A Borges uno siempre lo imagina disfrutando de la lectura de Poe, Withman, Kafka, Chesterton, Coleridge, Swedenborg o De Quincey. Y si tuviera que hacer inventario de sus autores españoles más releídos, probablemente estarían Quevedo, Cansinos y Cervantes, pero nunca Unamuno. No obstante, me propongo insinuar que Borges se basó en Unamuno para escribir el cuento «Pierre Menard, autor del Quijote», y que de paso le birló un par de exabruptos que convirtió en quintaesencia de la ironía borgeana.
Cervantes, autor de Borges
En 1947, Borges publicó en la revista Realidad una rotunda reivindicación de Cervantes, enfrentándose de manera frontal a las ideas de Miguel de Unamuno:
Del culto de la letra se ha pasado al culto del espíritu; del culto de Miguel de Cervantes al de Alonso Quijano. Este ha sido exaltado a semidios; su inventor —el hombre que escribió: «Para mí solo nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar, y yo escribir»— ha sido rebajado por Unamuno a irreverente historiador o a evangelista incomprensivo y erróneo («Nota sobre el Quijote», en Jorge Luis Borges. Textos recobrados 1931-1955, Emecé, Barcelona, 2001, p. 251).
Las líneas esenciales del anticervantismo de Unamuno fueron formuladas en un artículo titulado «Lectura e interpretación del Quijote», donde el rector de Salamanca se empeñó en demostrar que algunas obras —como el Quijote— eran superiores a sus creadores:
Y no me cabe duda de que Cervantes es un caso típico de un escritor enormemente inferior a su obra, a su Quijote. Si Cervantes no hubiera escrito el Quijote, cuya luz resplandeciente baña sus demás obras, apenas figuraría en nuestra historia literaria sino como un ingenio de quinta, sexta o décimatercia fila. Nadie leería sus insípidas Novelas Ejemplares, así como nadie lee su insoportable Viaje del Parnaso, o su teatro. Las novelas y digresiones mismas que figuran en el Quijote, como aquella impertinentísima novela de El curioso impertinente, no merecerían la atención de las gentes. Aunque don Quijote saliese del ingenio de Cervantes, don Quijote es inmensamente superior a Cervantes. Y es que, en rigor, no puede decirse que don Quijote sea hijo de Cervantes; pues si este fue su padre, fue su madre el pueblo en que vivió y de que vivió Cervantes, y don Quijote tiene mucho más de su madre que no de su padre.
En aquel ensayo Unamuno esbozó una teoría de la genialidad, según la cual existen «genios que lo son durante toda su vida, y que durante toda ella aciertan a ser ministros y voceros espirituales de su pueblo» y —por otro lado— «genios temporeros, genios que no lo son más que en alguna ocasión de su vida». ¿Qué clase de genio habría sido Cervantes según Unamuno?:
Cervantes fue, pues, un genio temporero; y si se nos aparece como genio absoluto y duradero, como mayor que los más de los genios vitalicios, es porque la obra que escribió durante la temporada de su genialidad es una obra no ya vitalicia, sino eterna. Al héroe de un día, al que en el día de su heroicidad le sea dado derrocar un inmenso imperio y cambiar así el curso de la Historia, le está reservado en la memoria de las gentes un lugar más alto que el de muchos genios vitalicios que no derrocaron imperio alguno material. Ahí tenéis a Colón. ¿Qué es Colón sino un héroe de temporada?
Al parecer, Unamuno consideraba injusto que la genialidad «temporal» de Cervantes eclipsara la genialidad «vitalicia» de otros autores de mayores méritos, y así su animadversión rozó la necedad: «Dios no mandó a Cervantes al mundo más que para que escribiese el Quijote, y me parece que hubiera sido una ventaja el que no conociéramos siquiera el nombre del autor». A Borges le irritaba el anticervantismo de Unamuno, y la elevación de don Quijote y Sancho a símbolos universales se le antojó un soberano disparate:
Es común alabar la difusión de Quijote y de Sancho. Se dice que son tipos universales y que si un nuevo Shih Huang Ti dispusiera el incendio de todas las bibliotecas y no quedara un solo ejemplar del Quijote, el escudero y el hidalgo, impertérritos, continuarían su camino y su diálogo en la memoria general de los hombres. Ello puede ser cierto, pero también es cierto que irían acompañados por Sherlock Holmes, por Chaplin, por Mickey Mouse y tal vez por Tarzán. Que los personajes de una novela asciendan (o decaigan) a mitos, depende casi tanto del ilustrador como del autor; también importa que no sean demasiado complejos… Quienes ponderan que Sancho y Quijote sean mitos, suelen asimismo abundar en la opinión de que son símbolos.
Para Borges —sin embargo— la más delirante de las obsesiones de Unamuno fue su contumaz esfuerzo de reescribir el Quijote a través de Vida de don Quijote y Sancho:
Otros consideran que la obra máxima [de Unamuno] es su Vida de don Quijote y Sancho. Decididamente no puedo compartir ese parecido. Prefiero la ironía, las reservas y la uniformidad de Cervantes a las incontinencias patéticas de Unamuno. Nada gana el Quijote con que lo refieran de nuevo, en estilo efusivo; nada gana el Quijote, y algo pierde, con esas azarosas exornaciones tan comparables, en su tipo sentimental, a las que suministra Gustavo Doré. Las obras y la pasión de Unamuno no pueden no atraerme, pero su intromisión en el Quijote me parece un error, un anacronismo («Nota sobre el Quijote», p. 252).
Si reescribir el Quijote fue fruto de la patética incontinencia de Unamuno, ¿no tendría «Pierre Menard, autor del Quijote», algún tic o agónico ramalazo unamuniano?
Pierre Menard, autor de Unamuno
Celebrado como uno de los mejores relatos del libro Ficciones, 1941 (que citaré por la edición de Alianza Editorial de 1980), «Pierre Menard, autor del Quijote» narra a manera de ensayo el rocambolesco proyecto de un apócrifo escritor: «No quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes».
Teniendo en cuenta que Borges escribió desde el humor y que Unamuno lo hacía en serio —siempre en serio—, en el prólogo a la segunda edición de Vida de don Quijote y Sancho (1913) Unamuno advirtió: «Pretendo liberar al Quijote del mismo Cervantes, permitiéndome alguna vez hasta discrepar de la manera cómo Cervantes entendió y trató a sus dos héroes, sobre todo a Sancho» (Círculo de Lectores, 1966, p. 8). Por lo tanto, Unamuno jamás dudó de la autenticidad de su Quijote, tan original y verdadero como el de Cervantes, pues «el Quijote que en mi obra comento no es sino un Quijote de mi invención, lo cual es perfectamente cierto» (Ensayos I, p. 718).
Sin embargo, antes de analizar el Quijote de Pierre Menard, Borges comentó socarrón la obra «visible» del «llorado poeta». ¿Existirá alguna correspondencia entre la obra apócrifa de Pierre Menard y la obra «visible» de Miguel de Unamuno? Recordemos que, para Borges, Unamuno «discutió el yo, la inmortalidad, el idioma, el culto de Cervantes, la fe, la regeneración del vocabulario y de la sintaxis, la sobra de individualidad y falta de personalidad de los españoles, el humorismo, el malhumorismo, la ética…» («Unmortalidad de Unamuno», p. 144), enumeración caótica que recuerda el «diagrama mental» de Pierre Menard.
Así, en la bibliografía del apócrifo autor del Quijote encontramos:
b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocablo poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje común, «sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas» (Nîmes, 1901).
e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de la torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.
k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo, intitulada La boussole de précieux.
n) Un obstinado análisis de las «costumbres sintácticas» de Toulet (N.R.F., marzo de 1921). Menard —recuerdo— declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.
r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934). s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación.
Es obvio que entre las obsesiones de Pierre Menard Borges entreveró las suyas propias (Leibniz, John Wilkins, Paul Valéry, Descartes), pero tengo razones para sospechar que las seis referencias escogidas le conciernen solamente a Unamuno.
Al igual que Pierre Menard, Unamuno también publicó varios ensayos dedicados a la reforma de la lengua y la ortografía, y empedró sus poemas de neologismos y arcaísmos que sacaron de quicio al joven Borges de Inquisiciones (1925), quien ridiculizó la ambición filosófica de la «poesía de ideas» del autor de Vida de don Quijote y Sancho:
Unamuno, a pesar de no lograr nunca la invención metafísica, es un filósofo esencialmente: quiero decir un sentidor de la dificultad metafísica. Es evidente por muchísimos de sus versos que la especulación ontológica no es para él un ingenioso juego intelectual, un ajedrez perfecto, sino una angustia constreñidora de su alma (p. 112).
Y ya que menciono el ajedrez, aquel «artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de la torre» no solo podría ser la contrapartida guasona de un ensayo donde Unamuno reflexionaba sobre la posibilidad de implantar la enseñanza del ajedrez en las escuelas, sino un remedo intelectual de las paradojas unamunianas —«la religiosidad del ateísmo, la sinrazón de la lógica y el esperanzamiento de quien se juzga desesperado»(p. 109)— y que al decir de Borges solo podían enumerarse a través de una «rapsodia de fórmulas» (¿o «diagrama mental»?). Por eso Menard se parece a Unamuno, porque «propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación».
Por otro lado, aunque Unamuno despreciaba a Quevedo —«me carga Quevedo, pongo por caso de clásico cargante, y no puedo soportar sus chistes corticales y sus insoportables juegos de palabras» (Ensayos, I, p. 713)—, Borges puso a Pierre Menard a traducir precisamente la Aguja de navegar cultos (1631), una suerte de manual poético «para remendar romances desarrapados», subtítulo que resume muy bien la opinión que Borges tenía de la poesía de Unamuno:
Se dice que a un autor debemos buscarlo en sus obras mejores; podría replicarse (paradoja que no hubiera desaprobado Unamuno) que si queremos conocerlo de veras, conviene interrogar las menos felices, pues en ellas —en lo injustificable, en lo imperdonable— está más el autor que en aquellas otras que nadie vacilaría en firmar. En el Rosario de sonetos líricos no faltan las virtudes, pero lo cierto es que las «lacras» son más notorias y son características de Unamuno (Textos cautivos, pp. 79-80).
Y la verdad es que después de saborear los versos de Unamuno «verificados» por Borges, uno repite con Quevedo: «Dios tenga en el cielo el castellano y le perdone».
Pasando a la siguiente obra de Menard y aunque el análisis de las costumbres sintácticas de Toulet podría ser unamuniano por el mero hecho de ser «obstinado», la ironía de Borges crepita en la siguiente digresión: «Menard —recuerdo— declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica». ¿Acaso las ideas de Pierre Menard sobre la crítica literaria se parecían a las de Unamuno? Pasen y lean:
Un buen crítico o un buen profesor de literatura no debe emborracharse tampoco con la literatura ajena que administra a sus lectores o discípulos. Si se entusiasma ante una oda, y en vez de hacer un docto análisis de ella rompiera en otra oda, como un pájaro responde con su canto al canto de otro pájaro, entonces los compañeros de oficio tendrían derecho a despreciarle. Por algo se dice que eso de la crítica es un sacerdocio, y el sacerdote no es un profeta ni debe serlo, so pena de dejar de ser, por el hecho mismo, sacerdote. El sacerdote interpreta y aplica las profecías del profeta; pero en el fondo de su corazón, le desprecia, lo mismo que un buen abogado debe sentir muy poco aprecio al legislador, que sería acaso incapaz de defender a un sujeto ante los tribunales. Dios habla por boca de un profeta como por boca de ganso, o por boca de la burra de Balaam, y es poco envidiable el ser ganso o burra. Un poeta dice lo que le da la gana, y un crítico no, pues la crítica es algo científico. Un buen crítico, un buen verdadero crítico, es decir, un crítico ungido y tonsurado como tal, y, sobre todo, un crítico que no sea más que crítico, debe sentir el más compasivo desdén hacia los infelices que le sirven de ranas o conejillos de Indias. Porque un poeta entona un canto como lo entona un ruiseñor; pero suele ser tan incapaz de explicarse la génesis y el sentido de ese canto y su significación en la vida, como el ruiseñor mismo («Sobre la erudición y la crítica», pp. 729-730).
Finalmente, aquel «ciclo de admirables sonetos» y aquellos versos que debían «su eficacia a la puntuación», son risueñas variantes de cuanto expresó Borges acerca de la poesía de Unamuno: «No hay en los versos de Unamuno el más leve acariciamiento de ritmo. Son claros, pero su claror no es comparable al de un árbol que albrician en primavera las hojas, sino a la trabajosa claridad de una demostración matemática» («Acerca de Unamuno, poeta», p. 116). Y para que no quedasen dudas de la desarrapada eficacia de sus sonetos concluyó: «El centenar de piezas que componen el Rosario de sonetos líricos nos da la plenitud de su personaje: Miguel de Unamuno» («Presencia de Miguel de Unamuno», p. 81).
Así, establecidos los parentescos invisibles entre la obra «visible» de Unamuno y la de Pierre Menard, recordemos que para Borges la Vida de don Quijote y Sancho era el resultado de las «patéticas incontinencias de Unamuno» porque «nada gana el Quijote con que lo refieran de nuevo». Por lo tanto, Pierre Menard es un trasunto de Miguel de Unamuno, aunque para que el patetismo fuera perfecto Pierre Menard quiere ser Miguel de Cervantes, algo que hubiera horrorizado a Unamuno, ya que Unamuno vivía convencido de haber conocido a don Quijote y Sancho mejor que Cervantes:
Constantemente, al comentar el Quijote, dejo a Cervantes fuera y no me interesa ni poco ni mucho lo que este buen hidalgo pensara al escribir su obra, ni lo que quiso decir en ella, si es que quiso decir algo más de lo que a las claras y a primera vista se lee allí («Sobre la erudición y la crítica», p. 719).
Sin embargo, Pierre Menard «razona» como Unamuno: «Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo —por consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard». ¿Cómo sabemos que así «razonaba» Unamuno? Porque Borges desarmó sus mecanismos lógicos en Inquisiciones:
[Según Unamuno] Para negar una cosa, hemos primero de afirmarla, siquiera sea como asunto de nuestra negación. Desmentir que hay un Dios es afirmar la certeza del concepto divino, pues de lo contrario ignoraríamos cuál es la idea derruida por la negación precipitada y por carencia de palabras nuestra negación no podría ni formularse. Pasajes de un mecanismo intelectual idéntico al manipulado en la falacia anterior abundan en su obra y son escándalo asombroso de muchos lectores de allende y aquende el océano («Acerca de Unamuno, poeta», p. 110).
En ciertos pasajes del relato, el comentarista de la obra de Pierre Menard abunda en juicios que habrían halagado al autor de la Vida de don Quijote y Sancho —«A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes» o «El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico»—, pero tampoco renuncia a deslizar una opinión personal capaz de dejar a Unamuno en evidencia. Así, cuando el narrador recuerda: «El Quijote —me dijo Menard— fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizás la peor». Me viene aquí a la memoria cierta soflama de Unamuno —«Y lo que se ha hecho con las Sagradas Escrituras del cristianismo, ¿por qué no se ha de hacer con el Quijote, que debería ser la Biblia nacional de la religión patriótica de España?»—, pero especialmente recuerdo una amonestación que Borges formuló en 1933, seis años antes de reescribirla en «Pierre Menard, autor del Quijote»:
Si la vida póstuma de Cervantes nos interesa, debemos rescatarla del purgatorio extraño en que sufre. Su novela, su única novela, el Quijote —lenta presentación total de una gran persona, a través de muchísimas aventuras, para que la conozcamos mejor— ha sido denigrada a libro de texto, a ocasión de banquetes y de brindis, a inspiración de cuadros vivos, de suplementos domingueros en rotograbado, de obscenas ediciones de lujo, de libros que más parecen muebles que libros, de alegorías evidentes, de versos de todos tamaños, de estatuas. Es la común tarifa de la gloria, se me dirá. Pero hay algo peor. La Gramática —que es el presente sucedáneo español de la Inquisición— se ha identificado con el Quijote, nunca sabré por qué («Una sentencia del Quijote», en Textos recobrados,1931-1950, p. 65).
Empeñado en denigrar a Cervantes. Unamuno sentenció que «una de las mayores desgracias que al quijotismo pudiera ocurrirle es que se descubriese el manuscrito original del Quijote, trazado de puño y de letra de Cervantes. Es de creer que semejante manuscrito se destruyó, afortunadamente» («Lectura e interpretación del Quijote», p. 668), y para que la simetría fuera total Pierre Menard «multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas. No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran». Si la Vida de don Quijote y Sancho era una «incontinencia patética», ¿qué podríamos decir del manuscrito original y sus borradores?
Ridiculizando a Unamuno, Borges le hizo justicia a Cervantes, aunque el sieso autor de Vida de don Quijote y Sancho —invulnerable a la ironía— tal vez habría confundido su caricatura con un elogio: «He reflexionado que es lícito ver en el Quijote “final” una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros —tenues pero no indescifrables— de la “previa” escritura de nuestro amigo».
Unamuno, autor de Borges
En el prólogo a Los conjurados (1985), Borges sentenció que «No hay poeta, por mediocre que sea, que no haya escrito el mejor verso de la literatura» (Alianza Tres, Madrid, 1985, p. 13). Después de tanto leer a Unamuno, ¿encontraría Borges alguna línea secreta, digna de acompañarle hasta el fin?
Como lo demostró Juan Bonilla cuando descubrió el origen de aquella memorable línea —«Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca Aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach»1—, Borges era capaz de darle dignidad literaria a los bodrios más repelentes, y así convirtió un par de exabruptos de Unamuno en dos claveles literarios que siempre llevó en el ojal de su ironía.
El primero es su célebre boutade sobre el Quijote, novela que aseguró haber leído primero en inglés y que leída en español «me sonó como una mala traducción». No me propongo negar que la primera lectura borgeana del Quijote fuera en inglés, pero el primero que aseguró que el Quijote mejoraría con una buena traducción fue Unamuno: «Nunca he podido pasar con eso de que el Quijote sea intraducible; y aun hay más: y es que llego a creer que hasta gana traduciéndolo» («Lectura e interpretación del Quijote», p. 664).
El segundo es uno de los temas borgeanos por excelencia. Me refiero a esa bella persuasión que consiste en asumir que los libros dejan de pertenecerle a los autores porque se convierten en propiedad de los lectores. Esta melancólica y poética certeza la encontramos en prólogos, entrevistas, ensayos y hasta en algunos cuentos. Sin embargo, el primer latido de aquel hallazgo tuvo que ser uno de los tantos denuestos de Unamuno contra Cervantes: «Desde que el Quijote apareció impreso y a la disposición de quien lo tomara en mano y lo leyese, el Quijote no es de Cervantes, sino de todos los que lo lean y lo sientan» (p. 659).
Unamuno creía que Cervantes era un autor inferior a su obra y Borges pensaba que la figura de Unamuno valía más que todos sus libros. Qué ironía que Unamuno sea uno de los hilos tendidos entre los dos grandes clásicos de la lengua española de todos los tiempos: Miguel de Cervantes y Jorge Luis Borges.
NOTA Recogida en el «Museo» de El hacedor bajo el título de «Le regret d’Heraclite» y atribuida al apócrifo Deliciae Poetarum Borussiae del no menos verdadero Gaspar Camerarius, Juan Bonilla descubrió que Matilde Urbach era un personaje de Man with four lives (1934) de William Joyce Cowen, novela que Borges reseñó en la revista El Hogar (BORGES: Textos cautivos, pp. 274-275). Antes de ir a la guerra, el protagonista de la novela se despidió de su mujer con estas palabras «Yo solamente soy un hombre, pero el más dichoso sería sobre la superficie de la Tierra si por nadie más que por mí tú te consumieras de amor cuando yo no esté». Y la esposa, Matilde Urbach, le contestó: «Ningún hombre del mundo sabrá nunca el amor de mis labios, y ningún hombre del mundo podrá conseguir que yo desfallezca por conocer el sabor de los suyos». Ver Juan BONILLA: Veinticinco años de éxitos. La Carbonería (Sevilla, 1993), p. 52.