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Cervantes es nuestro clásico de los clásicos por autor del Quijote, su libro lo es porque nos pone ante un problema humano eterno. Como recuerda Ciriaco Morón, la antropología de la época enseñaba que «el entendimiento tiene dos funciones: la inventiva, que es el ingenio, y la facultad de selección y disposición, que es el juicio. La locura de don Quijote (el ingenioso hidalgo) consiste en que le queda suelto el ingenio —la capacidad de imaginar e ilusionarse— porque pierde el juicio, o sea, la capacidad de distinguir entre ilusión y realidad». Es decir, si los seres humanos nos dejamos llevar por la tentación de desvincularnos de la realidad, lo único que provocamos son catástrofes. Veamos.

Cuando, tras los preliminares, ya en el capítulo IV encuentra don Quijote a Juan Haldudo azotando a su criado, el joven Andrés, la mirada irónica que caracteriza la novela y enfoca al hidalgo pone de relieve que cada afirmación que hace es, en la realidad, lo contrario. Don Quijote ordena que el labrador se vaya con el chico y le pague cuanto le debe:

—(…) Pagadle luego sin más replica; si no, por el Dios que nos rige que os concluya y aniquile en este punto. Desatadlo luego.

El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra, desató a su criado, al cual preguntó don Quijote que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve meses a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que montaban sesenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los desembolsase, si no quería morir por ello. Respondió el medroso villano que para el paso en que estaba (…).

—El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dineros: véngase Andrés conmigo a mi casa, que yo se los pagaré un real sobre otro.

—¿Irme yo con él —dijo el muchacho— más? ¡Mal año! No, señor, ni por pienso; porque en viéndome solo, me desuelle como a un san Bartolomé.

—No hará tal —replicó don Quijote—: basta que yo se lo mande para que me tenga respeto; y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha recebido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga.

—Mire vuestra merced, señor, lo que dice —dijo el muchacho—, que este mi amo no es caballero ni ha recebido orden de caballería alguna; que es Juan Haldudo el rico, el vecino del Quintanar.

—Importa poco eso —respondió don Quijote—; que Haldudos puede haber caballeros; cuanto más que cada uno es hijo de sus obras.

—Así es verdad —dijo Andrés— , pero este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues me niega mi soldada y mi sudor y trabajo?

—No niego, hermano Andrés —respondió el labrador—; y hacedme placer de veniros conmigo; que yo juro por todas las órdenes que de caballerías hay en el mundo de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados.

—Del sahumerio os hago gracia —dijo don Quijote—; dádselos en reales, que con eso me contento (…). Y en diciendo esto, picó a su rocinante, y en breve espacio se apartó dellos (…).

Y sabemos lo que ocurrió:

«Y, asiéndole del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos azotes, que le dejó por muerto» (I, IV, pp. 49-51).

En el capítulo XXXI de la misma primera parte vuelve a encontrarse don Quijote con el joven Andrés, quien termina por decirle:

—Por amor de Dios, señor caballero andante, que si otra vez me encontrare, aunque vean que me hacen pedazos, no me socorra ni ayude, sino déjeme con mi desgracia, que no será tanta, que no sea mayor que la que me vendrá de su ayuda de vuestra merced… (I, XXXI, p. 319).

El buen talante sin talento conduce al desastre

Y, como sabemos, tal comportamiento no solo acarrea nefastos resultados en lo que podríamos llamar plano social, sino que perjudica en primer lugar a la persona que lo protagoniza. El archiconocido episodio de los molinos lo pone de relieve:

—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.

—Aquellos que allí ves —respondió su amo—, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.

—Mire vuestra merced —respondió Sancho—, que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.

—Bien parece —respondió don Quijote—, que no estás cursado en esto de las aventuras… (I, VIII, p. 75).

Y nuestro caballero, que no hace caso a Sancho Panza, terminó «rodando, muy maltrecho, por el campo», lo que se convertirá en estampa habitual de su destino.

La inmensa mayor parte de los problemas personales nos los creamos nosotros mismos.

La ironía de Cervantes

Pero ¿cuáles son las virtudes del Quijote para que la transmisión de estas experiencias, elementales y profundas, se conviertan en obra de arte? Una vez más, con motivos de los últimos centenarios (de la primera y segunda parte del Quijote, de la muerte del autor) se ha dicho de todo: hay quien ha afirmado la importancia que tiene la aplicación de las recetas de la retórica de su tiempo en la construcción de la obra; hay quien ha puesto de relieve la capacidad figurativa (la poética), tanto más cuanto que el tropo de la ironía resulta ser el motor de ese género, «novela moderna», que inaugura; hay quien ha repetido hasta la saciedad, interpretando la ironía como relativismo y antífrasis, que es su condición de adelantado de los tiempos posmodernos lo que otorga al Cervantes del Quijote su marchamo de autor universal.

Desde luego, más allá de las ironías concretas, el Quijote supone una opción abarcadora de la mirada irónica, que lo constituye, en efecto, como obra irónica en sí. Al instaurar como fábula una búsqueda degradada de un héroe también degradado (Lukács), es decir, el acometer la búsqueda de ideales caballerescos, impensables e imposibles en una convención de ficción realista que, además, han de ser llevados a cabo por alguien que ha perdido el juicio, nos encontramos con una obra irónica en estado puro, con una mirada que tiñe de irónico lo que nunca hubiéramos pensado que lo fuera y que, a su vez, se nutre y se refuerza por la constante y eficaz presencia de ironías. Es verdad.

Cervantes no es posmoderno

Pero esto no otorga al Quijote una intención relativista. En cuanto a su posición ideológica, no nos está permitido leerlo ni siquiera en claves ideológicas de Erasmo de Rotterdam. El sentido de la obra, como había sostenido ya en Nuevas meditaciones del Quijote Morón Arroyo (1976), no podría ser otro que la filosofía y la teología escolástica. No hay rasgos en la obra que acrediten mínimamente una intentio operis protestante, erasmista o crítica con la Iglesia en algún sentido. Un rápido repaso de los posible loci conflictivos nos lo hará patente.

Don Quijote confecciona el bálsamo de Fierabrás con aceite, sal, vino y romero y reza sobre la alcuza «más de ochenta paternóster y otras tantas avemarías, salves y credos, y a cada palabra acompañaba una cruz a modo de bendición» (I, XVII, p. 149). Incluso si imaginamos que con este cuadro se critica alguna de las ceremonias populares de la Iglesia de su tiempo, no se puede hablar de «erasmismo», ya que es la propia Iglesia católica la que prohibía por entonces en los Índices inquisitoriales oraciones y prácticas seudorreligiosas.

Sancho prefiere no buscar al dueño de la bolsa de escudos encontrada, sino apropiarse de los escudos «de buena fe», a no ser que su dueño aparezca «por otra vía menos curiosa y diligente» (I, XXIII, p. 217). En cambio, según don Quijote, si tienen sospecha razonable de que el hombre que han visto puede ser el dueño y no lo buscan, están cometiendo un hurto. La posible ironía del pasaje ilumina la condición de Sancho, pero no perturba la consistencia de la doctrina.

Don Quijote le dice a Sancho que los caballeros andantes sirven a su dama «sin esperar otro premio de sus muchos y buenos deseos sino que ella se contente de aceptarlos por sus caballeros». «—Con esa manera de amor —dijo Sancho— he oído yo que se ha de amar a Nuestro Señor, por sí solo, sin que nos muevan esperanzas de gloria o temor de pena» (I, XXXI, p. 316). De nuevo, la ironía no alcanza aquí a la doctrina del dolor de contrición, sino a las contradicciones que existen entre los libros de caballería y el catecismo católico, contradicciones, por cierto, de las que don Quijote no sabe salir y le obligan a imprimir un giro a la conversación.

En la «Historia del cautivo» (capítulos XXXIX-XLI), Márquez Villanueva y otros han visto a Zoraida como taimada, insincera e inhumana. Morón ilustra la imposibilidad de hacer esa lectura desde el texto mismo: «Zoraida se expone a la muerte, se desgarra teniendo que abandonar a su padre por seguir la voz de Dios, y renuncia a toda comodidad humana (…). No solo no hay ambigüedad, sino que hay una conversión transformadora de la persona». Me parece que la afirmación es incontrovertible.

El plan de vida de don Diego de Miranda le resulta a Sancho propio de un santo, pero a Bataillon se le ha antojado, salvo dos rasgos, erasmiano. Se trata de este extenso parlamento de don Diego de Miranda:

«Paso la vida con mi mujer y con mis hijos y con mis amigos; mis ejercicios son el de la caza y pesca, pero no mantengo ni halcón, ni galgos, sino algún perdigón manso o algún hurón atrevido. Tengo hasta seis docenas de libros, cuáles de romance y cuáles de latín, de historia algunos y de devoción, otros; los de caballería aún no han entrado por los umbrales de mis puertas. Hojeo más los que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento, que deleiten con el lenguaje y admiren y suspendan con la invención, puesto que de estos hay muy pocos en España. Alguna vez como con mis vecinos y amigos, y muchas veces los convido; son mis convites limpios y aseados y no nada escasos; ni gusto de murmurar ni consiento que delante de mí se murmure; no escudriño las vidas ajenas ni soy lince de los hechos de los otros; oigo misa cada día, reparto de mis bienes con los pobres, sin hacer alarde de las buenas obras, por no dar entrada en mi corazón a la hipocresía y vanagloria, enemigos que blandamente se apoderan del corazón más recatado; procuro poner en paz los que sé que están desavenidos; soy devoto de Nuestra Señora y confío siempre en la misericordia infinita de Dios Nuestro Señor». (II, XVI, p. 664).

Volvemos a tener que estar de acuerdo con Morón cuando dice que los dos rasgos no erasmistas según Bataillon, oír misa y ser devoto de la Virgen, son más que suficientes para caracterizar el texto como católico ortodoxo. Todo lo demás, es común al cristianismo, erasmista o no.

En el parlamento que están sosteniendo don Quijote y Sancho al final del capítulo VIII de la segunda parte, aflora el debate en torno a la superioridad del estado religioso sobre el estado seglar:

«Así que, señor mío, más vale ser humilde frailecito de cualquier orden que sea, que valiente y andante caballero; más alcanzan con Dios dos docenas de disciplinas que dos mil lanzadas, ora las den a gigantes, ora a vestiglos o a endriagos. —Todo eso es así, respondió don Quijote; pero no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo; religión es la caballería, caballeros santos hay en la gloria. —Sí, respondió Sancho; pero yo he oído decir que hay más frailes en el cielo que caballeros andantes. —Eso es, respondió don Quijote, porque es mayor el número de religiosos que el de los caballeros. —Muchos son los andantes, dijo Sancho. —Muchos, respondió don Quijote; pero pocos los que merecen nombre de caballeros.» (II, VIII, p. 608).

Esta doctrina, que había sido puesta en entredicho por Erasmo, se especifica en boca del caballero de manera católicamente inobjetable, afirmando 1) que es así, 2) pero que no todos podemos ser frailes, 3) que caballeros santos hay en la gloria y, si no hay más, no será por su condición de andantes, sino por su falta de coherencia, o sea, por no ser verdaderos caballeros.

El catecismo de Trento (II, VIII, 12) enseña: «Pues ahora, propagado ya el género humano, no hay ley alguna que obligue a nadie a casarse, sino que por el contrario, se recomienda con sumo cuidado la virginidad, y en las Sagradas Letras se aconseja a todos, por ser más excelente que el estado matrimonial, y contener en sí mayor perfección y santidad».

Y por si fuera poca la consonancia de los textos, recuérdese que ya en el capítulo XIII de la primera parte había surgido la cuestión. Vivaldo, caminando hacia el entierro de Grisóstomo, intenta provocar que don Quijote siga hablando de su divertida locura, diciéndole que ni la profesión de los frailes cartujos es tan estrecha como la de caballero andante. Y aquí parece que se dispara el caballero:

«Tan estrecha bien podría ser, respondió nuestro don Quijote; pero tan necesaria en el mundo, no estoy en dos dedos de ponerlo en duda. Porque si va a decir verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su capitán le manda, que el mismo capitán que se lo ordena. Quiero decir que los religiosos con toda paz y sosiego piden al cielo el bien de la tierra; pero los soldados y caballeros ponemos en ejecución lo que ellos nos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas, no debajo de cubierta, sino a cielo abierto, puestos por blancos de los insufribles rayos del sol en el verano, y de los erizados hielos del invierno. Así que somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia… (p. 112)».

Pues bien, ni puesto en el disparadero, el discurso quijotesco permite la menor contradicción con la ortodoxia tridentina. Y así, concluye: «No quiero yo decir, ni me pasa por el pensamiento, que es tan buen estado el de caballero andante como el de encerrado religioso; solo quiero inferir por lo que yo padezco, que sin duda es más trabajoso y más aporreado…» (I, XIII, p. 78)1.

En cuanto al Decreto sobre la Justificación, medular en el concilio de Trento, el Quijote sustenta inequívocamente la doctrina conciliar del libre arbitrio. En el capítulo II.6 don Quijote afirmará que tiene «más armas que letras y nací, según me inclino a las armas, debajo de la influencia del planeta Marte; así que casi me es forzoso seguir por su camino». El oportuno «casi» libera la afirmación de cualquier sospecha de determinismo. Nadie lo ha puesto en duda nunca.

Su ironía no permite leer el Quijote en las claves críticas de los lenguajes culturales de la posmodernidad. El Quijote está ahí. Con sus verdades eternas y sus rasgos de época. Y sea cual sea la iluminación o confrontación que su texto ofrezca a cada lectura contemporánea, el horizonte que ofrece es el de la cultura tridentina y no cabe duda de que su autor de papel (el que se deriva de la lectura), aunque también el Cervantes de carne y hueso, está convencido de la verdad del Concilio de Trento.

Está bien que cada año celebremos a Cervantes, está bien que con cualquier ocasión recordemos el Quijote, está bien que siempre lo abrillantemos con barniz o le quitemos capas anteriores que lo están deformando, está bien que la obra clásica sea punto de referencia para la acción o reacción de múltiples lecturas, pero, a mi juicio, no tiene ningún sentido que el punto de partida sea otro que el de la lectura de un Quijote escrito por Cervantes en español, lengua y cultura, del siglo XVII. Otro Cervantes, pese a quien pese (lo siento por los infinitos américos castros), no ha existido jamás.

NOTAS

1 Siempre cabrán, claro, las lecturas panfletarias. Véase, por ejemplo, el siguiente comentario de Simón Cerrejón: «De esto a decir que los frailes no han hecho nunca falta y que, por tanto, son innecesarios, no hay ni un paso siquiera. Vayan convenciéndose de lo contrario los que creen a pie juntillas en eso del fervor católico y la sumisión a la Iglesia de nuestro autor» (Anticlericalismo del «Quijote», Madrid, Imp. La Itálica, 1884, p. 33).

Especialista en Análisis del Discurso, ha sido catedrático de Gramática General y Crítica Literaria de la Universidad de Sevilla y profesor de investigación del Instituto de la Lengua Española (Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Madrid). Director de «Revista de Literatura» (CSIC) y editor-director de «Nueva Revista» (UNIR). Académico correspondiente de la Academia Argentina de Letras, Academia Chilena de la Lengua y Academia Nacional de Letras del Uruguay. Premio Internacional Menéndez Pelayo.