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Quien conozca otros títulos de José María Marco, algunos de los cuales ya se ocupaban de Manuel Azaña, ya supondrá que este nuevo acercamiento a la figura del presidente de la Segunda República no se caracteriza por la complacencia o la benevolencia hacia el personaje. El propio título, con las palabras mito y máscaras, también da pistas en ese sentido. Incluso la propia portada, con los colores de la bandera republicana hechos humo, apunta a esa visión poco favorable del político estudiado en sus páginas.

Azaña, el mito sin máscaras. Encuentro. 2021. 356 págs. 24 € (papel) / 9,49 € (digital).

Dentro de esa complejidad, constata Marco, ha prevalecido durante años un recuerdo elogioso. No es hasta los años 90 cuando se produce un cambio de modelo historiográfico, y nuevas publicaciones e investigaciones, entre las que cabe incluir las del propio Marco, sacan a la luz nuevos datos e interpretaciones distintas; sobra decir que menos favorables. Este nuevo trabajo se incluye de pleno derecho en esa revisión de la figura de Azaña.

Para Marco, la imagen que ha prevalecido de Azaña como alguien moderado y reformista no se corresponde con la realidad; fue un político radical y revolucionario

Marco hace un recorrido minucioso por la trayectoria vital y la obra literaria y política de Azaña, analizando sus numerosas facetas. Las conclusiones, digamos los puntos fuertes del libro -que se corresponden con los que podemos llamar puntos débiles del personaje- tienen que ver con un concepto restringido o sectario de la República por parte de Azaña (en él, sostiene Marco, la República prevalece sobre la democracia), con una política radical o revolucionaria en tanto que persigue una renovación total del país, además del carácter diletante de don Manuel (por usar el tratamiento que le gustaba a la periodista Josefina Carabias, autora de aquel libro, Los que le llamábamos don Manuel).

Junto con una caracterización que, por momentos, llega a ser demoledora, el libro contiene un detenido análisis de su obra literaria así como del contexto histórico del momento, incluyendo consideraciones no por digresivas menos interesantes. Con respecto al contexto histórico, Marco subraya la influencia francesa en la visión política de Azaña, concretamente de la Tercera República y, a través suyo, de la propia Revolución Francesa; así como de la figura de Maurice Barrès, especialmente en lo literario. Tampoco falta alguna fugaz alusión a la España de estos años, como el rechazo de Marco a la vinculación de la monarquía parlamentaria española de 1978 con la República, o la afirmación de que la propuesta –“de orden mítico”, en tanto que requiere una convulsión completa de la sociedad- de Azaña “es el proyecto que rige la vida política española desde 2004”.

La de Azaña no fue una República moderada

El preámbulo del libro condensa y adelanta lo que constituye su núcleo duro: Azaña ni quiso representar nunca una República moderada ni fue la suya una política meramente reformista, como muestran sus reformas militares, su política religiosa y educativa, una ley como la de Defensa de la República o el Estatuto de Cataluña. Pese a su reivindicación del diálogo durante la guerra, “nunca antes Azaña había concebido la República como un régimen pluralista y tolerante”. En su legado entra el secuestro de la democracia, remacha Marco en esas páginas iniciales.

Azaña, al que tilda de dogmático e intransigente, no plantea una propuesta de cambio moderada y dialogada, y su republicanismo teñido de nacionalismo “es una construcción entre ideológica y sentimental, que a toda costa debe ser preservada del contraste con la realidad”.

Por otro lado, literatura y política son inseparables en él; escribe toda su obra literaria como una reflexión sobre el significado de su acción y su proyecto políticos. Azaña es “un hombre que se sumergió hasta el fondo en los problemas políticos, existenciales y morales de su época, y que propuso para su país soluciones que respondían más a su angustia existencial que a la realidad española… un nihilista diletante, antimoderno y venido de los abismos de la crisis espiritual y política de fin de siglo”, cuya obra maestra es la creación de sí mismo.

En cuanto a los problemas políticos de la época, uno de los más importantes fue la crisis del liberalismo junto con la, tan señalada, irrupción de las multitudes (las masas), que constituyen precisamente “la principal amenaza contra el liberalismo que las ha visto nacer”. “El pensamiento político clásico había desconfiado de las multitudes, volubles, caprichosas, sujetas a la manipulación, dispuestas, cuando no ansiosas, por sucumbir a la tiranía”. Este “nuevo sujeto político -o antipolítico- ignora cualquier noción de autonomía y racionalidad, la desprecia y hace gala de ello”, escribe Marco, que cita algún estudio sobre “la responsabilidad criminal de las multitudes”. Un Azaña de apenas veinte años hizo una “minúscula contribución” a este asunto en la breve tesis doctoral que presentó en la Universidad Central de Madrid y en la que, de momento, muestra su confianza en “la vigencia de los principios liberales”.

En esos años, Azaña se abre paso profesionalmente y se empieza a hacer un nombre entre la élite madrileña. Pronto se desencanta de la vida de la corte y se retira horacianamente a la aldea de Alcalá de Henares (“la espantada”, dice Marco), donde se ocupa de las tierras familiares, aunque “en Madrid mantiene a una muchacha a la que pone un piso céntrico”. Abandona ese retiro en 1910, viaja a París becado por la Junta para Ampliación de Estudios, se integra en la vida del Ateneo madrileño, en cuyos salones, tertulias y pasillos “se formó como político y como personaje público” e ingresa en el Partido Reformista de Melquiades Álvarez, partido de intelectuales republicanos que se declaran compatibles con la monarquía. Primo de Rivera acaba con las ilusiones de conciliar monarquía y democracia, y Azaña abandona un partido en el que, en diez años, no ha llegado a destacar y se declara republicano.

Adiós al liberalismo

Azaña ajusta cuentas con el liberalismo. Esa despedida del liberalismo se muestra, explica el autor del libro, en algunos títulos como un ensayo biográfico sobre Valera y novelas como El jardín de los frailes y Fresdeval. Azaña sostiene que para ser libre habrá que dejar de ser liberal, la libertad reclama el fin del liberalismo. Quiere instaurar un republicanismo ajeno al liberalismo y tiene la ambición personal de encarnar la idea misma de la República. La opción en ese momento es sumarse al republicanismo de Alejandro Lerroux o crear uno nuevo. Lo primero es imposible: Azaña “es un funcionario de buena familia y, como él mismo dice, nunca ha tenido que comprometer sus ideales ni su inteligencia enfrentándolos a la realidad: ni a la de ganarse la vida, ni a la de sacar adelante a una familia, ni a la de la creación de un partido político. Lo suyo, ya lo sabemos, son las tertulias, las revistas literarias, los minúsculos grupos de influencia”. Se ve abocado, por tanto, a fundar una nueva organización íntegra y puramente republicana: Acción Política, pronto Acción Republicana, compuesta de un puñado de profesores, catedráticos, funcionarios e intelectuales. “Podía haber hecho valer su prestigio intelectual, y el de su grupo, para reforzar la posición de un republicanismo de izquierdas, pero moderado y alejado del extremismo. No fue así”. “Encastillado en su soberbio republicanismo”, Azaña pretende una República absoluta ajena a la democracia liberal y al servicio de un proyecto personal.

Su republicanismo, concebido solo para republicanos, y en el que no había adversarios sino enemigos, está más próximo a una religión cívica que a un régimen liberal

Su idea, por influencia de Francia, de una República radical, sin enemigos a la izquierda, de una República que alumbra al individuo, al ciudadano consciente de que sus derechos dependen precisamente de ella; así como la presencia de lo nacional, de lo popular puro (percibido en la obra de Falla) como componente esencial de la anhelada patria republicana, un espíritu popular que alimenta una voluntad popular en la que parece resonar la voluntad general de la Revolución Francesa, todo eso desembocará en “su República para los republicanos solos, la República antiliberal”, en la que no habrá adversarios sino enemigos; un republicanismo, en fin, más próximo a una religión cívica que a un régimen liberal.

Azaña, además, se complace, en esos años previos e inmediatamente posteriores a 1931, en una retórica revolucionaria, repleta de imágenes de violencia. Y, junto a la retórica, muestra su insensibilidad ante los brotes de violencia de 1917 y 1930, como hará luego ante los de 1934.

Ya en el Gobierno, no buscará un consenso constitucional; y de las prioridades de la República (reforma agraria, mejora de las condiciones de vida de los trabajadores, enseñanza y alguna forma de autonomía para Cataluña) solo se interesará de verdad por la última. Si en lo referente al Ejército, Marco le reconoce a Azaña “su seriedad, su pericia técnica y política”, en una reforma que tiende a una racionalización del mismo y que no produce una revolución, igual que le reconoce, excepcionalmente, una mentalidad liberal en cuanto a la restricción presupuestaria, le achaca una puesta en escena de la secularización de la escuela y la sociedad, basada en la premisa de que la enseñanza clerical se había apoderado de las conciencias de lo que debía haber sido la futura élite republicana.

En cuanto a las relaciones con Cataluña, José María Marco sostiene que nadie llegó tan lejos como Azaña cuando, en 1930, admitió que habría que dejar ir en paz a Cataluña si algún día “quisiera remar sola en su barca”. Ya en el Gobierno, la intención de no dejar pasar nada incompatible con la Constitución implicó que la Constitución acabara amoldándose al Estatuto nacionalista; la aparente posición de centro de Azaña no lo era en realidad y la balanza se inclinaba siempre del lado del nacionalismo. Y Marco vuelve a dar la impresión de estar pensando en la actualidad cuando escribe que “a cambio de sus votos, Azaña y la República abandonan Cataluña a los nacionalistas catalanes”.

En 1934, con la entrada en el gobierno de la CEDA, el Azaña que quiere encarnar la República no muestra lealtad con un régimen que no responde a sus expectativas. “La República republicana de Azaña había alcanzado sus límites y demostrado su inviabilidad”. Y en la guerra se propone encarnar el símbolo de la continuidad de la legalidad republicana, pero nadie, ni el Gobierno, ni la Generalidad, ni los partidos que los sostienen sienten ya respeto por ese símbolo.

Marco, en resumen, insiste en el sectarismo de Azaña (“su temperamento de sectario”, “la astucia del demagogo no disminuye el alcance revolucionario del gesto y la palabra del sectario”) y niega al personaje que este se acabará forjando, un personaje encasillable en la Tercera España (en la que ni Azaña ni Marco creen) que le permita “zafarse de su implicación -y sus responsabilidades- en la Guerra Civil”.

Sus Memorias son “uno de los monumentos de la literatura autobiográfica y un documento de valor incalculable sobre la política española y europea de entreguerras”

El libro se cierra con un interesante análisis de la obra literaria de Azaña, en el que, dentro de un resumen también negativo (como escritor, es un “antimoderno arquetípico” que “fracasa como creador literario. Carece de imaginación y su arte se concentra a la fuerza en su autorretrato como artista”, con “una impotencia imposible de dejar atrás: la esterilidad soberbia del diletante”), se salvan sus llamadas Memorias, su obra maestra literaria, la que le consagrará como escritor, “uno de los monumentos de la literatura autobiográfica y un documento de valor incalculable sobre la política española y europea de entreguerras”; un diario que “tiene al mismo tiempo relevancia testimonial, existencial y estética” y que por esa demostrada voluntad estética llamamos Memorias.

A fuer de biográfico, el libro no se olvida de referir la “posible homosexualidad” de Azaña. Por cierto, que, a propósito de este asunto, Marco hace gala de una notable erudición rastreando la tradición (Flavio Josefo, san Agustín, Chateaubriand, Gide) de una expresión (el “sabor a ceniza”) alusiva a la homosexualidad y presente en El jardín de los frailes.

Periodista cultural.