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Manuel Chust. Profesor de Historia de América Latina en la Universidad Jaume I de Castellón (España). Es autor de numerosos estudios sobre las independencias americanas.

Mariano Schlez. Profesor de Historia de América (Colonial) en la Universidad Nacional del Sur e Investigador Adjunto del CONICET (Argentina).


Avance

Una suma de casos nacionales, un conjunto de temas o «especialidades» historiográficas tratadas por los diversos especialistas… El estudio de las independencias americanas siguiendo el modo de compartimentos estanco ha dado como resultado, con frecuencia, una especie de historia «Frankenstein» y ha impedido una «mirada de conjunto que explique el vínculo orgánico y la dinámica del conjunto social». Los autores de este artículo analizan este fenómeno, lo denuncian y expresan su ambición: «elaborar una teoría y construir un método científico que nos permitan recabar la enorme masa de conocimientos sobre la historia americana, sistematizarla y, sobre todo, integrarla, para construir esta historia total. En tanto el todo predomina sobre las partes, no se trata de escribir una «Nueva Historia de América», sino de establecer el papel de América en la Historia universal». Así, sostienen Chust y Schlez que «los fundamentos políticos, económicos, sociales y culturales de las revoluciones de independencia se encuentran enraizados en la transición al capitalismo a escala global, materializada en la crisis del sistema colonial. Desde esta perspectiva, los requerimientos de la acumulación de capital (mundial por su contenido, nacional por su forma) determinaron la creación de nuevos organismos (los Estados-Nación) que nacieron y se reprodujeron de acuerdo a esta necesidad. El derrotero (exitoso o no) de estos nuevos países no se encuentra en sus mayores o menores virtudes para «incorporarse» al mercado mundial y «alcanzar» el capitalismo».

Se refuta así la historiografía clásica que achaca el lento crecimiento de las economías sudamericanas de la primera mitad del siglo XIX a la revolución, la guerra y la independencia. Pero, desde nuestra perspectiva, —exponen los autores— «los fundamentos de aquellas supuestas «décadas perdidas», los motivos de la «larga espera», no se encuentran en los errores, deficiencias o características de las sociedades latinoamericanas, sino en la forma específica y necesaria en que las contradicciones de la estructura social se realizan en un momento de crisis (la revolución y la guerra), y en la función que el mercado mundial les asignó al «llamarlas a la existencia»: no fue la genialidad de Canning la que permitió el surgimiento de los Estados independientes, sino los requerimientos del desarrollo capitalista».


Artículo

La caída del «socialismo real» habilitó, desde la última década del siglo XX, que un coro de barítonos próximos, o meritorios, al poder neoliberal alardeara en torno al «fin de la Historia». En aquella coyuntura de triunfo de lecturas fukuyamistas, frente al (supuesto) fracaso de los «grandes relatos», y frente a lo que hasta el momento había supuesto la interpretación dialéctica de, al menos, una parte de la interpretación de la Historia en función de la tetralogía crecimiento/crisis/revolución/transformación, buena parte de la historiografía no sólo «estalló» en mil pedazos, sino que navegó en una orfandad teórica y metodológica. Sabemos que lo que aconteció fue testigo del ascenso de una ecléctica tiranía de teorías y conceptos idealistas que buscó enterrar de manera definitiva al (también supuestamente) fallecido fantasma del comunismo, que los dos «barbudos» hacía, justamente ciento cincuenta años, habían anunciado, torciendo el gesto de los promotores del capitalismo. Hasta hoy.

Las derivaciones históricas al presente no tardaron. Un viejo problema, en realidad una vieja interrogación, la del llamado «subdesarrollo» o «atraso» latinoamericano y sus raíces, dio un giro de 180 grados en su explicación. Con el objetivo de dictar sentencia contra los derrotados, se culpó directamente a la revolución, y por extensión «a las revoluciones», por este persistente «fracaso». En este contexto, acontecieron, además del bicentenario de «la» Revolución Francesa, los bicentenarios de las revoluciones de las independencias americanas. Las latinoamericanas, claro. La «otra», se calificó de independencia sin revolución, entrañando en esta interpretación la notable diferencia de calificación entre ambos sistemas de colonización, el ibérico y el anglo, y en función de ellos, su diferente desenlace. Inevitablemente, aunque el objeto de análisis refería a las Independencias del período 1810-1824, se trataba de un «tiro por elevación» al proceso revolucionario abierto por la revolución cubana de 1959. Como también esta abrió, en su momento, para todo el mundo en plena Guerra Fría, un antes y un después.

Así, en otra fase del capitalismo, a partir de la última década de los noventa, buena parte de los análisis partieron de un dato «flojo de papeles»: la (supuesta) evolución divergente del «producto bruto interno» de Estados Unidos y Latinoamérica desde principios del siglo XIX. No fueron más sólidas las tesis presentadas para explicar esta creciente brecha, fundadas en la misma teoría que impulsaba el Consenso de Washington, las que descargaban en los revolucionarios —sin necesidad de datarlos históricamente— la responsabilidad del atraso: usar capital y recursos financieros para sufragar la guerra (en lugar de invertirlo en empresas productivas), promoviendo la destrucción y expropiación de riquezas y la «fuga de capitales». Esta lectura amplia trasladó la responsabilidad del «atraso» a los nuevos gobiernos que habrían colaborado, de este modo, en el colapso de las producciones exitosas (como la minería de plata), impulsando otras con menores exigencias de acumulación (como la ganadería), en un marco de profunda crisis institucional. En síntesis, aquellos revolucionarios habrían estado, desde su perspectiva, más preocupados por triunfos militares que por garantizar derechos de propiedad, sistemas políticos representativos e impositivos que asegurasen la inversión. A todo ello se habría sumado una especie de «destino manifiesto» inverso, por la cual Latinoamérica recibió una dotación de factores (tierra, capital y trabajo) y una «lotería de bienes» caracterizada por la ausencia de factores multiplicadores y eslabonamientos hacia atrás y adelante.

Probablemente, no estaríamos cuestionando estas hipótesis si el triunfo del neoliberalismo occidental hubiera cumplido algunas de sus múltiples promesas de desarrollo económico, paz y progreso. Y tampoco lo haríamos si hoy, en el año del bicentenario del triunfo de los ejércitos insurgentes sudamericanos de 1824 tras Ayacucho, Latinoamérica no volviera a estar recorrida por discursos de odio fundados en maniqueas interpretaciones del pasado. Una vez más, el presente nos obliga a replantearnos la explicación del pasado.

La reconstrucción de una teoría del todo

La presente crisis general o policrisis (como la han llamado algunos intelectuales), que atraviesa hoy a todos los ámbitos de la sociedad capitalista, nos obliga a superar la (ya vieja) Historia en «migajas», poniendo en marcha la reconstrucción de una Historia total, global y de largo plazo, que nos permita comprender el proceso histórico de metabolismo social que profundiza los sufrimientos de las grandes mayorías.

Ello implica, en primer lugar, volver a hacer Historia. Es decir, rechazar grandes modelos económicos, sociológicos y politólogos, más cercanos a las ideologías de turno que a la realidad empírica más elemental. De este modo, relegar toda explicación que privilegie ideas apriorísticas o voluntaristas sobre la dinámica social, recolocando los elementos geográficos, económicos y sociales en el centro, más allá de nuestros propios deseos o prejuicios del presente. Es decir, una historia total que no escinda los diferentes aspectos de la realidad en compartimentos estancos, evitando desgajar la acción política de los sujetos sociales, su cultura y sistemas de pensamiento, de sus condiciones sociales de existencia.

Se trata de un planteo que va, de alguna manera, «contra corriente» de las dinámicas académicas, en tanto los permanentes resultados exigidos por agencias de acreditación, universidades y proyectos de investigación (consecuencia del asalto de un productivismo sistémico y de las varas de medir de las ciencias básicas y experimentales a las ciencias históricas), impulsan una progresiva fragmentación de la totalidad social y del campo historiográfico, promoviendo el desarrollo de múltiples especialidades (historia política, económica, social, cultural y muchas más etcéteras) que, la mayoría de las veces, evolucionan de forma paralela, a través de investigaciones cada vez más delimitadas, concretas y desconectadas.

Los problemas generados por dividir a la historiografía en compartimentos estancos se intentaron superar mediante la publicación de voluminosas «Nuevas Historias» generales (nacionales, las más de las veces, americanas las menos), que enumeraron los más diversos temas en capítulos sucesivos redactados por múltiples especialistas. Las historias de América pasaron, entonces, de ser redactadas como una suma de casos nacionales a una suma de «especialidades» historiográficas, generalmente concentradas en los procesos ocurridos al interior de su territorio.

Pero una historia total es mucho más que la suma de sus partes, y estos voluminosos «Frankensteins» de múltiples tomos excluyen una mirada de conjunto que explique el vínculo orgánico y la dinámica del conjunto social. Ello nos coloca frente al primer «problema» teórico y metodológico a superar: elaborar una teoría y construir un método científico que nos permitan recabar la enorme masa de conocimientos sobre la historia americana, sistematizarla y, sobre todo, integrarla, para construir esta historia total. En tanto el todo predomina sobre las partes, no se trata de escribir una «Nueva Historia de América», sino de establecer el papel de América en la Historia universal. Algo que, por el momento, no han hecho los sucesivos y numerosos nuevos intentos por renovar la historia universal, de la que siguen permaneciendo ausentes América, en general, y las revoluciones de independencia americanas, en particular.

La historia total debe cubrir, necesariamente, el largo plazo, lo que también implica un reto para las formas académicas actuales debido a que debemos esforzarnos por superar los estrechos límites de los «casos» y procesos micro-históricos. Se trata de volver a intentar explicar científicamente el proceso por el cual los pueblos indígenas prehispánicos fueron desestructurados por la invasión y la conquista del continente, dando lugar a la conformación de sociedades coloniales que se desarrollaron con una lógica específica y que, en un momento dado de su recorrido, dieron lugar a la conformación de Estados Nación que, hasta el presente, se desenvuelven a través de dinámicas particulares, de acuerdo a su función como órganos de acumulación específicos y necesarios del modo de producción capitalista global.

Esta idea es importante para diferenciar nuestro planteo de aquellos reseñados al comienzo de nuestro ensayo: el carácter global de la historia total quiere decir que los países o regiones no pueden ser tratados como «casos» (nacionales o regionales) relativamente independientes que se agregan para conformar el mercado mundial, cuyo estudio intrínseco ofrece las claves de su evolución histórica. Dicho de otro modo, la idea de que todos los países del mundo pueden convertirse en Estados Unidos (o avanzar, por lo menos, del Tercer al Primer Mundo) si toman las decisiones (en realidad, los ajustes económicos) correspondientes es falsa. Y en tanto, insistimos, lo general -el sistema mundial- explica las partes, debemos desplazar la cuestión del «atraso» relativo entre países o regiones al estudio de los modos de producción, la revolución y la transición social. No es «nostalgia» interpretativa, sino reflexión historiográfica sobre un problema que sigue siendo de un pasado muy presente.

Las revoluciones de independencias como transición al imperio del capital

De acuerdo con estos presupuestos, el primer elemento a tener en cuenta para evaluar el papel de las revoluciones de independencia americanas es su temporalidad. Como decíamos, no es posible comprenderlas mediante un análisis de tiempo corto: ni la llegada a América de las noticias de la crisis de coronas de 1808 tras la «invasión» de un ejército francés (que ya estaba en la península desde 1807); ni la disolución de la Junta Suprema Central en 1810; ni siquiera la propia guerra de «independencia» en España agotan sus «causas» y fundamentos. Es más, la mayor parte de las tesis historiográficas hegemónicas casi sólo explican las causas de su «inicio» en 1808/1810, pero no de su triunfo en 1825. Y lo mismo ocurre «hacia adelante»: sus resultados (o «consecuencias») tampoco se observan tras su final. El búho de Minerva…

Ello no implica menospreciar los períodos y acontecimientos de «corto plazo». En este sentido, dejando para otro momento los déficits metodológicos para el cálculo de un PBI en 1776, la supuesta paridad entre las Américas no debiera hacernos olvidar que cuando las Trece Colonias iniciaron su revolución de independencia, el reformismo borbónico fundaba nuevos virreinatos e implementaba su política de «comercio libre».

En segundo lugar, un análisis del proceso de metabolismo social no nos limita a la construcción de series de todo tipo: quizá, desde el giro cultural de gran parte de la historiografía que se «occidentalizó» —o franco-anglo centralizó— perdimos de vista considerandos clásicos como que las estructuras socioeconómicas están conformadas por relaciones de producción y circulación vinculadas, no mecánicamente, a clases y alianzas sociales. Asumir o no una toma de conciencia de ello ha sido también fuente de debate en las últimas cinco décadas. Tomar estas intervenciones particulares desgajadas de los elementos materiales que las determinan e impulsan nos conduciría —como ocurre con parte de la historiografía— a una regresión a explicaciones voluntaristas e idealistas. Las podemos seguir haciendo, so pena que no resistan bien el paso del tiempo. Como se están resquebrajando las triunfantes en el quiebre historiográfico de los años noventa tras treinta años de hegemonía.

Por lo tanto, los fundamentos políticos, económicos, sociales y culturales de las revoluciones de independencia se encuentran enraizados en la transición al capitalismo a escala global, materializada en la crisis del sistema colonial. Desde esta perspectiva, los requerimientos de la acumulación de capital (mundial por su contenido, nacional por su forma) determinaron la creación de nuevos organismos (los Estados-Nación) que nacieron y se reprodujeron de acuerdo a esta necesidad. El derrotero (exitoso o no) de estos nuevos países no se encuentra en sus mayores o menores virtudes para «incorporarse» al mercado mundial y «alcanzar» el capitalismo. Por el contrario, se movieron en este sentido porque relaciones sociales capitalistas se formaron en su interior previamente.

Ello implica, naturalmente, eliminar antiguas dicotomías (América colonial feudal versus capitalista) para comprender históricamente la evolución de las relaciones sociales, las que se transformaron —más allá de la conciencia que de ello tuvieran los sujetos sociales que lo hicieron posible— cualitativamente a lo largo de tres siglos de dominación colonial. 

Las revoluciones de independencia constituyen el proceso histórico por el cual se superan los límites políticos a la acumulación que impone el sistema colonial de la Monarquía Hispánica, por parte de una incipiente burguesía «criolla» (no importa aquí la «patria de nacimiento» de sus integrantes), cuyo desarrollo exige la delimitación de un espacio de dominio propio, con sus propias reglas, que detenga el flujo de renta permanente desde América a Europa y les permita valorizar sus producciones en el mercado mundial. Es decir, la construcción de un nuevo Estado. De allí que el proceso tomó, según las ideas que predominan en la historiografía, la forma de un «reemplazo» de metrópolis, de un nuevo «pacto» neocolonial, de un cambio de «ruta» de Cádiz a Liverpool, que condujo a América a los brazos de los comerciantes, financistas e industriales británicos.

Lo que no implica buscar demiurgos imperialistas (que también los hubo), sino entender los intereses que condujeron al mundo americano a desempeñar diversos papeles en la historia universal.

Del «subdesarrollo» a la transición

Como reseñábamos al comienzo, la historiografía suele enfatizar el lento crecimiento de las economías sudamericanas de la primera mitad del siglo XIX, en buena medida, responsabilizando a la revolución, la guerra y la independencia. Pero, desde nuestra perspectiva, los fundamentos de aquellas supuestas «décadas perdidas», los motivos de la «larga espera», no se encuentran en los errores, deficiencias o características de las sociedades latinoamericanas, sino en la forma específica y necesaria en que las contradicciones de la estructura social se realizan en un momento de crisis (la revolución y la guerra), y en la función que el mercado mundial les asignó al «llamarlas a la existencia»: no fue la genialidad de Canning la que permitió el surgimiento de los Estados independientes, sino los requerimientos del desarrollo capitalista.

Nuevamente, los países latinoamericanos no se «incorporaron» al mercado mundial a través del Atlántico y el Pacífico, sino que fue este mercado el que impulsó su creación, como órganos necesarios para su propio desarrollo. De este modo, no hubo «vías» paralelas al capitalismo, sino espacios de acumulación «centrales» (productores de la generalidad de las mercancías), y «subordinados» (póngale el lector el nombre que prefiera, específicamente dedicados, en Latinoamérica, a la producción de las famosas «materias primas») vinculados históricamente.

Por lo tanto, no podemos partir de una mirada ingenua, en la cual el desarrollo del sistema mundial implica la posibilidad de que el conjunto de los países se convierta en potencia como Estados Unidos. En el capitalismo, por el contrario, el desarrollo de las funciones necesarias para la acumulación global implica una especialización (que no es definitiva) y una división internacional del trabajo. Si las terceras partes del mundo se encuentran «atrasadas» respecto de las potencias no es por sus responsabilidades, las características de sus instituciones o de sus factores de producción. Las razones se encuentran en la dinámica del modo de producción capitalista. Por lo que la superación del atraso no debiera indagarse en tal o cual derrotero nacional, sino en la transición global del modo de producción capitalista a uno superior, en el cual ya no exista la explotación humana por la propia humanidad. Lo cual, no presupone, que las distintas burguesías nacionales durante doscientos años queden al margen de responsabilidad en todo ello. Como, en parte, se desprendió de la «exitosa» Teoría de la Dependencia desde los años sesenta.


Foto: óleo de Juan Lepiani que se encuentra en el Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia de Perú. Archivo en dominio público. Fuente: Wikimedia Commons

Manuel Chust es profesor de Historia de América Latina en la Universidad Jaume I de Castellón. Mariano Schlez, profesor de Historia de América (Colonial) en la Universidad Nacional del Sur e Investigador Adjunto del CONICET (Argentina).