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Yo sabía bien que este hombre frío y calvo había viajado por tierras de Aben-Hamet (sic) y del Cid, por el país de la Alhambra y de las corridas de toros… Así que me acerqué a él con deferencia y amabilidad fingidas y le pregunté: «Por favor, Vasili Petróvich, dígame con toda sinceridad: ¿de verdad ha estado usted en España?». K.N. Léontiev, Souvenir des années 1831-1868.

Cuando aquella tórrida mañana del 11 de agosto de 1845 Vasili Petróvich Botkin ponía por primera vez pie en suelo español, contaba en su haber con una amplia experiencia de viajes. El próspero negocio paterno -el té importado por don Piotr Kononovich Botkin hervía en los samovares de media Rusia- había permitido a Vasili Petróvich y a sus trece hermanos una muy ventajosa vida al viejo estilo burgués. Dmitri Botkin, su hermano, se hizo coleccionista de pintura; Serguéi, célebre médico, fundó la primera clínica que existió jamás en Rusia; Mijaíl, académico de Bellas Artes, poseía una valiosa colección de esmaltes bizantinos, una pequeña parte de los cuales se admira hoy en el museo Lázaro Galdiano, de Madrid; su hermana Maria casó con Fet, el poeta, y otra, Anna, con P. L. Pikouline, un afamado profesor de Medicina en la universidad Lomonósova de Moscú.

Vasili Petróvich no hizo carrera académica, como alguno de sus hermanos y un cuñado; ni siquiera acabó los estudios en el pensionado Kriajev, una de las mejores escuelas privadas de Rusia, de la que su padre le sacó antes de que pudiera concluir los estudios de secundaria para ponerlo al frente del negocio de hierbas.

Aquel abortado ciclo de aprendizaje había bastado, sin embargo, para revelar en Vasili Petróvich notables facultades para la música y la pintura, dos aficiones que seguiría cultivando en el seno de aquella familia tan dotada, según toda evidencia, para la belleza. En algo, sin embargo, había descollado el joven Vasili de un modo sobresaliente: el cielo le dotó de una inusitada facilidad para aprender idiomas. A la edad de dieciocho años, aquel imberbe director de la próspera casa Botkin hablaba alemán, francés, italiano, español e inglés a la perfección.

Tal facilidad para acceder a una muy variada fuente de lecturas aumentó en él el amor por las letras. Su joven inteligencia se admiraba de la diversidad de las costumbres humanas, a la vez que su viva imaginación pintaba con brillantes colores los detalles apenas abocetados en los relatos extranjeros. Aquellas lecturas engendraron en él una gran pasión, la salamandra que moró en el fuego inextinguible de sus días: para aquel que fue primero tratante de té y posteriormente uno de los críticos, traductores y eruditos más notables de la primera mitad del siglo XIX ruso, nada resultó tan reconfortante, tan aleccionador y, a la postre, tan necesario como hacer viajes.

En 1835 salió por primera vez fuera de los dominios del emperador Alejandro, para marchar a Londres y a París y recorrer luego Italia de arriba abajo. De aquel primer viaje al Mediterráneo, confesó, regresaba a los plúmbeos cielos patrios «enfermo de tanta belleza».

El 1 de septiembre de 1843 unió su suerte con la de ArmenceIsmérie Rouillard, una joven y coqueta modista de Péronne, con la que embarcó a París en luna de miel. En los astros estaba escrito, sin embargo, que aquel viaje resultaría desgraciado. El camarote que había de celar las delicias de los amantes se hizo testigo de severas desavenencias, tales que precipitaron la separación de los cónyuges apenas un mes más tarde.

Botkin buscó consuelo en los efectos de un clima más meridional, viajando por Italia durante los primeros meses de 1844.

Cuando, al año siguiente, la mañana del 11 de agosto de 1845, Vasili Petróvich Botkin ponía por primera vez pie en suelo español, contaba en efecto con una amplia experiencia viajera. Entró por Hendaya a nuestra tierra, marchó a Vitoria y, por Burgos, llegó a Madrid. Las cartas de presentación que traía le granjearon un hospitalario recibimiento en la villa y corte. De Madrid viajó al sur, atravesando la Mancha. Llegó a Córdoba, conoció Cádiz, Sevilla, Málaga, llegó hasta Tánger. Las incidencias del viaje, las impresiones en su espíritu de paisajes y ciudades; los tipos humanos que conoció en ellas, las costumbres que veía respetaban; los museos de pintura en nuestras ciudades, lo toros lidiados en nuestras plazas; las comidas que probó, las coplas y canciones que escuchó a campesinos, a mancebos y doncellas; de la historia y del destino político de un pueblo mal conocido en Europa, según él, perseguido en todo caso por una «leyenda negra» de la que el mismo Botkin no estaba del todo a salvo: de todo ello dejó brillante constancia escrita en unos documentos que, con el nombre de Cartas sobre España, aparecieron publicados entre 1847 y 1849 en la revista petersburguesa El Contemporáneo, y que como volumen aparte desde 185 7, hicieron célebre a aquel mercader de té: Botkin era el único hombre de la Rusia culta que parecía haber estado en España.

Casi al mismo tiempo que las Cartas de Botkin aparecían en San Petersburgo otras cartas, firmadas por Nikolái V. Gógol y que, precedidas de un «Testamento» y editadas en forma de capítulos independientes, llevaban por título Una selección de la correspondencia con mis amigos (1847). Uno de aquellos capítulos se titulaba «Es necesario viajar por Rusia», y en él defendía el autor de Las almas muertas lo mucho que convenía a todo escritor viajar por su país, rozarse con los propios conciudadanos. Hace apenas unos años, todavía Solzhenitsyn regresó de su exilio americano, recién liquidado el régimen soviético que le había expulsado, a su patria, e inició un viaje en el Estrecho de Bering que concluiría, meses después, en la Rusia Blanca: así se atienden todavía en Rusia los consejos de Gógol.

Vasili P. Botkin podría haber escrito un artículo bajo el título «Es necesario viajar por Europa». Tal afirmación habría sido oportuna en aquel momento, cuando Gógol, recién publicada su selección de cartas en San Petersburgo, se encontraba de hecho bien lejos de Rusia y de Europa, rumbo nada menos que a Tierra Santa. Botkin no escribió aquel artículo; en su lugar lo hizo el crítico, amigo personal suyo y compañero de armas en las batallas por el progreso social, Vissarión Belinski, en una conocida carta dirigida a Gógol en la que reprochaba al novelista las que Belinski consideraba sus muchas extravagancias espirituales. No; tras su viaje por España, Botkin emprendió tantos otros por Europa que, con hechos más que con palabras, se anticipó a lo que hoy consideraríamos el perfil cabal de un ciudadano europeo.

En 1846 Botkin viajó a París, Alemania, Italia y Suiza. Conoció a Víctor Hugo, a Iván Turguénev, a Pável Annenkov. Ellos fueron sus interlocutores a la hora de analizar la literatura y la filosofía alemanas de la época, lo mismo que las personalidades que descollaban en las letras -Georges Sand, por ejemplo-. Trazas de aquellos encuentros las encontramos en los numerosos ensayos que Botkin consagró luego a la literatura y al pensamiento europeos.

En 1857 inició un viaje que le llevaría a Austria, Italia, Suiza y Francia. Allí recaló antes de volver a Italia; regresó a París, cruzó el Canal, se estableció en Londres, luego en la isla de Wight, regresó a París y, un año después de haber partido, volvió a Rusia por Alemania.

Numerosas ciudades le acogieron entre 1859 y mayo de 1862: Berlín, Bruselas, Calais, Londres, la isla de Wight otra vez, París, Florencia, París de nuevo, Roma, París, Marsella, París.

Entre agosto de 1862 y abril de 1863 sus estancias en el extranjero se repartieron entre Alemania y París. Hacía crítica musical; escribió sobre la opera alemana, la ópera italiana, sobre Beethoven, sobre Chopin, sobre Litz.

En 1846 vivió en Viena, Trieste, Venecia, París y BadenBaden. Al año siguiente se desplazó a Italia, Suiza, París y Berlín. En 1866 volvió a Viena y a Badén, antes de regresar a París. En mayo de 1867 inició un nuevo periplo en París, de allí marchó a Viena, a Alemania, a París de nuevo, a Londres y concluyó, en octubre, otra vez en París. Un año después, en abril de 1868, emprendió viaje a Alemania, París, Roma y la isla de Ischia. En septiembre de 1869 recalaba en San Petersburgo.

El 10 de octrubre de 1869 Vasili Petróvich inició el que sería su último viaje. Tomó una troika hasta la plaza de los Decembristas; la niebla envolvía la cúpula de San Isaacs; hacía frío. Echó una mirada a la imponente estatua de Pedro I el Grande y, con un gesto, se despidió de ella. Tenía que abrirse paso por entre la densa bruma, adherida a la superficie rizada del Neva. Botkin marchaba con paso firme hacia aquel cálido, apenas conocido país de gentes buenas, gobernadas, como decían, por un hermoso zar, sereno y libre.

Sobre la mesa del escritorio, junto a la cama donde se velaban los restos de Botkin, reposaba abierto su álbum de viaje. Junto a la divisa de Leonardo: «Comprender para amar», Vasili Petróvich había escrito a lápiz: «No es propio del espíritu hablar con brillantez y lógica, sino amar y comprender».

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Quiero expresar mi agradecimiento a Svieta Maliavina, profesora de la Universidad Complutense, que acogió con entusiasmo la idea de traducir estas cartas de Botkin, a pesar del poco tiempo que le ofrecíamos para hacerlo. El que haya cumplido su promesa en un tiempo absolutamente récord, con no pequeño sacrifico, en nada ha hecho disminuir la calidad de la traducción que se presenta a continuación. El texto original está tomado de la edición de las Cartas sobre España de la Editorial Nauka de San Petersburgo (Leningrado), del año 1976, a cargo de B. F. Egórov. Las numerosas palabras y expresiones que Botkin emplea en español en el original ruso, aparecerán entre comillas altas (altas) en nuestro texto. Emplearemos la misma notación para indicar las palabras francesas o italianas que aparecen como tales en el original. Las palabras que en el texto ruso aparecen en cursiva, permanecen en cursiva en nuestra traducción, lo mismo que las expresiones que aparecen entre comillas de galón («galón»).

Cartas sobre España

I

Inútil mencionar con qué curiosidad cruzaba yo la frontera de España, con qué atención ansiosa llegué a Irún, la primera ciudad española, donde nuestra diligencia se había detenido para que pudiéramos desayunar. Esta fue la última parada con los caballos franceses. En Irún nuestra diligencia recibió el atelaje español: diez mulos hermosos y fuertes. Es divertido ver cómo los españoles los cuidan: toda la parte trasera es afeitada, las crines llenas de lazos, sobre la cabeza un alto penacho de lana multicolor. Aquí mismo, en la parte de arriba de nuestra diligencia se cargaron una docena de rifles y trabucos (una especie de mosquetes), entre los cuales se instalaron dos soldados para disparar en caso de que atacaran los bandoleros. Por más incrédulo que seas acerca de todos los rumores y cuentos sobre los bandoleros, cuando se arma la diligencia como un castillo móvil, sin querer piensas en ellos. En la diligencia mis compañeros me habían aconsejado que, cuando viajara por España, llevara la cantidad de dinero en efectivo justa para ir de una gran ciudad a otra, unos 200 ó 300 francos, y que el resto del dinero lo llevara en letras de cambio; estos 300 francos son necesarios también para deshacerse de los malos tratos de los bandoleros, los cuales, en caso de que el viajero no tuviera nada de dinero o su cantidad fuera muy poca, descargan su insatisfacción moliéndole a palos. Irún me dio a conocer la cocina española: todo el desayuno fue preparado con un aceite pésimo que apestaba, como aquel que solemos llamar aceite de madera. Sin embargo, mis compañeros españoles se alegraron al verlo, diciendo que no habían podido tomar aceite de oliva en Francia: aquél no les olía a aceite. Aquí fue donde vi la clásica gabardina española (capa); los campesinos, sombríos y tranquilos, envueltos en sus capas marrones, miraban pasar la diligencia. Ni en sus movimientos ni en sus miradas se descubría aquella curiosidad viva, con la cual un sureño -un italiano, por ejemplo- recibe cualquier calesa pasajera y enseguida se acerca a ella. Esta manera serena y majestuosa de los españoles impresiona aún más después de la vivacidad y desenvoltura francesas. Lo de «Il ny a plus de Pyrénées» de Luis XIV muestra tan sólo que el llamado Gran Rey no tenía ni idea acerca de España. ¡Nunca la naturaleza y las costumbres separaron dos países con mayor profundidad!

El camino hasta Vitoria es pintoresco y triste: hay pocos pueblos, de vez en cuando, en los montes, se ven unas casas solitarias, grandes y semiderruidas. Al español no le gusta encogerse, vive de forma sórdida, pobre, pero con espacio. ¡Y qué abandonado está todo, por todas partes aún se ven los vestigios de la guerra civil! En algunas aldeas hay casas reforzadas a toda prisa, en unas se ven huellas de balas y proyectiles; otras están con los tejados medio derruidos. Las posadas (ventas) grasientas, solitarias, no han cambiado en absoluto desde los tiempos de las peregrinaciones de don Quijote: la misma sala grande, al estilo de un granero, apoyada en unas columnas gruesas; en lugar de sillas hay un banco de piedra incrustado en la pared; en medio, una chimenea enorme, cuyo humo sale por un agujero hecho en un techo cónico. Allí no me atreví a pedir nada, excepto vino, pero también apestaba insoportablemente al cuero de la bota… ¡Francia está tan sólo a 30 millas, pero podríamos pensar que son 2000!

En Vitoria pasamos la noche. Durante unas tres horas vagué por la ciudad y no la encontré en absoluto interesante. En una plaza vi una iglesia muy bonita, entré dentro… se usaba como un almacén para guardar trigo. Un hombre que se encontraba allí me explicó que la iglesia había pertenecido al monasterio. Cuando en España los monasterios fueron suprimidos y los monjes sacados de ellos, los monasterios, junto con sus tierras, pasaron a ser propiedad del Estado y se vendieron en subasta. De esta forma aquella iglesia acabó su camino terrenal convirtiéndose en un granero. Su dueño actual ni siquiera se había esforzado en limpiarla: tan sólo había amontonado en un rincón los pintados bustos de los santos. ¡Dios mío, acaso es posible pensar y soñar en la vieja España católica, en la España de los romanceros, cuando apenas ha dado uno el primer paso sobre su suelo y la España moderna le salta a los ojos de una forma tan brutal! A propósito, debo anotar que aquí los protestantes hasta ahora están privados del derecho a tener su propia iglesia, y aparte del templo católico, en España no puede haber ningún otro. Es una de esas numerosas y salvajes contradicciones que pueden, de alguna manera, servir de clave para entender la situación actual de España.

Hasta Vitoria el camino pasa por los lugares más pintorescos. ¡Qué naturaleza tan maravillosa y triste! Los pueblos son poco frecuentes y uno no puede imaginar qué aspecto tan sombrío tienen. En las ciudades pocas son las casas que carecen de un escudo enorme a la entrada: hay pocos vascos que no se consideren nobles. Vitoria es la ciudad más importante de la provincia de Álava, que junto con Vizcaya y Guipúzcoa constituyen las llamadas provincias vascongadas. Éstas son las que con coraje habían apoyado a Don Carlos […].

Desde hace mucho tiempo ha sido proverbial la belleza de España; desde antaño los poetas cantan sus naranjales y limoneros… Pero, ¡ay!, éste es otro de los errores existentes acerca de España. Aunque tal vez unos cientos de años atrás haya sido distinto, ahora es imposible imaginarse algo más triste que esta naturaleza. Pero esta tristeza es extraordinariamente grandiosa. Imagínese que en ningún sitio se encuentra un árbol, los campos están bordeados por arbustos de romero; de vez en cuando surgen unas pequeñas aldeas sin vegetación, pintadas de color arcilla oscuro, y estas aldeas son tan poco frecuentes que, cuando te encuentras con una, la anterior se te ha olvidado ya hace tiempo. Los ojos recorren libremente el espacio de 8 ó 10 verstas* sin encontrar ninguna vivienda, ni un pequeño olivar, nada, excepto los olorosos arbustos de romero; todo está abrazado por una atmósfera transparente y límpida. Probablemente en este terreno podrían crecer encinas, tilos, castaños; en España, la riqueza está a los pies del hombre, hace falta sólo agacharse para cogerla; pero, por ahora, a los españoles no les gusta agacharse.

En Pancorvo, donde el camino penetra de repente en un desfiladero entre montañas, seis soldados vinieron a proteger la diligencia contra los bandoleros. Aquí asaltaron la semana pasada un correo. Ahora el Gobierno paga sólo al Ejército, los funcionarios reciben al año la mitad de su sueldo. Gracias al Ejército se sostiene el Ministerio actual. Hay que ver lo que significa para un español su gobierno y con qué desprecio habla de él, guardando mientras tanto el respeto más apasionado hacia su Isabel.

En Burgos, la triste y desierta capital de Castilla la Vieja, visité la catedral y la casa donde nació el Cid. ¡País de leyendas históricas! ¡Qué otro pueblo venera con semejante apego la memoria de sus héroes! El nombre del Cid, símbolo de la España feudal y caballeresca, de este «castellano de los derechos» (castellano auténtico), se repite aún con entusiasmo después de ocho siglos en el himno, donde el espíritu de los tiempos nuevos evoca la España vieja: «¡Serenos, alegres, valientes y audaces cantemos, soldados, la canción en la batalla! ¡Qué la tierra se conmueva al oír nuestras voces y que reconozcan en nosotros a los hijos del Cid!» («himno de Riego»). En cuanto a la catedral, es una de las más espléndidas del mundo; nunca había encontrado una fusión tan asombrosa del estilo italiano y gótico. En su interior no queda ni el más mínimo lugar sin adornos: elegantes, grandiosos, fantásticos. De esta unión de gracia italiana con gravedad gótica sale *Medida itineraria rusa equivalente a 1067 metros (N. del T.). algo asombrosamente atractivo, aunque en este algo se presiente con fuerza el estilo, posteriormente conocido bajo el extraño nombre de rococó. La última reforma de la catedral data de fines del siglo XVI.

Uno no puede imaginarse nada más triste que Castilla la Vieja: un desierto monótono se despliega continuamente ante sus ojos, no hay ni un árbol en todos estos campos interminables, ni siquiera quedan los arbustos de romero. Hay sin embargo muchos ríos; la tierra aquí es excelente. Imagínese: la razón de tal abandono no proviene ni de la pereza, ni de la despreocupación sino de un prejuicio. Los castellanos están profundamente convencidos de que los pájaros exterminan el centeno, y los árboles atraen a los pájaros y les sirven de refugio. De aquí proviene su aversión a todo tipo de árboles. A pesar de su aspecto estepario, los campos de Castilla son extremadamente fértiles allí donde se esfuerzan en cultivarlos, aunque sea un poco; si se cava a dos pies de profundidad, el suelo es húmedo e incluso esponjoso, así que, a pesar del calor permanente y la tremenda sequedad de la atmósfera, las buenas cosechas de trigo son constantes aquí. Pero a causa de la carestía y la dificultad de los transportes, incluso en las épocas de buena cosecha, el castellano no tiene con qué comprarse un par de botas. Se encuentran aldeas, raras como los oasis, ¡y que tristes son estos oasis! A lo lejos, en el horizonte, se extienden las montañas rocosas. En medio de esa naturaleza triste y pasional se forjó el tipo de carácter español: lento, aparentemente tranquilo, fogoso por dentro, flexible y brillante como el acero -un salvaje africano revestido de caballero-.

«¡Ya no hay Pirineos!» -dijo Luis XIV-; pero ¿y esa masa de altas montañas, con toda su vegetación lujuriante vuelta hacia Francia, y que presenta a España sólo sus rocas desnudas? ¿Esa dificultad de comunicación entre España y Francia, debida a la naturaleza? ¿Y esa tierra fértil y abandonada, ese desierto en las mismas puertas de Francia, creado por la despreocupación y la pereza? ¿Ese pueblo tan noble y maravilloso, lleno de dignidad, lujosamente dotado por la naturaleza de todos los bienes, pero miserable; esa horrorosa terquedad de su carácter; ese apasionado apego al pasado; ese espíritu de particularismo y aislamiento en una época en la que todo ansia el acercamiento… ? Y, finalmente, esa así llamada revolución, que se parece a una revolución tan poco como la armadura de un caballero a nuestro frac: todo esto afecta aquí extraordinariamente al alma, a la imaginación y, sobre todo, excita el interés más apasionado hacia este noble país, cuyo nombre cualquiera de sus hijos no pronuncia sin añadir: ¡ «la desgraciada»!

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¡Ya estoy en Madrid! Pero, hasta ahora, ¡qué triste país es esta España! De Burgos a Madrid son los mismos campos áridos. Cuántas veces me decía a mí mismo: ¡si son nuestras infinitas llanuras de Rusia! Tan sólo la lejana línea azul de las montañas destruía la semejanza. A través de llanuras desérticas, por fin, se aproxima uno a Madrid, que sólo Dios sabe por qué está aquí, ya que, en medio de estos campos polvorientos y absolutamente desnudos, no hay ninguna razón para que se encuentre no sólo la capital, tampoco ninguna ciudad, ni siquiera la más insignificante. Los alrededores de Madrid consisten en campos estériles; el pobre Manzanares se seca ya en primavera, y ahora queda de él sólo un pequeño arroyo; el sol ardiente y el suelo seco y arenoso exterminan toda suerte de vegetación; en una palabra, no cabe imaginarse nada más triste que esta naturaleza.

Entre mis cartas de recomendación se encontraban dos destinadas a unos altos funcionarios del Ministerio actual, luego una para una carlista ferviente, hija de un ex ministro de Fernando; además, en el piso que me fue recomendado tuve por compañero a don Vicente, un capitán de fragata de tiempos de Espartero, progresista ardiente; y yo, como usted ve, me encontré así en medio de unos partidos políticos irritados e irreconciliables. Inmediatamente me pusieron «au courant» de las esperanzas, temores e intenciones de cada uno. Por más que uno estuviera predispuesto a la vida contemplativa y artística, por más que se mantuviera ajeno a la política, en Madrid se vería arrojado a ella por la fuerza. La palabra «el Gobierno» sería, si no la primera, seguramente, la segunda que oiría usted de cualquiera con quien entablara conversación. No hay charla que no sea acerca de política; si le causa aburrimiento esta materia, uno está condenado a las más indolentes discusiones sobre teatro o algo por el estilo.» El Gobierno» para un español no es un concepto abstracto, ¡no! Aquí cada uno lo siente por dentro, ya que cada uno pertenece a algún partido. «¡Quien no está conmigo, está contra mí!», exclama el partido, apoderándose del timón del Gobierno, y ante este lema no hay piedad ni para la inteligencia, ni para los conocimientos, ni para la convención, ni para los viejos méritos. Existe la palabra «tolerancia», que en España aún no tiene sentido. En pocos días me pusieron al corriente de «la situación», como denominan aquí al estado general del Gobierno en la actualidad; es un barómetro que refleja permanentemente la tensión de la atmósfera política. La boda de Cristina y de Muñoz agita todavía con fuerza las mentes. De todas formas, en vano se califica a España de enigma político, como si sólo Dios supiera cómo y por qué suceden las cosas aquí, sin causa ni razón, y sólo el ciego azar reinara en ella. A decir verdad, aquí todo va muy rápido y deprisa; pero todos los acontecimientos se producen de forma lógica, es decir, emanan forzosamente unos de otros. En lo que se refiere a los partidos políticos de España, tal vez toque este tema; pero Europa conoce a España muy poco, sus revistas la juzgan desde el punto de vista de los principios comunes europeos que oscurecen aún más el asunto español, señalando en este país tan sólo aquellos resortes que son necesarios para el espíritu de los partidos políticos. Pero ¡cómo entender este extraño fenómeno! Hace ya treinta años que España sufre constantes convulsiones febriles. Ella quiere romper con su pasado y al mismo tiempo desea conservar todas sus tradiciones viejas y añoradas; hace y rehace sus constituciones según el modelo extranjero, pero conserva toda su Administración vieja y terrible. La guerra contra los carlistas se prolongó sin convicción, sin pasión, sin entusiasmo. Al final surgió el dinero, Maroto fue comprado y los mejores soldados de Don Carlos depusieron las armas; las provincias rebeldes conservaron muchos de sus fueros, se apaciguaron; pero la suerte de España en nada mejoró. Me pesa decir que, hasta ahora, estos sufrimientos horribles y atroces no han aportado nada en absoluto […].

Para comenzar a hablar de Madrid es preciso empezar por la «Puerta del Sol», este foro de Madrid y de la España nueva. La Puerta del Sol no tiene nada que ver con una puerta sino que es una plaza, no muy grande, llamada así a causa de la puerta del sol de la ciudad que existió en el pasado en el mismo lugar. Aquí está el centro de Madrid, hacia donde confluyen sus calles principales. Desde por la mañana muy temprano hasta muy tarde por la noche se amontona en la plaza una masa de gente de todo tipo, una masa que se renueva constantemente, pues cualquier persona que sale por alguna razón de su casa, sin falta pasará por aquí a escuchar las últimas novedades; si el aire oliese a rebelión, ésta empezaría forzosamente en la «Puerta del Sol». Aquí la política es la ocupación permanente de todo el mundo: la agitación, el alboroto constituyen el estado normal de la sociedad. Todos estos visitantes de la «Puerta del Sol» conversan envueltos en sus anchas capas. De vez en cuando, por entre la capa, asoman unas manos que lían un pequeño cigarrillo y se oye algo ya habitual por aquí: «Hágame usted el favor»; se prende fuego al cigarrillo y las conversaciones transcurren con aquella dignidad seria y elegante, con aquella «flema castellana» que sólo poseen, de todos los pueblos de Europa, los españoles. La capa constituye aquí, tanto en invierno como en verano, el atributo indispensable del traje, sólo la burguesía y los funcionarios llevan el común traje europeo. «»La capa», sostiene el castellano, «abriga en invierno y preserva en verano del ardor del sol»» y, como consecuencia de esto, él se envuelve en ella tanto en junio como en diciembre. Como la capa cubre el resto de la ropa, el castellano no se preocupa demasiado por ella. En Castilla se considera de mala educación entrar sin capa en el Ayuntamiento (el Consejo del gobierno municipal), participar en una procesión, asistir a una boda o visitar a una persona importante: es una especie de uniforme popular.

 

[…] Cada café próximo a la «Puerta del Sol» tiene su propio colorido político. Los «esparteristas» y los «exaltados», reconciliados de nuevo por una persecución común, se reúnen junto al «Café Nuevo», cerca de la Casa de correos; el «Café de los Amigos» es frecuentado por los «moderados» o, como los llaman ahora, los situacioneros, porque el nombre de moderado ya no convenía más al partido que el año pasado fusiló a la gente por docenas y centenas. Cada uno de mis conocidos es fiel a su partido del café y, aunque viva en una parte lejana de Madrid, sin falta acude a su café a tomar un helado o un sorbete o simplemente a beber un vaso de agua. Ninguno de los «exaltados» irá al «Café de los Amigos». A propósito de los cafés: aquí hay una multitud incontable de ellos y, por supuesto, ningún país tiene tanta variedad de «bebidas heladas» como España: «bebida de naranja» (a base de naranjas), «bebida de limón» (a base de limón), «bebida de fresa» (a base de fresas salvajes), «bebida de guindas» (a base de guindas), «bebida de almendra blanca» (a base de almendras dulces, que es la más refrescante). Todas conservan asombrosamente el aroma de su fruta; además de éstas se sirve también leche ligeramente congelada. Por la mañana temprano, cuando el helado no está hecho, se puede tomar el «agraz», bebida hecha de uvas verdes, verdaderamente exquisita. El helado madrileño («quesitos») no es inferior al napolitano; en cambio, las «espumas» de aquí son excelentes: están hechas con chocolate, café, nata, etc., batidas, ligeramente heladas y suavemente rociadas de canela.

Aparte de los cafés, la «Puerta del Sol» está rodeada de tiendas y barberías. Al parecer aquí el «barbero» no ha perdido aún su antigua importancia popular. Cada barbería tiene sus visitantes habituales, que se reúnen a conversar; a veces estas reuniones son tan multitudinarias que los clientes no tienen posibilidad de entrar en el establecimiento. Por esta razón en algunas tiendas está colgado un papel con este aviso: «»Aquí no se tienen tertulias»» (aquí no hay reuniones). Dada tal predisposición general a la conversación, a un extranjero le es muy fácil conocer la situación de la vida pública. La opinión de que los españoles son reservados y callados es absolutamente falsa; tal vez sea justa cuando se trata de sus asuntos privados, puede que sean reservados en las cosas del corazón y pasión, pero, en lo que se refiere a la vida pública, no existe pueblo más franco ni abierto. Siéntese en el café en cualquier mesa donde un grupo de gente esté hablando: jamás su presencia importunará la conversación, no importa cuál sea su nacionalidad. Intervenga en la conversación sin reparos: la educación sofisticada de los españoles se hace aún más delicada al saber que usted es un extranjero. Si aquí se está leyendo una carta interesante con noticias recibidas de la provincia, se la pasarán a usted para leerla, con sólo que demuestre su interés o simple curiosidad: cualquier español consideraría una gran falta de educación no satisfacerla. En los cafés madrileños se ven considerablemente más mujeres que en los cafés de París. Especialmente por la noche: todas las mesas están ocupadas absolutamente sólo por mujeres […].

Me agrada especialmente la naturalidad de las mujeres de aquí. Tal vez estas palabras parezcan poco claras, pero, para entenderlas, es necesario haber vivido durante mucho tiempo en París, donde la mujer es artificial de la cabeza a los pies. Es verdad que las francesas están llenas de gracia, pero también es cierto que, en su mayor parte, esta gracia es aprendida. Por supuesto, en todas partes existen naturalezas -¿cómo lo diría?- dichosas, porque la gracia natural es en ellas una especie de talento; esto es algo que no se puede aprender, es preciso nacer con ello. Las españolas no son graciosas en el sentido francés de la palabra, pero, en cambio, son naturales, y hay que reconocer al mismo tiempo que esta naturalidad, al principio, causa extrañeza, si uno está acostumbrado al exquisito melindre francés. Tan sólo en este punto hay parecido entre las italianas y las españolas. La española no estudia ni sus maneras ni su forma de andar: éstas salen de forma directa y espontánea de su naturaleza y, aunque con frecuencia sean cortantes y bruscas, son sin embargo vivas, originales, expresivas y cautivadoras por su sencillez. La francesa es coqueta por naturaleza, sabe exponer con un arte admirable todo lo que de bello hay en ella; estudia en profundidad todas sus poses y todos sus movimientos; es un guerrero terriblemente armado, vigilante y astuto. La española en cambio parece desconocer su belleza; a causa de su profundo sentido del pudor, preferirá antes esconder que revelar la belleza de sus formas. En España a las mujeres no les brindan aquellas muestras de atención fingida, vanas en el fondo, con las cuales se abruma a las mujeres en la sociedad francesa. Hace falta señalar que, en tiempos no muy lejanos (hace unos quince años), a las jóvenes españolas les enseñaban sólo a leer, por temor a que escribieran notas de amor. Lo escuché de una dama mayor y muy inteligente de la alta sociedad. Las agitaciones políticas hicieron a la española aún más solitaria. Aquí la mujer no participa en la lucha de los partidos; y la vida familiar, menos que cosa alguna, puede desarrollar en ella la necesidad de instrucción […].

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¡Qué extraño el destino de España! Mientras en la Edad Media cada nación europea dirige toda su fuerza vital a la creación de su unidad, España, dividida por la guerra de siete siglos contra los moros, de repente, sin mayor preparación, se unifica gracias al esfuerzo de Carlos V y Felipe II. Con su despreocupación habitual, se empeña en esta nueva dirección hasta que, por fin, en los días de sufrimiento y disturbios empieza a recordar su vida anterior e inesperadamente descubre que conserva sus huellas profundas. Recordemos la sublevación de 1808: ¿no es asombrosa toda esa debilidad «del Consejo de Castilla», de esta junta central, de todo aquello que quería finalmente que esta sublevación lograra el carácter de solidaridad y unidad ? La vida y la fuerza de España consistió en sus «guerrillas»; sus héroes siempre fueron jefes de destacamentos móviles. En los días de peligro, cuando los demás se unen, los españoles se dividen; su fuerza está en su aislamiento, en su soledad. A decir verdad, la unidad en España hasta ahora me parece una quimera. El valenciano habla un idioma que el andaluz no entiende; el catalán y el castellano prácticamente necesitan un intérprete, sus intereses son diferentes; en cuanto las circunstancias llegan a ser graves, enseguida cada uno se apresura a romper el vínculo que le estorba y no le aprovecha, que sólo impide la libertad de movimiento.

A pesar de que la palabra «Constitución», en España, es el eslogan de todo aquel que, sin ser carlista, está descontento con el Gobierno, ninguna Constitución aquí fue llevada a su aplicación. ¿No será que aquí el pueblo no tiene sentido de la legalidad; que con su despreocupación anterior se somete al juicio de un alcalde parcial; que, en fin, el genio de este pueblo, a veces apático y otras veces pasional e impetuoso, no entiende nada de política? Constantemente se hacen y se deshacen en España las Constituciones, aunque nadie cree en ellas; se promulgan leyes, pero nadie las obedece; se hacen proclamaciones, pero nadie las escucha; hay, finalmente, dos Españas: la una es una tierra modélica, un pueblo fuerte, heroico, nación de gente grandiosa, conducida por gente aún más grandiosa, que tiene tiempo para atender a todo. Es la España de las revistas, de los discursos de los oradores y ministros y de las proclamaciones. Pero si observamos más atentamente, penetrando más hondo, entonces sentiremos la España auténtica, la España arruinada, abandonada, sin Administración, sin finanzas, sin espíritu social, la España exhausta por una guerra civil permanente, agotada por todas estas intrigas diplomáticas, por las Constituciones fantasiosas […]. Dicen que, en España, el pueblo es pobre, ignorante, lleno de supersticiones y prejuicios; que la instrucción no penetró en este país. Así, por lo menos, piensa toda Europa. Pero pongamos a este ignorante campesino español al lado del campesino francés, alemán o incluso inglés y nos asombraremos de su dignidad natural, de sus maneras delicadas y de su lengua correcta y limpia. Aquí, las clases bajas son incomparablemente más cultas que las clases bajas en Europa. Pero bajo este término no debe entenderse la cultura de libros, sino la cultura compuesta de los hábitos, las costumbres y las tradiciones, es decir, la cultura histórica que en el pueblo español es infinitamente más fuerte, más profunda que en todos los otros pueblos de Europa. Sucede así cuando toda la naturaleza humana está instruida y no sólo su cabeza. Basta con indicar que ningún pueblo posee una literatura poética tan rica como los españoles; su poesía popular no vive en los libros sino en forma de cuento oral ininterrumpido. De aquí proviene su capacidad para la improvisación, algo que cabe explicar tan sólo por la riqueza de la poesía popular, que el pueblo memoriza. Esto le permite aprender indirectamente a dominar su propia lengua. Definitivamente en muchos aspectos los españoles constituyen la excepción (en el mejor sentido de esta palabra) del resto de los pueblos de Europa y a ellos se les aplica en grado menor, aquellas teorías y definiciones generales, con las cuales a las mentes librescas les gusta jugar en política e historia. Es esta extraordinaria inteligencia de su pueblo lo que más nos hace creer en el futuro de España. Las personas del pueblo llano, absolutamente privadas de cualquier tipo de instrucción, asombran a uno por su buen sentido, su mente clara, la facilidad y libertad con que se expresan. Carecen de la grosería y de la pesadez espiritual de los campesinos franceses. La esfera intelectual de un español no es muy amplia, pero aquello que comprende, lo comprende correctamente; y si la educación y las ideas sanas desarrollan su capacidad mental, entonces los españoles llevarán también a las más altas esferas de la vida esta franqueza, esta nitidez que parecen ser innatas en ellos, y las cuales ahora aplican tan sólo a sus más mezquinos intereses. En medio de los innumerables alborotos que desgarran a España, sientes una especie de necesidad de mirar constantemente hacia atrás para, de alguna forma, liberar el presente del peso de los errores y desastres que el pasado le dejó en herencia, para conservar la fe en el pueblo que, a pesar de tres siglos de desgracias, supo guardar dentro de sí sus cualidades naturales, tan bellas y preciosas.