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Abordar la reforma universitaria que Bolonia simboliza invita a recordar al sagaz Maquiavelo cuando escribió que «No hay nada más difícil de emprender, ni más dudoso de hacer triunfar, ni más peligroso de administrar que la elaboración de leyes». Si esa dificultad se plasma en cualquier reforma, aún más cierta es en las que tienen como destino la universidad, y todavía más si se refiere a las españolas. Dificultades históricas, culturales, económicas, corporativas y políticas, por lo menos, hacen tarea sumamente compleja todas las fases de cualquier proceso de transformación, desde el diagnóstico de los objetivos, la concreción de las medidas y su plasmación en la práctica. La universidad navega, en el mejor de los casos, a su propio ritmo y rumbo, bastante impenetrable a cualquier viento exterior.

En realidad, todo lo que rodea a la conocida como reforma de Bolonia sufre equívocos y distorsiones. Hasta su propio título es matizable. Aunque existió en efecto un precedente en la ciudad de Bolonia en 1988, cuando un conjunto de rectores firmaron una declaración de intenciones reconociendo la importancia de la cooperación entre las universidades europeas y su centralidad en su papel a jugar en la sociedad actual, el denominado «Proceso de Bolonia» tuvo su origen efectivo en París. Fue con la Declaración de la Sorbona, firmada en 1998, por rectores de Francia, Alemania, Italia y Reino Unido, cuando se establecieron las bases de un marco común de armonización de sus sistemas de educación universitaria. Y fue, con posterioridad, en 1999, cuando tuvo ya respaldo político en la Declaración de Bolonia, firmada por 29 ministros de Educación de Europa, que, eso sí, desencadenó una dinámica muy importante de aproximación de la educación superior europea.

La declaración establecía un plazo de implantación del Espacio Europeo de Enseñanza Superior (EEES) de diez años, con fases bianuales de realización que finalizarían con una conferencia ministerial en las que se revisaría lo conseguido y se establecerían las directrices para el futuro. Durante la Conferencia Aniversario de Budapest-Viena de 2010 se celebró una década del Proceso de Bolonia del lanzamiento oficial del EEES, lo que significaba que la realización de un marco común europeo para la educación superior se había llevado a cabo. Sin embargo, la existencia del EEES en sí mismo no significaba un logro de todos los objetivos acordados por los ministros, especialmente a la luz de las reacciones muy diferentes a su implantación en los países firmantes.

Desde hace más de una década muchos países habían emprendido reformas de sus sistemas educativos, intentando reducir la duración de los estudios y los programas, para evitar las altas tasas de abandono y la falta de atractivo para los estudiantes extranjeros. Estos problemas, comunes a la mayoría de los países, desembocaron en el acuerdo intergubernamental celebrado en Bolonia en 1999, que se proponía seis objetivos fundamentales:

• Un sistema de grados académicos fácilmente comprensibles y comparables.

• Un sistema basado fundamentalmente en dos ciclos: un primer ciclo orientado al mercado laboral con una duración mínima de tres años, y un segundo ciclo (máster) al que se accede solo si se completa el primero.

• Un sistema de acumulación y transferencia de créditos similar al sistema utilizado para los intercambios Sócrates-Erasmus.

• La movilidad de los estudiantes, docentes, investigadores y personal administrativo.

• La cooperación en lo que respecta a la garantía de calidad.

• La dimensión europea de la enseñanza superior; es decir, el desarrollo de módulos, cursos y planes de estudio a todos los niveles, cuyo contenido, orientación u organización presenta una dimensión europea.

Al introducir la dimensión europea y reducir la duración de los estudios universitarios, los firmantes de la declaración querían estimular la movilidad de los estudiantes, mejorar la empleabilidad de los egresados, adaptando las titulaciones al mundo del trabajo y ofrecer un cierto grado de «protección al consumidor» mediante la acumulación de transparencia de las estructuras de grado y de crédito.

Sin embargo, a pesar de la voluntad de armonizar la organización de las instituciones de educación superior, las dificultades inherentes a la implantación de Bolonia no tardaron en llegar. El problema residía en el hecho de que, por un lado, los sistemas educativos de cada país no presentaban una significativa convergencia hacia un modelo de tres ciclos de grado, máster y doctorado como el propuesto por la reforma; y, por otro lado, la introducción de innovaciones tan radicales en la estructura de una institución tan antigua y, quizás por esto, más reacia al cambio, como la universidad no era tarea fácil. Además, siendo una iniciativa intergubernamental, cada país tenía que aplicar la reforma según sus propias modalidades y medios, sin ningún tipo de financiación complementaria.

La reforma de Bolonia no surgió como un proyecto común, sino sobre todo con la decidida voluntad de los ministros de Educación de convertir sus propias universidades en instituciones reconocidas internacionalmente. La declaración alcanza a una amplia variedad de países —superando ampliamente a los integrantes de la Unión Europea— que deciden de adherirse a este ambicioso proyecto, que tenía el objetivo de transformar las instituciones de educación superior en organismos más competitivos a nivel mundial.

La dinámica de cooperación o armonización que simboliza Bolonia es un dato relevante en sí mismo. Las relaciones internacionales no se producen sin alguna circunstancia que lo desencadene. Y son muchas las coincidencias entre esta pluralidad y generalizada sinergia universitaria, más allá de las fronteras intermedias.

La primera coincidencia que explica el nacimiento y auge de Bolonia proviene de la conciencia de desnivel de las universidades europeas respecto a las, sobre todo, estadounidenses y, en el horizonte, las asiáticas. Bolonia nació para alcanzar su calidad, pero no solo por ello. No fue mal punto de partida, porque favorece la ambición y el esfuerzo para promover mejoras y acortar distancias. Pero la crisis está también dentro de cada uno de los sistemas universitarios, de lo que es buena prueba la multitud de iniciativas de reformas emprendidas —o frustradas— en cada Estado. Una situación agravada por la conciencia de que los recursos económicos puestos a disposición del sistema —siempre insuficientes— no producen los resultados apetecidos y necesarios para el dinamismo de las sociedades europeas. Las economías de servicios predominantes en Europa —que demandan cada vez más mano de obra con mayor cualificación— requieren la formación de calidad suministrada por las universidades, sobre todo con el auge de la sociedad de la información y las enormes transformaciones del sistema productivo. Afrontar el presente  no ya el futuro— requiere una universidad de calidad al servicio de la nueva sociedad.

Durante la última conferencia, celebrada en Bucarest el 26 y 27 de abril de 2012 y que contó con la presencia de 47 ministros europeos de Educación, se destaca la necesidad de desarrollar una educación de alta calidad; así saldrán mejor equipados sus egresados para su acceso al empleo y con el aumento de la movilidad de estudiantes, profesores y personal administrativo.

Ciertamente esta dinámica se inscribe en el proceso simultáneo de ensanchamiento y profundización de la Unión Europea, en donde la política educativa es parte de un proyecto más ambicioso que apunta a una integración, no solamente económica y monetaria, sino también cultural. Antes de Bolonia, la política educativa dependía casi enteramente de los Estados miembros. La Unión, entendiendo el potencial de la cooperación educativa y aprovechando el interés que los propios países mostraban hacia ello, decidió apoyar y promocionar la reforma.

Ya desde la Declaración de la Sorbona en el año 1998, la Comisión Europea empezó a respaldar el proceso de convergencia hacia el EEES, financiando la preparación del informe de referencia para la realización de la cumbre ministerial de Bolonia de 1999. Aunque tuvo que esperar dos años más, hasta la reunión ministerial de 2001 en Praga, para ser admitida como miembro oficial en el «Grupo de seguimiento de Bolonia» (BFUG), en pie de igualdad con los países participantes. Actualmente, la Comisión Europea es socio de pleno derecho del EEES y aporta tanto ideas sobre políticas, como apoyo financiero para muchas actividades de Bolonia, además de suministrar fondos a los expertos para asesorar a las instituciones en el impulso a la transformación en las universidades. En el año 2000, la cumbre de Lisboa se comprometió y fomentó aún más el proceso, al acordar que la UE debía convertirse en diez años en la economía más competitiva y dinámica del mundo, basada en el conocimiento, reconociendo el papel central de las instituciones de educación superior en la capacitación de talentos cualificados para la investigación y la innovación.

Bolonia también se había aprovechado de las iniciativas de la Unión para importar ideas. Es el caso del sistema de crédito universitario europeo (ECTS), piedra angular del EEES, y que se creó al implantar el programa Erasmus para el reconocimiento de los estudios cursados por los estudiantes que se trasladaban a otros países durante un curso. De la misma manera, los ministros involucrados en el Proceso de Bolonia utilizaron los principios y criterios europeos para la evaluación/acreditación de la calidad en la educación superior de la Asociación Europea de Agencias de Calidad (ENQA), organismo que se creó en 1998 por iniciativa, apoyo y financiación de la Comisión Europea.

La UE, aunque no haya asumido el proceso directamente, es un miembro activo de la reforma y, además, desarrolla sus propios programas educativos que, con objetivos en muchos casos complementarios a los de Bolonia, apuntan a la mejora de la competitividad de las universidades europeas, eso sí, en su conjunto y ante todo el mundo.

 

BOLONIA EN ESPAÑA

Con anterioridad a la reforma de Bolonia el sistema universitario español mostraba claros síntomas de debilidad. Un sistema con excesiva burocracia, gran uniformidad, enormes rigideces para la innovación, fuerte corporativismo y sindicalización, muy poca movilidad y escasa integración con el entorno en que se desenvuelve. Son características existentes también en otros muchos países, pero agrupadas alejan a la universidad española del desempeño de las funciones ineludibles en la sociedad del siglo XXI.

Sin embargo, hay que advertir que en España al Proceso de Bolonia se le imputan muchas más cosas de las que contiene. Bolonia es, en realidad, una propuesta de cambios genéricos en la educación universitaria que tienen que ver con algunos aspectos centrales de la educación superior. Unos contenidos que, según la normativa propia de los diferentes países, cada gobierno o autoridad competente debe impulsar. Y debe advertirse que, como tantas veces ocurre en las dinámicas de transformación, lo más importante es lo que no está dicho. Las verdaderas reformas son las subterráneas, las que se activan como consecuencia de las medidas explícitas. Y lo más valioso de Bolonia es su propia existencia; es decir, el posicionamiento común de todas las universidades en un mismo plano, para que puedan verse —y compararse— sus virtudes y sus carencias de manera informal, tanto o más que formalmente. Su activación del dinamismo de mejora y superación de todo el conjunto, más que las medidas concretas, es donde se encuentra el lado más positivo de Bolonia.

Pero además hay que decir que Bolonia no es Bolonia; lo hecho no viene de fuera, para bien o para mal, al menos sustantivamente, sino que lo hemos hecho nosotros. La reforma en cuestión marca grandes objetivos materializables de muy diferentes maneras, por lo que su concreción no cabe atribuirla a factores externos sino internos, fundamentalmente a las propias universidades. Han sido decisiones internas, sobre todo, en cada una, sus propias juntas de facultad y sus órganos de gobierno, las que han aprobado nuevos planes de estudio y nuevas titulaciones, con errores en muchas ocasiones idénticos a los cometidos con anteriores planes de estudio. Se ha planteado Bolonia sin resolver muchas de las medidas que han de adoptarse en la universidad española desde la proximidad —abordarlas los propios centros universitarios—, o alternativamente desde la distancia o lejanía, con protagonismo sobre todo internacional, nacional o de expertos de ambas procedencias. Lo que es sobradamente conocido en cualquier manual de sociología de las organizaciones es que si se regula desde lugares próximos a donde se encuentran los intereses, estos se introducirán inevitablemente en las decisiones adoptadas. Y hubiera sido milagroso si esto no ocurriera en las medidas adoptadas como consecuencia de Bolonia en España.

La reforma de la educación superior ha llegado a la universidad cuando a la universidad no se le percibe en la sociedad española como problema sustantivo, pese a las múltiples necesidades de reforma que requiere. A lo sumo, se le presta alguna atención cuando se alude a las tasas, a su financiación o a la endogamia de su profesorado. Sin embargo no parece existir ninguna vinculación efectiva entre la calidad de sus enseñanzas y el problema del paro de los universitarios, ni tampoco a la necesidad de introducir eficiencia en su organización, que se rechaza con el estigma de la privatización. La cuestión de la mercantilización de las universidades, por ejemplo, ha sido imputada a Bolonia, aunque lo que propone es formar profesionales capaces de enfrentarse con éxito a su acceso al mercado de trabajo y a los retos que se les van presentando a lo largo de la vida.

Las universidades apenas se diferencian en el tamaño y oferta de titulaciones, y siendo los estudios muy similares en los distintos centros, la movilidad de los estudiantes es, prácticamente, inexistente. Además, la creación por parte de las comunidades autónomas de un gran número de universidades ha generado un alto grado de provincialismo, debido a que no existen motivaciones para desplazarse de la universidad de su provincia a otra, y la endogamia del profesorado, sin duda, acrecienta ese mecanismo al excluir casi sistemáticamente la procedencia exterior de sus profesores. Y con la perspectiva de los años, el impacto brutal de la demografía en el descenso del número de estudiantes universitarios ha hecho mirar con envidia a aquellas autonomías que fueron prudentes en la creación de centros y titulaciones universitarios.

Desde luego, la universidad española no ha sido una excepción en Europa y el número exiguo de instituciones de educación superior reconocidas a nivel internacional es una prueba de esto. Para crear una universidad de calidad no es suficiente con cambiar alguna que otra estructura u otorgar más autonomía que, en muchos casos, ha demostrado ser más formal que real. El cambio tiene que ser verdadero, no solamente aparente. Lo que realmente impide una efectiva modernización de las universidades es la mentalidad que muchos actores que participan en ella no se deciden a cambiar. Las contradicciones y tensiones entre el principio de jerarquía y el de competitividad, entre los aristocraticismos o el elitismo versus el igualitarismo, son síntomas de un sistema que se ha quedado profundamente arraigado en dinámicas de cierre. La falta de apertura al mundo empresarial es otra demostración de las dificultades de la universidad para servir a su entorno.

Y es que Bolonia no ha venido a resolver los dilemas reales del sistema universitario español, sino quizá a lo contrario, a aumentar su complejidad y su crisis. En la práctica desde luego, algunas de sus propuestas —como facilitar la movilidad en el alumnado— dentro de España es hoy más complicada que en el pasado por la más que discutible medida de suprimir el registro de títulos, con materias troncales, que hace mucho más heterogéneo el sistema que con anterioridad. Además, no está claro si se quiere que la universidad española marche en dirección al modelo anglosajón o al modelo europeo, que debiera ser el punto de partida de los cambios para adoptarlos con coherencia y lógica interna. Se trata de una decisión que afecta a todos los elementos del sistema, empezando por abordar la cuestión de su financiación: entre financiación privada o financiación pública, y los requisitos de eficiencia en cualquier caso. Se requiere también que se dilucide si se opta por un modelo uniforme o varios tipos de universidades, y no todas investigadoras. Se requiere plantear abiertamente si se busca la homogeneidad o, por el contrario, la diversificación del sistema universitario, y no solo hacia el exterior sino también en su estructura interna.

Tampoco están claros los caminos que hay que recorrer en la travesía a una necesaria internacionalización. Son múltiples las fórmulas para materializar ese objetivo pero el único que es erróneo es el dejado a la iniciativa espontánea de cada responsable universitario, que es el que parece prevalecer. Sin duda, es positivo para cualquier país —en la estrategia de relaciones internacionales— la concesión de becas para que lleguen estudiantes extranjeros; pero no parece el camino preferente para las universidades.

La internacionalización habrá que asentarla en el incremento de la demanda global por nuestros centros como consecuencia del reconocimiento de su calidad, y no parece posible que eso sea lo que se busque cuando, al mismo tiempo que se conceden becas y facilidades para que lleguen estudiantes, se mantengan cerradas las puertas a cal y canto para que accedan profesores de calidad del exterior. Si la llegada de alumnos extranjeros es un buen símbolo, parece evidente que mucho mejor testimonio de una acertada internacionalización sería integrar profesores de excelencia de procedencia ajena; y en este ámbito nada han hecho las universidades ni, que sea notorio, nada se han propuesto hacer.

Y con Bolonia o sin Bolonia, la sociedad española y la propia universidad tiene que plantearse si se propone la universalización del acceso a la educación superior o bien se opta por una universidad de excelencia y meritocrática; esta última disyuntiva ha de plantearse preservando plenamente la igualdad de oportunidades como es obvio. Pero de cada alternativa se derivan estrategias, organizaciones y planteamientos muy diversos. Y esas opciones no tienen que plantearse, necesariamente, como alternativas del sistema sino para cada universidad en concreto, e incluso para cada centro dentro de ella. Pero de una forma u otra se requiere saber qué es lo que se quiere hacer con cada institución para definir también sus exigencias específicas. De ellas se derivan maniobras de acción muy diferentes sobre la docencia y la investigación, al igual que sobre los tipos de profesorado que se requieren y el tipo de carrera personal, basada en la investigación o en la docencia, que deben recorrer. Pero parece evidente la necesidad de determinar primero el modelo y, con posterioridad, las medidas adecuadas; lo inverso nunca generará resultados positivos.

Cualquiera de los numerosos frentes que tiene abiertos el sistema universitario español, requiere plantear también el gobierno de las instituciones de educación superior. Aunque Bolonia no impone ningún modelo preestablecido, es evidente que su implantación y funcionamiento están condicionados por una gobernanza universitaria moderna y flexible. Sin embargo, no resulta fácil sustanciar en la práctica esta afirmación general con medidas concretas; entre otras razones, porque no caben modelos positivos de alcance general.

A nuestro entender, no podrá establecerse ningún sistema de gobernanza adecuado si, con carácter previo, no quedan claros los fines específicos que se propone alcanzar la propia institución. No existe un único tipo de gestión universalmente conveniente; el único adecuado es el que facilita la materialización de los objetivos perseguidos por cada universidad en concreto. De ahí la necesidad de especificar primero los objetivos con anterioridad para después establecer la forma de gobierno más idóneo para alcanzar sus objetivos.

Por eso tal vez la reforma de Bolonia ha introducido al sistema universitario español en un examen y debate de los medios, cuando el tema crucial se encuentra en concretar cuales son los fines o el modelo que necesitamos. De ese prototipo se derivarán las medidas pertinentes para hacerlo operativo y ese es el debate pendiente. Al modo orteguiano podíamos decir: Españoles, a debatir sobre los modelos. _