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Carles M. Canals. Periodista y escritor, especializado en economía y finanzas. Autor, entre otros libros, de Sabiduría práctica: 50 años del IESE.


Avance

El autor analiza los procesos de decisión de grandes líderes de la edad contemporánea ante encrucijadas dramáticas, y extrae consecuencias prácticas aplicables para el ámbito de la empresa, del trabajo o de las relaciones humanas. Así, ante el riesgo de que la crisis de los misiles de Cuba provocase la tercera guerra mundial, en 1962, el presidente John F. Kennedy no acorraló al adversario, el soviético Kruschev, y le dejó una salida digna. Desoyó a los halcones que le presionaban para invadir Cuba; y negoció en secreto la retirada de los misiles de Turquía a cambio de que Moscú retirara los suyos de la isla caribeña. Kruschev aceptó y el mundo respiró aliviado. Los teóricos de la gestión de empresas elogian los pactos en los que las dos partes logran ventajas. También dejó una salida digna al adversario el presidente Lincoln, al mostrar magnanimidad con los vencidos de la Guerra Civil, y no incluyó en el acto de rendición la entrega de los sables ni los caballos de los oficiales sudistas, que hubiera sido humillante.

No resulta sencillo dimitir enfrentándose al líder en su momento de máxima popularidad, pero es lo que hicieron Duff Cooper y Anthony Eden, convencidos de que la política de apaciguamiento del primer ministro Chamberlain ante Hitler conducía a Inglaterra al desastre. Pero tampoco es fácil cesar a un subordinado tremendamente popular, como el general Douglas MacArthur, héroe de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, el presidente Truman lo apartó del cargo de comandante supremo de la ONU en Corea porque pretendía zanjar el conflicto unificando el país por las armas aun a costa de la guerra con China y la URSS.

La prepotencia se paga, a la larga, como pone de relieve la crisis del canal de Suez, ocupado por el líder egipcio Nasser en 1956, que se saldó con una victoria militar para Inglaterra, Francia e Israel, pero con una derrota política, ya que la presión diplomática de EE.UU. y la URSS les forzó a retirar sus ejércitos.

La incursión árabe de la guerra del Yom Kippur (1973) cogió por sorpresa a Israel por dos motivos: porque los dirigentes políticos y militares israelíes no habían aprendido que los éxitos de anteriores guerras, como la de los Seis Días, no garantizan triunfos futuros; y porque la primera ministra, Golda Meir, no supo gestionar adecuadamente la información de sus asesores, al no hacerles las preguntas correctas.


Artículo

Tras la crisis de los misiles en 1962, John Fitzgerald Kennedy prohibió a sus colaboradores que mostraran su entusiasmo por la solución del conflicto, según ellos favorable para Washington. El presidente llegó incluso a prohibir la utilización de la palabra victoria. Han pasado sesenta años desde entonces, y los teóricos de la gestión de empresas elogian la bondad de los acuerdos ganar/ganar, es decir, pactos en los que las dos partes logran ventajas.

El desarrollo de las negociaciones, a lo largo de los trece días que duró la mayor crisis de la Guerra Fría, es sólo uno de los casos que el periodista Carles M. Canals analiza en el libro Decisiones críticas (Alfabeto, 2023), que lleva por subtítulo explicativo «Un análisis de factores clave en los momentos cruciales de la humanidad». Esos momentos estudiados son, además del ya mencionado de las crisis de los misiles en Cuba, la Guerra Civil norteamericana, el preludio de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra de Corea, la Crisis del Canal de Suez, la Guerra de los Seis Días y la Guerra del Yom Kippur, ahora de plena actualidad.

Aclara el autor en el prólogo que lo que el lector va a encontrar en su análisis son los procesos de decisión de grandes líderes de la Edad Contemporánea ante encrucijadas dramáticas. Así, en el libro se relatan los pormenores de la adopción de decisiones críticas por parte de dirigentes como Abraham Lincoln, Neville Chamberlain, Charles De Gaulle, Dwight D. Eisenhower, Nikita Kruschev, John Fitzgerald Kennedy, Huseín de Jordania, Yasir Arafat o Golda Meir.

Carles M. Canals. «Decisiones críticas». Alfabeto. 2023.

Conocer cómo actuaron los gobernantes, cómo fue su proceso de pensamiento hasta llegar a tomar una decisión tan trascendental como declarar o evitar una guerra nos ayudará, según Canals, a tomar nuestras propias decisiones en el presente. A la hora de decidir, entran en juego muchos factores. «Decidir no es un acto exclusivo de la inteligencia —explica—. También influyen la voluntad, la imaginación, las emociones, las creencias, la formación histórica o las experiencias anteriores. La persona entera participa de la decisión».

«Eficacia y moralidad definen a un buen líder», asegura el autor, y añade la prudencia que, según Aristóteles, «es la única virtud propia del que manda». Según el filósofo griego, la prudencia es aquella cualidad que, «guiada por la verdad y por la razón», determina nuestra conducta con respecto a las cosas que pueden ser buenas para el hombre.

«Ofrecer al adversario una retirada digna»

En este artículo nos detendremos en algunos de los casos recogidos en el libro. Canals introduce cada uno de los capítulos con un lema. El que adjudica al capítulo de la crisis de los misiles es: «Ofrecer al adversario una retirada digna». Así, cuenta que sus asesores intentaron convencer a Kennedy de presentar la solución a la crisis como una victoria norteamericana, porque si no se la apropiaría Moscú. El presidente, les replicó que, si Kruschev quería presumir de haber arrancado a los americanos una concesión importante, pero demostraba ánimo pacífico, «esa era una de sus prerrogativas como perdedor».

Nunca antes, ni después, de aquellos trece días de 1962 estuvo tan cerca de estallar una tercera guerra mundial. Sin embargo, la primera decisión que se tomó en la Casa Blanca cuando llegaron las fotos de las rampas de los misiles en Cuba fue aparentemente fútil, pero no carente de importancia. La tomó Mc George Bundy, asesor de Seguridad Nacional del presidente. No tenía más información que las imágenes, poco se podía hacer en ese momento y se avecinaban días complicados, así que tomó la determinación de dejar a Kennedy dormir.

JFK consideraba decisivo, antes que nada, definir con precisión el auténtico problema y no desviar la atención. Así, explicó a sus colaboradores que la cuestión esencial eran los misiles, no Fidel Castro. Ante la ansiedad de los halcones —aquí nació la distinción de halcones y palomas— por derrocar al dictador, el presidente volvía una y otra vez a ese principio.

El dilema era qué opción elegir para responder al desafío soviético. Había dos alternativas: poner la isla en cuarentena o aplicar un bloqueo. Kennedy encontró muchas más ventajas en la primera opción. Tenía efectos limitados, sí, pero podía aplicarse sin disparar un solo tiro, no podía invocarse como excusa para iniciar un ataque, su gradualidad proporcionaba al líder soviético, Nikita Kruschev, tiempo para pensar y dejaba al enemigo la responsabilidad de dar el siguiente paso.

De esta manera, la Armada permitía el paso a todos los barcos que no portaran armas ofensivas, frente al bloqueo que hubiera acabado por desabastecer a la isla. El protocolo dictaba que, si algún barco desobedecía la orden de detenerse para ser inspeccionado, primero se le avisaba por radio, luego se disparaba frente a la proa y finalmente al timón, lo que inmovilizaría el navío. En ningún caso se trataba de hundir el buque. Para más seguridad, la orden de disparar debía partir únicamente del propio presidente.

La reacción de Kruschev, que esperaba un bloqueo, fue de alivio. «Hemos salvado a Cuba», exclamó eufórico ante el Politburó, reunido en pleno. Las palabras son importantes. El concepto de cuarentena es ambiguo, transmite algo muy distinto a amenaza o ultimátum.

La URSS perdió la batalla de la opinión pública, según Canals, no por haber instalado los cohetes a pocos kilómetros de la costa norteamericana, sino por mentir al negar la evidencia. Ya que no le faltaba razón. Los cohetes en Cuba estaban justificados desde el momento que sus fronteras en Europa estaban repletas de cohetes y nadie consideraba agresiva la actitud norteamericana.

La estrategia de Kennedy siempre fue la de no acorralar al adversario, de dejarle siempre una salida digna. Kruschev dejó escrito en sus memorias: «Cualquier idiota puede iniciar una guerra, más una vez desencadenada, hasta el más sabio de los hombres es impotente para detenerla, máxime si se trata de una guerra atómica».

Los halcones no cesaban de presionar al presidente para un ataque o una invasión de Cuba. JFK se mantenía en que eso colocaría al país en una «posición insoportable»: ir a una guerra con la URSS. Explicó en su gabinete de crisis que, antes de adoptar cualquier decisión, deberían tomar en consideración todas las implicaciones posteriores, como la posible reacción de la URSS contra Berlín, Turquía o cualquiera de sus aliados de la OTAN.

Kruschev ofreció a Kennedy retirar los cohetes de Cuba a cambio de que EE.UU. retirara los suyos de Turquía. Kennedy no podía aceptar esa exigencia: daría la sensación de que había cedido y sus aliados europeos se le echarían encima. Hizo oídos sordos a la propuesta y la negociación siguió de forma confidencial. De hecho, ya estaba previsto renovar en breve los obsoletos misiles de Turquía. En una conversación secreta, Bob Kennecdy comunicó al embajador de la URSS en Washington que estaban dispuestos a retirar esos misiles, siempre que esta parte del acuerdo se mantuviera en secreto. Kruschev aceptó y el mundo respiró aliviado.

A JFK le habían impresionado unas palabras del historiador militar británico Liddel Hart en su libro Deterrent or Defence, aparecido poco antes. «Manteneos fuertes, si es posible pero, en cualquier caso, mantenemos serenos (…) No acorraléis nunca a un contrincante y ayudadle siempre a salvar la cara. Poneos en su lugar».

Magnanimidad en la victoria

La Guerra Civil norteamericana (1861-1865) fue precedida de la secesión de siete estados para crear una Confederación, que eligió como presidente a Jefferson Davis. Los confederados exigieron la entrega de todos los bienes federales que se encontraban en su territorio. Pero el jefe del ejército de la Unión en la costa de Carolina del Sur se negó a aceptar ninguna orden que no viniera de Washington y se acuarteló en Fort Sumter, una isla en el Atlántico. La isla fue inmediatamente rodeada por los secesionistas.

Lincoln tenía tres opciones en esta crisis. Romper el asedio, que ni lo consideró. Enviar un barco con suministros, lo cual agravaría la tensión. O no hacer nada, con lo que la guarnición acabaría rindiéndose y dando la victoria al Sur. Se decantó por la segunda y decidió comunicar al Gobierno sudista que enviaba un barco con suministros, pero sin armas. Así traspasó a los rebeldes la responsabilidad de disparar el primer tiro. El presidente Davis dio la orden de atacar Fort Sumter, que se rindió. De esta manera fue el Sur quien provocó la guerra.

No todas las decisiones de Lincoln fueron meditadas ni elaboradas. Al final de la guerra, a la hora de firmar la paz, al presidente se le ocurrió sobre la marcha no incluir en el acto de rendición la entrega de los sables ni los caballos de los oficiales derrotados. En sus memorias, el general de la Unión Ulises Grant escribió que hubiera sido una humillación innecesaria al enemigo.

Tras la rendición, Grant, al igual que haría Kennedy mucho después, ordenó el cese inmediato de cualquier muestra de regocijo entre los vencedores. «La guerra ha terminado y los rebeldes son de nuevo nuestros paisanos. La mejor señal de alegría tras la victoria será abstenernos de cualquier manifestación de júbilo». Canals asegura que, a partir de entonces, «el objetivo ya no sería la victoria, sino una paz honorable que permitiese restañar las heridas materiales y espirituales que durante cuatro largos y cruentos años habían dividido a la nación».

La magnanimidad en la victoria que tuvieron los líderes —a los que se había calificado de patán (Lincoln) o borracho (Grant)— fue decisiva para configurar en los Estados Unidos un sentimiento nacional que hasta entonces no se había manifestado. Este nuevo patriotismo queda reflejado en una frase que se atribuye al vencido general Lee: «Antes y durante la guerra entre los estados, yo me sentía un virginiano. Después de ella, me he convertido en un americano».

¿Cuándo y por qué dimitir?

Los prolegómenos que precedieron a la Segunda Guerra Mundial estuvieron marcados por una sucesión de decisiones erróneas del primer ministro británico, Neville Chamberlain, quien con su política de apaciguamiento estaba convencido de que la paz era posible. Minusvaloró la fortaleza del Eje, la alianza de colaboración de Alemania, Italia y Japón, firmada ya en 1936. Incluso llegó a proponer el desarme de Gran Bretaña, que según él llevaría a Hitler a hacer lo mismo.

Tras el acuerdo de Munich de ceder los Sudetes a Hitler, declaró haber conseguido «una paz con honor». En contra de la opinión de sus colaboradores más estrechos, tomó decisiones por su cuenta, incluso ocultándolas a sus propios ministros. En especial al de Exteriores, Anthony Eden, que se vio obligado a dimitir convencido de que aquella política llevaría al país al desastre. Cuando Eden advirtió a Chamberlain de que el enemigo preparaba la guerra, el primer ministro se limitó a decir que se fuera a su casa y se tomara una aspirina. Con esta actitud, dio tiempo y ventaja al enemigo para preparar el enfrentamiento bélico.

Incluso después de la invasión de Checoslovaquia, en marzo de 1939, Chamberlain aún creía que había margen de maniobra y pidió una nueva entrevista a Hitler. Tras acabar el encuentro, el primer ministro británico comentó en privado: «A pesar de la dureza y la implacabilidad que me pareció ver en el rostro de Hitler, tuve la impresión de que era un hombre en quien cabía confiar cuando daba su palabra».

El primer Lord del Almirantazgo, Duff Cooper, partidario de movilizar la flota y de actuar con mayor contundencia contra el Führer, también dimitió ante la actitud meliflua de Chamberlain. «Puede que haya arruinado mi carrera política —dijo Cooper tras presentar la dimisión—. Pero eso importa poco. Conservo algo que para mí es de gran valor: puedo seguir andando por el mundo con la cabeza muy erguida».

«Dimitir cuando el jefe al que uno sirve atraviesa horas difíciles y es criticado por la opinión pública es fácil —escribe Canals—. Es fácil, pero también poco honroso. (…) Lo difícil es enfrentarse al líder en su momento de máxima popularidad y abandonar el puesto por considerar que está siguiendo una vía gravemente errónea y peligrosa: eso fue lo que hicieron Cooper y Eden, que decidieron ir contracorriente cuando la opinión pública estaba dominada por una oleada pacifista»

Cesar a un subordinado valioso y popular

Douglas MacArthur, comandante supremo de las fuerzas de la ONU en Corea, era un ídolo popular en los Estados Unidos tras sus éxitos en la Segunda Guerra Mundial. Durante la Guerra de Corea (1950-1953) se mostró partidario de dar la respuesta adecuada a las amenazas de la China Popular, en la tradición norteamericana de ir «a por la victoria total, nada de empate o compromisos». Así que propuso bombardear China y que el ejército de la anticomunista Formosa la invadiese para neutralizar su capacidad ofensiva.

MacArthur se había convertido en una prima donna decorativa con la que había que convivir. Dejaron de enviarle órdenes desde Washington, porque sabían que no las cumpliría. Es importante tener en cuenta la información de quien está sobre el terreno, según el autor del libro, pero sin llegar nunca a que el subordinado vaya ampliando su margen de maniobra y acabe considerando las órdenes que recibe meras orientaciones.

«El presidente Truman fue valiente al cesar al general y afrontar la impopularidad consiguiente, pero no gestionó bien la solución». El escándalo fue mayúsculo. Pasaron semanas antes de que el presidente encontrase el modo de explicar de manera convincente al pueblo norteamericano que lo que había estado en riesgo era la supremacía del poder civil y la tercera guerra mundial. El presidente solo consiguió contrarrestar la célebre frase del general «no hay sustituto para la victoria» cuando encontró el eslogan adecuado: «Hay un sustituto para la victoria, y es la paz».

Truman quería poner fin al conflicto de una forma negociada (lo que dio lugar a las dos Coreas que hoy conocemos), mientras que MacArthur era partidario de unificar el país por las armas, aun a costa de una guerra con China e incluso con la URSS. La primera frase de Truman al anunciar el cese del mítico general lo resumía todo: «Es incapaz de proporcionar su apoyo sin reservas a las políticas del Gobierno de los Estados Unidos y de las Naciones Unidas».

Seguir las directrices de MacArthur hubiera sido involucrarse en «la guerra equivocada, en el sitio equivocado, en el momento equivocado y contra el enemigo equivocado», según resumió el general Omar Bradley.

La prepotencia se acaba pagando

En 1956, el presidente populista egipcio Gamal Abdul Nasser decidió nacionalizar el Canal de Suez, gestionado por una empresa participada por el gobierno británico e inversores franceses. Su intención era conseguir los fondos necesarios para construir su faraónico proyecto: la presa de Asuán en el Nilo.

No sólo eso sino que, además, aglutinó a la mayoría de las últimas colonias en un desafío a las metrópolis de Londres y París, coqueteó con la Unión Soviética para indignación de los Estados Unidos y agitó el avispero de Oriente Medio.

Cuando Nasser ocupó el canal en una operación relámpago, Inglaterra, Francia e Israel se inclinaron por la vía armada, mientras EE. UU., a apenas una semana de las elecciones presidenciales, se mostró partidario de negociar.  La URSS, por su parte, amenazó con intervenir, incluso con usar la bomba atómica y atacar a Israel.

El conflicto, también conocido como la guerra del Sinaí, fue una victoria militar para los tres aliados, pero una estrepitosa derrota política, ya que la presión diplomática por parte de los Estados Unidos y de la URSS forzó a Francia, Reino Unido e Israel a retirar sus ejércitos.

El entonces primer ministro británico, Anthony Eden, lo resumió así en una entrevista con el New York Times, publicada tras su muerte. «La principal lección que puede extraerse de este episodio es que la prepotencia o arrogancia se acaban pagando: antes o después pasan factura». Casi todos los protagonistas de esta historia abusaron de su poder o se comportaron con altanería en relación a sus aliados o con sus enemigos.

Muchos años después, Margaret Thatcher seguía sacando conclusiones de aquel fiasco. Dijo haber aprendido varias lecciones de la crisis: «No emprender operaciones militares a menos de que se esté dispuesto a llegar hasta el final y ser capaz de hacerlo; nunca más enfrentarse a EE.UU. en una crisis internacional importante que afecte a los intereses británicos; asegurarse de no transgredir las normas internacionales; y, finalmente, que el que titubea pierde», porque una acción así debía hacerse llevado a cabo de forma «rápida y decisiva».

Valorar adecuadamente la información

La guerra del Yom Kippur (1973) comenzó cuando la coalición árabe, encabezada por Egipto y Siria, lanzó un ataque sorpresa sobre los territorios conquistados por Israel en la guerra de los Seis días: el Sinaí y los Altos del Golán. La incursión pilló por sorpresa a Israel, que celebraba su fiesta sagrada. Esa falta de previsión la atribuyen los historiadores a una inadecuada asimilación de las dos guerras anteriores en la que el país salió victorioso: la de independencia (1948) y, sobre todo, la de los Seis Días (1967). Llegaron a creerse invencibles e infravaloraron la capacidad del adversario.

A los mandos militares y políticos israelíes les cegó el orgullo. No aprendieron una lección clave: los éxitos pasados no garantizan triunfos futuros, según opiniones de los expertos que recoge Carles Canals en su libro. Los israelíes se dejaron llevar por el prejuicio de que los árabes no estaban preparados ni podían lanzarse a la guerra. Quien cree que su punto de vista es el único válido, tiende a amoldar los hechos nuevos al esquema mental que se había formado.

Además, había un dato relevante —y lo despreciaron— que indicaba que un ataque por parte de sus enemigos podía ser inminente. Los servicios de inteligencia advirtieron de que los familiares de los asesores militares soviéticos en Egipto y Siria habían sido evacuados. ¿Por qué se quedaban los consejeros? ¿Era una trampa? No le dieron importancia. 

El fracaso de Israel provocó un vendaval político que se llevó por delante a la mismísima Golda Meir. La primera ministra no supo valorar la información que le facilitaban sus asesores o no supo hacerles las preguntas correctas. «Formular las preguntas correctas es una de las tareas incluidas en la función de dirigente», se afirma en Decisiones críticas.

Para los estadounidenses también fue un fracaso. En sus memorias el entonces ministro de Exteriores, Henry Kissinger, hizo una dura autocrítica de su propia actuación y de la capacidad de análisis de la administración de Washington, que no supo ver los indicios de la preparación del ataque. «El desbarajuste no era administrativo sino intelectual. Sabíamos todo, pero comprendimos demasiado poco», concluyó el entonces secretario de Estado.

Aunque al final Israel venció en la guerra, el presidente egipcio, Anuar el Sadat, nunca reconoció la derrota. Desde un punto de vista político, consiguió lo que se proponía: romper el mito de que las fuerzas armadas israelíes eran invencibles. Aquella guerra dio paso a negociaciones de paz entre El Cairo y Tel Aviv, con Kissinger como intermediario, y a una progresiva pérdida de influencia de la URSS en Oriente Medio.


Imagen: Fotografía del Departamento de Estado de EE. UU. en la Biblioteca y Museo Presidencial John F. Kennedy, Boston (Massachussetts). © Wikimedia Commons

Periodista y editor de Nueva Revista. Es autor del ensayo "Los chicos de la prensa" (Nickel Odeón) y participa habitualmente en libros sobre cine de la editorial Notorious.