa nueva forma política denominada Estado constitucional.

La constitución, en consecuencia, no se caracteriza sólo por su condición de norma superior del ordenamiento (sin la cual carecería de eficacia para que estuviesen subordinadas a ella todas las decisiones de los poderes constituidos), sino también por establecer aquellos principios nucleares que el Estado no puede vulnerar, como tenían claro los constituyentes norteamericanos del último cuarto del siglo XVIII y como lo expresó, canónicamente, el célebre art. 16 de la Declaración francesa de los Derechos del Hombre y el Ciudadano de 1789.

Significado formal y material

Sin supralegalidad, pero también sin dicho contenido, no hay, pues, constitución, en el sentido propio que García-Pelayo denominaba «racional-normativo», o lo que es igual, en el sentido moderno y democrático. De ahí que el concepto de constitución tenga un doble (e indisociable) significado, formal y material. Si así no fuera, la constitución sólo sería, como se ha dicho en frase célebre, «una página en blanco en la que el legislador podría escribir a su capricho».

No cabe negar, pues, que el constitucionalismo tendrá, desde su inicio, esa connotación política. Y así será en Europa, al menos durante el siglo XIX. Pero ese constitucionalismo «ideológico» se construirá como un constitucionalismo «jurídico» desde el primer momento en los Estados Unidos y llegará, tardíamente, a Europa en el siglo XX, consolidándose hasta ahora, como constitucionalismo «jurídico», en otros lugares del mundo. De manera que, doctrinalmente, es hoy comúnmente aceptado que el constitucionalismo, aunque surgió al servicio de una idea, no es ya una mera ideología, sino una construcción jurídica que basa en el razonamiento jurídico y no en el razonamiento político su naturaleza, su significado y su misma razón de ser.

Cuando se dice, bien, que la única constitución auténtica es la constitución democrática no se está defendiendo una determinada ideología, sino mostrando que es la única formalización jurídica del poder que puede garantizar, jurídicamente, de manera efectiva, la libertad de los ciudadanos y, por ello, la pluralidad ideológica que pueda existir en la propia sociedad. El Derecho de la constitución no puede desprenderse de los fines que le dan sentido, pero, insisto, esos «fines» no son políticamente «parciales», sino jurídicamente generales, dirigidos a la organización de una sociedad compuesta por ciudadanos libres e iguales en su libertad. De manera que no puede ser «constitucional» una dictadura.

Que tales fines coincidan con las ideas de la democracia liberal no «politiza» a la constitución, en la medida en que el razonamiento que articula en ella la relación entre los medios (limitación del poder) y los fines (garantía de la libertad) se construye mediante conceptos jurídicos dotados de objetividad (supremacía constitucional, división de poderes de la que forma parte una justicia independiente e imparcial, derechos fundamentales con un contenido esencial garantizado frente a legislador, deberes constitucionales, prohibición de arbitrariedad de los poderes públicos, etc.).

Ahora bien, para que las limitaciones del poder sean eficaces han de existir instituciones de control que las garanticen. De ahí, como he sostenido tantas veces en mis publicaciones, que el control sea un elemento inseparable del concepto de constitución. En tal sentido, el control último y fundamental para dotar de eficacia a la constitución es el control de constitucionalidad por tribunales independientes y solventes, ya sean de la jurisdicción ordinaria (el modelo llamado difuso), ya sean de un tribunal especial, un tribunal constitucional (el modelo llamado concentrado o europeo).

«La forma jurídica de la democracia»

Durante bastante tiempo, un sector muy relevante de la doctrina (siguiendo las ideas de Kelsen), empeñado en sostener una concepción «ideológicamente neutral» de la constitución, la concebía sólo desde el punto de vista formal, negándose a admitir su sentido material. En coherencia con ello, el control jurisdiccional de la constitucionalidad debería trascurrir únicamente mediante la confrontación formal entre la constitución y la ley, de manera que la ley contraria a la constitución sería inconstitucional por no haber seguido el procedimiento de reforma previsto en la propia constitución. Podríamos decir que la democracia juridificada era sólo procedimental y no sustantiva o material.

Dicha concepción doctrinal está hoy mayoritariamente abandonada y se ha afirmado, cada vez con más fuerza, la significación, no sólo formal, sino también material, de la democracia constitucional, esto es, de la constitución. Más aún, así se ha verificado incluso en la propia «constitución europea» (como puede llamarse al Derecho primario de la Unión Europea), dado que el art. 2 del Tratado de la Unión establece, como «identidad constitucional» de la Unión y de los Estados miembros que la componen, el Estado de Derecho, los principios democráticos y los derechos fundamentales. No cabe ya sostener un concepto neutral de constitución. Toda constitución está al servicio de unos principios y valores sin los cuales no es posible la democracia y que, por ello, identifican a la constitución como forma jurídica específica. La constitución, en definitiva, es «la forma jurídica de la democracia», como dijo tan acertadamente Rubio Llorente, todo los demás, añadiría, «es simple despotismo de apariencia constitucional».

Sentado lo anterior, el riesgo de la «ideologización» (a la que podría conducir una concepción de la constitución como conjunto de valores) no desaparece, lo que sucede es que se traslada a otro lugar: el de la interpretación de la constitución. Y es ahí donde ha de ser examinado. Para ello, en primer lugar, debe distinguirse la interpretación de constitución de la interpretación de la ley, porque una y otra son normas cualitativamente distintas. No porque la primera, la constitución, contenga más enunciados de valor y de principios que la ley (que también, aunque en menor medida, los contiene), sino porque la constitución, a diferencia de la ley, ha de contener determinadas normas abiertas que, en garantía del pluralismo político, permitan desarrollos legislativos distintos. Pero, sobre todo, porque las indeterminaciones que contengan las leyes pueden ser resueltas interpretativamente apelando a la constitución, mientras que las indeterminaciones de ésta no pueden resolverse apelando, para su interpretación, a otra norma superior (que no existe) sino a la teoría general de la constitución democrática.

La compleja interpretación de la constitución

Esas dos características, la derivada del pluralismo político y la derivada de la introducción de la teoría general constitucional en la resolución de los casos difíciles que plantee una constitución concreta, hacen especialmente compleja y delicada la interpretación constitucional, cuya capacidad «recreadora» ha de estar sin embargo sometida a límites para evitar que, de interpretación necesariamente jurídica, pase a ser una interpretación rechazablemente política.  

Tal complejidad y delicadeza se debe a que las constituciones del presente no sólo determinan el funcionamiento del Estado, sino que proclaman valores y principios que han de regir en la totalidad de la acción política y social, más exactamente, en los diversos sectores del ordenamiento jurídico público y privado. Por eso se ha dicho en frase gráfica que hoy «por la constitución pasan todos los hilos del Derecho». Una norma así, tan omnicomprensiva y al mismo tiempo tan sintética (pues de lo contrario se convertiría en un cuerpo legal de dimensiones incalculables aparte de dejar sin espacio suficiente al desarrollo constitucional y de correr el riesgo cierto de la obsolescencia), requiere de una interpretación muy especialmente cualificada. Más aún cuando, como antes señaló, además de normas «cerradas», también deba haber en la constitución «normas abiertas» para garantizar el pluralismo político.

Si interpretar la ley ya supone una actividad intelectual muy alejada de la vieja idea de que el intérprete ha de limitarse a ser la boca que pronuncia las palabras de la ley, dado que hoy (y creo que siempre) en las leyes existen enunciados que requieres de un proceso hermenéutico que encierra una dosis de actividad recreadora (aunque siempre limitada por las exigencias de la seguridad jurídica), interpretar la constitución eleva esa actividad recreadora de manera exponencial. En ambos casos, interpretación de la constitución e interpretación de la ley, no debe perderse de vista que, si la interpretación de una norma es, en muchos supuestos, recreación de ella, lo que no cabe admitir (salvo en los sistemas de common law) es que, mediante la actividad interpretadora, el juez cree, ex nihilo, normas antes inexistentes. Mediante la interpretación de los enunciados normativos, las normas que cabe deducir de ellos se «descubren», pero no se «inventan».

Ello determina, muy especialmente en el caso de la interpretación constitucional, por lo que más atrás se ha dicho, que sólo intérpretes muy cualificados, capaces de poseer los suficientes conocimientos jurídicos teóricos y dogmáticos, puedan, en los casos difíciles, realizar una interpretación constitucional objetivada e imponerla, como supremos intérpretes (esa es la función de los tribunales constitucionales), a los demás poderes públicos y a los órganos judiciales. Es decir, una interpretación fundada en el Derecho y no en el arbitrio. Una interpretación razonada y razonable, capaz de ser contrastada en el seno de la comunidad jurídica.

Ello convierte a la interpretación constitucional en una tarea necesitada de rigor y de prudencia, pues ni le compete desvirtuar la norma que interpreta, ni cerrar aquello que el constituyente dejó abierto. Sólo una cuidadosa exégesis del texto constitucional, capaz de discernir entre reglas cerradas y abiertas, capaz de combinar, en la teoría y en la práctica, los principios y valores que la Constitución impone, sea cual sea la mayoría parlamentaria en cada momento, y las cláusulas facultativas, que no obligatorias, que la Constitución también contiene para garantizar la capacidad de acción de esa misma mayoría, puede llevar a cabo con éxito aquella tarea. Y hacerlo de manera que la interpretación constitucional resultante no pierda su ineludible condición de objetividad mediante una argumentación razonable capaz de ser compartida, o criticada, a partir de los argumentos que el Derecho, y no la política, proporcionan.

Límites y líneas rojas

En ese terreno es, pues, donde hay que tener claro cuáles son los límites de la interpretación constitucional y, por ello, los límites que la justicia constitucional no debe traspasar. La discusión hay que centrarla entonces en el «activismo judicial» y en el «exceso de jurisdicción» a que ese activismo tiende, que sí pueden poner en peligro el necesario equilibrio entre justicia constitucional e ideología. O si queremos, entre justicia constitucional imparcial y justicia constitucional politizada.

Dicho ello, debo aclarar que por activismo judicial no entiendo los casos, lamentables, de que en algunas ocasiones o lugares la justicia constitucional haya producido decisiones fundadas en razones políticas y no jurídicas. Eso no es activismo, sino incumplimiento grave de la obligación constitucional de juzgar conforme a Derecho y no por motivos ideológicos o morales. Que los tribunales que han de aplicar la constitución deban tener en cuenta las consecuencias políticas de sus decisiones es una cosa perfectamente lógica, y otra bien distinta y rechazable es que la decisión que adopten, incluso teniendo en cuenta ese factor, no se argumente con sólidas razones jurídicas. Por fortuna, en los países con justicia constitucional consolidada resoluciones así, tan contrarias a la función jurisdiccional, no suelen producirse. Por activismo judicial entiendo otra cosa: la laxitud interpretativa de los textos normativos y la suplantación por el órgano jurisdiccional de las funciones de otros poderes del Estado. Ese activismo sí es relativamente frecuente y debe erradicarse.

En cuanto a la laxitud interpretativa, me refiero a la que puede recaer tanto sobre la constitución como sobre las leyes, ya que a la justicia constitucional le corresponde tanto la suprema interpretación de la Constitución como la suprema interpretación constitucional de la ley. Sobre ambos textos normativos ha de producirse, pues una actividad interpretadora que debe tener límites, pues, de lo contrario, los órganos de la justicia constitucional no sólo podrían suplantar al constituyente, sino también al propio legislador, introduciéndose, de manera ilegítima, en el campo reservado a la voluntad política democrática de uno y otro poder. Esta es una cuestión capital y compleja cuyo análisis resulta ineludible.

Es cierto, y ya se señaló, que la interpretación de la Constitución, por el amplio grado de abstracción y generalidad de muchas de sus prescripciones y por el carácter abierto de algunas de ellas, lleva consigo una alta dosis de recreación e incluso de adaptación de la norma a nuevas circunstancias (es a lo que responde el término, bien conocido, de living Constitution), pero también es cierto que esa capacidad, además del límite general que deriva de la obligada fundamentación jurídica de su ejercicio, tiene otro límite concreto que deriva del significado unívoco que determinados términos normativos pueden tener. Cuando esos límites se desconocen, haciéndole decir a la Constitución lo contrario de lo que dice, no se está interpretando la Constitución, sino modificándola sin seguir su propio y obligado procedimiento de reforma. Los órganos de la justicia constitucional cooperan con el poder constituyente, por supuesto, pero no deben suplantarlo.

Y en lo que se refiere a la interpretación constitucional de la ley para adaptar su sentido a lo previsto en la Constitución, esa tarea de obligado cumplimiento no debe llevar al extremo de evitar la anulación o inaplicación de la ley mediante la operación de hacerle decir a la ley lo contrario de lo que dice. En un Estado constitucional de Derecho los órganos de la justicia constitucional deben ejercer jurisdicción, no legislación. Pueden anular leyes, pero no sustituirlas.

De ese activismo judicial, de ese criticable desvío de la justicia constitucional sí que contamos con indudables ejemplos de decisiones jurisdiccionales en diversos países, que no es preciso ahora identificar dado el carácter general de las que reflexiones que en esta trabajo se formulan. Sólo debo apuntar que de ese activismo judicial debe huirse no sólo mediante un estricto acatamiento de los límites de la interpretación constitucional, sino también mediante una seria reconsideración sobre los excesos de las sentencias llamadas interpretativas, reconsideración necesaria, si no se quiere poner en peligro la propia legitimidad de los órganos de la justicia constitucional. Analizar esto último excedería de la extensión limitada que el presente trabajo ha de tener.

Sólo me queda apuntar, como conclusión general acerca del problema que he venido tratado («Derecho Constitucional e ideología»), que un «constructivismo jurídico» sin límites objetivos en manos del supremo intérprete de la constitución, por la indebida «ideologización» que ello pudiera producir en el ejercicio de la función jurisdiccional, es hoy, especialmente en España, una amenaza real para el Estado de Derecho.


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Catedrático emérito de Derecho Constitucional. Magistrado emérito del Tribunal Constitucional. Académico de número de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.