Cuando tenía terminados los nueve primeros capítulos de lo que iba a ser El Señor de los Anillos, allá por 1939 o incluso antes, J. R. R. Tolkien, entonces autor de El hobbit (1937) y profesor de Anglosajón —la lengua antecesora del inglés— en la Universidad de Oxford, escribió las veinte páginas de un cuento que acabó titulándose “Hoja, de Niggle”. “Leaf by Niggle”.
Una pieza sobresaliente que resuena con estas primeras palabras improbables de borrar: “There was once a little man called Niggle, who had a long journey to make”. “Había una vez un pobre hombre que se llamaba Niggle que tenía que hacer un largo viaje”. Aunque lo compuso casi de un tirón, hecho poco habitual en Tolkien, que tanteaba una a una las frases, tardó años en divulgarlo. El título originario era “Árbol”. A Tolkien le fascinaba —¿y a quién no?— la majestuosidad de esas criaturas vegetales, los únicos seres vivos que nunca dejan de crecer. Una revista mensual editada en Londres, Dublin Review, le pidió a Tolkien una colaboración para su número de enero de 1949 y les envió ese cuento, el primero de los tres que publicó en vida.
A una joven dispuesta a redactar una tesis doctoral sobre el ya célebre novelista le confesó en 1957 que el único suceso destacable de su vida consistía en “haber completado El Señor de los Anillos”. A aquel profesor oxoniense maravillaba cómo y por qué había sido capaz de enfrascarse “año tras año, a menudo con grandes dificultades, hasta concluir” esos libros. Reconocía iniciar proyectos y asuntos que solía dejar sin acabar, “en parte por falta de tiempo y en parte por falta de una firme concentración”. Las necesidades de la vida, las obligaciones, su dedicación académica. No era un caso único.
No aplastaré el contenido argumental de “Hoja, de Niggle”. En un país de leyes bastante estrictas, un pintor más bien mediano, Niggle, ha emprendido la que considera su obra maestra. Un cuadro cada vez mayor donde de una hoja —su especialidad— surge un árbol y tras ese árbol crece un paisaje de dimensiones grandiosas. Pero son constantes las interrupciones. Su vecino Parish reclama inoportunamente su ayuda, Niggle cae luego enfermo, debe además iniciar un inminente viaje en el que su tren lo llevará a un desconcertante destino. Aún queda más de la mitad del relato por leer hasta llegar a su final. O sus finales.
Según una interpretación se identifica al pintor Niggle con el propio Tolkien
Porque la “Hoja, de Niggle”, compuesto cuando su autor era un desconocido, se le han ramificado las interpretaciones. Una identifica a Niggle con el propio Tolkien. Perfeccionista, insatisfecho con su obra literaria, que posterga a causa de sus deberes docentes y familiares y de los imprevistos. Niggle en inglés es también un verbo, y significa ‘discutir sobre asuntos triviales o preocuparse innecesariamente’.
Tolkien mostró su aversión a las interpretaciones alegóricas de su narrativa. Porque estrechaban las posibilidades imaginativas de su fabulación y limitaban el papel de lectores futuros. Pero cuesta no asociar piezas de “Hoja, de Niggle” con elementos clásicos de la Literatura.
El viaje o el camino, con la metáfora de la vida que llega incesante hasta la muerte. La curación del pintor en un hospital, con etapas de perfección y purificación interior. El esplendor de un paisaje, con el escenario de la felicidad y con la posesión de esa plenitud. Cuesta pasar por alto a personajes nombrados por su oficio —el Inspector, el Chófer, el Maletero…—, por su alcurnia —la Primera Voz, la Segunda Voz—, a esos tres apellidos no elegidos al azar: Tompkins, Atkins, Perkins…
Algún crítico sugiere que el profesor de Oxford pretendió con este cuento referirse a la naturaleza y finalidad del arte. Que hizo reflexionar narrativamente sobre el don de crear y ser hacedor de historias, quien participa —Tolkien era católico ferviente— del poder genésico de la Divinidad, y de descubrir qué tiene existencia y verdadero presente fuera de uno mismo. Posteridad no es sinónimo de eternidad.
La obra plantea la interrogación sobre la necesaria inutilidad del arte
Y engastados en el proceso apasionante y a veces desesperante de crear con voluntad artística suelen destellar fulgores como preguntas: la interrogación de la necesaria inutilidad del arte, o qué relaciones establece con el mundo un artista —y con su propias intervenciones—, “el lento deterioro del tiempo en la obra humana, la incomprensión hacia la «inútil» labor del artista, la coherencia interna de las piezas de arte como principio de su misma realidad…”, según apuntó hace años el pintor y pensador Carlos Castiella.
Un reflexivo escritor mallorquín, Pedro Antonio Urbina, innovador novelista y autor de un ensayo de raíz y resplandores agustinianos sobre amar la Belleza, Filocalía —Kalós es la belleza perfecta—, rehusaba este “moralizante” cuento de Tolkien como rechazaba la destrucción de las plasmaciones artísticas. Consideraba Urbina que había un “desprecio por la criatura y el valor de las obras humanas, cooperadoras de Dios en la recreación y redención del mundo”. Lo juzgaba maniqueo. Disociados materia y espíritu, criatura y Creador.
Un especialista en Tolkien, J. M. Odero, difería de esa interpretación: sostenía que el mensaje recalcaba que “el hombre puede completar la Creación, contribuir a embellecerla, trabajando casi «codo a codo» con Dios”.
Sea lo que sea, y sobre todo si se mejora la traducción española, cabrán más significaciones en esas páginas sobre la actividad y la inoperancia de Niggle, sin violentar su entramado narrativo.
Desde luego, leer esa pieza hace avanzar en la rebeldía de poner los ojos en otra manera de mirar el mundo. La de ese autor, por ejemplo. Con este cuento de por sí valioso: la historia de una hoja que se multiplica en árbol y engendra un universo de ficciones vivas como un bosque sin cerrar.