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Contaba Chesterton que nacer en una familia es, en realidad, la bienvenida a un cuento de hadas, un cuento en ocasiones terrorífico porque implica ceder el control y renunciar a veces a uno mismo: “Hay otra defensa de la familia que es posible y esa defensa es que la familia no es pacífica, ni agradable ni unánime”.

Se cumplen veinticinco años de la publicación de Las vírgenes suicidas, la primera novela de Jeffrey Eugenides, que narra el suicidio de las cinco hermanas Lisbon, beldades rubias, silenciosas y etéreas, perfectísimas novias del atormentado Holden Caulfield.

Lo que es una historia de por sí truculenta (el suicidio pactado de las hermanas sin motivos aparentemente suficientes) se suaviza al enmarcarse en una narración que posee un sentido del humor tierno y sutil. La parte trágica de la novela funciona para el lector como un señuelo, una mosca enganchada al sedal de una caña de pescar para atraerlo hacia el filo del cuchillo donde conviven los límites del deseo y la realidad. Y es que Eugenides sabe diseccionar como nadie la incompatibilidad de los anhelos de la adolescencia, que son plenos, infinitos y románticos, con los límites que va poniendo la propia existencia mientras uno va adentrándose en la edad adulta: nunca se volverán a tener los amigos de los doce años, el deseo efervescente de los veranos interminables, la capacidad innata para creer que los sueños serán a la vez eternos, reales e incorruptibles.

En un artículo publicado en El País con motivo del estreno de la adaptación cinematográfica de Las vírgenes suicidas, la primera película de Sofia Coppola y una adaptación completamente fiel del libro, el escritor Gustavo Martín Garzo se reservaba una gran columna para adentrar al lector y al espectador en el verdadero significado de la obra:

La película de Sofía Coppola habla de esa eterna disociación entre la realidad y el deseo que no ha dejado de torturar a los hombres, y que es sin duda el descubrimiento más doloroso a que se tienen que enfrentar los adolescentes en su tránsito hacia la edad adulta. Todos deben aceptar que esa vida a la que se encaminan es demasiado estrecha para albergar los anhelos que albergan en su interior. Tal es la enseñanza de la película de Sofia Coppola: la muerte de las tiernas vírgenes no se debe a un rechazo de la vida sino a un exceso de amor. Aman tanto la vida que no pueden soportar la idea de que esa verdad que ocultan nunca llegue a ser real.

La atmósfera en la que está enmarcada la historia, que se trasladó a la pantalla como una suicida más del relato, es una neblina ensoñadora a ratos irreal y a ratos asfixiante, que le va como anillo al dedo al deseo adolescente y hormonal de los narradores de la historia.

El pacto de suicidio de las hermanas, que va aclarándose en la historia como va aclarándose la neblina rosácea y veraniega de la película, será la excusa que servirá a Eugenides para sentar las bases de toda su literatura: la incomprensión del mundo, la necesidad de encontrar respuestas y la búsqueda de una identidad que siempre aparece difusa y perdida. La historia es, en realidad, una crónica casi periodística, donde los hechos finales sirven para desenredar un hilo cronológico, sentimental y social en el que la narración intenta desentrañar un suceso para el que los testigos no tienen ningún tipo de explicación, sólo conjeturas propias de un corrillo chismoso de un patio de vecinos.

Hay en Las Vírgenes Suicidas una reconstrucción tan minuciosa y a la vez elucubrada del comportamiento de las protagonistas que se asemeja mucho a la recreación forense y policial de un crimen, propia de las series norteamericanas que tanto arrasan en las televisiones actuales. Y quizás, todas esas pistas que nos van adentrando en la historia, todos los testigos que hablan e imaginan a las hermanas, que crean ese halo misterioso y a la vez casi infranqueable, no sean más que otro juego de máscaras, triquiñuelas convertidas en un elemento diferenciador que ha hecho del libro una auténtica historia de culto, una obra continuamente revisada, copiada, emulada, inspirando buena parte de la cultura de los últimos veinte años.

Peter Guttridge bien supo lo que hacía al afirmar en su reseña sobre el libro en el diario The Independent en 1993 que el prácticamente desconocido Eugenides podría ser uno de los próximos grandes escritores de la literatura contemporánea . Lo que el crítico entonces fue incapaz de imaginar es que el libro se convertiría en casi un tesoro que pasa a escondidas como si fuera un secreto y que, también gracias a la película que dirigió Sofia Coppola sobre la historia, acabaría por crear una religión, un grupo de feligreses deslumbrados por los cabellos rubios, las faldas escocesas, las flores arrancadas y la literatura basada en la dificultad del cambio de la infancia a la vida adulta. Si hay algo que es común a toda la adolescencia es el sentimiento de lejanía con el mundo, lo complicado que es cualquier cambio a esa edad si además crece en un hogar puritano, reservado y austero, con horarios marcados, palabras prohibidas y largos de las faldas del uniforme acotados.

El adolescente como creador literario

Ya en su primera novela Eugenides dejó bien claro el interés de su obra, que no es otro que el cómo ser niña y cómo ser adolescente. En definitiva, cómo es empezar a ser una mujer, algo muy complicado desde dentro y mucho más oscuro e indescifrable desde fuera, tema abordado muchas veces desde la crítica feminista pero pocas desde la literatura, sobre todo aquella construida bajo la mano masculina.

Una de las singularidades de Las vírgenes suicidas frente a la corriente tradicional de la bildungsroman (en alemán, novela de iniciación) es que muy pocos aspectos de la construcción narrativa pertenecen al canon. No se llega a saber nada de las hermanas a través de ellas mismas, es un narrador coral en primera persona del plural el que dibuja a los protagonistas a través de los hechos acontecidos, de las declaraciones de terceros, de sus impresiones maduradas con el paso del tiempo y con recuerdos. Un narrador testigo, propio de un periódico de sucesos en el que el lector confía pese a sólo consigue reconocer sombras fugaces. En Las vírgenes suicidas no existe la aparición de ese egocentrismo autobiográfico tan propio de este tipo de historias; Eugenides vuelve a dar una vuelta de tuerca a la tradición en la novela de iniciación para suplantar ese egocentrismo adolescente natural por la manipulación, literariamente mucho más femenina.

Al final, en cualquier buena historia adolescente que se precie, el verdadero problema, el único e irremediable drama es el amor. Como si de un trío incomprendido se tratara o una comedia casi de enredos, está el amor no correspondido de los vecinos a las niñas, y el amor insostenible de las hermanas Lisbon hacia ellas mismas, en las que el engaño final conlleva a que el telón termine bajado sobre unos chicos adolescentes que comprenden muy tarde, con esa punzada dolorosa e incrédula del que se sabe víctima de una estafa mayúscula.

El amor adolescente está basado en el autoengaño casi místico, un rezo interior y desesperado en el que el resto de religiones apenas creen. El castigo termina siendo la incapacidad de olvido, el recuerdo latente de las cinco hermanas en las vidas de los muchachos después de tantos años, que siguen leyendo sus diarios y los recortes de los periódicos, convertidos en radiografías que esconden los síntomas de una enfermedad incurable o el misterio de un asesinato que la memoria no va a dejar que quede impune. Al final, lo único que queda de esa obsesión es un consuelo, agarrarse a un recuerdo como a un clavo ardiendo para no dejar escapar ese primer amor de juventud, que es tan ambiguo, tan intangible y tan desconcertante como la propia adolescencia.

Tan listo es Eugenides, tan perspicaz, que colocó la primera piedra de su obra en torno a la cuadratura del círculo; mientras las niñas buenas van al cielo y las malas están en todas partes, sólo él parece saber por qué las niñas bien nunca saben dónde ir.

Periodista y editora