Lo malo es que la prueba del nueve demuestra poco y la regla de tres no es una demostración. Sin embargo, parece que está de moda atribuirles unos mágicos poderes de convicción, aunque sea tomándolas por lo que no son. Esto durará, supongo, lo que duran las muletillas, es decir, no mucho, pero lo aprovecharé para hilvanar estos comentarios, tan poco relevantes como los que publiqué con el título De las proporciones y sus malos ejemplos en un número anterior de esta revista. No faltará en lo que sigue alguna referencia a él.
LA PRUEBA DEL NUEVE
La otra sandez que florece en la más reciente habla palmípeda es «la prueba del nueve». Apenas se aduce una razón, una demostración, una evidencia de que algo es verdadero, los neohablantes dicen que aquello es «la prueba del nueve». Parece muy probable que muchos sepan en qué consiste esa operación aritmética con que se verifica la exactitud de una división. Pero es aún más verosímil que, en esta época de ¡as calculadoras, tan rápidas y exactas, sean muchos más los desconocedores del gozo que nos producía a los escolares de antaño la aparición de dos cifras iguales a ambos lados del aspa.
Fernando Lázaro Carreter
Razón le sobra al ilustre maestro en su pulla, ingeniosa y aguda como todas; y aun diré que, en este caso, se deja ganar de cierta indulgencia y generosidad. Porque la prueba del nueve ni siquiera sirve para asegurar que una operación está bien hecha sino, a lo más, para saber si se ha hecho mal. Ya dije que demuestra poco.
Recordemos, aunque brevemente, cómo funciona. Hemos multiplicado, por ejemplo, 138 por 23 y nos ha dado 3.174; sustituimos cada factor por su resto al dividir por 9: 138 por 3 y 23 por 5; el producto de estos restos, 15, da resto 6 al dividir por 9, el cual tiene que coincidir con el resto de 3.174, que efectivamente también es 6. Si no coincide, la multiplicación está mal hecha, pero ha de recordarse que el hecho de coincidir no garantiza la bondad del resultado. En efecto, 4 2 da igualmente resto 6 y nadie dirá que 138 x 23 = 42, aunque salga bien la prueba del nueve. Lo que significa, acudiendo también a un latiguillo muy en uso, que el cumplimiento de la prueba del nueve es una condición necesaria pero no suficiente para que el resultado de la operación sea correcto.
El lector sabe, sin duda, que todo esto no es más que la aplicación de la teoría de las congruencias, que son compatibles con las operaciones racionales. Por eso ciaría igual tomar como divisor el 9 o cualquier otro número: existiría la prueba del 3, la del 7, la del 11 o la que quisiéramos, todas ellas afectadas de la misma deficiencia: se puede saber cuándo una cuenta está mal pero no asegurar, sin otro argumento, que esté bien. Si se elige el 9 es, entre otras razones, porque el resto de dividir por 9 cualquier número se obtiene muy fácilmente sin necesidad de dividir: es el mismo que el que daría la suma de sus cifras. Así, el 138 anterior tiene el mismo testo que 1+3+8=12, y éste el de 1+2=3; y lo mismo los demás. Es lo que aprendíamos de pequeños.
Y si esto es la prueba del nueve, ¿qué tendrá que ver con un comentario como éste?: «El incremento del consumo eléctrico en un 2,7%, durante los primeros meses del año, es una prueba del nueve que sirve para comprobar que a Rodrigo Rato le está saliendo bien la cuenta del proyecto económico del Gobierno». O con la frase que a las pobres clarisas de Lerma, que no se han acercado a nadie salvo para ofrecer exquisitas pastas y dulces, les dedica una periodista: «Siempre con un dejo de alegría en los ojos: vivir en un lugar donde te alegras de que el que está a tu lado exista. La prueba del nueve estaba hecha ya. ¡Qué más quieres!».
Por supuesto que sé que ésta no es más que una manera de hablar sin otro significado que el que Lázaro Carreter le atribuía: el de creer que es «un elegante modo de expresarse comme il faut‘. Yo llegué incluso a pensar que se vería desbancada por otra expresión que empezó a hacer fortuna: «la prueba del algodón». Pero no, parece que para sentirse moderno al hablar hay que seguir con el nueve. ¡Bueno, moderno! El invento de esta prueba – s i se me permite esta pedantería- data de los indios. Por su parte, Avicena incluye ya entre las operaciones aritméticas la regla de «expulsar los nueves», que no es sino la de pasar a los correspondientes restos.
Tal vez por eso, a un pueblo antiguo, como el vasco, le suena bien esa locución; al menos es frecuente en las declaraciones de algunos de sus personajes. Como el ministro de Interior que, al referirse a las desavenencias que empezaban a aparecer en el PNV, decía que la auténtica prueba del nueve vendría a la hora de negociar el concierto económico. O las palabras de Iturgaiz: «Para eso estamos los políticos. La prueba del nueve era el acuerdo sobre los presupuestos y lo hemos superado». Con tanta prueba del nueve, y dejándome llevar por la maldita curiosidad, me empeñé en indagar cómo se podría decir eso en vascuence: ¿estaría bien bederatziaren proba?
LA REGLA DE TRES
Cuando era pequeño y estaba estudiando el Bachillerato, el hermano Deogracias nos explicaba en clase que había dos suertes o modos de regla de tres: la directa y la inversa… «Veamos, veamos. La primera ya la dimos ayer; consideremos ahora un ejemplo de la segunda, que es la dificil si diez obreros erigen una tapia en noventa días, ¿cuánto tardarán cinco?… Escriba: 10 es a 5 como 90 es a x. Por tanto, x= 10 por 90, o sea, 900, partido por 5, o sea, 180. Eso significa que 5 obreros tardarán 180 días, ni uno más ni uno menos. ¡Era la respuesta correcta!». Animado por el éxito, le dije al profesor: «Hermano, ¿y si en vez de 10 obreros metemos 183.820?». El hermano Deogracias se puso furioso, me dio un capón en la cabeza y una patada en el culo y me echó de clase.
Camilo José Cela
Para la regla de tres sí he encontrado una traducción, aunque sea un neologismo: lain-arau. Y me parece muy bien, porque lain significa en vascuence «proporción’, y no otra cosa es la regla de tres, ya sea directa o inversa, como explican Cela y el hermano Deogracias. Por cierto que les ha salido un serio competidor en uno de esos lectores que suelen escribir a los periódicos. Dice así el muy atrevido: «De niño, en el colegio, sufrí mucho con las matemáticas, entre otras cosas con la regla de tres directa e inversa. Para mí no cabía duda: si un obrero abre una zanja en una hora, tres obreros tardarán tres horas… Ahora, Suzuki-Santana me ha dado la razón: si un japonés hace una pieza en una hora, tres españoles la harán en tres horas… Los japoneses se quieren ir porque no comprenden mis matemáticas».
Sí, aparte de su sarcasmo, parece que el buen lector había confundido siempre las dos reglas de tres y solo «se sabía» la directa. Por cierto, de ese modo plantea también Cela su proporción, aunque luego opere bien convirtiéndola en inversa. La directa, en su ejemplo, podría ser: diez obreros que levantan una tapia han llegado en un cierto tiempo hasta una altura de 150 centímetros; ¿a qué altura habrían llegado en el mismo tiempo cinco obreros? Aquí sí diríamos que 10 es a 5 como 150 es a x, es decir, la proporción 10/5=150/x, de la que se obtiene: x=5xl50/10= 75 centímetros. En el caso de Cela, habría que haber puesto 10/5=x/90 para que x= 10×90/5 =180. Yo recuerdo que, en mis tiempos escolares, para saber si una regla de tres era directa o inversa recitábamos la cantinela: «a más, más» o «a más, menos», respectivamente. A más obreros, más altura de la tapia: directa. A más obreros, menos días tardarán: inversa. Eso siempre que haya una proporcionalidad entre las correspondientes magnitudes, que hay que ir con mucho cuidado: un compañero mío prevenía a sus jóvenes alumnas contra el vicio de tomar las cosas fuera de su contexto: «Tenéis 12 años y un cierto tamaño de pie, y habéis observado hasta ahora que, a medida que pasaba el tiempo, os crecían los pies: a mayor edad, mayor tamaño. ¿Quiere eso decir que a los 60 años tendréis los pies cinco veces más grandes que hoy? ¡Seriáis unos monstruos!». Y venía a cuento porque existía la mala costumbre de decir que «dos cosas son directamente proporcionales cuando a más, más, y a menos, menos», frase en la que el dislate aritmético es incluso superior al gramatical.
¡La proporcionalidad! Esa sí que es la verdadera regla de tres, como diría cualquiera de nuestros actuales comunicadores. En la proporcionalidad entran la regla de tres, los porcentajes, las partes alícuotas, los repartimientos, todo lo que, al menos antes, se aprendía en primera enseñanza y hoy se maltrata en tantas informaciones. Algún ejemplo incluí en el artículo al que antes aludía dedicado precisamente a las proporciones, de modo que me excuso de seguir por ese camino en el que, además, creo que se me ha ido un poco el bolígrafo. Porque lo que yo quería presentar únicamente era esa manía de estar diciendo a cada paso: «y por esta regla de tres…». Por ejemplo: «El visitante, el Logroñés, ha goleado al Sevilla, y por la misma regla de tres…» ¡¿Regla de tres?! Bueno, a lo mejor pensamos que hablando así estamos muy à la page.
Pues tampoco, porque la regla de tres, la de verdad, ya era conocida por los chinos en los primeros tiempos de nuestra era; a través de la India pasó a los árabes y de éstos, a Europa, donde desde el Renacimiento se hizo muy popular para resolver problemas comerciales. Así que, de novedad, nada. A la vista de ello se me ocurre pensar si no podría llamarse también regla de tres la que atribuye al hombre paleolítico uno de esos chavales cuyas regocijantes respuestas nutren la conocida Antología del disparate. «Era primitivo, pero con tres esposas». De todos modos, no está más lejos de nuestro tema que la novela de Gala, La regla de tres, que lo toma por título.
Y UNA QUE ME LLEVO
¿Qué sería del NI, como del PASOC, sin IU? Pero al mismo tiempo hay que volver la oración por pasiva e intentar saber qué sería de IU sin esa fachada traicionera que, de todos modos, le cubre la osamenta comunista.
Lorenzo Contreras
He creído que, existiendo en la jerga actual tantos estribillos sin verdadero sentido, era abusar un poco de mi deformación profesional tener solo en consideración aquéllos que hacen referencia a nuestra aritmética elemental, y que un mínimo asomo de cortesía me obligaba a buscar en otros predios locuciones equivalentes a las anteriores. Enseguida me salta una a la vista la que se enreda con la voz pasiva. Y ésta es la que me llevo, apartándola de mis otras cuentas.
De pequeño me enseñaban que una oración de verbo transitivo podía ponerse en forma pasiva tomando como sujeto el complemento directo y pasando el verbo a su conjugación pasiva: el tiempo correspondiente del verbo auxiliar «ser» seguido del participio pasado del verbo correspondiente. Hablando en plata: la oración «Paquito ama a Elenita» quedaba en forma pasiva: «Elenita es amada por Paquito». La misma cosa pero dicha de distinta forma.
No se entiende, pues, muy bien qué se quiere decir con la frase que he puesto como entradilla u otras parecidas, como ésta: «Hay quienes entre los afines antes de reconocerle inteligencia la definen como profundamente lista. Vuelto por pasiva, son sus adversarios quienes le atribuyen una muy avispada ambición». Ni tampoco cosas como las siguientes, no tan graves, pero que siguen la misma moda y que pertenecen a conocidos personajes de la política: «No pienso ni por activa ni por pasiva desvelar el contenido de los papeles. Yo no revelaré ningún secreto porque la razón de Estado es predominante». O esta otra: «Ninguna de las medidas que hemos tomado tiene ningún signo privatizador y hemos dicho por activa y por pasiva que no tenemos ningún propósito en ese sentido».
Analizando aquellos otros ejemplos me dan barruntos de que, cuando se habla de poner la oración por pasiva, se está pensando en algo así como pasar a la proposición recíproca, como si «volver por pasiva» quisiera decir «viceversa»; la pasiva de «Paquito ama a Elenita» sería para ellos «Elenita ama a Paquito». También inciden en ello, de otra manera, expresiones más o menos parecidas, como una que ya denuncié en el artículo del que antes he hablado. Al citarla ahora, me es obligado reconocer humildemente el escaso éxito que tuvo. Por lo menos no lo leyó Fernando Sánchez Dragó, ya que ha vuelto a caer en el mismo error: «Y ello -sospecho- de tal suerte y hasta tal punto que bien podría cambiarse el célebre axioma clásico de la mens sana in corpore sano por su complementario (que no, en modo alguno, su contrario). Vale decir: corpore sano in mens sana«.
¡Pero de qué estás hablando, Fernando! Hace más de cincuenta años que no he vuelto a tocar en serio el latín que durante cuatro cursos intenté aprender en aquel viejo Bachillerato que los sabios de hoy tal vez desprecien. Sin embargo, fue suficiente para saber que lo que habría que decir es corpus sanum in mente sana, y no esas declinaciones que no encajan. No excluyo que su mismo autor lo haya sospechado porque días después de aquello, como tentándose la ropa, solo se atrevía a escribir esta sosa mezcla: «Sic transit la gloria de la literatura». Pues sí.
No obstante, y termino, parece tenerse hoy por más elegante hablar en voz pasiva, incluso cuando no se debe: con verbos intransitivos o poniendo como sujeto el complemento indirecto. Reconozco que este campo no es de mi territorio y que, como dije, entro en él por cortesía y con todos los riesgos de salir trasquilado. Pero es que, no puedo evitarlo, me zumban los oídos cada vez que oigo, pongamos por caso, «Fulanito es preguntado…». O, peor todavía, para decir que a un pobre señor le habían disparado unos tiros, se expresaba así, hace unos días, el locutor de tumo: «Mengánez ha sido disparado…», con lo que el pobre señor Mengánez pasaba, de ser la diana del pistolero, a convertirse en un auténtico hombre-bala. O sea, de ser hombre pasivo a ser activo. ¡A que vamos a acabar inventando por ese camino algo así como «volver la oración por activa»!