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El diálogo ético en nuestro mundo supone a menudo un reto de mayor calado del que se podría suponer a primera vista, y por eso resulta interesante identificar algunos de los problemas y dificultades más chocantes, más insidiosos y de mayor peso por la inoperancia intelectual a que mueven. Lógicamente, la identificación de estos problemas es sólo un primer paso para buscar las estrategias que permitan superar estas dificultades. Para encontrar mecanismos y programas de actuación en orden a la resolución de las dificultades que a continuación se van a tratar, es necesario, precisamente, identificarlas, arrojar luz sobre sus porqués, aplicar aquellavieja actitud filosófica de discernir o discriminar —el κρυνω de la filosofía griega—, para, desde esas distinciones, construir una salida a la aporía con que en tal debate nos encontramos desde un primer contacto.

La primera dificultad que he podido experimentar al encarar este diálogo con, por ejemplo, un alumno —y que, después de haber contrastado con otros colegas, me ha llevado a la conclusión de que es una experiencia hasta cierto punto generalizada— es la de que el alumno medio tiene enormes dificultades para aceptar planteamientos completos, sean de la índole que sean. Vale el ejemplo del alumno como muestra significativa de lo que ocurre en nuestra juventud y, en general, en nuestra sociedad. Cuando al alumno se le expone, por ejemplo, la alegoría de la caverna narrada por Platón en la República, habitualmente asimila lo anecdótico, pero es incapaz de asumir el contenido total, la enseñanza profunda que, como es lógico, se halla en la totalidad del relato. En este sentido, la actuación que se suele observar se podría analogar con el caballo negro del mito del carro alado relatado en el Fedro, por seguir dentro de la metafórica platónica. Mientras que el caballo blanco representa el apetito irascible, la tendencia a alcanzar bienes arduos pero, precisamente por ello, altamente valiosos, el caballo negro se ha interpretado habitualmente como el apetito concupiscible, tendente a la obtención de placeres o bienes inmediatos. Esta es la dimensión apetitiva de esta metáfora platónica. Pero —sin abandonar la interpretación moral— hay una posible lectura en clave intelectual: el caballo negro representaría, según esta clave, aquella dimensión del conocimiento que el mismo Platón denomina διακονία y caracteriza como el tercer segmento del conocido símil de la línea, en el libro VI de la República.

La διακονία conforma, junto con el νσuς o conocimiento dialéctico, la dimensión intelectiva o racional del conocimiento. Superadas la εικασια apariencia y la πιστις creencia, que suponen el nivel de conocimiento llamado δοξα es decir, opinión, la επιστεμη verdadero conocimiento atiende a las realidades reales, ειδος .Pero así como en el nivel de la opinión el segundo segmento supone una clarificación respecto del primero —ya que mediante la creencia se está ya en posesión del valioso conocimiento que es advertir la falta de conocimiento en que se está en el segmento anterior o pura apariencia-— de manera análoga el tercer segmento o διακονία supone un estado de engaño que sólo se supera al alcanzar el verdadero conocimiento o νοεσις. Es por ello que el tercer segmento supone un estado cognoscitivo de engaño: es el sueño de la razón, en el que se toma por toda la realidad lo que no son sino aspectos de la realidad —si bien no meras apariencias—. En este estado no se atiende a los primeros principios —actividad propia del último segmento del símil de la línea, el saber dialéctico, sino que la atención a dichos principios es sustituida por un conocimiento formal —Platón dirá que es no ir más allá del conocimiento de las matemáticas—.

La tentación de la inmediatez se hace patente, a día de hoy, y de una manera peculiarísima, en el avance de los medios de comunicación y de modo aún más evidente, en el alcance atribuido usualmente a Internet.

La relación de este símil con la alegoría de la caverna —recogida en el libro VII de La República— es evidente. Si los dos primeros segmentos —el ámbito de la opinión— corresponden a la situación de los esclavos en el interior de la misma, el conocimiento dianoético está representado por el esclavo en el umbral de la caverna, que toma los perfiles, reflejos, siluetas y sombras de los objetos reales por realidades en sí mismas. Esta situación de umbral es la más peligrosa para el intelecto: se trata de un engaño mucho más insidioso que el del esclavo en el fondo de la caverna, porque aquí se sabe que ya no se está en la mera apariencia, pero es difícil dar el salto que nos lleva, de la consideración de los aspectos más banales de la realidad, a la consideración de los primeros principios, visibles precisamente en esas realidades —no hay que olvidar que, para Platón, mirar directamente al sol, que es la fuente de la luz, es imposible, de modo que donde hay que ver la luz del sol es en las cosas por él iluminadas.

Así pues, y sin perder de vista que, como ha recordado Alejandro Llano en El enigma de la representación¹, tanto el símil de la línea como la alegoría de la caverna no hablan de contenidos de conciencia sino de estados mentales acerca de un mismo tipo de objeto —la realidad—, el caballo negro sería ese engaño o confusión de lo contingente con lo necesario,de las realidades concretas y particulares con los primeros principios. Este sueño de la razón—que, como en el capricho goyesco, engendra monstruos—, al igual que en la interpretación clásica del mito del carro alado, tiene que ver con el afán de dominio cognoscitivo, que no busca avanzar en el conocimiento hasta alcanzar las realidades principales sino que se contenta con un nivel cognoscitivo utilitario. Precisamente, una de las notas que con mayor claridad caracterizan la Modernidad es la presencia de este tipo de afán. Sus manifestaciones son muy diferentes: desde el afán de dominio de la naturaleza dentro del programa moderno de progreso, hasta la aspiración a una mathesis universalis, como pretendía Comte², en la que mediante una fórmula matemática se llegase a dominar la totalidad de la naturaleza, o lo que es lo mismo dentro de este planteamiento, de toda la realidad. Este sueño moderno de la mathesis universalis está presente ya en Descartes, Leibnitz y, de un modo peculiar, en Hegel y Marx. Los resultados de este programa se han hecho evidentes a lo largo del siglo XX, y suponen una de las principales quiebras sociales a restañar en este comienzo del tercer milenio: la hipertrofia científico-técnica sólo conduce a la autofagia, a la autodestrucción del ser humano, o como C. S. Lewis propone en el título mismo de una de sus obras, la abolición del hombre.

A su vez, este mismo afán es el que dirige a Descartes en su búsqueda de una posición racional indubitable o, lo que es lo mismo, su instauración del criterio de certeza como criterio racional último —desalojando así de la filosofía posterior el criterio de verdad presente en la filosofía clásica y medieval—. Mediante la duda metódica y su resultado indubitable, el cogito, Descartes conduce a la Modernidad hasta encerrar al conocimiento en el inmanentismo y centrar la atención filosófica en el problema del método.

Otra característica de este tipo de afán de dominio en el ámbito cognoscitivo, presente en mayor o menor medida en toda la filosofía moderna, es la de la inmediatez: en este sentido, nuevamente, la analogía con el caballo negro del platónico mito del carro alado resulta ilustrativo: el afán de conocer de modo inmediato es igual que el apetito concupiscible conducente a la obtención de placeres sensibles inmediatos —y no de esos otros mediatizados por un determinado esfuerzo, y que estarían representados por la imagen del caballo blanco—. Esta tentación de la inmediatez se hace patente, a día de hoy, y de una manera peculiarísima, en el avance de los medios de comunicación y de modo aún más evidente, en el alcance atribuido usualmente a Internet.

En la actualidad, saber datos acerca de la práctica totalidad de los temas no cuesta apenas ningún esfuerzo: en una fracción de segundo se pueden obtener cientos de direcciones de Internet donde está todo sobre el tema de que se trate. La confusión, y por tanto el peligro de engaño, de sueño de la razón —además de en el hecho de que es más cómodo lo inmediato que aquello que está mediado por esfuerzo— reside en que la ecuación «datos igual conocimiento» es errónea. Justamente lo que Internet aporta son datos, que sin duda son base del conocimiento, como afirma Aristóteles³, pero entre los que hay que discernir diversos valores —lo propio de la razón es precisamente discernir, discriminar, aplicar criterios—, para poder así articularlos, logrando conocimiento y no mera acumulación de información. Este ideal que se reedita en la actualidad con tanta fuerza está presente ya en una de las versiones más modernas de la Modernidad, la Enciclopedia; sin embargo, no es verdadero conocimiento. Paradójicamente, esta confusión rige en una sociedad a la que los políticos tildan constantemente de sociedad del conocimiento. Por el contrario, para disolver esta confusión se requiere un esfuerzo por recuperar ese conocimiento arduo, difícil de lograr, que no es inmediato sino que está mediado por factores diversos como el simple pero necesario paso del tiempo, la sabiduría de los maestros y su aceptación contrastada e inteligente, o el trabajo personal serio.

Esta idea estaría presente en los versos finales del primer Coro de la roca, de T. S. Eliot4, donde se glosa el avatar del avance de la Modernidad:

El infinito ciclo de las ideas y de los actos,
infinita invención, experimento infinito,
Trae conocimiento de la movilidad, pero no de la quietud;
Conocimiento del habla, pero no del silencio;
Conocimiento de las palabras e ignorancia de la Palabra.
Todo nuestro conocimiento nos acerca a nuestra ignorancia,
Toda nuestra ignorancia nos acerca a la muerte,
Pero la cercanía de la muerte no nos acerca a Dios.
¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?
¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?
¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?
Los ciclos celestiales en veinte siglos
Nos apartan de Dios y nos aproximan al polvo.

Retornando a la situación mental de gran parte de nuestra sociedad en el momento actual, la facilidad fáctica en la obtención de datos, la confusión —socialmente extendida— entre conocimiento y mero acopio de información, la tentación de la inmediatez, hacen que a menudo resulte enormemente difícil captar la totalidad de un planteamiento. En este sentido, ocurre exactamente al revés de lo que proponía Eugenio d’Ors: alzarse de la anécdota a la categoría. Por el contrario, lo que puede suceder es que en la anécdota se pierda uno sin siquiera vislumbrar la categoría, el verdadero valor presente en un planteamiento, sólo alcanzable desde el entendimiento de la totalidad del mismo.

A esta primera dificultad se suma una segunda, de mayor calado, puesto que se integra con la primera. Se trata de la escasa capacidad para aceptar planteamientos ajenos. Incluso cuando el planteamiento que se ofrece ante alguien sea exactamente el mismo que aquel que de hecho tiene por verdadero ese alguien en la práctica, desde el momento en que es un discurso ajeno, presentado teóricamente, produce un cierto grado de rechazo. En esta experiencia se pueden distinguir dos aspectos. De un lado, el desencuentro entre actitud práctica y discurso teórico. De otro, la incapacidad para acceder al contenido real de lo expuesto teóricamente por el otro.

El primer aspecto, este desencuentro entre lo que se vive y lo que se piensa, está asentado sobre la base de un cierto relativismo teórico, del que se tratará adelante. En el segundo aspecto, a su vez, intervienen diversos factores, como pueden ser el rechazo genérico de toda forma de discurso— lo que a su vez está profundamente conectado con la quiebra entre lo que se vive y la teoría—, la anteriormente tratada dificultad para aprehender totalidades discursivas o una cierta actitud defensiva frente a lo ajeno —que se hace más patente en temas que implican el cuestionamiento de la propia vida—. En toda esta problemática parece asomar la influencia de la filosofía posmoderna, especialmente el deconstruccionismo, y su sistemático ataque al discurso5. En cualquier caso, se puede contrastar en la práctica docente este rechazo, por parte de muchos alumnos, hacia lo que consideran un planteamiento ajeno —en el sentido etimológico de la palabra, del griego ξενος, lo extraño—, y por tanto carente de valor para ellos mismos.

Es frecuente, y no sólo a nivel docente en ética, sino a niveles mucho más genéricos, que se considere la filosofía como mera opinión, y la experimentación como verdad.

La consabida afirmación «eso será válido para usted pero no para mí», que no es sino otra versión más del relativismo en general, y de modo especial del relativismo ético, es una experiencia muy común entre el profesorado. Sin embargo, lo que interesa resaltar ahora no es su base relativista, sino el aspecto vital de aislamiento. La comunicación verdadera,entender lo que el otro me dice, hacerme cargo de sus razones, sin tener que compartirlo necesariamente, es una práctica a menudo poco frecuente en el alumno. A pesar de que otra de las caracterizaciones constantes de nuestra sociedad es la de sociedad de la comunicación, la realidad avanza por otros derroteros, lo que responde en buena medida a la sustitución de la verdadera comunicación por mera información. No es distinto esto, en el fondo, de la confusión entre datos y conocimiento anteriormente tratada. Esta actitud inmanente —y por tanto, una vez más, propia de la Modernidad— que inhabilita para la comunicación, atiende a un déficit en el conocimiento y valoración de la condición de persona. En este sentido, dentro de la revalorización del concepto de persona llevada a cabo en el siglo XX por parte de la filosofía personalista, resulta muy acertada la caracterización de la persona como apertura irrestricta desarrollada por Leonardo Polo en su antropología trascendental 6. A mi modo de ver, la propuesta de Polo, así como de otras investigaciones en la misma dirección, resulta muy conveniente en el momento actual.

Por su parte, el desencuentro entre actitud práctica y discurso teórico muestra varias facetas. En primer lugar, se puede apreciar una falta de autorreferencia en el interlocutor del diálogo ético. Cuando se estudia en clase de ética, por ejemplo, el tema de la libertad, es muy frecuente que el alumno tome lo que el profesor dice como discurso puramente teórico—según lo que ya se ha visto—pero también en el sentido de que es algo aislado de la vida. Por seguir con el ejemplo de la libertad, al discutir en clase el determinismo, puede ocurrir que el alumno rechace el planteamiento del profesor aún cuando en su vida se considere libre y no determinado —al margen del problema de la confusión terminológica entre condicionamiento y determinación que suele mostrar el alumno—. Sin embargo, aunque en la práctica considera erróneo el determinismo, desde el momento en que el profesor lo plantea teóricamente, el alumno lo rechaza. Como se puede apreciar en la praxis docente, el relativismo ético reviste numerosas formas.

El relativismo ético es, como todo relativismo, contradictorio. Así se observa en la docencia cuando, por ejemplo, un alumno está dispuesto a defender —siempre en la teoría, totalmente divorciada de la práctica, de la vida— que lo bueno o lo malo dependen de la cultura, de la educación o, simplemente, de la opción que uno elige. Pero a la hora de la verdad, el alumno cree profundamente que lo que él piensa es verdad. No está dispuesto a cambiar su postura y de hecho es incapaz de acoger lo que el otro piensa y valorarlo ponderadamente. Por poner un ejemplo extremo, sacado de la experiencia docente real, una alumna afirmó en cierta ocasión que su fe era verdadera para ella, pero no creía que fuera verdad para otros y por tanto no debía proclamarla en público —se ve aquí la problemática de la privacidad como único ámbito de las creencias—. Ante la pregunta de si pensaba que lo que ella creía era verdad o no, llegó a decir que ni siquiera podía afirmar ante otro que lo que creía fuera verdad para ella, porque probablemente no fuera verdad para el otro que fuera verdad para ella lo que ella creía. Hasta tal punto de complejidad paradójica puede llegar el relativismo ético.

Otro ejemplo, más claro aunque tal vez mucho menos sutil, lo protagonizó otra alumna universitaria que, debatiendo en clase sobre la libertad, llegó a afirmar que una violación es mala aquí, por nuestra cultura, pero no tiene por qué ser necesariamente mala en otra cultura. Para esa alumna —a la que, aunque no lo diga, evidentemente repugna una violación que se pueda dar en cualquier sitio del mundo—, cuando afirmamos que una violación es algo malo lo hacemos teóricamente desde nuestra visión, pero habría posibilidad de que estemos engañados —lo que recuerda mucho al problema cartesiano principiador de la Modernidad—. Y mientras que en la práctica, vive teniendo por verdadero que una violación es algo malo, en la teoría está dispuesta a defender la posible bondad de un acto tan deplorable —y tan deplorado por ella misma en la vida real—. Porque no se trata tan sólo de conceder un lugar a la duda, un cierto grado de incertidumbre ya que al ser limitados, lo humanos podemos errar, sino que se trata de algo mucho más insidioso, ya que todas las opciones están al mismo nivel y tienen el mismo valor —insisto: en la teoría, porque en la práctica esa misma alumna no concede para nada el mismo valor a las diversas opciones—. Paradójicamente además, este relativismo no es relativo, es un dogma, un axioma absoluto, lo que contradice profundamente lo que él mismo plantea.

Otra dificultad consiste en la identificación por parte del alumnado de la ética- o al menos del discurso ético- con una determinada ética concreta: la moral cristiana.

Otro problema constatable desde el inicio de un diálogo en torno a la ética es el de la profunda devaluación de la razón teórica. Esta devaluación está en conexión profunda con el relativismo en cualquiera de sus formas, y también en su forma ética, e implica que se tienda a considerar, teóricamente, que sólo la razón empírica produce verdad. Resulta paradójico que esta afirmación se haga teóricamente, cuando precisamente niega el valor al conocimiento teórico, pero esta es otra de las paradojas de la Modernidad. Sin embargo, esta paradoja responde, bien mirado, a la sustitución del criterio de verdad por el de certeza. Una vez más, todas estas dificultades comunican entre sí. Volviendo al tema, es frecuente, y no sólo en el plano del diálogo ético,sino en niveles mucho más genéricos, que se considere la filosofía como mera opinión, y la experimentación como verdad. Por así decir, se da en nuestros días una inversión de la caverna platónica.

El relativismo ético muestra otra de sus facetas en la imposibilidad de compromiso con la verdad en que deja a muchas personas, y no sólo por falta de creencia teórica en la existencia y cognoscibilidad de la verdad, o por la creencia —en el plano teórico—de que la verdad es inalcanzable—aunque de un modo implícito en la vida práctica se acepte la verdad—, sino que puede llegar incluso a imposibilitar un compromiso siquiera con la verdad empírica. Algunos alumnos llegan a sostener que no se puede afirmar la verdad —ni tener la esperanza de que pueda llegarse a alcanzar la verdad— de cualquier materia por ellos estudiada en su carrera, aunque sea algo tan tangible como la espectrografía de masas. Pero esa afirmación no deja de ser teórica, y en el momento de trabajar de modo práctico hasta esos alumnos creen que no da igual que el resultado sea 7 o 9. Una vez más, la esquizofrenia en que nuestro tiempo se halla sumido inmoviliza al ser humano, aunque por suerte no puede atenazarlo del todo, y esa alumna seguirá practicando su fe, aquella otra seguirá condenando toda violación y este otro tendrá muy en cuenta los resultados de sus experimentos.

Aún merece citarse otra dificultad de entre muchas más. Consiste en la identificación de la ética—o al menos del discurso ético— con una determinada ética concreta: la moral cristiana. Si bien la moral cristiana es la más alta realización ética, la identificación entre ética y moral cristiana deja de lado una de las realidades más radicales de la ética, la existencia de la ley natural, manifestación de una naturaleza común a todos los seres humanos, y que exige un determinado modo de obrar, a favor de esta misma naturaleza.

La moral cristiana, con ser la moral más humana, hunde sus raíces en la Revelación Divina, lo que no la hace irracional, sino muy al contrario. Sin embargo, si se identifica toda forma de moral con una ética basada en la Revelación, es fácil no advertir su carácter racional y natural, y considerarla como un sistema sólo aceptable por la fe, que es quien mueve a la aceptación de dicha Revelación. Además, quien no tiene fe e identifica ética con moral cristiana, puede considerar la ética como una realidad puramente religiosa, y por tanto de libre aceptación y no exigible a todo ser humano por ser propia de la naturaleza humana, relegando así la ética—como la religión—al ámbito exclusivamente privado. Otra consecuencia de esta identificación sería que, al tomar la ética por religión, resulta muy difícil comprender las profundas conexiones entre la fe y la ética, asunto este de enormes implicaciones.

Por otra parte, esta identificación entre ética en general y moral cristiana en particular puede conllevar un rechazo a toda forma de ética, derivado del rechazo a la moral cristiana. Este rechazo puede estar anclado en la resistencia a algún aspecto concreto de la moral cristiana. Son muchos los elementos que no están de moda o son difíciles de vivir. Si las exigencias de la moral cristiana siempre son arduas, pueden resultar lo más para mucha gente en nuestro tiempo, debido a las costumbres impuestas socialmente. Entre el alumnado se palpa, por poner un ejemplo, cierto grado de rechazo a la moral sexual mantenida por la Iglesia católica. Este rechazo dificulta al profesor explicar el contenido sobre la sexualidad de la moral natural, de la ley natural. En consecuencia, se produce un cortocircuito, ya que lo que se explica se rechaza por considerarse moral cristiana, y la moral cristiana se rechaza por no poder alcanzar el contenido natural de esa moral.

En cualquier caso, las distintas dimensiones que concurren en la problemática con que se ha de enfrentar quien entabla un diálogo acerca de la ética, pese a ser diversas y depender de diversos factores, están profundamente interrelacionadas. Si el giro moderno se hace presente, de un modo u otro, en esta imbricación, en el fondo el problema es tan antiguo como el ser humano, y depende, en muy buena medida, del mismo problema ético: el ser humano es el único ser del universo que es consciente de que sus actos no son neutros. Ceñirse a la bondad o maldad real de los actos, o imponer un valor de bondad o maldad —como pretende Nietzsche con su transvaloración de los valores, por más que lo que en apariencia esté buscando sea abolir sin más todo valor— es, al final, decisión del ser humano. Desde ahí, toda problemática responderá siempre, en mayor o menor medida, a la intención del ser humano. Por todo ello, aunque podamos encontrarnos en presencia de grandes dificultades, a menudo aparentemente insalvables, toda dificultad se puede desvanecer si, mostrando la grandeza de la libertad humana, el alumno libremente quiere plantearse su existencia ética.

NOTAS
1 A. Llano, El enigma de la representación, Síntesis, Madrid, 1999, capítulo 3.
2 Auguste Comte afirma que «la característica fundamental de la filosofía positivista es considerar que todos los fenómenos están sometidos a invariables leyes naturales». A. Comte, Coursde philosophie positive, 2.ª edición, París, 1864.
3 Aristóteles, De anima, Libro III, 4; 429b 31430a 1.4
4 T. S. Eliot, «Los coros de la Roca», The complete poems and plays, Faber and Faber, Londres,1987.
5 A. Quevedo, De Foucault a Derrida, Eunsa, Pamplona, 2001.
6 L. Polo, Antropología trascendental I, Eunsa, Pamplona, 2003, Antropología trascendental II, Eunsa, Pamplona, 2003.