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¿Qué les ocurrió a la gran mayoría de los alemanes para apoyar o, al menos, consentir, un régimen como el nazi? Todavía hoy, casi 90 años después, no hemos encontrado una respuesta convincente a una pregunta que apela a lo más profundo de la esencia del ser humano. La misma pregunta se la hizo el periodista norteamericano Milton Mayer (1908-1986) recién acabada la guerra.

Creían que eran libres. Los alemanes, 1933-45, de Milton Mayer. 2022, 3ª edición. 25,40 €

Estaba obsesionado con comprender «el nazismo entendido como un movimiento de masas y no como la tiranía de unos cuantos seres diabólicos sobre millones de personas indefensas». En las primeras líneas del prólogo explica cuál era su estado de ánimo. «Como estadounidense de ascendencia alemana, me sentía avergonzado. Como judío, me sentía anonadado. Como periodista me fascinaba».

Así que decidió buscar respuesta, enfrentarse al problema cara a cara, sobre el terreno. En 1951, se instaló, con su mujer y sus hijos, durante un año en un pequeño pueblo alemán, como un vecino más. Eligió a diez hombres comunes, con el único requisito de que hubieran estado afiliados al Partido Nacionalsocialista: un ebanista, un conserje, un soldado, un oficinista de banca en paro, un panadero, un cobrador, un sastre, un profesor de secundaria y un policía.

Se presentó como un americano «que había ido a Alemania, como descendiente de alemanes, para dar a conocer en los Estados Unidos cómo había sido la vida de los alemanes corrientes bajo el nacionalsocialismo». A base de largas conversaciones sobre lo divino y lo humano, se ganó su confianza hasta el punto de considerarlos sus amigos.

«Ante cualquier análisis del nazismo», explica Mayer, «era la fascinación del periodista lo que prevalecía –o, como mínimo, predominaba– y me dejaba insatisfecho. Yo quería ver a ese hombre monstruoso, el nazi. Quería hablar con él y escucharle. Quería intentar entenderlo. Ambos éramos hombres, él y yo. Al rechazar la doctrina de la superioridad racial nazi, debía admitir que yo mismo hubiese podido ser como él; que lo que le llevó a tomar ese camino podría haberme impulsado a mí».

Ahí está la clave, en el «podría haberme pasado a mí». «Si lograba averiguar por qué había sido el nazi y cómo se volvió así –explica–, si era capaz de presentar su ejemplo ante algunos de mis semejantes y conseguía atraer su atención, podía convertirme en instrumento de aprendizaje para ellos (y para mí mismo) en la era de las dictaduras populares revolucionarias».

El periodista, afín al movimiento cuáquero, omitió a sus nuevos amigos dos datos esenciales. Que era judío y que los mandos de la oficina de desnazificación del Ejército norteamericano, que entonces aún ocupaba Alemania, le habían facilitado documentos confidenciales sobre las actividades de los diez elegidos. Dos omisiones que fueron muy criticadas y que Mayer justificó, aún con muchas dudas, como imprescindibles para conseguir testimonios lo más sinceros posible.

En el prólogo de su libro, editado por primera vez en español por la editorial Gatopardo, Milton Mayer confiesa que su larga relación con las creencias cuáqueras –inspiradas en el protestantismo– le sirvió de gran ayuda a la hora de «conocer de verdad» a sus nuevos amigos.

«Realmente creía que en cada uno de ellos había “una pizca de Dios” (…). Mi fe encontró esa “pizca de Dios” en mis amigos nazis. Mi entrenamiento periodístico fue capaz de encontrar en ellos algo más. Cada uno era una de las más maravillosas mezcolanzas de buenos y malos impulsos; sus vidas, una mezcla maravillosa de actos buenos y malos. Me caían bien. No podía evitarlo. Una y otra vez, mientras estaba sentado o paseaba con uno y otro de mis diez amigos, me sentí abrumado por la misma sensación que había entorpecido mis reportajes periodísticos en Chicago años atrás. Me caía bien Al Capone. Me gustaba cómo trataba a su madre. La trataba mucho mejor que yo a la mía».

Richard J. Evans, historiador y profesor británico en la Universidad de Cambridge y autor de una monumental trilogía sobre el III Reich (Editorial Península), escribe un esclarecedor epílogo de Creían que eran libres. En él, explica que, pese a que el autor había preparado un cuestionario de diez preguntas, al final no las formuló, sino que dejó que las cuestiones importantes fueran surgiendo espontáneamente en sus conversaciones.

El «método Mayer» consistió en hacer una serie de visitas sociales al hogar de cada sujeto –según relata Evans–, donde «invariablemente le invitaban a té o café, a veces a vino, e incluso en ocho ocasiones, a una comida». A veces, llevaba con él a sus hijos o a su propia mujer, lo que ofrecía una mayor espontaneidad y hacía que también participara la esposa del entrevistado, aportando otros puntos de vista.

«Cada entrevista –detalla– solía durar entre dos o tres horas, con un máximo de cuarenta horas y un mínimo de doce. Dada la austeridad reinante en Alemania en aquel tiempo, a veces les llevaba regalos. Al principio simbólicos, y luego más sustanciales, principalmente comida, llegando a gastarse un total de 2.000 marcos». Además, entregó 500 marcos a una familia que estaba en la miseria.

¿Qué se puede deducir de lo que le contaron los vecinos nazis al intruso? La mayoría admitieron que la deportación de los judíos estuvo mal y no acababan de creerse, o se escudaban en su ignorancia, cuando se les hablaba del Holocausto, que calificaban de propaganda del enemigo, lo que no obstaba para considerar a los judíos culpables de muchos de sus propios males.

Alegaban que la situación económica (paro, huelgas, inflación disparada) durante la República de Weimar era catastrófica y que con el ascenso al poder del nacional- socialismo todo cambió. Consideraban el comunismo un grave peligro que había que frenar, igual, por otra parte, que los americanos o los ingleses; de hecho, Hitler permitió a los comunistas participar en las elecciones para que restaran votos a los socialdemócratas. Se escudaban en la situación de guerra, circunstancia extraordinaria en la que los excesos resultan inevitables. En suma, años después de acabada la guerra, creían que Hitler había contribuido a mejorar las cosas.

Mayer publicó el resultado de su investigación por entregas en la revista Harper’s Magazine, pero tuvo dificultades para editarlo como libro, de hecho, tardaría cinco años en ver la luz. Se consideraba una frivolidad periodística, que sonaba demasiado a ficción. El propio Richard J. Evans, en el epílogo, reconoce que el libro sigue sonando a ficción. «Pero no lo es –sentencia–. Creían que eran libres no será un preciso ensayo académico, pero de lo que no cabe duda es de que, a través de las herramientas del periodismo, nos desvela las razones que dieron algunos alemanes para llegar a la barbarie que provocó el nazismo».

Desde la actualidad el libro sigue teniendo críticas. La principal, que no incluyera a mujeres entre los diez vecinos elegidos, cuando las mujeres tuvieron un papel destacado durante el régimen nazi. También, poca fiabilidad estadística, ya que el pueblo elegido no representaba con precisión estadística al conjunto de la nación alemana. No es un sesudo estudio sociológico, pero hoy sigue desasosegándonos y removiendo nuestras convicciones al leer los testimonios de aquellos ciudadanos corrientes, que aun creyendo sinceramente que eran libres, resultaron cómplices, por acción u omisión, del asesinato de seis millones de judíos. Sobre todo, que nos apelan preguntándonos que hubiéramos hecho nosotros en sus mismas circunstancias.

Periodista y editor de Nueva Revista. Es autor del ensayo "Los chicos de la prensa" (Nickel Odeón) y participa habitualmente en libros sobre cine de la editorial Notorious.