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Cuando en 1959, Billy Wilder estrena Some like it hot, aquí Con faldas y a lo loco, el cine había llegado ya al linde de su Edad de Oro. Desde los años sesenta hasta la actualidad, únicamente el ritmo de la apabullante maquinaria tecnológica por un lado, y el grano a grano de espigadas genialidades particulares por otro, suman la «añadidura» a lo que cabe reconocer como arte y como lenguaje del medio expresivo por excelencia de esta centuria.

EL HERMANO POBRE DEL CINE

Pero, asomándome a la tontuna de lo conje turable, creo que si a los hermanos Lumiére no se les hubiese ocurrido ensayar la animación de daguerrotipos, sería el cómic el arte verdaderamente original del siglo. Como es lógico, ese hermano mayor lo eclipsa con fuerza; pero no es discutible que una copiosa tradición de alianzas entre texto e imagen, ya desde los egipcios (la pintura mural de la tumba del escriba Menna hacia el 1300 a. C.), ha descortezado en los últimos cien años esta nueva variante, reconocible y admirada por muchos, tanto como desconocida y despreciada por otros. La superficialidad y simpleza de buen número de productos (con el añadido del sambenito de «lectura para niños», tan incorrecto como generalizado) han sumergido al cómic en un cierto humilladero, similar al que tocaba en suerte al cine hace años en algunos sectores. Precisamente, ha sufrido alguna vez el título de «cine para pobres»; si bien, con la debida maniobra, esta imagen puede revelarnos, por comparación, la grandeza de su arte. Hay que partir del hecho de que el cómic se aproxima a la literatura en mayor medida que el cine, debido a su superior gradación en el nivel subjetivo, máximo en aquélla; de hecho, el lector necesita rellenar los espacios entre viñetas, sus continuas elipses, mientras que en la sala de proyección deja engañar su retina gracias al paso veloz del celuloide, friso continuo de instantáneas, de manera que la película se mueve por él. En el cómic, forzosamente se han de leer casi simultáneamente los dos niveles expresivos (verbal e icónico), de izquierda a derecha y de arriba abajo, siguiendo la tradicional cuadrícula de dirección occidental; así que, de algún modo, ha de viajar sobre las páginas. Un cómic de calidad mediana consigue, por tanto, engañarlo con mayor mérito. Acaba por conseguir que acepte que esos personajes por los que se ha interesado se han movido, han hablado, han guardado silencio; que ha caído la noche y ha empezado a llover, que se han marcado sombras violentas en una gabardina por la brusca iluminación de un anuncio… No creo que a nadie le parezca escaso el efecto de esta sugestión icónica; no en vano, el lector ha realizado su propio cine sobre el raíl de un ritmo invisible.

Will Eisner, uno de los clásicos maestros norteamericanos, argumentaba que un buen profesional de la historieta debía medirse en las siguientes disciplinas: psicología (interacción humana, lenguaje corporal, usos y costumbres…), física (luz, movimiento, fuerza; propiedades de ciertos aparatos, fenómenos físicos y sus cualidades…), diseño (arte escénico, uso del espacio y de las formas…), lenguaje (vocabulario, capacidad de urdir tramas; conocimiento de mitos e imágenes; la historia y la literatura, en suma) y, por supuesto, facultad de dibujar (conocimiento de la anatomía humana, perspectiva, color y caricatura). Probablemente, este autor-dibujante ideal de cómics sólo se da en contadas ocasiones. Una de ellas es el propio Eisner, homologable al Orson Welles de Ciudadano Kane para los aficionados.

Con todo, en este catálogo (que puede encontrarse en EI cómic y el arte secuencial, Barcelona, Norma, 1996), el autor prescinde de los préstamos del cine y la fotografía y, desde luego, conviene recordar el trasvase de su planificación (desde el plano-detalle al general panorámico) y la traducción de sus angulaciones, que tanto ayudan a hacer de la realidad ficción en el cómic. N o deja de ser cierto, sin embargo, que algunos experimentos de este arte en dichos complementos han antecedido, e incluso incidido en soluciones posteriores del cine, gracias a su economía de recursos (en lo básico, un lápiz y un papel), unida a sus posibilidades de libertad creadora. N o hay que olvidar, en este sentido, que toda película parte no sólo de un guión previo sino de una suerte de bosquejo con todas las trazas de un cómic (storyboard), y en mayor ahondamiento de las relaciones de fraternidad de estos medios, tampoco es extraño que un autor de tebeos acabe sentándose en una silla de director cinematográfico, como en el caso de Alex de la Iglesia.

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No es aquí lugar para describirles una retórica aproximada del cómic. En ese empeño se han batido estudiosos de la imagen desde los años sesenta, encabezados por el Umberto Eco de Apocalittici e integrad (Milán, 1965), ya que el análisis de un medio de masas tan popular y accesible atrajo las tempranas varillas semióticas. En nuestro suelo, actuales catedráticos como Antonio Lara (El apasionante mundo del tebeo, Madrid, Edicusa, 1968), Román Gubern (El lenguaje de los cómics, Barcelona, Península, 1972) o Juan Antonio Ramírez (El cómic femenino en España, Madrid, Edicusa, 1975) asumieron, tras la estela de Eco, la función de primeros hermeneutas. No olvidemos tampoco al pionero Luis Gasea (Tebeo y cultura de masas, Madrid, Prensa Española, 1966) o el mismísimo Terenci Moix (Los «cómics», arte para el consumo y formas «pop», Barcelona, Llibres de Sinera, 1968), si no relevantes en cuanto a la teoría, sí puntuales introductores de la historiografía del tebeo en España y, desde luego, sin nublar tampoco la senda de manuales anteriores, ajenos a pretensiones teóricas, como el del genial Emilio Freixas (La ilustración de historietas y cuentos, Barcelona, Meseguer, 1945). En la actualidad, aquellos libros y ensayos se arraciman en colecciones particulares y bibliotecas, con alguna que otra lógica marca del tiempo. De cualquier modo, muchos de sus autores siguen en activo y siempre es recomendable acudir a sus nuevas publicaciones.

El lector interesado puede, no obstante, localizar algunos libros recientes y de esclarecedora lectura en las tiendas especializadas, con la particularidad de haber sido escritos por profesionales del medio. El metatebeo Cómo se hace un cómic. El arte invisible, de Scott McCloud (Barcelona, Ediciones B, 1995) es una pequeña joya universalmente admitida; así como El cómic y el arte secuencial del citado Will Eisner. En cuanto a nuestra cantera, todavía se puede conseguir La técnica del cómic de Josep Maria Beà (Barcelona, Intermagen, 1985). Planificaciones, ángulos, iluminación, gesticulación, lenguaje verbal, icónico o mixto (onomatopeyas), etc., se describen allí con ejemplos de los propios dibujantes.

Bástenos a nosotros ponernos en el lugar del autor para siquiera adivinar la complejidad compositiva de la historieta más rala. Ante el severo blanco de la hoja debemos planificar una plancha (¿cuántas secuencias?, ¿cuántas viñetas?); a continuación, no es menos canina la composición de cada viñeta (¿por qué elegir un determinado ángulo y plano y no otros?, ¿es un escenario exterior o interior?, ¿qué documentación hace falta?). A todo esto se añade que nuestro estilo sea preciosista o, por el contrario, nos obsesione la economía y la sencillez (tan ardua una actitud como la contraria). No es extraño, pues, que una página lleve varias horas, incluso un día de labor para un historietista concienzudo. Excepcionalmente hay genios, como Manuel Vázquez, que con cuatro palotes alcanzan una inigualable gracia lineal y expresiva, y hay otros que con cuatro palotes se creen que son genios.

MAESTROS ARTESANOS

Como en todo arte, es el trato directo y personal con la obra lo que nos hace descubrir sus recurrencias y sus pasos adelante. Estos, ya sabemos, son obra de los «maestros», que no menudean en este género ya centenario. A la hora de citar un selecto grupo, permítanme tentarlos con algunos de sus logros más reconocidos.

Cartógrafos del sueño y otras experiencias oníricas ha tenido el cómic desde los inicios hasta la actualidad. En lugar prioritario hay que citar a Winsor McCay y las aventuras de Little Nemo in Slumberland (1905-1914 y 1924-1927), el muchachito abducido y finalmente dueño, como el homónimo personaje de Verne, de las profundidades de su subconsciente. Con exquisitos homenajes al Art Nouveau, las historietas de Nemo corresponden al primer cómic artístico y su estilizada caligrafía no desentona con un proyecto casi musical cada historieta suele arrancar con el niño a punto de caer en el sueño, y finaliza con su vuelta a la realidad. Puede considerarse a George Herriman, en cambio, como el primer niño terrible del género. Su serie Krazy Kat (1910-1944), que ha sido relacionada con expresiones de vanguardia como el surrealismo, sitúa un escenario y una dinámica tan absurdos como cerrados: en un paisaje de composición minimalista, una gata se siente enamorada de un ratón, cuyo único propósito es atizarla con un ladrillo. Mientras tanto, un perro policía, que por supuesto anda enamoriscado del felino, intenta librarlo de la violencia ratonil, que a la vez la gata toma como síntoma de pasión incontenida. Esta misma idea sirvió de fuente a múltiples variantes y a arabescos verbales y gráficos durante décadas, longevidad deudora, al parecer, más del gusto de William Randolph Hearst por la obra que de la aceptación de los lectores de su periódico, el New York Journal, en donde se publicaba. Ya Eco, en su Apocalípticos e integrados, destacó las virtudes poéticas de la forma y el afilado desaliento que envenenaba una serie aparente de «funny animals», en donde nada era como debía ser (turbio espejo de no pocos de los potenciales lectores); tanto esta oscura visión como su estilo simple y casi chinesco influyeron en autores más conocidos como Schulz. Sus Peanuts (1950-) son niños que se comportan de un modo tan neurótico como pueden hacerlo los adultos, de manera que a nosotros nos es fácil leer en ellos lo que aún nos queda de vulnerable. En el último cómic, la canadiense Julie Doucet ha actualizado el irónico uso de la autobiografía iniciado por el contracultural Robert Crumb en los sesenta, y registra y traduce a una caricatura nada condescendiente, entre naïf y expresionista, sus pesadillas (hasta con la fecha en que tuvieron lugar) y sus tensiones entre la realidad y el deseo, ejemplos de la crisis reciente que sufren los urbanitas femeninos y masculinos, y que series televisivas como Ally McBeal o la narrativa de Helen Fielding sirven hoy en bandeja.

En los campos de batalla de las historias de aventuras es donde los dibujantes se han esmerado más en darnos gato veloz por liebre estática. El tótem de estos artesanos se llama Milton Caniff; escrupuloso documentalista y habilísimo maestro del pincel y los claroscuros, fue capaz de introducir su serie Terry and the Pirates (1934-1946) en el argumento de la II Guerra Mundial, que se producía paralelamente y en ocasiones incluso avanzando en los acontecimientos. Si esta singularidad excita en el lector de este artículo ecos borgianos, no los retire y sírvanme para la mención del dibujante uruguayo Alberto Breccia, de la escuela del guionista argentino Héctor Germán Oesterheld, dos de los responsables de la introducción del héroe desencantado y contemporáneo en los umbrales de la historieta. El cómic doloroso y expresionista de Breccia se siente tan deudor del autor de El Aleph que, en una de sus últimas obras, Perramus (1987-1993), con guión de Juan Sasturain, se le introduce como personaje mentor y, en justicia al menos poética y lateral, se le galardona con el Premio Nobel.

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La cristalización mítica de esta forma de héroe decepcionado, pero fiel a un sistema de valores personal marcado a fuego (sobrevuela, ¿por qué no suponerlo?, la sombra chandleriana), se presenta en la figura de un «vagabundo de los mares» llamado Corto Maltés, creado por el italiano Hugo Pratt, alumno aventajado del citado Oesterheld, y él mismo probable personaje de las fábulas de sus leídos Conrad, Stevenson o Melville. Las aventuras de Corto suelen ser voluminosas y cuentan con un guión rico y trabajado. Sin embargo, su caligrafía —por retomar la manida metáfora— es rápida y amena; cuatro rayas impresionistas sugieren una hermosa bahía; un hombre cae al agua desde un alto risco y, ¿cuál sería la justa instantánea del contacto si una cámara submarina fuera capaz de captarlo ? Pratt lo imagina y lo plasma como si ese personaje, en ese instante, se descompusiese en imprecisas e hipnóticas sombras, que al momento volvieran a dibujar una fisionomía reconocible guiadas por la inercia y el reflujo. En la serie Corto Maltes (1967-1993), los sucesos y los personajes se adjetivan inesperados e imprevisibles; lo cual afecta también a la estructura y al ritmo, pues a rápidas acciones suceden suspensiones en el tiempo con pasmosa sencillez, así como los diálogos saben entretejerse con silencios. En esto Pratt es difícil de imitar. Cómo Corto sabe tomarse el espacio de una viñeta para permitirse una blanca reflexión sin que parezca un hiato ni sepamos realmente qué piensa, es aún un secreto. Por último, tal como es de esperar en un correcto cómic «de autor», ha lugar también para la parodia y el metatexto; por ejemplo, en esa obra maestra que es La balada del mar salado (1969), tras observarse Corto deambular de una parte a otra de una isla por exigencias de su guión de aventuras, eleva esta llamada de atención: «¡Maldición! ¿Es que voy a pasarme la vida corriendo de un lado a otro?».

En cualquier caso, si hay un icono del cómic europeo vinculado a la aventura, ése es el mítico Tintín del belga George Remi (Hergé). Sus seguidores, que son legión, le profesan abnegada mitomanía; y hay que decir que, con los debidos controles de tensión arterial, no les falta razón. Existen, no obstante, adversarios que naturalmente no han leído sus historias y que las consideran una retrógada expresión de la aventura en estado puro, como si eso de suyo no fuera suficiente reconocimiento. Ahora que los panfletos están comenzando a perder adeptos, la serie de Tintín (1929-1986) no sólo sorprende por su inteligente paleta distractiva (según Scott McCloud, el hecho de que el personaje del reportero goce de un diseño tan sencillo que parece átono, en contraste con una documentación exhaustiva y unos fondos hiperrealistas —y yo añadiría el resto de personajes muy caracterizados—, parece ir encaminado a que inconscientemente llenemos con nuestra subjetividad el hueco Tintín y nos sumerjamos como principales protagonistas en los azares y avatares); tampoco repelen sus tramas a la inteligencia del lector, ya que Tintín, y obviamente su padre Hergé, pueden interpretarse hoy día como signo y símbolo de la evolución del occidental, del hombre europeo en este alambicado siglo XX. Desde la concepción mediatizada y provinciana del primerizo Tintín, reportero del Petit Vingtiéme, en el país de los soviets a la revelación de Oriente y la consiguiente expansión mental en El loto azul del acceso a la madurez; y desde las huellas depresivas de Tintín en el Tíbet al absurdo crítico y no en vano humorista de Las joyas de la Castatrofe; todo presidido por una constante que sobrevive incluso a las modificaciones estilísticas, la del compromiso de mantener un incuestionable ánimo generoso, esa entrega que dibuja en nuestra cultura a Teseo, a los caballeros medievales o, incluso, a las primeras promociones de boy-scouts, a las que, por cierto, perteneció monsieur Remi.

Detrás de un buen dibujante no sólo cabe encontrar un escritor o un realizador en potencia, sino sobre todo un buen lector. En nuestra piel de toro, detrás de Carlos Giménez, el más representativo de los creadores del cómic «de autor» hispano, no sólo alientan las auras de Bécquer, Poe o London, por citar algunos ejemplos, sino buena parte de la literatura social española del medio siglo, en particular Francisco Candel. Su Paracuellos (1976), trémulo y expresionista, sigue siendo reconocido por aficionados de aquí y allá como la más descarnada expresión de la desolación infantil en la historieta. No por casualidad es recreación, sin paliativos, de las crudas experiencias de los niños recogidos en los auxilios sociales de la inmediata postguerra; y no por casualidad, Giménez lo recuerda vivamente, al haber estado en uno de ellos.

Otro de nuestros grandes, Daniel Torres, arquitecto de formación, bebe de los mitos de Las mil y una noches, los grecolatinos y el Génesis para interpretar en El octavo día (1989-1996) nuestras diversas y en cierto modo ininteligibles existencias como divertimentos que el diablo urde para suavizar el tedio de un Dios que habita un Olimpo caótico, cuyas formas recuerdan las ruinas amontonadas y turbadoras de Piranesi en Le antichità romane (1756).

A su vez, otro colega de profesión y vocación, Miguelanxo Prado, registra que nuestras relaciones humanas cada vez son más tangenciales, y aun así tan dolorosas como si fuesen intersectas (en Trazo de tiza, 1993, o Tangencias, 1995), alzadas sobre el indescifrable mapa del azar y la necesidad, con lo que, guiño referencial aparte, hay en ello más líneas de Borges, citado en el primer álbum, que de Monod. Mientras, Francesc Capdevila (Max), mitómano en el mejor y más ajustado de los sentidos, reconoce en Órficas (1994), su híbrido de literatura, ilustración y cómic, que seguimos mirando y experimentando ese infierno que aparenta estar caducado, pero que regresa con insolente complitud en ciertos puentes de madurez. Quizá por ello últimamente se ha esforzado en perseguir la difícil silueta blanca, el sabio y liviano vacío de las centenarias ilustraciones taoístas en El prolongado sueño del señor T (1997). De nuevo, el sueño. Despertemos ya de él. Confío en que esta limitada y prieta muestra no les haya parecido «de tebeo».

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Algunos de estos ejemplos pueden localizarse hoy día en ediciones recientes o reediciones, pero en otros su vacío hace poner mala cara a los aficionados, conscientes de lo que nos perdemos; máxime cuando mientras esperamos que autores como los británicos Alan Moore o Neil Gaiman se decidan a regalarnos con otro de sus guiones sinfónicos, nos tememos, ante la evidencia de las quiebras intermitentes de editoriales, revistas y colecciones, que la imagen del autor culto y artesanal doblado sobre su mesa de trabajo, con el estricto arsenal de sus lápices, reglas, plumillas y pinceles (las posibilidades del ordenador son de momento pobres), sea una instantánea en peligro de extinción. Demasiado horario, demasiada dedicación, y una retribución y un público cada vez más separados o escasos.

LOS PROBLEMAS DEL CÓMIC

Dejando de lado las manifestaciones que, lo mismo en literatura, cine o música, tienen con auténtica expresión personal (siempre que no sean los dos o tres amainados dibujantes gráficos de la prensa o fenómenos por encima del bien y del mal como Ibáñez o Uderzo), lo cierto y real es que un buen dibujante no puede vivir actualmente de su obra, lo mismo que un buen poeta, lo que tal vez sea positivo, si no en el terreno pecuniario, sí en el artístico. Arquitectos como los mencionados arriba dedican a lo sumo sus ratos libres a ser libres y dibujar estilizados e inteligentes tebeos. Ello parece indicar que tal vez lo fundamental de esta historia ha concluido y, de hecho, ese tipo de cómic tiende a pasar desapercibido entre las nuevas e «interactivas» generaciones, de modo que lo libran de su total extinción el ocasional y estético capricho del sibarita de cine de autor y de los libros sin publicidad y, desde luego, la pasión de los forofos. Sus más que ver con factores de oportunidad que límites corren, por tanto, peligro de acotarse, y tal vez esto facilite el que en algunas instancias académicas vuelva a interesar como objeto de estudio. Pero hasta ésta se me antoja una observación optimista, pues cabe contar con los dedos de una mano, y aun sobrarían, el número de intelectuales que, sin conexión con el mundo de la imagen, no sólo reconocen que les gustan los cómics sino que los han seguido con profundidad y han roto alguna lanza por ellos. Me fijo especialmente en ese penúltimo humanista que es Luis Alberto de Cuenca, quien, desde su responsabilidad profesional y académica, ha apoyado en 1997 la consideración «seria» del cómic con una exposición en la Biblioteca Nacional, y ha interesado a la Universidad Complutense para que valore dentro de sus Cursos de Verano en El Escorial, en el mismo año y con el mismo motivo, la celebración del nacimiento «oficioso» del género en 1896. Pero, por desgracia, no es lo habitual. Cierto es que el arte es largo y que si hoy reconocemos la calidad de humildes carteles de finales del siglo pasado firmados por Toulouse-Lautrec, ¿por qué no va a ser admirable para el espectador refinado del siglo XXI la visión de un cómic a la aguada de José Bielsa? Es posible que ese espectador no considere la historieta como un intruso en ajenos territorios, y la estime en su intrigante y mixta naturaleza, aunque sobre todo como documento poroso de estos cien años, igualmente polémicas y misceláneas. A fin de cuentas, lo esencial seguirá sin correr peligro; en algún lugar del planeta, siempre habrá algún ignorante de las más elementales leyes de la deconstrucción que recuerde o acuerde una historia con principio, nudo o desenlace, fiado en el vehículo de su oralidad; al igual que entre dos árboles, un grupo de amigos, al margen de saber dónde están, de dónde vienen y adonde se dirigen, improvisarán un teatro. Hay que reconocer que ni el cine ni el cómic pueden competir con esto.

Alfredo Arias, ensayista, editor y prologuista (Madrid,1963).