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La cuestión social como herencia de un siglo

La estabilidad de los regímenes políticos a comienzos del siglo XX se sustentaba en la alianza de los propietarios agrarios y los nuevos sectores industriales, junto a la desmovilización de los sectores populares que en ocasiones eran simplemente excluidos. Esta situación, no exenta de explosiones sociales poco duraderas aunque con altos costes materiales y humanos, tendió a cambiar durante el periodo de entreguerras.

La Gran Guerra, los debates habidos en el seno de los partidos socialistas, con la consiguiente quiebra de la II Internacional, la creciente debilidad de los partidos liberales y el cambio en el «contrato social» dieron lugar a la «crisis del parlamentarismo» y al reforzamiento del papel del Estado en la sociedad, lo que supuso, en palabras del abogado conservador Albert Venn Dicey, una amenaza al liberalismo y a las libertades individuales.

La amenaza «colectivista», en un marco de creciente presión del movimiento obrero, dio como resultado el asalto al poder de los bolcheviques en Rusia en 1917. A partir de dicho momento el comunismo era real y Rusia se convertía en un referente mundial para los trabajadores, contemplada por algunos como el «paraíso a imitar». Tras el armisticio la amenaza revolucionaria continuó al menos hasta 1920. Pero a finales de dicho año el orden social subvertido se había encauzado, aunque para ello se hubiera de apostar por regímenes autoritarios, o bien desplazando a la izquierda con un nuevo impulso nacionalista. Así, la burguesía logró contener la amenaza comunista, a la vez que procedía a un nuevo ordenamiento institucional y de distribución de poder. Esta última apostó por los «corporativismos», lo que equivalió a «un crecimiento del poder privado y al crepúsculo de la soberanía», o como brillantemente lo describió Charles S. Maier: «La estabilidad política requirió una negociación más burocrática y centralizada. En suma, si Marx dictaba las preocupaciones de la sociedad burguesa, Weber descubría sus estructuras de poder emergentes».

La creación del «Estado social» fue la respuesta del liberalismo a la nueva sociedad industrial y, posteriormente, posindustrial. Había que corregir las disfunciones existentes para hacer frente a los nuevos retos históricos. Había que optar entre la revolución y las reformas sociales. El «Estado social» tuvo por objetivo liberar al individuo de la inseguridad y de la incertidumbre económica que generaba el sistema capitalista. Se constituyó sobre un pacto social- liberal que establecía una solución de compromiso del poder público respecto a la provisión del bienestar a los ciudadanos. Se trataba de poner en marcha políticas orientadas a la consecución del pleno empleo, o en su ausencia al menos garantizar un cierto nivel de manutención a los que no tenían trabajo, a la redistribución de las rentas y a la protección social. Para ello se crearía un influyente sector público en la economía.

Reforzamiento de la intervención estatal, extensión de los derechos, puesta en práctica de una política de renta redistributiva, creación de bases institucionales sólidas para propiciar el diálogo, la negociación y la concertación con los agentes sociales, la reducción de los conflictos, primando la integración, fueron los elementos definidores del «Estado social».

Reconocimiento de la  «cuestión social» e incapacidad para desarrollar el «estado social»

Desde finales del siglo XIX la «cuestión social» en España estuvo muy presente, buen ejemplo de ello fue la creación en 1883 de la que conocemos como Comisión de Reformas Sociales que tenía por objeto «estudiar las cuestiones que directamente interesan a la mejora o bienestar de las clases obreras, tanto agrícola como industriales, y que afectan a las relaciones entre el capital y el trabajo». La influencia de los denominados reformadores sociales (Adolfo Posada, Gumersindo de Azcárate, José Maluquer y Salvador…), la aparición de la doctrina social de la Iglesia, la decisión del Partido Conservador, y en menor medida el Liberal, por impulsar la legislación social y la presión sindical y de la izquierda en general favoreció la promulgación de una significativa legislación laboral y el incremento de las actividades dedicadas a la mejora del bienestar de la clase obrera.

Durante el primer tercio del siglo XX se fueron poniendo en práctica en Europa y Estados Unidos las reformas sociales teorizadas con anterioridad, en algunos casos por iniciativa de los legisladores (Constitución de Weimar de 1919 y Constitución española de 1931), en otros, por una tradición de compromiso entre trabajadores y empresarios (Suecia, acuerdo de diciembre de 1906 y, sobre todo, por los acuerdos de Saltsjöbaden de 1938), también para hacer frente a la crisis económica de 1929 (el New Deal en Estados Unidos), o por último, por el compromiso social que trataba de frenar la amenaza fascista a través de los denominados Frentes Populares (resolución del VII Congreso de la Internacional Comunista de 1935).

¿En qué lugar hay que situar lo sucedido durante la II República en España? El colapso de la Monarquía, por su apoyo a la Dictadura de Primo de Rivera, y el retraimiento de los partidos dinásticos provocaron una situación de vacío de poder que fue cubierta por un Gobierno provisional compuesto por republicanos de diversas tendencias y por socialistas. El nuevo Gobierno quiso, en poco tiempo, introducir tanto en la legislación política básica como en las referidas al campo social las novedades doctrinales que se venían implantando en ciertos países de Europa donde los socialistas tenían un fuerte arraigo político, como era el caso de Alemania y Austria, o donde los impulsos revolucionarios se habían desarrollado con ciertos límites, como el caso de México. En este sentido fueron esclarecedoras las palabras de Jiménez de Asúa, diputado socialista y presidente de la comisión que elaboró el proyecto de Constitución: «Obra de transigencia entre lo más dispares criterios de las distintas fracciones en ellas [en las Cortes] representadas, el proyecto de Constitución, inspirado en la Constitución de México, Alemania y Austria, principalmente, no era una Constitución socialista, pero sí de gran contenido social, democrática e inutilizadora de todo esfuerzo violento para realizar aspiraciones radicales de justicia social».

El texto de la Constitución de 1931 es el que mejor define, en varios de sus artículos, la pretensión de las nuevas autoridades de introducir los componentes propios del Estado social. En su artículo 1.º se decía: «España es una República democrática de trabajadores de toda clase…». Estaríamos ante una construcción conceptual oscura que trataba de mostrar la relación entre Sociedad y Constitución, con un lenguaje no propio de una república burguesa. Es en este ámbito contradictorio en el que se movieron parte de los dirigentes políticos, lo que en la práctica condujo a una parálisis en las realizaciones, compensado con un radicalizado lenguaje que contribuyó a polarizar a la sociedad, mientras que las reformas reales eran más bien escasas y en poco tiempo «rectificadas» por los oponentes políticos. La República tuvo más de propaganda que de realizaciones concretas, y estas, cuando se produjeron, levantaron la hostilidad de una parte de la sociedad, haciendomuy difícil o imposible su consecución práctica. Fue incapaz de realizar la urgente reforma fiscal que demandaba el país. La misma hubiese servido para reforzar el peso económico del Estado pudiendo así realizar políticas sociales activas o proceder a una más justa redistribución de la renta, para afrontar la penosa situación de pobreza que vivían numerosos españoles. Mientras que no se hacían las reformas imprescindibles, se alentaban otros conflictos, como el enfrentamiento con la Iglesia católica o con los propietarios agrarios, que eran utilizados como «cortina de humo» para desviar la atención de los problemas reales de los ciudadanos.

Buena muestra de estas contradicciones y de la ausencia de claridad en los objetivos políticos, serían las distintas declaraciones que se produjeron, según la posición en las que se encontraba uno: Gobierno u oposición. En el verano de 1933 Largo Caballero afirmaba en una conferencia en la Escuela socialista de verano: «Yo antes de la República creí que no era posible hacer obra socialista en la democracia burguesa y después de llevar veintitantos meses en el Gobierno de la República, si tenía alguna duda ha desaparecido… Una cosa son las reformas sociales dentro de la democracia burguesa y otra realizar obra socialista dentro de la democracia burguesa». Su opinión reflejaba la acción reformista que se había empeñado en realizar desde su cargo de ministro de Trabajo. Pero el dirigente socialista ante la posibilidad de que sus contrincantes políticos obtuvieran más apoyos, como así fue, en las elecciones de noviembre de ese año afirmaba: «El 19 vamos a las urnas… Tenemos que luchar, como sea, hasta que en las torres y en los edificios oficiales ondee, no la bandera tricolor de una República burguesa, sino la bandera roja de la Revolución Socialista».

La Constitución reconocía, por una parte, el derecho a la libertad de empresa (artículo 33), mientras que, por otra, dotaba al Estado de la posibilidad de intervenir en la economía, con una explícita mención al abandono de las tesis inhibicionistas (artículo 43) y un cambio en el sujeto que garantizaba el interés general: se pasaba del individuo al Estado. También se procedió al reconocimiento de los derechos económicos y sociales (artículo 46), anteriormente no reconocidos en nuestras normas políticas básicas. Se establecía que el «trabajo es una obligación social », a la vez que se encomendaba al Estado la vigilancia de las condiciones del mismo para «asegurar a todo trabajador […] una existencia digna». Por último, se mandataba al legislador para que dictase un amplio abanico de normas referidas a las relaciones laborales (contrato de trabajo, jurados mixtos…) y a la condición social (protección contra los accidentes de trabajo, seguro de maternidad, subsidios contra el paro forzoso…).

Este importante mandato constitucional tuvo su reflejo legislativo, pero dado el ambiente de fuerte conflictividad social y laboral, de confrontación entre los actores sociales y políticos, los resultados tendieron a minimizarse, por lo que la respuesta política a la «cuestión social» condujo a reducir sus efectos positivos. Se legisló abundantemente, se introdujeron importantes novedades doctrinales en las leyes, se repitió hasta la saciedad que la República haría frente de «manera definitiva» a las «seculares injusticias », pero en la realidad esas «buenas» intenciones quedaron, en una parte importante, en el papel.

Abundante legislación laboral: rígidos mercados de trabajo. Modelo disfuncional

Una de las formas por las que se trató de satisfacer las demandas sindicales fue incrementando la presencia estatal en las relaciones de producción y articulando un sistema de relaciones laborales donde los agentes sociales, en especial los sindicatos, tuvieran una influencia decisiva.

Los nuevos gobernantes de la coalición republicanosocialista, especialmente estos últimos, se hicieron cargo del Ministerio de Trabajo, apostando por una política de tipo corporativo que, al igual que en la dictadura de Primo de Rivera, ejerció una fuerte centralización sobre todo lo concerniente a la administración del trabajo y a las relaciones laborales, aunque la filosofía de ambos periodos fuera muy diferente en torno al fondo de las relaciones entre el capital y el trabajo, mientras en la Dictadura se buscaba una relación armónica, en la República se reconocía el hecho evidente de su conflictividad, pero apostando por la «lucha de clases».

La piedra angular del nuevo sistema de relaciones laborales fueron los jurados mixtos, en los que se negociaban las «bases de trabajo» (equivalente a los actuales convenios colectivos), teniendo a la vez funciones de información, conciliación, arbitraje, vigilancia en la aplicación de las leyes sociales e inspección. Los mismos se organizaron en tres grandes grupos: jurados mixtos del trabajo industrial y rural, jurados mixtos de la propiedad rústica y juradosmixtos de la producción y las industrias agrarias. No todas las profesiones y oficios quedaron sometidas a su régimen. Así, se excluía el trabajo doméstico, las profesiones liberales y las industrias y propiedades explotadas directamente por la Administración.

Durante el bienio radical-cedista fueron reformados los jurados mixtos desfigurando por completo su anterior fisonomía y perdiendo el poder que habían conseguido. Las discrepancias entre los vocales obreros y patronales fueron en algunos momentos muy intensas y contribuyeron a incrementar la conflictividad. Así durante el verano de 1934, la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra, vinculada al proyecto socialista, convocó una huelga general de los obreros del campo (5 de junio) exigiendo el cumplimiento de las bases de trabajo aprobadas y la adopción de medidas urgentes para hacer frente al paro campesino. En esta ocasión, las autoridades decretaron que la recolección era un «servicio público» y declararon ilegal la huelga. Esta fue un fracaso y el nuevo ministro de Trabajo, José Estadella, dictó nuevas normas para regular la contratación del trabajo en el campo. En adelante serían los delegados provinciales y no los jurados mixtos quienes resolverían los expedientes e impondrían las sanciones. Ello fue acompañado de la derogación de la Ley de términos municipales. A partir de ese momento, los obreros tenían libertad para trasladarse a cualquier pueblo en busca de trabajo.

Tras las elecciones del Frente Popular, se volvió a la situación del primer bienio, aunque con una mayor radicalización, tanto en la acción sindical como en la intervencióngubernamental. Buena muestra de esta última y debido a su intensa ideologización, se puede comprobar cómo a la hora de resolver los conflictos las autoridades socialistas beneficiaron, hasta finales de 1933 y desde febrero de 1936, a la parte obrera representada por los sindicatos. Durante el Gobierno presidido por Lerroux, se procedió a cesar a un elevado número de presidentes de los jurados que habían sido designados por el Ministerio de Trabajo, para que los que se nombrasen a partir de dicho momento «no estén al servicio regular de las actividades sindicales y no puedan sentir por lo tanto, antes que los dictados del deber, el estímulo de una solidaridad profesional y partidista».

El incremento del poder de los sindicatos en general y los agrarios en particular, junto a unas autoridades que amparaban sus demandas y una legislación limitadora del libre juego de la oferta y la demanda, condujeron al establecimiento de fuertes rigideces tanto internas como externas en el mercado de trabajo y en las reglamentaciones propias de cada faena. Algunas de las normas dictadas limitaban el poder de contratación de los empresarios, mientras que otras difícilmente eran compatibles con la existencia del mercado, como las de laboreo forzoso, prohibición del régimen de reparto de jornaleros parados durante las crisis de trabajo, y la regulación del uso de maquinaría agrícola en la recolección y en otras faenas.

El aumento del desempleo radicalizó, al contrario de lo que indican ciertas teorías sobre la acción colectiva, la presión sindical, que contó con las autoridades locales para velar por la preferencia en ocupar al obrero local, restringiendo e incluso prohibiendo la labor a destajo, la realización de horas extraordinarias, la utilización de maquinaria y el trabajo de mujeres. A la hora de la contratación temporal, los propietarios tenían que escoger a los jornaleros que se encontraban inscritos en el registro de colocación o en la bolsa de trabajo por «riguroso turno», llegándose a situaciones como la de Martos (Jaén) donde el presidente del jurado imponía a los patronos los jornaleros en función de su ideología.

La función inspectora de los jurados les dotaba de un gran poder. Las denominadas comisiones inspectoras suponían un control desde el mismo centro de trabajo y también la visita periódica a los talleres y fábricas de los vocales obreros con autoridad inspectora. Para los empresarios constituía una intromisión insoportable y sus quejas eran permanentes. De las multas impuestas por estas comisiones en 1933, el 98,8% fueron dirigidas contra los empresarios.

La actuación de los jurados mixtos facilitó la extensión de la negociación colectiva, el cumplimiento de la legislación laboral y la inspección de los centros de trabajo, lo que supuso el fin de la discrecionalidad patronal, pero introduciendo severas rigideces en el ámbito de las empresas y propiciando, en ocasiones, abusos de autoridad por parte de los sindicalistas lo que, sin duda, contribuyó a fomentar el conflicto en el ámbito laboral.

La contratación se vio sometida a una nueva regulación, dirigida a reglamentar todos los aspectos de la vida laboral, evitando al máximo las interpretaciones. Se limitó tanto la entrada (contratación) como la salida (despido) del mercado del trabajo, intensificando el control sindical. En cuanto a la jornada, se puso en marcha una legislación restrictiva vigilada por los sindicatos, que limitó la discrecionalidad de los empresarios y propietarios.

La flexibilidad funcional se vio restringida ya que se reguló de forma muy pormenorizada las categorías y las funciones de los trabajadores. Las bases de trabajo en su afán reglamentista limitaron los movimientos internos en las empresas, introduciendo rigideces y favoreciendo la inamovilidad. La flexibilidad salarial, que hasta el momento había sido importante, se vio quebrada por el objetivo sindical de cerrar los abanicos salariales disminuyendo las primas por productividad. La tendencia «igualitaria» de los salarios, repercutió negativamente en la competitividad de las empresas.

El aumento de la protección social y su extensión a la agricultura afectó a los costes laborales. En la industria se incrementó sustancialmente el número de afiliados al régimen de retiro obrero, recogiéndose en las bases de trabajo la obligación de las empresas de inscribir al personal de las mismas. En 1931 el porcentaje de afiliados al retiro obrero era del 47,2% de los activos, cifra muy superior a la de los años anteriores. Aunque no debemos de olvidar que la parte más significativa de la carga financiera del seguro recaía en el Estado y los patronos, mientras que los obreros debían de financiar sólo el «régimen de mejora», que era voluntario y al que se sumaron una minoría.

Por último, no está de más señalar que pese a las declaraciones altisonantes de numerosos políticos republicanos y socialistas sobre el papel de la mujer en la sociedad y sobre su incorporación al mundo del trabajo, ello no impidió su segregación en los mercados de trabajo y en el desempleo. La legislación laboral republicana seguía inspirada en el modelo ideológico de «ganador de pan», como ha puesto de manifiesto Cristina Borderías, en el que el objeto fundamental de las ayudas era el obrero varón adulto.

Sin paz social no se puede afrontar la «cuestión social»

No deja de sorprender que en los momentos en los que se desarrolló una importante legislación social la conflictividad laboral fuera especialmente intensa. Es evidente que la explicación a la «oleada huelguística» habida durante la República no sólo se puede realizar teniendo en cuenta los conflictos laborales, sino que hay que introducir la variable política en dos sentidos. El primero tiene que ver con las dificultades en la institucionalización del movimiento obrero, por lo que las huelgas se utilizaban como una forma de participación política. Mientras que el segundo se refiere a los contenidos ideológicos de los dos principales sindicatos, la Unión General de Trabajadores (UGT) y la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). La UGT tuvo una actitud reformista durante el bienio social- azañista, para posteriormente transformarla en revolucionaria. En cambio, la CNT siempre tuvo un proyecto revolucionario en sus planteamientos. Esta situación hacía muy difícil el desarrollar del «Estado social» definido en la legislación política básica, como forma de buscar soluciones a la «cuestión social».

A comienzos de la década de los treinta del siglo pasado se produce una progresiva normalización de la actividad de los sindicatos y un incremento en el número de las huelgas, así como la radicalización de las mismas, planteándose en numerosas ocasiones huelgas generales (en 1931, Zaragoza, Granada, Santander, Salamanca…) que desbordaban en sus demandas el marco laboral y legal. Desde 1930 las huelgas generales se producen con intervalos de un mes e incluso de días, predominando las huelgas revolucionarias.

Tras el triunfo de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) en las elecciones legislativas de finales de 1933 y el inicio del bienio radical-cedista, se produce un salto cualitativo en el planteamiento de los principales sindicatos que va a conducir a la intentona «revolucionaria » de octubre de 1934, la cual supuso un descalabro para las organizaciones obreras y un descenso acentuado de la conflictividad laboral, que se volverá a intensificar en los meses anteriores a la Guerra Civil. El cambio en los planteamientos de los dirigentes sindicales tuvo un sustancial componente político que contaminaba toda la actividad reivindicativa.

Las huelgas incidieron más en los sectores donde se había planteado con más crudeza la situación de crisis del mercado laboral y en donde existían malas condiciones de trabajo (agricultura, construcción, minería…). Si bien es cierto que las privaciones de las necesidades insatisfechas no implican necesariamente acciones colectivas, como la movilización, también es cierto que una de las formas de suplir dicha carencia es a través de activas y hostiles direcciones sindicales, que basan su estrategia en buscar,con especial ahínco, el enfrentamiento político, o bien para combatir contra el Gobierno distinto a sus planteamientos ideológicos, o bien para acelerar las reformas o directamente para iniciar un proceso revolucionario. Este tipo de orientación estratégica influyó negativamente en el desarrollo del «Estado social».

La relación existente entre conflictividad laboral y tasa de sindicación fue evidente. Además también existió una relación entre el tipo, número e intensidad del conflicto y si se trataba de una zona geográfica o un de un oficio con predominio de la UGT o de la CNT. Aunque es cierto que con el tiempo fueron aproximándose las estrategias de ambos sindicatos, también lo es que durante el primer bienio, el sindicalismo socialista se sitúo en una línea reformistas favorecedora del desarrollo del «Estado social», abandonada desde 1934.

El resultado de todo ello fue una nueva oportunidad perdida. Se habían venido realizando numerosas denuncias sobre la penosa situación de los trabajadores en España. Se había planteado con criterios reformistas la manera de hacer frente a la misma con abundantes estudios sobre la «cuestión social». Tanto la Comisión de Reformas Sociales como el Instituto de Reformas Sociales y el Ministerio de Trabajo (creado en 1920) habían realizado excelentes estudios sobre el tema y propuesto soluciones. Ahora se trataba de llevarlas a cabo, mediante un nuevo instrumento: el «Estado social». Pero una vez que se definió legalmente el mismo y se crearon instituciones para su desarrollo, el camino se quebró tanto por la intransigencia de los agentes sociales, como por la incapacidad integradora de los políticos. Se priorizó lo que separaba y se incentivó el conflicto, con ello se rompía la posibilidad de llevar a cabo un proyecto reformista, a la vez que algunos apostaban abiertamente por la revolución. Los ciudadanos tendrían que esperar tiempos mejores para solucionar sus problemas.

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Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma de Madrid