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Pablo Blanco Sarto es profesor agregado de Teología Dogmática de la Universidad de Navarra. Autor, entre otras obras, de Joseph Ratzinger, una biografía.

Bohdan Chudoba fue un historiador, ensayista y traductor checo. Autor de Of time, light and hell: essays in interpretation of the Christian message; The meaning of civilization; España y el Imperio (1519-1643) y Los tiempos antiguos y la venida de Cristo, entre otros.

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Avance 

Bohdan Chudoba fue de los tres mejores historiadores checos de orientación católica del siglo XX, junto con Josef Pekar y Zdenek Kalista. Integró un grupo, cuyo legado historiográfico fue anatematizado por el régimen comunista hasta 1989. Desarrolló sus actividades científicas y políticas desde mediados de la década del treinta hasta 1948 en la antigua Checoslovaquia, y posteriormente en Estados Unidos y España, a la que considerará su “segunda patria”.

Fue un intelectual inquieto, omnívoro, compulsivo, conocedor de varias lenguas, e interesado no solo por la historia, sino también por la literatura, las artes, la civilización y la teología. Influido por Miguel de Unamuno, Chudoba concibió la historia no como una ciencia positiva, basada en una cadena de causas y efectos, sino como un drama, en términos shakesperianos: como “drama de la esperanza” e “historia de la libertad”. Fue, sobre todo, un historiador de las ideas, “un autor volcánico como tantos autores eslavos del tipo de Berdiaev”. En una de sus obras, “The Meaning of Civilization”, empezó a formular una filosofía de la historia, una historia de las ideas, que completó con lo que Pablo Blanco considera una verdadera teología.

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Uno de los tres mejores historiadores checos de orientación católica del siglo XX es Bohdan Chudoba: junto con Josef Pekar y Zdenek Kalista integra un grupo, cuyo legado historiográfico fue anatematizado por el régimen comunista hasta 1989. Chudoba (nacido el 21 de noviembre de 1909 en la metrópoli morava de Brno y fallecido el 2 de enero de 1982 en Madrid) desarrolló sus actividades científicas y políticas desde mediados de la década del treinta hasta 1948 en la antigua Checoslovaquia, y posteriormente en Estados Unidos y España, a la que considerará su “segunda patria”.

El padre de Bohdan –Frantisek Chudoba– logró un gran prestigio científico en los primeros decenios del siglo XX como crítico literario, anglista y catedrático en la Universidad Masaryk, de la metrópoli morava de Brno y el más importante conocedor y traductor de literatura anglosajona en Checoslovaquia. Se hizo célebre, principalmente, como autor de una nutrida monografía sobre William Shakespeare. Su hijo Bohdan estudió filología e historia en la misma universidad, visitando paralelamente los archivos de Londres, Oxford, Viena, Roma, París, Simancas y Madrid. Aquí se puede apreciar ya la dimensión interdisciplinar de su formación, que a su vez se reflejará en su producción científica. Por si fuera poco, destacó después como orador y político, llegando a militar en la Resistencia tanto del nazismo como del comunismo. Tuvo que huir de su tierra, pasando por París y acabando en Madrid.

Un intelectual inquieto

En la Universidad central de la capital española se doctoró en 1933 (Las relaciones de las dos cortes habsburgesas en la tercera asamblea del Concilio tridentino, Madrid: Tip. de Archivos, 1933). Chudoba tuvo a partir de entonces una existencia errática, como un profeta fuera de su tierra o un starets, un monje solitario. Influido notablemente por el pensamiento del famoso filósofo español, Miguel de Unamuno (1864-1936), se despidió definitivamente del concepto de la historiografía como ciencia positiva, basada tan solo en una cadena de causas y efectos, ordenados de un modo cronológico. Chudoba optó por el pensamiento vivo de “la carne y los huesos” –como solía decir Unamuno– y por la defensa de la verdad. Es esta una gran pasión que recorre toda su obra. No es de extrañar por tanto que, además de la historia, le interesara también la literatura, la filosofía, las religiones y la teología.

Era un intelectual omnívoro, casi compulsivo. De hecho, publicó un sinúmero de traducciones del inglés, alemán, español y otros idiomas, escribiendo asimismo poemas y novelas. Su condición de políglota consumado le obligaba a superar las estrechas fronteras de la ciencia positivista; pero a diferencia de su padre que era protestante, no prefirió el mundo inglés sino el hispánico que pasó a serle más cercano. Así, enseñó en el Studium catholicum de Praga y, desde principios de los años treinta trabajó también como periodista en su país natal y, entre 1946 y 1948, como diputado del democristiano Partido Popular en la asamblea nacional de Checoslovaquia, que le hizo merecedor de la fama de consumado orador. Este carácter polifacético y multidisciplinar se refleja en sus obras, aparentemente desordenadas. Después del golpe de Estado perpretado por los comunistas, en febrero de 1948, el erudito moravo abandonó el país en condiciones muy dramáticas. Entonces conoce al novelista Graham Greene (1904-1991), quien consiguió que le permitieran marcharse a Francia y más adelante le obtuvo una plaza en los Estados Unidos.

El entonces cardenal Giovanni Montini (1897-1978), después papa Pablo VI, le prestó una gran ayuda, y desde 1949 fue profesor de historia en el Iona College de New Rochelle, Nueva York. En es verano contrae matrimonio con Eva, con quien he tenido la suerte de hablar largo y tendido. Continúa así una existencia errante, tanto geográfica como intelectual y políticamente: desde 1954 hasta 1965 colaboró con la redacción checa de Radio Exterior de España que en aquel entonces transmitía desde Austria y Alemania occidental; en 1964 y por iniciativa del socialdemócrata sudetoalemán Wenzel Jaksch, los líderes del exilio checoslovaco proporcionaron a Chudoba, una beca para preparar un nuevo manual de la historia checa: tuvo entonces muchos problemas para su publicación, y fue postergada por razones ideológicas. La orientación un tanto extemporánea (anticomunista y antinazi, impregnada también de una gran dosis de antiamericanismo, antigermanismo, así como de antiprogresismo y antimodernismo) resultaba inaceptable incluso en la Europa occidental de entonces.

Partiendo ya desde 1940 del concepto del orden social cristiano, Chudoba insistía en que la mayor tentación diabólica de la humanidad había sido sintetizada en Hitler y Stalin y, por tanto, en el comunismo y el nazismo, a lo que añade el liberalismo. Basado en estas mismas ideas, el autor moravo rechazaba también el legado de los primeros presidentes checoslovacos, Masaryk y Benes, así como criticó las potencias occidentales que lucharon contra Hitler por cooperar con Stalin. Desde 1964 vivió en Madrid, ayudado por el político y latinista Antonio Fontán (1923-2010), donde alternaba sus clases allí y en Estados Unidos. De aquí surgieron simpatías de Chudoba hacia Francisco Franco (1892-1975), quien –en su opinión– no podía compararse ni con Hitler ni con Stalin ni tampoco con Mussolini.

En una reseña de Of time, light and hell: essays in interpretation of the Christian message (Mouton, La Haya 1974) aparecida en Theological Studies (37, 1975, 171-173), John Carmody se hace la siguiente pregunta, a la vez que nos ofrece un retrato útil para el lector lejano en el espacio y en el tiempo: “¿Quién es Bohdan Chudoba? Me gustaría conocerlo. No hay nada fuera de este libro –ni dentro de los prejuicios del lector– que ofrezca detalles biográficos. Como Melquisedec, se presenta sin más: extranjero, gruñón, y no como un príncipe de la paz. Por sus conocimientos, citas y estilo, sospecho que es un políglota internacional, para quien el inglés no es la lengua materna. Su fe recia es como la Ortodoxia eslava, y su disciplina científica tal vez pueda ser la historia de las ideas, con un fuerte acento en los clásicos”. En efecto, en los últimos años de su vida asistió a los ritos ortodoxos, por desaveniencias con la aplicación de la reforma litúrgica del Vaticano II, si bien murió poco después de ver por televisión la misa de Notre Dame en la Nochebuena de 1981. A esto añade su erudición y estilo abigarrado, sin citas concretas, que a veces pone en verdaderos apuros al lector. Define además a Chudoba como un decidido antiescolástico y dotado de “un estilo muy moderno, casi como si fuera una corriente de conciencia”. En esta obra de teología de la historia –concluye Carmody– queda claro que el autor “está interesado por todo; sus apuntes son una mina de sugerencias”, a la vez que destaca el sentido personal y novedoso que da a esta concepción de la teología de la historia. Toda esta caracterización podría ser infinitamente matizada, pero qué duda cabe que Carmony ha calado lo esencial del personaje. Chudoba vendría a ser una especie de Vladimir Solovyov (1853-1900), por la amplitud y versatilidad de su pensamiento, así como por la impronta europea-oriental de sus ideas.

En efecto, la amplia erudición de Chudoba le va a impedir circunscribirse a un estudio sectorial, según los cánones del positivismo histórico. Es más un historiador de las ideas, un autor volcánico –podríamos decir–, como tantos autores eslavos del tipo de Berdiaev o Florenski.

En lo que se refiere a la hispanística checa, Bohdan Chudoba fue uno de los principales protagonistas de las relaciones mutuas basadas en el universalismo católico. La propia confesión cristiana puede tender puentes hacia otras culturas, igualmente cristianas. En 1945 publicó la célebre monografía Los españoles en la Montaña Blanca, en la que analizaba la política española en Bohemia y Moravia desde los tiempos de Carlos V hasta la Guerra de los Treinta Años. “Montaña Blanca” se llama uno de los suburbios de Praga, donde en 1620 tuvo lugar la batalla en la que los estamentos protestantes checos fueron derrotados por la Liga Católica. Cuando en 1969 viajó a Estados Unidos y después a España, preparó una segunda versión de la monografía, que lleva por título: España y el Sacro Imperio Romano 1519-1643. Chudoba sostiene allí que “con la derrota de los protestantes en la batalla de la Montaña Blanca, quedaron Bohemia y Moravia sometidas a la Casa de Austria y conservadas para la religión cristiana. Aunque devastadas por los suecos durante la Guerra de los Treinta Años, las tierras checas se han abierto a un influjo profundo de la cultura española. La estatua milagrosa del Niño Jesús de Praga, llevada de España por doña María Manrique de Lara, y colocada después en la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria en Praga, ha llegado a ser un símbolo de nuevo florecimiento cultural del país de San Wenceslao”.

España y Oriente

En su versión en español aparece con el título más simplificado de España y el Imperio (1519-1643) (Madrid, Rialp 1963, 467 pp.), en la prestigiosa «Biblioteca del pensamiento actual»; esta colección estaba dirigida por Florentino Pérez Embid (1918-1974), y exigía una alta calidad en todos los títulos publicados. Previamente, en 1952 había sido publicada la versión inglesa en Chicago Press. En una reseña en la Revue belge de philologie et d’histoire (43/1, 1965, 164-166), H.G. Koenigsberger sostiene que “el autor mantiene que, hasta la batalla de Lepanto, el peligro turco dominó la política española y que solo hasta después de Lepanto fue cambiado el frente en dirección a los protestantes como principales enemigos de la cristiandad”, lo cual podría resultar chocante para la actual sensibilidad ecuménica. Esta divergencia entre el idealismo hispánico y la política real fue todavía mayor durante el siglo XVII. A partir de las investigaciones realizadas en archivos checos y austríacos, Chudoba analiza la influencia del Imperio español en Bohemia, dos décadas antes de que comenzara la Guerra de los Treinta Años. El reseñador le reprocha sus “poco ortodoxas opiniones”, como la influencia de Salomón Ashkenazi para que los venecianos abandonaran la liga contra los turcos. En cualquier caso, queda calificado por el autor belga como un “libro interesante”. Parece ser que en este caso tiene lugar un claro debate sobre la metodología concreta que debe emplear la historia como ciencia.

Con un tenor parecido, encontramos algunos artículos en la revista Atlántida, de la misma editorial madrileña: “El pasado histórico y su sentido” (1964, 29-40), “El tiempo como antecedente de la historia” (1970, 557-562) y “Arte y ciencia en Europa oriental” (1971, 522-528). Más adelante, encontramos además una aportación significativa en el mundo hispánico en relación con la historia y la cultura eslavas: Rusia y el oriente de Europa, con un prólogo de Luis Suárez Fernández (Rialp, Madrid 1980). En estas páginas aparecen nuevas tierras y sensibilidades espirituales que ayudaron a enriquecer la percepción mediterránea de las culturas del centro y este de Europa. Sin embargo, en nuestro autor, el trabajo histórico es inseparable de la interpretación y de la reflexión. Las aportaciones de Chudoba no serán según los cánones de la historiografía positivista, sino que son capaces de mirar más allá de sus límites.

En este sentido, podemos considerar al autor moravo como también un filósofo y –por qué no– un teólogo, por su condición de creyente dispuesto a conjugar su fe con la razón histórica. En The Meaning of Civilitation (P.J. Kenedy & Sons, New York 1951) empezó a formular una filosofía de la historia, una historia de las ideas, que completó con lo que he considerado una verdadera teología. Allí realizaba algunas consideraciones en su Moravia natal sobre el concepto de civilización, a partir de sus pensamientos bajo la ocupación nazi y posteriormente comunista. Todo un verdadero punto de partida, que contiene ya in nuce lo que va a ser desarrollado en obras posteriores. Allí escribe en el prólogo el historiador Luis Suárez: “La lectura de este trabajo me ha causado una profunda impresión; no se trata de un libro de historia, seco en las estadísticas, sindo de la exposición de las ideas vinculadas a la vida. […] Chudoba es un espectador excepcional y, a veces, un protagonista”.

El sentido de la historia

En realidad, tanto en su patria como en el exilio desempeñó el papel de pensador marginado y controvertido, un poco como le ocurrió a su maestro Unamuno. Era un personaje incómodo. En su condición de católico, poco dado a los compromisos ideológicos, se granjeó la animadversión de todas las izquierdas liberales y marxistas. Tal vez por esto su legado historiográfico ha seguido provocando malestar. Pese a todo ello, su obra sigue siendo una parte muy importante del pensamiento histórico, social y cultural de la nación checa en la época moderna. En España fue también conocida su obra Los tiempos antiguos y la venida de Cristo, fechada en Mamanoreck (Nueva York), en la fiesta de la Anunciación de 1963 (resultan interesantes las fechas y dedicatorias marianas en sus escritos), y publicada dos años después por la madrileña editorial Rialp (265 pp.), que constituye un apretado volumen de bolsillo, dotado de una alta densidad de contenido. En este caso, la traducción inglesa será posterior (Alba House, Staten Island, Nueva York 1969). El volumen se compone de varios artículos bastante densos, llenos de datos y referencias; pero conservan –a mi modo de ver– una unidad en las ideas de fondo, que a veces hay que leer entre líneas. Es interesante también ver cómo esta teología de la historia no está elaborada por un teólogo, sino por un historiador; el desarrollo es tal vez menos sistemático, pero el aluvión de datos que ofrece proporciona a estos ensayos una inmediatez y una concreción que procuran un continuo estímulo para el lector (a su vez, estas ideas serán después desarrolladas de modo parcial en la citada Of time, light and hell). Recuerda a los escritos de historia de las religiones de Mircea Eliade (1907-1986), donde sus libros son un auténtico melting pot de religión, historia, filosofía e incluso ficción.

“Desde tiempos inmemoriales –dirá en el Preface–, la historiografía ha sido sobre todo biografía”. A lo que añade de un modo un tanto provocador: “El historiador debe decir la verdad. No tiene otra posibilidad”. Dejando de lado sus ideas políticas sobre las que no puedo pronunciarme, me ha interesado sobre todo la obra de Chudoba por esta pasión por la historia y las ideas, y me gusta verla como la de un creyente, la de un laico, un cristiano –intelectual para más señas– que expresa libremente sus ideas. No es un teólogo en el significado académico del término, pero indudablemente formula –desde su experiencia como historiador– una completa e iluminadora teología de la historia. Chudoba fue un hombre de mundo, no solo por sus viajes sino sobre todo por su capacidad de enfrentarse –casi podríamos decir– con toda la cultura y con todas las culturas. Por eso su lectura resulta siempre iluminadora y profundamente sugerente, especialmente para el lector cristiano, aunque dada la amplitud de su pensamiento cualquiera puede disfrutar de sus obras y extraer aquello que más le pueda interesar. Las referencias e intertextos que aparecen en su obra son tan cosmopolitas como su propia vida. El autor checo bucea en la historia desde sus orígenes prehistóricos (valga la paradoja) y se dirige hacia Cristo como cumbre y centro de la historia. No solo elabora una historia de la teología en sentido amplio, sino también una teología de la historia.

Tras un apasionante recorrido por la historia de las ideas, religiones y civilizaciones, vayamos a quizá la aportación más original de nuestro autor: su reflexión sobre la historia. De la historia y la fenomenología de las religiones pasa a una verdadera teología cristiana de la historia.

En esto seguimos la máxima que propone en el pórtico de su estudio: “No solo es necesario conocer la historia, sino que hay que comprenderla”. Aquí es donde puede apreciarse la originalidad de Chudoba, pues no simplemente reproduce datos históricos en sus escritos, sino que ofrece una hermenéutica de los acontecimientos, que denotan una reflexión y comprensión de los motivos más profundos de la historia. Exhíbe de igual modo sus credenciales, al explicitar los principios de los que parte: “la fe en Jesucristo, el hombre más perfecto porque es Dios”. Cristo es el centro de la historia, a pesar de que su existencia terrena no es demasiado lejana en el tiempo. En segundo lugar, nuestro historiador quiere diferenciar entre naturaleza e historia, en contra de un positivismo que quiere identificar ambos ámbitos. Chudoba nos ofrece no solo una historia universal, sino también los principios interpretativos para leerla en profundidad. En este sentido, la figura de Cristo no es solo una figura religiosa, sino que su huella en la historia es profunda, como lo es también en el presente y el futuro. Intentemos pues entender los principios básicos de la historiografía, tal como los interpreta el historiador checo, partiendo del hecho de que rechaza cualquier asimilación simplista al positivismo, el cual también ha sido asumido en la historia y en otros estudios humanísticos. Tras adentrarnos en el drama de la historia primitiva y antigua del ser humano, procura un estudio más profundo a partir de toda esta información. Esta es la novedad que aporta Chudoba.

La humanidad también tiene memoria –comienza diciendo–, como la tienen las familias, los pueblos y las naciones. Esta memoria colectiva es lo que conocemos bajo el nombre de historia, y los esfuerzos para ensanchar su ámbito constituyen la historiografía”. Esta es pues la memoria ampliada, en la que se entremezclan el mito con la historia, la ciencia con la leyenda. Este punto de partida crítico resulta fundamental para la labor del historiador, a pesar de que pueda escandalizar al historiador positivista. “Tenemos, pues, que aceptar la historia tal como es, con sus ambigüedades; de lo contrario, correríamos el riesgo de hacerle perder su valor”. No existe pues una historia químicamente pura, pues no es equiparable a las ciencias positivas, al no ser solo el hombre un animal sino también un ser cultural y creativo. Si estas aportaciones resultan aceptadas por las siguientes aportaciones, entonces se convierte en una civilización, digna de ser estudiada a partir de los anteriores presupuestos. Estos valores alcanzados pueden perdurar, o perderse para siempre en la noche de los tiempos. Así, existe la variable fundamental de la libertad humana, pues el historiador debe buscar el hecho diferencial: “Un historiador –afirma Chudoba con ironía– debe preocuparse poco de lo que le gustaba comer a Beethoven o a qué horas; muchas personas tienen los mismos gustos y necesidades, pero no todas han compuesto sinfonías”.

Teodramática

La historia no es solo la sucesión de acontecimientos en una secuencia temporal, sino sobre todo “un drama, una acción intelectual con un comienzo y un final”. Es decir, el hombre “obra en el tiempo, sigue diciendo, pero no vive en él”. Por eso nuestro autor opta por una “historia general del mundo”, donde no solo se tienen en cuenta la cronología y la mera continuidad causa-efecto, sino también las ideas en el sentido más amplio del término, donde caben también las aportaciones de la fe. El evolucionismo y el mito del progreso constituyen claves interpretativas insuficientes para entender el verdadero sentido de la historia. Por el contrario, algunas de las antiguas tradiciones, sobre todo la hebrea, veía la historia de esta otra manera. Chudoba lo entiende como el “concepto cristiano y realista de la historia”, que no es ni el cíclico de los griegos ni el evolutivo o progresista, más propio de las metodologías contemporáneas. No siempre hay una ley del péndulo o la del progreso indefinido, pues existe el factor-libertad: “el único ‘progreso’ que podemos concebir de modo realista es de cada persona por separado, hacia la última verdad y la última libertad, que es Dios”. En estas palabras se contiene una propuesta revolucionaria para las metodologías contemporáneas: “La historia de los hombres se compone ciertamente de millones de tales ‘progresos’; sin embargo, solo sabe de acumulaciones de valores, no de progresos generales de la humanidad”.

Establece así lo que podríamos llamar una teología de la libertad y la esperanza. “Un cristiano, como Shakespeare, considera la historia como un drama”: es este el modelo del que se parte, lo cual podría chocar al historiador contemporáneo. Es esta una propuesta intempestiva, que intenta superar una visión del hombre como “lobo para el hombre”: “Un cristiano, no atado desde el punto de vista restrictivo, tiene la posibilidad de colocar su interés más en la relación hombre-Dios, que en la establecida entre el hombre y sus congéneres”.

Más que como una árida ciencia social, define la historia como “el drama de la esperanza”, entendida en el límite infinito de Dios: “la esperanza del hombre es muy limitada; la esperanza de Dios no tiene límite”.

Por eso tiene esa gran fuerza creadora y generadora de valores, aunque detrás de esta capacidad creadora está la libertad: “decir historia es decir historia de la libertad” si bien esta libertad no ha de ser entendida solo como autodeterminación, sino también como la “dirección de la propia conducta”. Más allá del platonismo y del aristotelismo, ha de entenderse al ser humano con su orientación intríseca hacia la divinidad. En su creatividad y en su conocimiento, la persona humana se remite a su Creador, y le da una dimensión solidaria a toda su actividad: “donde falta ese asentimiento (allí donde el hombre, con acusado egocentrismo, solo piensa en sí), allí no hay libertad”. Más allá de la autodeterminación, estaría la autodonación; la incertidumbre y la limitación humanas van a ser útiles para el hombre y su historia: “esta propia inseguridad es el fértil limo en que crece la historia, el amor y el drama humanos”. Esta libertad no es tampoco mero libertinaje, que no acepta lo previamente dado, como la naturaleza, la sociedad o la cultura: es una libertad solidaria con otras libertades también.

“Al mismo tiempo reconocemos otro hecho importante, y es que el hombre histórico, el hombre creador que expresa constantemente la esperanza en cambiar e inventar cosas, depende de otros hombres así como de la sociedad en la que vive”. La persona es autónoma y con capacidad de iniciativa propia, pero sabe poner esta libertad en comunicación con otras personas y libertades. Así, el amor es el encuentro entre dos o más libertades, lo cual potencia la propia personalidad: “Las posibilidades de realizar un trabajo creador crecen, en general, con el aumento de la dependencia del hombre con respecto a los demás hombres y a las instituciones sociales”. Pero también es cierto que critica la capacidad uniformadora y contraria al desarrollo creativo del ser humano, que se derivaría de lo que hoy llamaríamos industrialización y globalización: “el gran drama de la historia, el drama del hombre, es el del decrecimiento de las oportunidades de utilizar el propio talento de forma creativa”. La democratización del arte, la ciencia y la cultura no siempre trae consigo el incremento de la capacidad creativa de las personas.

“Concentrando sus pensamientos –concluye– acerca de la libertad del hombre y de la disminución de sus oportunidades, el cristiano vuelve sobre la persona histórica de Cristo y, con él, al centro de la historia”. Incluso el fracaso puede obtener sentido al mirar su cruz: “nadie ha dejado entrever mayor libertad que él”. Pero además hemos de entender la persona de Jesús como el Hijo de Dios y el Salvador de la humanidad. “Nuestro concepto del drama de la historia queda así vigorizado”. Al mismo tiempo, Chudoba vuelve a recordar que su reino no es de este mundo, pues aquí se alza una inquietante presencia: “Si Cristo es como la antorcha que arroja una sublime luz sobre el camino de la historia, también se alza en ella, al final mismo del corazón humano, otra persona: el Anticristo”. Este drama real entre el señor de este mundo y el Señor de la historia explica también los hechos históricos. Por eso el historiador no solo ha de ordenar cronológicamente los acontecimientos, sino que también ha de tener en cuenta los distintos valores, que van desde un libro o un edificio hasta un invento, una canción, una idea o un acto de fe o rebeldía. “Cada uno selecciona según aquello que le parece importante”, concluye. Por eso una visión de fe es también posible en una investigación histórica, incluidos los mencionados principios de la libertad, el amor y la esperanza. Parafraseando a Dostoievski, podríamos decir que –en el corazón de la historia– es donde se libra esa batalla entre el bien y el mal o, mejor dicho, entre Cristo y el Anticristo. En Chudoba encontramos a un historiador y a un pensador cristiano, un historiador de las ideas que parte de los datos empíricos de la historia, sin interpretarlos empíricamente, valga la redundancia: de la historia y la fenomenología de las religiones llega a una verdadera teología cristiana de la historia.

Libertad y esperanza

La razón histórica encuentra así una curiosa reconciliación con la filosofía, la teología y la literatura; el autor moravo es un historiador que busca también la verdad, en el sentido más atemporal de la palabra. De aquí la definición de la historia como drama, en términos shakesperianos: como “drama de la esperanza” e “historia de la libertad”. Descubre además la necesidad de superar el mito y el símbolo de las religiones precristianas, para llegar a un concepto cristiano de Dios personal, que resiste cualquier cosificación y reducción esencialista. Tal vez de aquí proceda su distancia hacia Platón y Aristóteles, y su apasionado aprecio por lo oriental, tanto cristiano como incluso pagano, sin dejar de ser lo primero. La religión presenta un carácter eminentemente positivo y tendrá una gran capacidad generadora de arte, cultura, vida social e incluso intercambio económico, sostiene con pertinacia Chudoba. Sin embargo, las antiguas religiones tenían una función netamente provisional y precursora. Toda la cumbre y el centro de la historia se encuentran en la persona de Cristo, como Dios encarnado que es. Sin embargo, a lo largo del tiempo, el clericalismo y la confusión entre los ámbitos político y religioso llevaron a la pérdida de la libertad de la Iglesia, así como a limitar su dimensión evangelizadora: tal vez faltaba una verdadera cultura de la libertad, fundamentada en las verdaderas y primigenias ideas cristianas. Por eso, superando todo positivismo, determinismo y evolucionismo, los principios cristianos que vertebran el pensamiento de Chudoba serán la libertad y la esperanza, donde se articulan pasado, presente y futuro, tal como acabamos de ver. En definitiva, este checo errante y cosmopolita ofrece una reflexión sobre la historia difícil de encontrar en los tiempos que vivió. Constituye así un regalo para todos, que debemos acoger con agradecimiento.

Profesor agregado de Teología Dogmática. Universidad de Navarra