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LA OBRA Y LA PERSONALIDAD del maestro Aalto manifiestan determinados contrastes con las de los otros arquitectos europeos pertenecientes a la llamada modernidad arquitectónica1. Estas diferencias habrían de manifestarse más agudamente con el paso del tiempo y especialmente tras la Segunda Guerra Mundial, cuando el conocido Movimiento Internacional sufrió su primera gran crisis; en ese punto de inflexión estaba en juego la evolución de la arquitectura del siglo XX. Las respuestas resultaron multiformes: desde el aparente inmovilismo —la cristalización—de una arquitectura pretendidamente intemporal como la de Mies van der Rohe, hasta la personalísima y cuasi-escultórica expresión del Le Corbusier de Ronchamp (1950-55) o Chandigarh (1950-64), casi opuesta a los presupuestos puristas esgrimidos en las décadas de los años veinte y treinta.


La personalidad y la obra del arquitecto americano Frank Lloyd Wright sufrieron mucho menos los avatares del paso de los años, en la medida en que supo mantener las distancias con las polémicas de sus colegas europeos2. Así, Wright cultivó una obra de marcada evolución, aunque siempre mucho más dependiente de factores internos a la propia obra y a los intereses del autor que de las tendencias generales de la arquitectura moderna.


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Este distanciamiento de la polémica pública es un posible primer punto común entre Lloyd Wright y Aalto. Se trata, en última instancia, de un cierto divorcio con la teoría, una postura sólo posible para los talentos más genuinos.


Y, sin embargo, es posible señalar que, tanto en la obra de Wright como en la de Alvar Aalto se encuentra —desde el principio— el germen de lo que finalmente habría de ser la salida de la crisis del Movimiento Moderno tras la guerra. De hecho, en los proyectos del arquitecto finlandés señalados más arriba, se pueden adivinar ciertos retazos comunes con la obra wrightiana y que podríamos enmarcar bajo el epígrafe común del organicismo.


También en común con el maestro de Wisconsin y en cierta oposición con las posturas fundacionales de la modernidad, cabe señalar en Aalto una especial sensibilidad por la materialidad de sus obras: la textura, el color, el peso, etc., esas categorías que tienden a particularizar el objeto arquitectónico en oposición al universalismo reclamado por el denominado —significativamente— Estilo Internacional. Viene al caso recordar el denuedo de Aalto para encontrar una respuesta individual para cada obra, alejándose así de las soluciones intercambiables.


Ese aprecio del material condujo a Aalto hacia una especial concepción de la industrialización, diferente de la uniformidad reclamada por el paradigma moderno; se trataba de reservar un papel a la creatividad del usuario3, que convertía a Aalto en un valedor de la cultura del bricolage, tan en boga en nuestros días.


Resulta igualmente significativo el hecho de que Aalto fuera, por encima de otras consideraciones, un arquitecto finlandés. Aalto proyectó y construyó en Alemania, en Dinamarca e incluso en Italia, pero carece prácticamente de obra fuera de Europa. Aalto siempre pensó en términos locales —periféricos—, aunque ese localismo incluyese algunos miles de kilómetros. El universo aaltiano resulta así geográficamente local. Podríamos anotarlo como una nueva negación del universal moderno.


El crítico griego Porphyrios destaca, tomando prestado el concepto de heterotopia del pensador Michael Foucault, la facilidad de Aalto para trabajar simultáneamente con diferentes familias formales. Especialmente patente se hace este extremo en el proyecto de la Casa de la Cultura de Helsinki (1958), conjunto proyectado para el minoritario partido
comunista finlandés, donde el conjunto se conforma mediante la integración de dos volúmenes que contrastan de forma desconcertante: uno es curvo; el otro, prismático; el primero cerámico, el segundo pétreo; uno claro, otro oscuro; el primero ciego, el segundo calado.


Esta capacidad de conformación de un todo a través de la incorporación de diferentes universos formales evoca el aprecio que entre pensadores y artistas de nuestros días se observa por la fragmentación, por la integración de lo diverso, que es propio de la mentalidad más genuinamente actual; es la categoría del todo vale.


Cabe también señalar como rasgo definidor de la obra de Aalto —e incluso de su personalidad— su capacidad para idear arquitecturas cuyos espacios resultan difícilmente aprehensibles con los métodos convencionales de representación. Así sucede en el extraordinario Pabellón de Finlandia en la Feria de Nueva York (1938-39)4, del que Bruno Zevi afirmó que «ninguna fotografía podría dar idea de la experiencia psicológica y estética experimentada por el que anda por la sala». Cabría citar también la sorprendente y original iglesia de Vuoksenniska, en Imatra (1958).


En este hecho cabe adivinar otro rasgo que aleja a Aalto del entorno de la modernidad ortodoxa: la dificultad —incapacidad— para comunicar sus ideas, sus proyectos o las categorías manejadas en los mismos. No es posible olvidar a este respecto que probablemente la consideración de esa incomunicabilidad de las categorías con las que Aalto se desenvolvía debieron pesar a la hora de rechazar definitivamente la oferta de formar parte del staff de profesores del Massachusets Institute of Technology en Boston, mientras muchos de sus colegas europeos estaban desembarcando tras la Segunda Guerra Mundial en las universidades americanas.


En apoyo de la misma tesis cabe señalar la insistencia de Aalto en negar importancia a la palabra escrita o hablada; se trataría de una desconfianza, casi patológica, del maestro finlandés en la teoría. Ciertamente, esta postura se encuentra muy próxima a la «negación de las grandes narrativas» para alcanzar el conocimiento postulada por Lyotard. En la actual situación del mundo, afirma el filósofo de la cultura posmoderna, ya no es posible legitimar el conocimiento apelando a grandes narrativas como la elaborada por los ilustrados del XVIII sobre la emancipación del género humano a través de la razón5.


Así, Aalto, en el célebre artículo de La trucha y el torrente de la montaña, publicado inicialmente en la revista Domus (1947), describía su propio proceso de proyectación como un desdoblamiento de dos mundos disjuntos. Por un lado, el estudio minucioso del programa funcional; por otro, tras abandonar momentáneamente aquel discurso, Aalto se entregaba a una cierta búsqueda inconsciente —o mejor, subconsciente—, de las formas, guiado por su instinto. De ese modo convocaba a los dos hemisferios del cerebro a una síntesis relativamente alejada del doctrinarismo racional-funcional moderno. Con esta metodología, Aalto se estaba sumando a los que negaban la dictadura de la razón, paradigma de la modernidad.


En el trasfondo de todos estos trazos puede hacerse una lectura de caracteres que pueden encuadrarse en lo que ha venido a denominarse la posmodernidad cultural, y que autores como Baudrillard o el propio Lyotard consideran el muelle de desembarco de la maltrecha y agotada era moderna.


Esta consideración obligaría a una revisión de las categorías empleadas para clasificar la arquitectura del siglo XX. Lejos quedan oportunistas arquitecturas de muy inferior calado pero cuyos autores han sabido acercar al ascua de una civilización emergente, consiguiendo el perverso efecto de manchar el nombre y taponar la salida a la crisis que todavía tambalea los cimientos de la cultura occidental.


Para terminar, y con el ánimo de señalar la importancia de Aalto en la configuración, no meramente arquitectónica, de nuestro agitado fin de siglo, recordaré las dos almas del mundo moderno de las que habla Pinillos6. Una es la razón encargada de que cada individuo ocupe su lugar exacto en el sistema. La otra no es sino un corazón que aspira a latir en libertad. Si hay algo que se ha puesto de manifiesto en el profundo debate de la posmodernidad cultural —no exclusivamente arquitectónica—, es que un alma ha crecido a expensas de la otra, y que la humanidad necesita de las dos. Al mundo en que vivimos le falta corazón. Sin él nunca saldrá del laberinto en que entró con la modernidad.


A los cien años de su nacimiento, la obra aaltiana late cada día con mayor fuerza.


NOTAS


1 Cabe señalar la extraordinaria afinidad de Alvar Aalto con el norteamericano Frank Lloyd Wright, no sólo en lo referido al temprano organicismo —a la postre, la salida de la primera gran crisis del Movimiento Moderno—, sino también en esa proximidad de sensibilidades que se manifiesta en el aprecio por lo local y en la consecuente negación de la incondicional internacionalidad de la nueva arquitectura.
2 Cfr. MB Teresa Muñoz, La otra arquitectura orgánica, Molly Editorial, Madrid, 1995, p. 20.
3 Aalto se refiere en diferentes ocasiones de su obra escrita al tiny man, el «hombrecillo», en expresión que ilustra su afán de protección del usuario de sus arquitecturas, frente al soberbio desprecio de a tros maestros modernos. Cfr., v. gr., Art and Technology. Inaugural Lecture of the Finish Academy, 1955, publicado en A. Ruusuvuori, Alvar Aalto, 1898-1976, Helsinki, 1981, p. 114.
4 Es sabido que Aalto obtuvo en este concurso los tres primeros premios (uno de ellos, al parecer, era una propuesta de Aino enviada sin el consentimiento de su marido). Por lo dicho en el texto, gran parte del mérito debe asignarse a un jurado que supo entender la genialidad arquitectónica de un proyecto difícilmente comprensible en una representación convencional.
5 Cfr. G. Bennington, Lyotard. Writing the Event, Manchester, University Press, 1988. También puede resultar útil Andrew Benjamín, The Lyotard Reader, Blackwell, Oxford, 1989. Sobre el concepto de superación de las grandes narrativas, cfr. J. F. Lyotard, La condition post-moderne. Rapport sur le savoir, Editians de Minuit, París, 1979; traducción española en Cátedra, Madrid, 1989.
6 Cfr. J. L. Pinillos, El corazón del laberinto. Crónica del fin de una época, Espasa-Calpe, Madrid, 1997, p. 340.